promo_banner

Реклама

Читать книгу: «Majestad de lo mínimo, La», страница 3

Шрифт:

2] En ese mismo número del 29 de marzo, por ejemplo, que abre con el texto ilustrado por la “máscara” de Herrán y firmado por Villalpando, quien hacía las veces de Secretario de Redacción de la revista, puede leerse “Se transmuta mi alma”, el cual terminó llamándose “Transmútase mi alma…” cuando se publicó como segundo poema de Zozobra, libro en el que juega un papel determinante (“… camino en tu presencia / como en campo de trigo en que latiese / una misantropía de violetas”). En la revista, ese poema aparece fechado el 18 de marzo, esto es apenas once días antes de la salida de aquel número, lo cual quiere decir que aún olía a tinta el manuscrito original de López Velarde.

Fray Ramón de la Penitencia

A Gonzalo Celorio

Una amistad mal documentada

Por más que los historiadores suelan limitarse a citar testimonios generales con el propósito de probar su coincidencia espacial y cronológica, sobre todo en los años estudiantiles de San Luis Potosí, no hay duda de la amistad que unió a Ramón López Velarde y Artemio de Valle Arizpe.1 Pese a ello, dos apenas son las menciones al novelista coahuilense que encontramos en la obra del poeta de Zacatecas y ninguna de ellas alude a su trabajo literario. Hablo de las que fueron hechas por su nombre y apellido y se refieren probadamente a su persona, porque, a la luz de lo que exponen estas páginas, quizás resultaría interesante preguntarse si no habrá alguna otra alusión en los libros de uno y otro que no vemos a simple vista.

La primera es la dedicatoria de “Tus ventanas”, un poema cuya historia ha sido ya contada (yo me referí a ella en Ni sombra de disturbio, Auieo-Conaculta, México, 2014, págs. 55-58). López Velarde, como sabemos, lo dejó escrito en un álbum propiedad de su colega; cuando quiso recuperarlo para que formara parte de su primer libro, Valle Arizpe estaba apartado de sus archivos personales, por encontrarse lejos de su ciudad natal en los días violentos de la Revolución. Ramón tuvo, por esa razón, que reescribirlo de memoria; el resultado es la página que leemos en La sangre devota (Obras, FCE, segunda edición, 1990, pág. 161). El poema, es interesante, terminó llamándose “Sus ventanas”, como si la distancia física de la primera redacción de su texto hubiera provocado en el poeta el alejamiento del punto de vista que hay implícito en la sustitución del adjetivo posesivo de la segunda persona (“tus ventanas”) por la tercera (“sus”). En junio de 1949, cuando Ramón llevaba muerto casi treinta años, don Artemio remitió la versión original al hermano del poeta, contándole el caso. Desde que reapareció, “Tus ventanas” forma parte del corpus las “primeras poesías” que abren las Obras (misma edición, pág. 128).

Un error, más que una errata, en el Álbum de Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider (UNAM, primera edición, 1988, pág. 87), en específico en la reproducción de la carta remitida a Jesús López Velarde, ha hecho a los especialistas referirse a un hermano de Valle Arizpe supuestamente llamado Antonio, el cual nunca existió, según confirmación expresa de la poeta Claudia Hernández de Valle-Arizpe, sobrina nieta del autor colonialista (Ni sombra de disturbio, pág. 58). Ese ficticio Antonio ha tenido fortuna y así ha sido aludido, como dotado de plena existencia, en las ediciones más serias del jerezano (como en Obras, pág. 47, donde José Luis Martínez hila media página atribuyendo al personaje peripecias que obviamente corresponden a Artemio.)

En la página donde se coló el error, Luis Mario Schneider y Elisa García Barragán se preguntan si la dedicatoria se debió a que los dos escritores se conocían en persona ya en 1912, que es cuando está fechada la primera versión del poema, o a la admiración del poeta provocada por su lectura de las novelas de la vida colonial mexicana. La pregunta puede responderse fácilmente ya que, para ese año, Valle Arizpe aún no se había estrenado como novelista.2

La segunda mención de López Velarde a Valle Arizpe es un simpático comentario de la persona de Artemio incluida en “El comedor”, texto publicado en El Nacional Bisemanal el 19 de febrero de 1916 (Obras, pág. 426). Se trata de una evocación del comedor provinciano de una época de abundancia que contrastaba con aquella otra en la cual escribía López Velarde en tiempo presente, calamitosa al grado de que, escribe el poeta, cuando se estaba delante de un pan, era necesario mirarlo al microscopio “para saber qué minúscula pieza se come uno…”. Ramón alude a Valle Arizpe en el cuarto párrafo de ese texto:

¿Cómo dejar en el tintero la alacena que se hallaba al entrar, a mano izquierda? En aquella poemática alacena se guardaban todos los combustibles del feo pecado de la gula, desde la cajeta de membrillo, hasta el arroz de leche, capaz de conmover a medio kilómetro las entrañas de Artemio de Valle Arizpe, hidalguete de hombros derrocados, que finca el noventa y cuatro por ciento de sus pasiones en el jugo gástrico. Aquella alacena merecía un romance de Nervo.

“Hidalguete de hombros derrocados”, esclavizado por su pasión gastronómica: más que un reconocimiento de los gustos y saberes de Valle Arizpe, hay en estas palabras una caricatura del amigo en la que aparece ya su temprano amor por las cosas pasadas, acaso su conocimiento de aristocracias y heráldicas y su pasión por la comida. ¿Describe con ellas el físico real de su amigo coahuilense? El don Artemio que aparece en las fotografías, largo, flaco, estilizado tanto como su literatura, parece que justifica la graciosa representación que le consagra el poeta.

¿Es todo? Parece que sí. Sin embargo, en la página que dedica a analizar la vida de López Velarde como hombre de letras (Obras, pág. 34), José Luis Martínez incluye a Valle Arizpe en la lista de autores contemporáneos de los cuales fue Ramón “lector constante y, en ocasiones, crítico severo”. ¿A qué se refiere el editor de nuestro poeta? Por desgracia, ni añade ningún dato extra ni hay en su edición nada que nos permita ir más allá.

La presencia del amigo ausente

Valle Arizpe, en cambio, hizo un homenaje literario en toda regla a su amigo zacatecano. Fue en su primera novela, Ejemplo, publicada en Madrid en 1919 cuando ejercía como segundo secretario de la Legación de México en España, puesto que ocupó desde ese año (Semblanzas de académicos, citado en la nota 2, pág. 575). Fue una edición hecha con esmero y perfecto buen gusto, como puedo comprobar cien años después de su aparición con un ejemplar a la vista, el que perteneció a Julio Jiménez Rueda (“exquisito hombre de letras”, lo llama el autor en su dedicatoria autógrafa de 1923).3

Siguiendo el modelo de los libros antiguos, lo que subraya el regusto historicista característico del escritor coahuilense, Ejemplo se presenta a los lectores con la siguiente leyenda, que acompaña al título: “Lo escribió el licenciado don Artemio de Valle Arizpe en la muy noble, muy leal y muy siempre fiel capital de la Nueva Extremadura y don Roberto Montenegro lo ornamentó. Madrid, año MCMXIX”.

Igual que en el Quijote, la edición madrileña de la novela reúne una serie de materiales que anteceden a la obra propiamente dicha: bajo el título de “Censuras y pareceres que acerca de esta fábula han escrito sapientes y eruditos varones”, encontramos primero comentarios de Luis González Obregón, Luis G. Urbina y Eduardo Colín; a continuación, poemas de Amado Nervo, Enrique González Martínez, Rafael López y Enrique Fernández Ledesma, precedidos por estas palabras: “Al autor, por varios ingenios de la muy noble y muy leal ciudad de México Tenustitlán”. La primera edición de Ejemplo ofrece un atractivo más, anunciado ya en la leyenda que acompaña al título: se publica “ornamentada” con grabados de Roberto Montenegro. A los 30 años de edad, Valle Arizpe se estrena como novelista, nada menos que en España y apadrinado por una constelación de notables contemporáneos.4

La nómina nos permite suponer que Valle Arizpe solicitó también un poema a su colega de los años potosinos para incluirlo en el libro, al lado de las colaboraciones de todos esos personajes admirados por ambos o amigos comunes. Desde muy pronto, como bien sabemos, y no obstante su posterior desengaño, López Velarde leyó con admiración a Nervo; dos años antes de la salida del libro, había codirigido con González Martínez (y Efrén Rebolledo) la revista Pegaso; si la amistad con Eduardo Colín y especialmente Rafael López es cosa conocida, no es necesario insistir en la que lo unía a Fernández Ledesma, a quien acababa de entregar su poema “Introito” para que su viejo compañero de la primerísima juventud de los años de Aguascalientes, oriundo como él de Zacatecas, lo pusiera en la primera página de Con la sed en los labios, volumen de su autoría, aparecido aquel mismo 1919. La presencia de parte del círculo amistoso de Ramón en las páginas preliminares de Ejemplo hace más visible su ausencia en ellas.

Y sin embargo, al menos para nosotros, lo mejor del libro de Valle Arizpe es precisamente la presencia de López Velarde: y es que el autor de Ejemplo calcó de su persona uno de los personajes más importantes de la trama de la novela. Aunque haya que desbrozar unos cuantos kilogramos de hojarasca barroca para apreciarlo, ese trasunto del poeta, un hombre de iglesia llamado Fray Ramón Velarde que profesaba con el nombre de Fray Ramón de la Penitencia, hace las delicias de quienes andamos tras los pasos del autor de La sangre devota. Tal es la importancia que adquiere el personaje en cierto momento de la trama de Ejemplo, que Roberto Montenegro le dedicó uno de los grabados que ilustran el libro.

Llama la atención que la novela y la imagen no aparezcan en los estudios que conforman el cuerpo central de la crítica y la historia de nuestro poeta y sus publicaciones, y por lo tanto no sean más conocidas. Salvo por la mención que hace de ellas Alfonso García Morales en su espléndida edición de la poesía de López Velarde (Obra poética, UNAM, 2016, pág. 487), lugar donde nosotros hemos sabido de la existencia de una y otra, ni la novela ha sido reseñada ni la imagen reproducida en el amplio corpus crítico e histórico de López Velarde. Por esa razón, el grabado de Montenegro no forma parte de la iconografía del poeta, que es todo menos abundante: no está en el número de junio de 1946 de la revista El hijo pródigo, ni en la entrega de la primavera de 1949 de México en el Arte, publicaciones que inauguraron la tradición iconográfica velardiana, y tampoco está en Poesías, cartas, documentos e iconografía, el libro que Elena Molina Ortega de 1952 que reúne las imágenes publicadas hasta entonces y aporta una importante cantidad de fotografías nuevas, entre ellas las de Josefa de los Ríos. En tiempos más recientes, no aparece en Un corazón adicto de Guillermo Sheridan (1989) ni en el Álbum de Luis Mario Schneider y Elisa García Barragán (edición 2000), como tampoco en el más reciente de Ernesto Lumbreras, Un acueducto infinitesimal, RLV en la Ciudad de México (Calygramma, 2019), libros estos últimos tres profusamente ilustrados. El de Lumbreras, por cierto, es notable entre otras razones por las imágenes que lo acompañan, algunas de ellas parte de una biblioteca privada conformada en la época de nuestros intereses, a la que el poeta y crítico jalisciense tuvo acceso. (¿Habrá en ella un ejemplar de Ejemplo?)

Por otro lado, tampoco podríamos decir que ha sido exactamente olvidada la novela inaugural de Valle Arizpe y para ello tenemos por lo menos una prueba: cuando Christopher Domínguez Michael armó su ambiciosa antología de la narrativa mexicana del siglo XX (FCE, 1989), a la hora de mostrar algo de la obra de Valle Arizpe, acudió a un fragmento de Ejemplo. Sin embargo, el fragmento elegido es muy anterior a la inolvidable aparición velardiana, y el crítico mexicano no alude para nada a esa aparición.

Parte de lo más valioso de ambos retratos, el de la pluma y el del buril, es que fueron hechos en vida de López Velarde. No quiero decir que hayan sido escritos o trazados con su persona delante, y menos cuando sabemos que Valle Arizpe redactó la novela en lo que él llama la “capital de la Nueva Extremadura”, refiriéndose a Saltillo, y la publicó luego en España, donde Montenegro se encargó de ilustrarla. Me refiero a que son obra de un escritor y un artista plástico que conocieron al poeta en persona, lo que añade algún valor al que tienen por sí mismos como frutos del arte gráfico o literario.

La historia del calvatrueno Rodrigo de Aguirre

La primera novela de Valle Arizpe es una buena muestra de aquella literatura colonialista que practicó el escritor coahuilense a lo largo de su extensa bibliografía y estuvo de moda en la segunda década del siglo XX entre autores como el propio Jiménez Rueda, Francisco Monterde, Ermilo Abreu Gómez o Manuel Toussaint, y solamente en su caso siguió alentando todo género de trabajos literarios, como explica José Luis Martínez (Literatura mexicana Siglo XX, 1919-1949, Lecturas Mexicanas, tercera serie, núm. 29, 1990, págs. 32-33). No deja de ser elogioso con Valle Arizpe el bibliotecario de nuestra literatura: “su larga frecuentación de las cosas de la Colonia lo ha llevado, en sus obras de ficción, no sólo a inventar un estilo arcaizante, falso o verdadero, sino aun a recrear tipos y ambientes con la habilidad del consumado erudito y la viveza del novelista auténtico”.

En el colofón de la edición madrileña de Ejemplo se nos informa que la primera novela de Valle Arizpe fue escrita en 1918 en la capital de la Nueva Extremadura de las Provincias Internas de Oriente (nombre que él mismo, como ya vimos, anuncia en la leyenda que acompaña al título de la obra), y que es como él llama, con amaneramiento característico, a Saltillo, una de las ciudades más importantes del moderno estado de Coahuila, en donde el escritor había nacido en 1888.5 Rica, prolija, profusa, detallada, todo ello hasta el límite de lo deseable e incluso tolerable, la novela se lee con gusto de manera sólo fragmentaria. Por más interés que pongamos en ella, acaba por fatigar al lector más paciente. Incluso, si contáramos con tiempo y disposición bastantes como para quitarle lo que le sobra, quedaría un buen relato de veinte páginas —o diez líneas, como dice con cruda sinceridad Luis G. Urbina en uno de los textos que anteceden a la novela (pág. 32).

Ejemplo narra la difícil conversión a la fe de un aristócrata entregado a la gula y la lujuria, responsable de todo género de arbitrariedades y tropelías cometidos mayormente por el solo gusto de hacerlo. Rodrigo de Aguirre es el terror de la villa novohispana de Sagredo, cuyos habitantes viven con espanto unánime el efecto de sus calaveradas, lo mismo las gentes humildes al calor supersticioso de las cocinas y el fuego de los relatos populares, que las principales en los aposentos de las familias ricas donde se desenvuelven con frialdad elegante las tertulias de señoras de abolengo y clérigos doctos, quienes beben chocolate (“soconusco”) y dialogan de lo humano y lo divino.

El capítulo III de Ejemplo reúne una serie de episodios que muestran la naturaleza impía y desalmada de quien, asistido de la peor ralea, dilapida la inmensa fortuna que ha heredado para complacer su libertinaje y hacer todo el daño posible. De esa manera acuchilla sin causa al perro de un ciego menesteroso, arroja por el balcón de su casa a un fraile que lo ha visitado para intentar enmendarlo, llama putas a las beatas, secuestra a la nieta impúber de una viejecilla inerme, divulga las ligerezas pretéritas de un cura con la intención de deshonrarlo, hace escarnio de cuantos hombres de iglesia se encuentra en el camino y se dedica a entonar procacidades cuando las monjas, vecinas suyas del convento de las Capuchinas, loan solemnemente a Dios.

Valle Arizpe se muestra reacio a discriminar sus imaginaciones y por esa causa no pocas páginas de su primera novela resultan profusos catálogos más o menos comentados de cualquier género de informaciones: costumbres, muebles, objetos de culto, platillos… Casi cuanto se presenta a su invención o su conocimiento le pone delante resulta útil y necesario a los fines de sus intenciones narrativas y de todo ello echa mano con las mismas ansias de prolijidad. En un momento distinto del siglo XX, bajo otros cielos y temperaturas, esos catálogos exhaustivos y plenos de detalles redactados con esplendor de palabras e imágenes conformarían felices páginas de aquello que terminó llamándose neobarroco, pero aquí, desprovistos de ironía, pensados como la reconstrucción de un pasado muy seguro de sí mismo más que de un mundo en vilo, terminan fatigando al lector, que no puede ver en ellos sino su rostro más externo y superficial.

La tensión que conforma el nudo de la trama

Una vez que se ha quedado sin nada, porque lo ha empeñado o vendido todo casi siempre malbaratándolo, y ni siquiera le hacen ya compañía los falsos amigos que estuvieron a su lado en los tiempos de la prosperidad propiciada por el derroche, el protagonista de Ejemplo vive imaginando proyectos para poder continuar con su lascivia y sus impiedades. Entre otros planes, cae en uno que le parece que puede resultar efectivo: al dar con unos folios polvorientos que contienen noticias del caso, viene a enterarse de que un abuelo suyo prestó una gran suma para pagar la fundición de unas campanas nuevas para la Iglesia Mayor de la Villa, hecha a solicitud de una Cofradía del Rosario de las Ánimas. Al no encontrar el recibo de la deuda, decide presentar formalmente una demanda de pago. Es ahí donde aparece Fray Ramón Velarde, hombre docto, preparado jurídicamente y de gran talento para la escritura que profesa como Fray Ramón de la Penitencia y se desempeña como capellán del Convento de San Jerónimo, a quien las autoridades eclesiásticas encargan la defensa de la Iglesia contra la demanda de pago, cosa que hace con prontitud y eficacia.

Cuando Rodrigo de Aguirre se entera de que el capellán de las jerónimas ha puesto por escrito una bien argumentada respuesta, rotunda tanto como para pulverizar sus pretensiones, corre a buscarlo con el propósito de hacerle pagar en su persona física la frustración de su negocio… (los hombres de iglesia, finalmente, han sido siempre sus víctimas preferidas). Al comprobar que Fray Ramón no está en el convento, se asoma al templo vecino, en cuya sacristía le han dicho que quizás pueda encontrarlo.

Como tampoco está en ese lugar, Aguirre toma la decisión de esperarlo allí mismo, en aquel escenario sagrado donde poco a poco se va enfriando su pasión homicida. Valle Arizpe, no cabe duda, imagina la escena con el bien calculado objetivo, ya que su personaje aprovecha el compás de espera para recorrer el templo y contemplarlo a detalle, de no desaprovechar él a su vez la oportunidad para referirse a la más pequeña de las particularidades de cuanto hay colocado en los ámbitos silenciosos o pendiente de las paredes solemnes de aquella iglesia, y así repasa con parsimonia altares, púlpito, ambones, cuadros de asuntos místicos, estatuas, confesionarios, reja y sitiales del coro, pinturas de marcos áureos, facistol, órgano y crucifijo, invariablemente con profusión descriptiva y lujo verbal.

Ya que Fray Ramón de la Penitencia jamás comparece, aquellos dorados ámbitos terminan por darle a Rodrigo de Aguirre una nueva idea para hacerse de oro: la de robar las alhajas que adornan la imagen de la Virgen de las Angustias. Aquella noche, después de sobornar al sacristán con “ungüento mexicano”, como se nos informa que se llama al cohecho en cierta jácara hispalense del siglo XVII, Aguirre obtiene la llave del templo y penetra en él por una pequeña puerta en la base del ábside, atraviesa el templo a oscuras y se planta delante del enrejado de la capilla que resguarda la imagen. Al intentar salvar la reja, cuando casi lo ha conseguido, don Rodrigo hace un movimiento en falso y se resbala, cae y se encaja en el remate de un pináculo de hierro por debajo de la barbilla, de tal modo que la punta metálica le penetra atrozmente por la boca y le parte la lengua entre copiosas efusiones de sangre.

Con el vértice del pináculo de hierro cada vez más encajado, don Rodrigo se agarra desesperadamente a las rejas e intenta desasirse, luchando en vano contra su peso y la fuerza de la gravedad que cada vez lo hunde más en el anzuelo en que ha sido atrapado, y patalea en vano en el vacío en busca de algún apoyo para las piernas, todo con el exasperado propósito de aliviar el tormento y quizás todavía intentar librarse de una muerte espantosa que se presenta como inminente y resuelta.

Levanta entonces los párpados y ve a la Virgen, que en ese momento desciende por las gradas del altar y acude a rescatarlo. Con movimientos armoniosos y leves, ella lo toma con delicadeza por debajo de los hombros y lo libera de la punta de hierro. Lo alza con levedad perfecta, lo posa en el suelo de mármol y le restaña la herida hasta desaparecerla del todo, devolviendo en un segundo a su persona a la salud anterior al accidente. La Virgen todavía le dice, a manera de despedida: “Hijo, vete en paz. Sé bueno…”

Fray Ramón Velarde: un homenaje al vate jurisconsulto

Ninguna duda cabe respecto a que Fray Ramón de la Penitencia sea un trasunto de López Velarde. Lo prueba el nombre del personaje, por supuesto; tanto como eso, las características que Valle Arizpe le atribuye. Si nada de ello fuera suficiente para demostrarlo, ahí está el grabado de Roberto Montenegro. ¿Qué vemos en él? La fachada de un edificio acaso religioso, dispuesto en diagonal; una columna y una ménsula; nubes. Cosa curiosa: entre el conjunto que hacen la representación del personaje y la letra capitular a la que el grabado sirve de ilustración y acompañamiento, y el edificio del fondo, hay tres cipreses iguales a los cuatro que actualmente hay delante de la casona de la Ciudad de México en la que vivía el poeta en 1919.


Y sobre todo, desde luego, el retrato mismo: la frente amplia y los ojos almendrados, los labios gruesos y el bigote algo vacilante que bien reconocemos como propios del poeta de Jerez; su rostro mestizo, entre expresivo e impávido. Montenegro todavía ha incluido un cartel que insiste en el nombre: “Fray R. Velarde”… Pero nos estamos adelantando puesto que el grabado abre el capítulo VIII y el personaje inspirado en López Velarde aparece un poco antes, en el VII. Con la idea de entender mejor la oportunidad y el sentido de su aparición en la novela, volvamos unas páginas, antes de la primera mención de su nombre y el desenlace milagroso del proyecto sacrílego.

Nada más divulgarse las pretensiones de Rodrigo de Aguirre de cobrar la deuda contraída por la Iglesia con su abuelo, se habían reunido las autoridades eclesiásticas para “tomar un amplio consejo de dos señores capitulares de mística perfección y singular doctrina”. El concilio recomendado por el par de varones místicos tomó la decisión de acudir al “reverendo Padre Fray Ramón de la Penitencia, capellán que era a la sazón de las señoras monjas de San Jerónimo, muy leído en clásicos y humanistas, y que harto brillaba por su teológico saber”. ¿El propósito? Solicitar que fuera él quien redactara, lo más rápidamente posible, un memorial en que se demostrara “sin punto de duda” que no asistía ninguna razón al demandante para salir airoso de su descabalada pretensión. Son claras las razones para escogerlo a él: Fray Ramón “era hábil controversista, de formidable silogismo, y muy diestro en el trivio y el cuatrivio [sic]”; no sólo eso: según era fama, “sabía componer elegantísimas cosas a un volteo de pluma”.

Prolijo en exceso, como es la costumbre del Valle Arizpe de Ejemplo, el novelista da cuenta de lo que a continuación hizo el personaje. Copio el párrafo completo por dar siquiera alguna vez una muestra literal de lo que ocurre en la enorme mayoría de las páginas de la novela, esta vez con el bien justificado pretexto de ver desempeñarse al trasunto del poeta jerezano:

Escriborreó con ágil priesa luengos folios de papel de barba, llenándolos de sesudos adoctrinamientos y de conceptuosa dialéctica, y en los apretados y macizos considerandos que forjó, campeaban extensas citas canónicas, textos bastantes de los Concilios y de los Santos Padres, amplias reflexiones de derecho consuetudinario y, además, adivinando su previsión réplicas, razones y argumentos que de fijo le pondría don Rodrigo, atajábalo todo ágilmente con finas sutilezas y dialécticas y metafísicas consideraciones; lo desmenuzaba, lo volvía de revés con suma habilidad escolástica, y al fin y a la postre, con harto énfasis y señorío de palabras, destruíalo sin remedio a todo su placer y antojo, y con unos muy doctos párrafos, compuestos en elegante latinidad, y sobre la pulcritud de rojos subrayados, resolvía, al cabo de muchos ergos contundentes de primos y secundos y revesados sofismas…

Valle Arizpe enumera las conclusiones de Fray Ramón: primera: las campanas no pueden ser ya reclamadas porque no son propiedad de la Cofradía del Rosario de las Ánimas, sino de la Santa Iglesia Mayor; segunda: la deuda no asciende al monto que pretende el demandante ya que, poco después del préstamo, éste fue amortizado en gran medida “con los productos de limosnas y oblaciones piadosas”, punto que el fraile capellán de las jerónimas apoya con la prueba de ciertos papeles viejos firmados por el Escribano Mayor del Cabildo de Justicia; tercera y última: en “justicia y en ley”, la deuda, “no más de caduca que era”, había largamente prescrito.

Las pretensiones de Aguirre, al hacerse públicas, habían causado “un pío alboroto en la tranquila ingenuidad de la Villa”, cuyos habitantes juzgaron el extravagante reclamo como una prueba más de que el demonio andaba suelto entre ellos, pero la preocupación de todos cesó en el momento en que se divulgó también que el “admirado y sapiente fray Ramón Velarde” sería el encargado de enfrentar el asunto. La descripción por extenso de las virtudes del personaje llena unas cuantas páginas, siempre profusas y detalladas.

Así, de Fray Ramón de la Penitencia se nos dice que era de gran placer escucharlo porque sabía lo que pasaba en todas partes, estrados, tertulias, conventos, alcaldías, antesalas y estancias de los corregidores en el palacio mismo de los señores Virreyes (“Visorreyes”, escribe Artemio); era amigo de obispos, canónigos, doctores de la Universidad, oficiales, alcaldes y veedores; tomaba chocolate y confituras (y “vasos de hipocrás y rosalís”) con damas y azafatas de la Virreina; tenía “metimiento” en las Salas de Acuerdo de la Real Audiencia y en los Tribunales de la Santa Cruzada, Consulado y Cuentas lo mismo que… y aquí una enumeración de las oficinas administrativas del Virreinato. Además de eso, Fray Ramón Velarde narraba con “malicia elegante” pintorescas intimidades de ricos y aristócratas, cuchicheaba historias de oidores e inquisidores, refería vidas de santos, monjas iluminadas y venerables siervos de Dios…

Su fama y actos provocan en la Villa de Sagredo todo género de comentarios elogiosos: no sólo es llamado Divino, sino que se dice de él que “tiene péñola de marfil” y posee el intelecto de los santos Agustín y Bernardo; desde que era un mozo pequeño sabía los latines más enrevesados y complejos y leía e incluso comentaba “con ático gracejo” cuanto papel iba a sus manos; recitaba la gramática de Nebrija, sin faltarle nada nunca; era el elegido de la Celeste Gracia y había sido capaz de confundir al monstruo maniqueo; era de muchas letras y diserto en toda arte, y su sabiduría era igual a su bondad…

Parecería que, una vez echada a andar, la maquinaria imaginativa de Valle Arizpe era incapaz de detenerse. No conforme con esa reseña, decide don Artemio todavía añadir color literario a la estampa que ha pintado del personaje inspirado en López Velarde, y a todos esos elogios añade una plática entre unas damas ilustres de la Villa, quienes planean hacer llegar al fraile responsable de librarlos de la posibilidad de verse sin las campanas de su Iglesia Mayor, como una manera de agradecimiento, un catálogo entero de agasajos y de obsequios, en el que vemos desfilar pañuelos bordados y pantuflos de carmesí, una tabaquera de carey, cuatro camisas de ruan, mermeladas, aceitunas y pepinillos en agrura, un búcaro de loza para enfriar el agua, una sobrepelliz, una mascada de China… todo siempre matizado con sonoras explicaciones y calificativos coruscantes.

Paréntesis: un episodio dudoso

En un libro publicado muchos años después de su muerte, Nueva galería de fantasmas (Coordinación de Humanidades, UNAM, 1995, págs. 25-28), Enrique Fernández Ledesma cuenta un episodio de la amistad entre López Velarde y Valle Arizpe especialmente valioso para nuestros intereses no sólo porque es el único testimonio que conocemos de la amistad entre el novelista y el poeta que rebasa la mera mención de nombres a que nos referimos más arriba, sino también porque está relacionado con la novela Ejemplo.

Si no deja de prevenirnos Fernández Ledesma respecto a la “verbosidad, demasiado fecunda” de quien se lo contó a él (por más que insista, al mismo tiempo, en que la médula de la anécdota ocurrió en la realidad), a nosotros nos previenen algunas inconsistencias y lagunas de su relato. Afirma que acudió al propio Valle Arizpe para confirmar la esencia del episodio, pero algo hay en sus palabras que nos hace sospechar que fue precisamente el autor de Ejemplo, con su característica verbosidad, quien se lo contó originalmente a él, aunque Fernández Ledesma, por la razón que sea, haya decidido ocultar que fue así.

Según su relato, Artemio y Ramón caminaban una noche por las calles del centro de la Ciudad de México con rumbo a un restaurante en la calle de Madero, donde iban a merendar con unas hermanas apellidadas Espejel, cuando los detuvo la policía. Iban intercambiando opiniones sobre cuál debía de ser el final que el novelista debía dar a Rodrigo de Aguirre, ya que por esos días ponía punto final a la novela. Uno opinaba que lo mejor era envenenarlo; el otro, hacerlo rodar por un precipicio o dejarle caer una viga en la cabeza. Un agente de la policía escuchó el diálogo y creyó que estaban hablando de asesinar realmente a alguien, por lo que los detuvo y los hizo acompañarlo a la Sexta delegación. Cuando se les comunicó, después de una larga espera, el motivo de su detención, ellos explicaron que eran escritores y estaban discutiendo el final de una novela. Todo se resolvió cuando convencieron al jefe policiaco de permitir a Valle Arizpe acudir a su casa, debidamente acompañado por dos guardias, por los originales de la novela, los cuales, hojeados a satisfacción por el jefe de la delegación, convencieron a aquellos policías de que decían la verdad.

Бесплатный фрагмент закончился.

1 090,88 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
237 стр. 12 иллюстраций
ISBN:
9786078781461
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Всадники
Эксклюзив
Текст
5,0
21
Птицеед
Хит продаж
Текст
Черновик
4,8
107