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Lanzas y flechas, carros y caballos

Medítese un poco sobre la cantidad de fervores, de altísimas virtudes, de genialidad, de vital energía que es preciso acumular para poner en pie un buen ejército.

¿Cómo negarse a ver en ello una de las creaciones más maravillosas de la espiritualidad humana?

JOSÉ ORTEGA Y GASSET

Así como las regiones sobre las que se asentaron, pueblos de diferentes orígenes fueron conformando por aluvión las primeras culturas en los valles de dos ríos trascendentales: el Tigris y el Éufrates, en torno a cuyos sinuosos recorridos se dieron todas las condiciones que vimos anteriormente y que propiciaron aquí el nacimiento de la civilización. Por un lado, su situación geográfica central entre las altas mesetas asiáticas y el levante mediterráneo, entre el desierto arábigo y la gran península europea, convertiría este Creciente Fértil en corredor indispensable para todo tipo de intercambio comercial, bien por rutas terrestres, bien fluviales y marítimas. Por otro lado, el excedente agrícola arrancado con sumo esfuerzo a los campos de labranza propició un desarrollo urbano sin precedentes, con un reguero de adelantos técnicos susceptibles de ser transmitidos, imitados, mejorados… o saqueados. El gran arco temporal que resumiremos a continuación, desde Sumer a la creación del Imperio persa, pasando entre otros por los acadios y Asiria, abarcaría aproximadamente el periodo que media entre 4000 y 550 a. C., los albores de la historia y, con ella, de la historia militar.

Aproximadamente desde la primera de las fechas mencionadas y con capital en Uruk, se va afianzando el poder de un pueblo de origen incierto que asimilará otras ciudades-estado de la zona. Son los sumerios, creadores de una tendencia que se repetirá a lo largo de los tiempos en virtud de la cual unos invasores se imponen pero a la vez absorben otras culturas. Con una organización social basada originariamente en los señoríos de unas urbes construidas en las proximidades de un templo, el gobierno de cada una de ellas correspondía a un sacerdote. Este sistema dividía al país, pues las ciudades, rivales comerciales, mantenían un permanente estado de confrontación con gran derroche de energías. La incipiente casta de guerreros terminará imponiendo un monarca que administre una sociedad conformada por hombres libres (sacerdotes, funcionarios, soldados); semilibres (agricultores, artesanos, comerciantes) y la cada vez más necesaria mano de obra esclava (procedente de botín, venta o intercambio).

A su vez, los semitas penetraron en la región alcanzando su parte central, donde se entremezclarían con los sumerios para conformar un nuevo pueblo, el de los acadios, unificadores de Mesopotamia y constructores del primer imperio con vocación universal gracias a la figura de Sargón el Grande (c. 2330 a. C.), cuyos dominios se extenderían desde el golfo Pérsico hasta el Levante mediterráneo. Sargón centraliza el estado, sustituye las aristocracias locales por una poderosa burocracia y robustece su poder ayudado por adjuntos militares, una fórmula que sentará precedente. Si la escritura le permite realizar los dos primeros logros mencionados, el tercero lo conseguirá gracias a un ejército permanente de efectivos reducidos pero complementado por levas y basado en una infantería que se articulaba para el combate en formaciones compactas armada con hachas, lanza corta y muy probablemente el arco compuesto, además de cubrirse con protecciones corporales. Todo ello presupone organización, mando y control: en dos maravillosas piezas arqueológicas, el Estandarte de Ur y la Estela de los Buitres, asistimos al nacimiento de la principal virtud que caracterizará a los colectivos armados, la disciplina.

Hacia 1800 a. C. accede al trono de un imperio nuevo Hammurabi, el famoso príncipe que nos ha legado el primer código de todos los tiempos. Su personalidad es profundamente interesante, pues utiliza con gran tacto fuerza y diplomacia para conseguir los fines apetecidos dentro de una planificación expansiva, otra constante que caracterizará en adelante a los mejores gobernantes de la historia: comercio y política como medios pacíficos en alternancia con la disuasión y el empleo de las armas como recursos violentos. Con capital en la rica Babilonia, bendecida por el Éufrates, Hammurabi creó una sólida administración y un eficacísimo sistema de información —tan importante también en las conflagraciones ulteriores—. Logró además mantener el orden en el país a base de expediciones de castigo que le proporcionaban rico botín y prisioneros, con lo que obtenía mano de obra para las construcciones monumentales e infraestructuras que desarrolló por toda Mesopotamia.

En su expansión hacia el oeste este imperio tomó contacto con el egipcio, si bien el mayor peligro que acechaba a ambos procedía de Assur, los asirios. Entre esta ciudad y la de Nínive, regadas por el Tigris, había emergido hacia 1300 a. C. una potencia concebida para frenar las invasiones de los siempre belicosos montañeses, lo que terminaría por convertirla en militarista: si inicialmente Asiria se vio forzada a combatir, a la larga llegaría a considerar la guerra como fuente fundamental de riqueza, alcanzando la hegemonía de la región y controlando su comercio. Su procedimiento, basado en el terror, consistía en realizar periódicamente campañas sobre provincias limítrofes a las que imponer un tributo: si no ofrecían resistencia las convertían en vasallas con la obligación de pagar una fuerte contribución. Si, por el contrario, lo hacían eran arrasadas, con lo que además de enriquecer al invasor sentaban un terrible precedente aleccionador para otros pueblos.

El rey concentraba en sí todos los poderes y a sus órdenes tenía un visir que administraba justicia. Los territorios, por su parte, eran gobernados por un representante local y existía además un general en jefe que nominalmente ostentaba el mando del ejército. Todo el sistema se apoyaba en una complicada red de funcionarios, una estructura de comunicaciones muy desarrollada y una fuerza militar omnipresente, capaz de ser proyectada a los lugares en que fuera requerida. El imperio estaba surcado por un entramado de caminos que conectaba puestos guarnecidos permanentemente y dotados de almacenes para apoyar la acción bélica. Otra característica del nacimiento de la guerra moderna es la capacidad de desplazar tropas, avituallarlas y tenerlas dispuestas lejos de sus bases.

La costumbre de declaración de guerra fue abandonada para lograr la sorpresa estratégica. Igualmente, las relaciones diplomáticas serán empleadas torticeramente para el espionaje. Y es que los asirios usaban sin escrúpulos todo cuanto facilitara la acción bélica, su razón de estado. El ejército se componía de tres cuerpos: uno de carros de guerra, más avanzados que los de sus predecesores y encargados con sus arqueros de comenzar el combate; otro de infantería, que actuaba en formación cerrada como una fortaleza móvil erizada de lanzas, y el primer contingente estable de caballería para la explotación del éxito. De esta forma empieza a vislumbrarse el principio del arte militar, válido en todo tiempo y lugar, de ser más fuerte que el enemigo en su punto más débil. Tuvieron, además, conocimientos de poliorcética, o arte de atacar y defender plazas fuertes, minadores, zapadores e incluso una flota fluvial de apoyo. Pero aunque el militarismo a ultranza puede sembrar el terror y asentar un poder durante cierto tiempo, toda potencia de este tipo está condenada a largo plazo al fracaso, pues la guerra debe subordinarse a fines políticos y nunca al contrario. No sería Assur la última potencia en cometer este error.

Sumerios, acadios, babilonios, asirios, etc., cumplido su ciclo histórico, terminarían por ser absorbidos por un imperio que, cimentado también en Mesopotamia, se proyectaría hacia el Mediterráneo por el oeste y llegaría a los confines de la India por el este: Persia. Todo el mérito de esta creación hay que adjudicárselo al que podemos considerar primer gran estadista, Ciro (c. 550 a. C.), quien supo emplear la guerra solo como instrumento quirúrgico y basar su reinado en la prosperidad económica, la pacificación de los pueblos y, en definitiva, en una alta visión política. Sus herederos, cegados por el espejismo de expansión a toda costa que afligiría a la mayoría de las potencias agresoras, se iban a enfrentar con el revés de su misma moneda en una región inesperada al topar con un conglomerado de ciudades-estado pobladas por unos habitantes ante todo celosos de su concepto de libertad individual: los griegos.


En el cuadrante noreste de África existe un país llamado Egipto en el que quizá como en ningún otro lugar de la tierra la geografía ha condicionado más la vida humana. Entre el desierto libio al oeste y las cadenas desérticas que lo separan del mar Rojo por el este discurre el Nilo. Lo que sería un inmenso erial prácticamente inhabitable, las aguas del río lo convierten en un vergel; es más, sus crecidas anuales, que inundan el valle, lo vivifican y mejoran con regularidad matemática. En su desembocadura en el Mediterráneo en forma de delta, los limos arrastrados desde el corazón de África por el agua van ganando terreno al mar y desecan lagunas y marjales, que se convierten en magníficas tierras de cultivo. De aquí que Heródoto afirmase que el país era un don del Nilo y que sus moradores lo adorasen como a un dios al vivir enteramente de, para y por el fluir de sus aguas. Este factor físico conforma la psicología del pueblo egipcio, una completamente original. Muy apegado al terruño y pendiente de las crecidas, tuvo la ineludible necesidad de crear, regular y organizar un rígido sistema que asegurase el aprovechamiento del río. Y para ello necesitaba de un modelo militar que garantizase su pervivencia. Llegaban así los egipcios a la misma conclusión que sus contemporáneos mesopotámicos: la necesidad de levantar ejércitos fuertes…, si bien lo harían de formas diferentes.

Tres periodos marcan la historia de Egipto en la época que ahora estudiamos: los reinos Antiguo, Medio y Nuevo (en torno a 2500, 2000 y 1500 a. C. respectivamente). Suele atribuirse a Narmer-Menes la fundación de la primera dinastía, con control sobre el Bajo Egipto (delta del Nilo). Para asegurar el rendimiento de las tierras y el libre tránsito por el río, el Imperio Antiguo se extenderá hacia el sur a fin de taponar incursiones provenientes de Nubia. También guarnece la frontera del desierto y fortifica la oriental contra los beduinos del Sinaí construyendo los denominados muros blancos, una de las primeras murallas de la historia militar. El faraón, divinizado, se apoya en una poderosa clase sacerdotal y en los escribas, verdadera meritocracia celosa de sus más privilegiados conocimientos: la escritura y la contabilidad. En lo militar, disponía de una guardia personal que, en caso de campaña, quedaba reforzada por milicias locales y un cuerpo de mercenarios reclutados precisa y peligrosamente entre sus enemigos potenciales: libios, nómadas y nubios. Sus armas principales eran la honda, el bumerán, el arco, la maza y una peculiar espada corta en forma de hoz denominada kopesh. Su estrategia era de momento eminentemente defensiva, para asegurar lo que ya se poseía (agricultura, yacimientos de materias primas y rutas comerciales).

Desgastado en guerras civiles endémicas entre el Bajo y el Alto Egipto, este imperio acabaría cediendo paso al Medio, radicado en Tebas, ciudad levantada en el curso central del río al objeto de ocupar una posición estratégica privilegiada que controlara todo el país. Se crean posiciones estables aguas arriba y abajo del Nilo como puestos permanentes autosuficientes pero situados a distancias razonables que les permitieran el socorro mutuo. Era una cadena que aseguraba pozos y todo elemento necesario en las rutas de las caravanas. Al periodo de prosperidad del sistema socioeconómico ideado por el faraón Mentuhotep sucederá una etapa de anarquía. La invasión de los hicsos, tribu procedente de Oriente Próximo, hará el resto para la caída definitiva de este reino intermedio, introduciendo en la guerra dos factores que endurecerán las conflagraciones: el fanatismo religioso y el odio racial. Pero el milenario Egipto, hecho a absorber conquistadores gracias a su adormecedor fluir, heredará de aquellos enemigos un arma revolucionaria: el carro de guerra, aligerado para adaptarlo a su territorio y mentalidad. La logística, hasta entonces rudimentaria, se complica: hay que crear un organismo de remonta de caballos, factorías para la construcción de carruajes, métodos de instrucción para sus «tripulaciones» y caminos que permitan su tránsito.

El Reino Nuevo constituye la época de mayor apogeo del antiguo Egipto, con todo el curso del río pacificado, el control de la península del Sinaí y el establecimiento de un entrante en Palestina. Ramsés II es el faraón clave de esta época, quien pasa de este modo a una estrategia ofensiva empleando una suerte de ejército «multinacional» y potenciando las flotas fluviales y la marítima. Aunque no se pueda hablar propiamente de una armada, las naves de carga debían ir acompañadas por un contingente de lo que hoy llamaríamos infantería de marina; también se concibieron buques de protección provistos de ganchos para facilitar el abordaje, «trasladando» a las aguas el combate terrestre, lo que sentaba un precedente que caracterizaría durante siglos las conflagraciones en el mar Mediterráneo.

La política expansionista del faraón no tardaría en chocar con la del mismo signo practicada por un imperio proveniente de Turquía, el hitita del rey Muwatalli II: las relaciones de vecindad entre dos grandes potencias nunca se han caracterizado por la paz. Así, cuando ambas fuerzas chocaron en la actual frontera entre Líbano y Siria tuvo lugar una de las primeras batallas de consideración de la historia: Qadesh, 1274 a. C. Todo ejército es reflejo de la sociedad a la que sirve, cuya idiosincrasia viene a su vez determinada por la geografía. Las armas, los métodos de combatir, la orgánica, los propios soldados, sus uniformes y la táctica son diferentes de una cultura a otra, lo que se puso de manifiesto cuando el modelo mesopotámico, pesado y articulado en torno a carromatos de guerra robustos, se enfrentó al sistema egipcio, más liviano y dotado de carros más gráciles. El ejército de Ramsés contaba con cuatro cuerpos denominados con nombres de dioses —Amón, Ra, Ptah y Seth—, que marchaban de forma autónoma hasta el campo de batalla para concentrarse en fuerza una vez iniciada aquella, principio básico desde entonces en el arte de la guerra. Sin embargo, las divisiones de vanguardia cayeron en un engaño preparado por los hititas y fueron batidas. Solo la desorganización de los atacantes tras el combate y la oportuna llegada de las restantes grandes unidades del faraón evitaron el desastre en una segunda fase del encuentro, que terminaba así de forma no resolutiva.

Sobre el soberbio espectáculo que debió suponer —hablamos de centenares de carros de guerra y miles de infantes chocando—, lo más interesante de la batalla de Qadesh fue la paz que logró: los dos contendientes, en lugar de enconarse en una lucha que los hubiera desgastado por igual, optaron por firmar un acuerdo de paz ventajoso para los dos… que al parecer fue respetado, una lección de contención que lamentablemente no sentaría precedentes. A ambos les esperaban las temibles incursiones de los pueblos del mar, extraña confederación de tribus sumamente violentas y sedientas de botín que pondrían fin a la Edad de Bronce. Muy pronto el duro hierro, fácil de producir y capaz de ser suministrado a miles de hombres, llevaría los conflictos a otra y más sangrienta era. Homo bellicus ya no solo será guerrero, es decir, un combatiente guiado por sus intereses egoístas, sino también un soldado capaz de servir forzada o voluntariamente a ideas superiores. Tres ríos, el Nilo, el Éufrates y el Tigris, acunaron el nacimiento de la civilización, que terminará consolidándose en el mar Mediterráneo gracias a fenicios, griegos y romanos, pueblos cuyos amaneceres y ocasos irán siguiendo, como el sol, un recorrido de este a oeste. Pero esa, sin duda, es ya otra historia.


Salvando la posible lectura apologética de la sentencia con que iniciábamos este capítulo, lo cierto es que Ortega y Gasset lograba en ella llamar la atención sobre el derroche de energías y capacidad organizativa que supone el fenómeno bélico. En este repaso a periodo tan dilatado hemos podido ver cómo nace lo que los expertos denominan «horizonte militar» o línea divisoria entre el empleo de la mera fuerza bruta y el de esa violencia sistematizada u ordenada, si vale la expresión, que hemos dado en llamar guerra. Tal horizonte se alcanza con las formaciones de combate, que presuponen jerarquía y disciplina así como una combinación de diferentes armas, articulándose los ejércitos en torno a la más decisiva de su arsenal, lo que junto a la topografía condiciona diferentes usos en el campo de batalla. Han asomado también los rasgos básicos de varios conceptos que necesitan ser aclarados antes de continuar.

Estrategia, táctica, logística y orgánica: he aquí cuatro palabras de origen castrense cuyas definiciones plantean problemas cuando no calurosos debates, especialmente desde que ámbitos civiles las han adoptado, devaluando sus contornos. Al ser vocablos que aparecerán recurrentemente en este estudio, apuntaremos el significado que aquí les daremos, teniendo en cuenta que los cuatro han evolucionado a lo largo de la historia militar. Comenzaremos por el término más escurridizo, estrategia, que el Diccionario de la Lengua Española define breve pero acaso certeramente: «Del griego stratēgía, ‘oficio del general’. Arte de dirigir las operaciones militares». Nótese que los académicos emplean la palabra arte y no ciencia quizá por considerar que es difícil encajar una actividad tan voluble en el campo científico. Las doctrinas actuales suelen dividir el concepto en tres acepciones: gran o alta estrategia, que es política y tiene por objeto conseguir los fines propuestos por un estado antes de la guerra empleando medios económicos, diplomáticos, disuasorios, socioculturales, psicológicos, etc. La estrategia a secas o estrategia militar, que sería puramente bélica, sometida a la anterior y tendente a conseguir los objetivos propuestos en la guerra con una misión rectora: el logro de una paz más ventajosa que la rota por las hostilidades. Por último, el denominado nivel operacional se configura como una bisagra entre la estrategia militar y la táctica; dirige campañas, establece grandes líneas de actuación durante el desarrollo del conflicto armado y busca la anulación física y moral, a ser posible ambas, del rival.

La táctica, «poner en orden», sería la ciencia de disponer, mover y emplear una fuerza bélica para el combate y en el combate. Es una definición más precisa, pues toda batalla —antigua o moderna, terrestre o naval, a campo abierto o de sitio— precisa de una ejecución que tiene en cuenta al menos cuatro factores objetivables: conocimiento del enemigo y de los medios propios, estudio del terreno, definición de la misión y el factor moral o lo que los militares denominan «voluntad de vencer». Si en la estrategia vale la boutade de que «la guerra es asunto demasiado serio para dejarlo en manos de militares», la táctica solo puede ser efectuada por profesionales entrenados para diseñar y ejecutar acciones concretas de combate con una idea rectora de la maniobra en mente. El comandante Villamartín, autor de Nociones de arte militar, un clásico del XIX, nos ha legado una de las más bellas y precisas definiciones de ambos conceptos:

La estrategia es el arte de escoger las direcciones que se deben seguir, los puntos que se deben ocupar y las masas que se deben emplear para obtener la victoria, auxiliándose con la geografía, la estadística, la política, la organización, etc. El plan general de una campaña pertenece a la estrategia, el de una batalla pertenece a la táctica; la primera es esencialmente especulativa, la segunda práctica; aquella medita y decide, esta obedece y ejecuta; la estrategia traza las líneas que se deben seguir y designa los puntos que se deben ocupar, la táctica ordena las tropas y los materiales de guerra para marchar por esas líneas o tomar esos puntos. La una es, en fin, alma e inteligencia, la otra cuerpo y forma visible y palpable. En el arte bélico, como en todos, el artista ha de tener sentimiento y ejecución: el sentimiento es aquí la estrategia, la táctica la ejecución.

Y, de forma inteligente y muy a propósito de este libro, matiza después que «ninguna de las reglas del arte de la guerra debe considerarse como absoluta», pues el factor humano es siempre imprevisible: lo son los soldados llegada la hora suprema de la batalla y lo son sus líderes, quienes serán ornados de laureles en la victoria o fusilados al amanecer, caso de derrota. Veremos cómo un gran capitán, incluso en inferioridad de medios, marca las más de las veces la diferencia con su ingenio, osadía o lo que en medicina llamaríamos «ojo clínico».

Por su parte, la logística, una rama que fue cobrando importancia a medida que los ejércitos crecían y las guerras devenían en totales, es menos subjetiva al basarse en cálculos que atienden al movimiento y sustento de las tropas en campaña. Es, por tanto, el conjunto de previsiones, planes y actividades realizado por los servicios auxiliares para proporcionar a las fuerzas los medios de combate y de vida necesarios para el cumplimiento de su misión en los lugares adecuados y en los momentos oportunos. Como el mecanismo de las máquinas, solo se le presta atención cuando falla, pero es indispensable. Se relaciona con la orgánica, o sistema militar que combina armas, soldados, mandos… en una estructura dada como por ejemplo la falange griega o la legión romana, los tercios de España o las divisiones de Napoleón. Toda orgánica es reflejo de una concepción concreta en un periodo histórico determinado así como de la sociedad que la nutre. Es el armazón sobre el que se construyen los ejércitos y de su grado de perfeccionamiento dependen la logística, la táctica, la estrategia. Otro clásico del XIX, Jomini, resumió bien las relaciones entre estos conceptos: «La estrategia señala dónde actuar; la logística traslada los medios a dicho lugar, y la táctica el modo de ejecutar la maniobra». Y fue él quien acuñó la definitoria sentencia que nos da pie a continuar: «La guerra, ese apasionado drama».

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9788417241940
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