Читать книгу: «¿Un futuro sostenible?»

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Director de la colección: Juli Peretó Coordinación: Soledad Rubio

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Fernando Sapiña, 2006

© De la presente edición:

Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2006

www.valencia.edu/cdciencia

cdciencia@uv.es

Publicacions de la Universitat de València, 2006

www.uv.es/publicacions

publicacions@uv.es

Producción editorial: Maite Simón

Diseño del interior y maquetación: Inmaculada Mesa

Corrección: Communico, CB

Diseño de la cubierta: Enric Solbes

ISBN: 84-370-6307-8

Realización ePub: produccioneditorial.com

INTRODUCCIÓN

En esta época de transición entre el siglo XX y el XXI, entre el segundo y el tercer milenio, la Tierra ya ha sido totalmente conquistada por la especie humana y hemos comenzado la exploración del espacio. Durante los años sesenta y principios de los setenta, la NASA desarrolló el programa Apolo, cuyo objetivo era la exploración de la Luna. La culminación de esta empresa se produjo el 20 de julio de 1969, con el alunizaje del módulo lunar de la nave Apolo 11. Las primeras fotografías de la Tierra vista desde el espacio se obtuvieron durante las misiones de este programa.

Desde finales del siglo XIX, la ecología había comenzado a desarrollarse como ciencia. La unidad básica de estudio en ecología es el ecosistema, una unidad funcional formada por los organismos que viven en una determinada área, el entorno que los rodea y todas las relaciones que se establecen entre estos componentes vivos y su entorno. Coincidiendo con el desarrollo del programa Apolo, la ecología adquirió unas sólidas bases conceptuales y pudo comenzar a abordar el estudio de la Tierra como ecosistema. Empezamos así a elaborar una visión global de nuestro planeta y de las relaciones que existen entre sus componentes.

Este estudio mostró, ya desde los primeros momentos, que la acción del hombre sobre el ecosistema global, la biosfera, estaba produciendo cambios sin precedentes sobre el equilibrio ecológico de la Tierra. Hoy sabemos, sin lugar a dudas, que se están produciendo cambios en nuestro entorno, en el medio, y sabemos con certeza que el origen de estos cambios inusuales se encuentra en la actividad de los seres humanos. La obtención de energía, la agricultura y la industria son las tres actividades que podemos considerar como las principales responsables del cambio global.

Desde comienzos del siglo XVIII, el planeta ha perdido seis millones de kilómetros cuadrados de bosque, una superficie mayor que la de toda Europa. Estas tierras han sido transformadas en cultivos y pastos que han permitido alimentar a una población en constante crecimiento. Durante los últimos 250 años, el desarrollo agrícola e industrial ha provocado un aumento de más de un 30 % en la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera. Además, las cantidades anuales de elementos importantes, como el nitrógeno o el azufre, movilizadas como consecuencia de las actividades humanas, son del mismo orden de las que intervienen en procesos naturales; en el caso de algunos elementos tóxicos, como el mercurio y el plomo, estas cantidades son, sin embargo, mucho mayores. Estos componentes del cambio global, junto con la caza y la pesca intensivas y, sobre todo, con el transporte, intencionado o no, de especies alrededor de nuestro planeta, han provocando trastornos graves en la composición de los ecosistemas. Una de las consecuencias de estas tensiones a las que están sometidas las poblaciones es la extinción de especies: las estimaciones más recientes sugieren que las velocidades de extinción son, en la actualidad, entre cien y mil veces mayores que las que existían hace más de cincuenta mil años. La pérdida de biodiversidad, el aumento de las concentraciones de productos tóxicos en el medio ambiente, tanto orgánicos como inorgánicos, la erosión del suelo, la disminución de la capa de ozono de la estratosfera, el aumento de la acidez de las precipitaciones, el cambio climático, etc. Todos estos fenómenos son síntomas de una enfermedad, son las consecuencias de la apropiación de la biosfera por nuestra especie.

El gran reto que la Humanidad tiene planteado en el siglo XXI es hacer posible un desarrollo económico y social solidario con nuestra generación y con las generaciones futuras. Para lograr este objetivo, es necesario comprender cómo nuestras actividades afectan al entorno: sólo así podremos planificar las acciones necesarias para avanzar hacia una sociedad en la que el impacto de las actividades humanas sobre el medio no lo degrade hasta límites insostenibles. En este libro nos centraremos en tres de los componentes del cambio global que están asociados con la modificación de la química del medio y, en particular, con las modificaciones de los ciclos biogeoquímicos de tres elementos: el carbono, el nitrógeno y el plomo.

El ciclo del carbono se abrió cuando comenzamos a utilizar los combustibles fósiles. Desde entonces, se ha emitido a la atmósfera en forma de diòxido de carbono el carbono que había quedado almacenado durante millones de años como compuestos orgánicos sedimentarios. Dado que la velocidad de emisión de dióxido de carbono ha sido mucho mayor que la de absorción en distintos depósitos ambientales, la concentración de este gas en la atmósfera ha aumentado a lo largo de los últimos 250 años.

El ciclo del nitrógeno se abrió cuando comenzamos a utilizar como fertilizantes enormes cantidades de nitrógeno fijado de forma artificial. La utilización de estos compuestos, que se aplican en cantidades mucho mayores que las que necesitan las plantas y en momentos que no se ajustan a estas necesidades, ha provocado un aumento de la concentración de especies móviles de nitrógeno en el medio.

Los ciclos de los materiales y, en particular, los ciclos de los elementos tóxicos se abrieron con la explotación, el procesado y la utilización de estos elementos o de sus compuestos, que han aumentado de forma exponencial desde comienzos de la Revolución Industrial. Esto ha provocado un aumento de la concentración de elementos tóxicos en distintos compartimentos ambientales.

Sí, estamos cambiando el mundo como nunca antes lo había hecho, provocando graves tensiones en los sistemas naturales, de los que dependemos claramente. Y es cada vez más evidente que, en el futuro, no será posible satisfacer las necesidades de una población en crecimiento con el modelo de desarrollo industrial occidental. Dicho de otro modo, estamos alcanzando, o tal vez hayamos sobrepasado ya, los límites naturales de la Tierra, tanto en lo que se refiere a su capacidad para actuar como sumidero de residuos, como a su capacidad para suministrar recursos: combustibles fósiles, alimentos y materiales. De esta evidencia ha surgido el concepto de desarrollo sostenible, basado en la responsabilidad que tenemos con las generaciones futuras, y el de ecología industrial, que tiene su origen en una analogía entre el funcionamiento de los sistemas industriales y de los ecosistemas naturales. En este marco analizaremos las posibilidades que tenemos de cambiar estas tendencias y asegurar, así, un futuro digno a las generaciones venideras.

En su estimulante ensayo Ambiente, emoción y ética, Ramón Folch apunta la necesidad de proporcionar a la opinión pública información sobre temas ambientales, más allá de la visión parcial y distorsionada que suelen proporcionar los medios de comunicación. La lectura de ese ensayo fue uno de los motivos que me animaron a iniciar la escritura de este libro, en el que he utilizado como punto de partida el material preparado para el módulo de libre elección Energía, recursos y medio ambiente, que he impartido en los últimos cursos en la Universitat de València. He intentado, en la medida de lo posible, no mantener una estructura abiertamente académica, dado que una presentación de este tipo parece que, lejos de ser una ventaja, lastra la lectura de un libro de divulgación. Espero haber alcanzado un cierto equilibrio que evite la huida en estampida de los intrépidos aventureros que se internen en estas páginas.

Antes de empezar, una advertencia. Soy químico de formación y mi investigación se centra en la manipulación de la materia a escala atómica para obtener nuevos compuestos: no soy, por tanto, un especialista en la química del cambio global. En este sentido, debo reconocer mi deuda con muchos especialistas cuya investigación sí ha estado centrada en el cambio global, el desarrollo sostenible y la ecología industrial, y cuyos resultados he utilizado en la elaboración de este libro.

AGRADECIMIENTOS

Debo dar las gracias a Encarna Coret tanto por la comprensión y el afecto mostrado durante la larga gestación de este libro, como por presionarme constantemente, junto con Jesús Navarro y Danielle Cornic, para que me decidiera a escribirlo; como castigo, se han visto obligados a leer algunas de las distintas versiones del manuscrito. Aurelio Beltrán, Eduardo Martínez y Gwenn Navarro también me han presionado para que escribiera el libro, aunque en este caso sólo han tenido que leer una de las últimas versiones del manuscrito, junto con David Vie, Carmen Coret y Enrique Gimeno. Después de su lectura algunos han hecho tímidas sugerencias y, otros, críticas despiadadas, y todos estos comentarios me han sido muy valiosos a la hora de escribir la versión final.

Capítulo 1

EL CAMBIO GLOBAL

En los últimos treinta años, hemos ido tomando conciencia de la intensa degradación ambiental a la que está sometido nuestro planeta como consecuencia de nuestras actividades. Inicialmente, sólo percibíamos los problemas locales: ríos contaminados por vertidos industriales, brumas tóxicas en muchas ciudades, producidas por las emisiones de los automóviles, vertidos incontrolados de residuos peligrosos... En los países desarrollados se tomaron medidas que, rápidamente, paliaron este tipo de problemas. Sólo con el tiempo hemos ido comprendiendo que los problemas ambientales no son sólo locales, sino globales. El cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la degradación del suelo, el agua y el aire son fenómenos que se producen en todos los rincones de nuestro planeta.

Muchas personas piensan que el origen de los problemas ambientales es muy reciente, posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que éste es un período de intensa degradación ambiental. Pero, ¿es esto cierto? ¿De qué época sentimos nostalgia? Porque la verdad es que, cuando se analiza la historia de la Humanidad, es difícil encontrar una edad de oro desde el punto de vista ambiental.

UNA EXTINCIÓN NO MUY NATURAL

Los primeros humanos en los que reconocemos plenamente desarrolladas las capacidades cognitivas aparecieron en África hace 50.000 años. Desde allí comenzaron una migración en la que, con la ayuda de una incipiente tecnología y con su fuerza muscular como principal fuente de energía, se adaptaron prácticamente a todos los entornos físicos, a todos los climas del planeta, desde la tundra hasta las selvas tropicales, desarrollando pautas de comportamiento que les permitieron explotar con éxito los recursos naturales disponibles en cada uno de esos entornos. Fue también, entonces, cuando se produjo la explosión cultural: en un período de tiempo de unos 10.000 años florecieron todas las formas de arte, nacieron las religiones y se produjo un período de enorme diversificación cultural.

A lo largo del siglo XX hemos descubierto que, en los últimos

50.000 años, se han extinguido muchos animales grandes, de un peso superior a los 45 kilos. Las especies extinguidas reciben el nombre genérico de megafauna y, entre ellas, tenemos el diprodonte, un gran marsupial australiano, el mamut, el rinoceronte lanudo y el tigre de dientes de sable del norte de Eurasia y Norteamérica, y el moa y el dodo, dos especies de grandes pájaros sin alas que habitaban Nueva Zelanda y la isla Mauricio.

Este fenómeno se dio en diferentes lugares de nuestro planeta, en momentos diversos y con intensidades distintas. Las primeras extinciones se produjeron en Australia y Nueva Guinea hace 40.000 años, y representaron la desaparición del 86 % de los géneros de megafauna. En la tundra del norte de Eurasia esta extinción afectó, hace 12.000 años, al 29 % de los géneros y, en Norteamérica, en el período comprendido entre hace 12.000 y 10.000 años, se extinguió el 73 % de los géneros de grandes mamíferos. Por último, la megafauna de las islas de Madagascar y Nueva Zelanda sobrevivió hasta hace unos centenares de años.

Diversos investigadores han intentado explicar este fenómeno sugiriendo que estas extinciones tuvieron su origen en los cambios climáticos que se produjeron en este período. Hace 50.000 años, nuestro planeta estaba en un período glacial, y las temperaturas fueron disminuyendo hasta hacerse mínimas hace 17.500 años. A partir de ese momento, se produjo un aumento de temperaturas relativamente brusco, como es usual al final de todos los períodos glaciales. Este calentamiento terminó hace unos 10.500 años. Estos investigadores piensan que, en estas circunstancias, la megafauna estuvo sometida a fuertes tensiones que, en muchos lugares, no pudo soportar.

Sin embargo, esta teoría tiene algunos puntos débiles y no puede explicar muchos de los datos disponibles. Por ejemplo, ¿por qué la consecuencia de estos cambios en el clima fue la extinción de la megafauna? Las variaciones climáticas probablemente provocaron migraciones de animales, que se desplazaron tratando de mantenerse en hábitats en los que se dieran las condiciones más adecuadas para su supervivencia. Cuando se alcanzaron las temperaturas más bajas, el nivel del mar estaba unos 300 metros por debajo del actual, lo que facilitó, sin duda, estos desplazamientos. De hecho, no hemos encontrado ninguna evidencia de extinciones masivas asociadas a los finales de los más de veinte períodos glaciales que se han dado en los últimos dos millones de años, excepto en este último. Por otro lado, estas extinciones se han dado en un período de tiempo muy corto: si se hubieran producido hace 65 millones de años, la impresión que tendríamos hoy sería la de una extinción simultánea de todas estas especies, algo que es totalmente inusual.

Un aspecto interesante es que estas extinciones se produjeron en distintos lugares justo después de la llegada de nuestra especie a esas zonas. Basándose en esto, otros investigadores han propuesto una explicación alternativa al fenómeno de la extinción de la megafauna. En las tierras vírgenes de Australia, Nueva Guinea, norte de Eurasia, América, Nueva Zelanda y Madagascar, los animales evolucionaron durante millones de años sin que los humanos estuviéramos presentes. Como estos animales nunca habían estado en contacto con nosotros, no mostraron ningún miedo cuando empezamos a colonizar esas tierras, y los humanos pudimos cazarlos fácilmente, hasta provocar su extinción. De hecho, las aves y los mamíferos de las islas Galápagos y de la Antártida, zonas que han estado despobladas hasta hace relativamente poco tiempo, siempre se han mostrado muy mansos. Sin embargo, en el resto de Eurasia y África, los animales y los humanos coevolucionamos durante centenares de miles de años y, a medida que las habilidades de nuestros antepasados fueron desarrollándose, los animales fueron aprendiendo a alejarse de nosotros; por esta razón, estas extinciones no fueron muy abundantes en el sur de Eurasia y en África, pero sí lo fueron en Australia, América y en las grandes islas del Índico y el Pacífico, como en Madagascar, Nueva Zelanda, Polinesia, etc.

Aunque la controversia sobre la causa de estas extinciones prosigue y es posible que ambos factores, la llegada de nuestros antepasados y los cambios climáticos, influyeran en ellas, los episodios que se produjeron hace sólo unos centenares de años en Nueva Zelanda y Madagascar se debieron, indudablemente, a la llegada de los primeros colonos, lo que refuerza la hipótesis de un proceso provocado por el hombre.

EL NACIMIENTO DE LA AGRICULTURA

En el último período cultural de la Edad de Piedra, el Neolítico, los humanos comenzamos a dar los primeros pasos que nos llevaron a establecer una nueva relación con nuestro entorno: empezamos a modificarlo en función de nuestras necesidades. Los humanos sustituimos nuestras antiguas formas de subsistencia, basadas en la caza y la recolección, por la agricultura y la ganadería. Como consecuencia de este cambio, las comunidades se hicieron sedentarias y se establecieron en poblados, lo que condujo a formas más complejas de organización social. Este cambio de sociedades de cazadores-recolectores a sociedades productoras de alimentos no fue brusco, sino gradual, y tuvo, probablemente, distintas causas. Por un lado, esta transformación se produjo después del final del último período glacial, cuando variaron las condiciones climáticas al elevarse las temperaturas. La colonización de nuevos territorios, cuyos recursos naturales se explotaron de forma intensiva, llevó a un aumento continuado de la densidad de población. Y, bien debido al cambio climático, bien debido a las habilidades de nuestros antepasados, o bien por una combinación de ambos factores, muchas especies de grandes mamíferos se habían extinguido unos miles de años antes. Cuando la flora y la fauna se adaptaron a las nuevas condiciones, las fuentes tradicionales de alimentos fallaron y nuestros antecesores tuvieron que buscar fuentes alternativas.

En algunos lugares, el cambio climático provocó la expansión de las zonas en las que crecían cereales silvestres, de los que podían obtenerse cosechas muy grandes en poco tiempo. Fue, precisamente, en estas zonas donde las poblaciones fueron haciéndose gradualmente sedentarias, donde comenzó a cultivarse la tierra y donde se domesticaron algunos animales como la oveja, la cabra, el cerdo y la vaca. Estos animales proporcionaron carne y leche, abono y combustible en forma de estiércol, así como fuerza para tirar de los arados que permitieron cultivar más y más tierras. La lana de las ovejas, junto con el algodón y el lino, fueron los materiales con los que se confeccionaron vestidos y mantas. La tecnología de producción de alimentos se extendió desde estas zonas hasta las colindantes, bien porque fue adaptada por los cazadores-recolectores vecinos, bien debido a la sustitución de la población local por invasores procedentes de regiones en las que ya se dominaba esa nueva tecnología.

Las consecuencias ambientales de la adopción de la agricultura fueron numerosas. La agricultura implica la transformación de las tierras con el fin de crear un hábitat artificial en el que poder cultivar plantas. Nuestros antepasados pasaron, por tanto, de tener una vegetación variada, que cubría el suelo durante todo el año, a tener unos pocos cultivos, que cubrían la tierra sólo en las épocas del año en las que éstos crecían. El suelo quedó, así, muy expuesto al viento y a la lluvia, con lo que se erosionó mucho más rápido que el suelo de los ecosistemas naturales. La implantación de la agricultura implicó, también, la interrupción del reciclado interno de nutrientes que se da en los ecosistemas naturales. Estos nutrientes se extrajeron del ecosistema con las cosechas y los agricultores, con el fin de mantener la fertilidad del suelo, cerraron de nuevo el ciclo de nutrientes mediante el aporte de estiércol o de residuos humanos, animales y vegetales. Por otro lado, la implantación del regadío creó un entorno todavía más artificial que sustituyó al cultivo de secano, que depende del agua de lluvia. La aportación de grandes cantidades de agua a los suelos permitió a los agricultores cultivar plantas más productivas pero tuvo, sin embargo, efectos catastróficos a largo plazo. Por ejemplo, en Sumeria se desarrolló, hace 5.500 años, una civilización basada en el regadío, que cultivaba el trigo y la cebada. Con el tiempo, la evaporación de las aguas de riego, debida a las elevadas temperaturas estivales, provocó una acumulación progresiva de sales en el suelo; poco a poco, los rendimientos de las tierras fueron disminuyendo y el trigo, muy sensible a la presencia de sales, fue sustituido progresivamente por la cebada. Los sumerios desarrollaron la escritura hace 5.000 años y, en textos de hace unos 4.000 años, describieron cómo la tierra se iba volviendo blanca por la acumulación de sales en su superficie.

La utilización de las tierras para obtener bienes y servicios es la alteración más importante del ecosistema global causada por la actividad humana. Con el nombre de transformación de las tierras nos referimos a una serie de actividades que varían en intensidad y que tienen, también, distintas consecuencias. Por un lado, el 11 % de las tierras están ocupadas por cultivos y un 7 % han sido transformadas en pastos que, junto con los pastos naturales, ocupan el 26 % de su superficie. Las tierras transformadas en cultivos o pastos son las que han sufrido un mayor grado de transformación, junto con las dedicadas a áreas industriales y urbanas. Estas últimas ocupan, comparativamente, una superficie muy pequeña, probablemente inferior al 1 %, aunque en algunas zonas muy pobladas puedan ocupar un porcentaje mucho mayor de las tierras. En el otro extremo tenemos los ecosistemas que han permanecido prácticamente inalterados, pero que se ven afectados por el aumento de la concentración de dióxido de carbono y por la caza o por otras formas de explotación de recursos de baja intensidad. Entre estos dos extremos tenemos los ecosistemas más áridos y los pastos y bosques que han sido utilizados, y muchas veces dañados, para alimentar a los animales o para obtener madera. El resultado es que, aproximadamente, el 44 % de las tierras han sido transformadas por los seres humanos. Pero el efecto global es mucho mayor que el que indica esta cifra: en muchas ocasiones, las tierras no alteradas se han fragmentado por la intervención humana en las áreas circundantes, y esta fragmentación ha afectado tanto a la composición como al funcionamiento de estos ecosistemas dispersos, aparentemente vírgenes.

LA SEXTA EXTINCIÓN

La transformación de las tierras para obtener cultivos y pastos no hizo sino aumentar la presión a la que estaban sometidos los grandes mamíferos como consecuencia de la caza intensiva. En Egipto, a finales del Imperio Antiguo, hace unos 4.500 años, ya habían desaparecido del valle del Nilo el elefante, el rinoceronte y la jirafa. En el Mediterráneo, hace 2.200 años, ya habían desaparecido los leones y los leopardos de Grecia y las zonas costeras del Asia Menor.

A medida que se iba desarrollando la tecnología, los medios de los que dispusimos los humanos para cazar animales fueron haciéndose cada vez más eficaces. Una de las historias más conocidas de caza indiscriminada de una especie es la del bisonte. En las grandes llanuras de Norteamérica vivían, antes de la llegada de los europeos, unos 60 millones de bisontes. Los indios, con los rifles y los caballos que les habían proporcionado los europeos, cazaban unos 300.000 bisontes cada año para su sustento. Esta cifra era menor que la velocidad de crecimiento de la población, y esto aseguraba el mantenimiento de las manadas. Pero las matanzas se hicieron intensivas cuando los europeos, al lanzarse a la conquista del oeste, comenzaron a ocupar estas tierras. Primero lo cazaron por su carne y, más adelante, por su piel o, simplemente, por deporte; se llegaron a matar tres millones de bisontes cada año. Una parte importante de la hostilidad de los indios hacia los hombres blancos tenía su origen, precisamente, en la disminución de las manadas de bisontes provocada por esta caza indiscriminada ya que, para los indios, estos animales eran una fuente importante de proteínas. A finales del siglo XIX, los bisontes estaban a punto de extinguirse y sólo sobrevivieron por la presión de distintas entidades privadas, que promovieron la creación de reservas protegidas, en las que han vivido estos animales hasta nuestros días.

Los seres humanos también hemos practicado la pesca intensiva. La sobreexplotación de las pesquerías fue reconocida como un problema internacional a principios del siglo XX. Antes de 1950, los problemas se habían presentado sólo en unas pocas regiones, como el Mediterráneo o el Pacífico norte pero, con la expansión de las actividades pesqueras que se ha producido en la segunda mitad del siglo XX, la sobreexplotación de los recursos pesqueros ha ido recorriendo todos los océanos, a medida que la producción en cada región explotada iba alcanzando un máximo y comenzaba, después, a disminuir. El 73 % de las zonas pesqueras más importantes y el 70 % de las principales especies de peces están al máximo de su producción o en declive. Las capturas de especies sobreexplotadas han disminuido un 40 % entre 1985 y 1994, y estas reducciones han hecho que, en 1996, se incluyeran algunas especies comerciales de peces, como el bacalao atlántico o el eglefino, en la lista de especies amenazadas de extinción.

La caza y la pesca intensivas son actividades que provocan tensiones evidentes en muchas poblaciones. Pero una de las causas principales de graves trastornos en los ecosistemas, sobre todo en los últimos tiempos, ha sido el transporte, intencionado o no, de especies de un lugar a otro de nuestro planeta. Las invasiones biológicas eran fenómenos que se producían ocasionalmente, de forma natural, pero el transporte de especies ha aumentado la frecuencia y los efectos de las invasiones biológicas. Las consecuencias de esta reorganización de la biota, provocada al mezclar flora y fauna que estaban inicialmente aisladas geográficamente, han sido enormes: más del 20 % de las especies de plantas que existen en muchas áreas continentales no son nativas y, en muchas islas, este porcentaje se eleva a más del 50 %. Muchas invasiones biológicas son irreversibles, es decir, es muy difícil eliminar la especie foránea una vez que se ha establecido. Estas especies invasoras alteran la estructura y funcionamiento de los ecosistemas, pueden provocar la extinción de especies nativas y son responsables de pérdidas económicas muy grandes en cultivos.

El peor desastre ecológico causado por la introducción deliberada de una nueva especie se produjo, probablemente, en Australia. En el año 1859, un granjero introdujo algunos conejos en este continente para la práctica de la caza deportiva. Como este animal no tenía depredadores naturales en esas tierras, pronto la población creció desmesuradamente, extendiéndose por las zonas sur y este de Australia, devastando cultivos y pastos. A partir del año 1880, se llevaron a cabo distintas campañas de exterminio masivas, en las que se mataron unos diez millones de conejos, sin que hubiera un efecto perceptible sobre su población. Pronto, los conejos empezaron a desplazarse hacia el oeste de Australia y, para evitar su expansión, entre los años 1902 y 1907 se construyó una valla desde la costa norte a la costa sur del continente, con una longitud de unos mil seiscientos kilómetros. Pero los conejos la atravesaron en la década de 1920. Hacia 1950 había en Australia unos 500 millones de conejos y, como las campañas de aniquilación no disminuían de forma apreciable su población, los australianos decidieron utilizar técnicas de guerra biológica: ese mismo año introdujeron, de forma deliberada, la mixomatosis, una grave enfermedad viral que afecta a este animal. En un año, la tasa de mortalidad era del 99,8 %. Pero la evolución conjunta de las poblaciones de conejos y virus ha provocado una disminución de la mortandad, y la población está creciendo de nuevo rápidamente.

La agricultura y la ganadería fueron las primeras actividades que, en su expansión desde sus centros primigenios de desarrollo, provocaron un transporte intencionado de especies. En la tabla 1 se muestran los cultivos y los animales domesticados en las distintas zonas en las que se desarrolló, de forma independiente, la agricultura y la ganadería en la antigüedad.

TABLA I

Cultivos y animales domesticados en las zonas en las que se desarrolló la agricultura y la ganadería en la antigüedad


Suroeste asiático Sureste asiático América África
Trigo Arroz Maíz Sorgo
Guisantes Mijo Judías Café
Olivo Caña de azúcar Calabaza Ñame
Oveja Banano Patata
Cabra Sésamo Mandioca
Berenjena Girasol
Cerdo Pimiento
Llama

Los sistemas agrícolas de África, Europa y Asia evolucionaron de forma autónoma hasta que el desarrollo de la civilización islámica provocó un intercambio de cultivos entre estas regiones. El flujo de especies fue básicamente unidireccional: los cultivos transportados provenían del sureste asiático y de la India y, desde allí, se extendieron por el norte y el este de África, llegando algunos hasta la parte oeste de África y la península ibérica. Entre los cultivos transportados podemos mencionar la caña de azúcar, el arroz, el sorgo, las espinacas, las berenjenas y cítricos como la naranja, el limón y la lima. En el siglo XVI, con la conquista de América y la expansión de los europeos por todo el planeta, se produjo otro intercambio de especies que, esta vez, fue bidireccional. Los europeos llevaron a América sus cultivos y sus animales (trigo, caña de azúcar, ganado vacuno, ovejas y caballos) y, desde América, se introdujeron en Europa el maíz, las patatas, los tomates, las judías, los pimientos y las calabazas, cultivos que se extendieron después por Oriente Próximo, África, India y China.

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9788437086927
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