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Vivir desde el silencio

Quiero construir una casa en el silencio,

sin paredes ni ventanas,

para aquietar el pensamiento

en la oscuridad iluminada.

Andrea Luca

Hoy se habla mucho y se escucha poco. Basta con asomarse a cualquier tertulia en los medios o en conversaciones entre amigos y familiares. Todos hablan al mismo tiempo y casi no se escucha. Esto no es sino un síntoma de la falta de silencio existente en la sociedad.

El silencio ayuda a controlar las emociones y deseos. Nos libera de intereses mezquinos, de apegos, preocupaciones y temores. Nos ayuda a poner orden en el caos interior de nuestras emociones y pasiones. Es libertad del corazón. El silencio interior nos revela la auténtica esencia del alma.

El silencio conlleva capacidad de escucha, de diálogo, de reflexión y profundidad en la palabra. El silencio es el arte de toda conversación. Nos ayuda a situarnos en el lugar del otro, a ser comprensivos y compasivos. Es, a veces, un modo de comunicación más efectivo que las palabras.

Aporta ver con la mente y el corazón la realidad que nos rodea, la realidad del mundo en que vivimos, un mundo desbordado de ruidos –ruidos exteriores y ruidos interiores– que ahogan la vida e impiden que germine la espiritualidad y broten la alegría y la esperanza.

La ambición económica, la corrupción y especulación financiera, el afán de tener, de dominar, de sobresalir y la búsqueda insaciable de placeres destruyen lo más noble que existe en el corazón humano: la capacidad de amar y de contemplar la vida con la mirada transparente y limpia de un niño.

Muchos hombres y mujeres de hoy, materializados por el consumismo, no saben lo que es el frescor de una tarde de primavera. Han perdido el sentido de la contemplación, de maravillarse ante la inmensidad del mar, del bosque o del desierto, de sorprenderse contemplando en la noche el cielo estrellado y de extasiarse ante los gestos sencillos de la gente humilde. Han perdido la sensibilidad para encontrar en lo pequeño la grandeza de la vida, la belleza, la armonía, la paz interior.

Son incapaces de quedarse solos, sin móvil, sin Internet, sin televisión, sin aparato de sonido, sin vehículo… Tienen miedo al silencio y a la soledad. Tienen miedo de escuchar la voz que viene de dentro, la voz que nunca miente, la voz de la conciencia, que siempre nos acompaña y nos dice lo que es ético y lo que no lo es.

Es necesario liberarse del miedo al silencio para encontrarse con uno mismo y ser feliz. Se trata, sencillamente, de dejarse atraer y descansar en él, cerrar los ojos, respirar hondo, relajarse y quedarse sosegado. No implica tanto esforzarse en poner atención cuanto descansar en la atención que somos, señala Martínez Lozano. Es necesario volver a nuestros orígenes, volver a la fuente, al lugar donde todo empezó.

Vivir en el silencio significa poner consciencia en todo aquello que hago y vivo, en la tarea que estoy realizando, en el trabajo de la huerta, en los quehaceres de la casa, en la relación familiar, en la lucha por la defensa y promoción de los derechos humanos, en la lectura o escucha de noticias, en el sufrimiento de la gente… Simplemente, pongo consciencia en aquello que está sucediendo y discierno serenamente lo que es bueno y lo que es malo. El silencio me ofrece luz, sabiduría, serenidad, y me libera de miedos y prejuicios. Es fuente de sabiduría y de liberación.

El desafío más apremiante para el hombre y la mujer de hoy es la renovación ético-espiritual, y esta no se logra sino por el silencio. Alguno puede argumentar: el silencio, ¿es aislamiento, una huida, una fuga mundi? Desde mi experiencia, el silencio no es una huida del mundo, en el sentido de falta de valor para enfrentarse con entereza a la vida. No es una evasión, lo cual sería un egoísmo refinado. Tampoco es una despreocupación por los problemas de la sociedad. El silencio es un medio necesario para llegar al conocimiento de uno mismo, y para penetrar críticamente en la esencia de la vida y visualizar los acontecimientos nacionales e internacionales desde otra dimensión. O, dicho de otra manera, el silencio me posibilita observar la vida tanto con el microscopio como con el telescopio.

No me interesa el silencio en sí mismo, sino la actitud interior del silencio, como liberación personal y apertura al amor. La persona crece en el silencio, porque es el camino para descender a lo más profundo de nuestro ser, para confrontarse con uno mismo, con la realidad histórica y con el Misterio trascendente. Me ayuda a descubrir y contemplar la acción del Espíritu en los acontecimientos históricos y a escuchar el grito de los pobres de la tierra. Me posibilita sentir sus sufrimientos, sus luchas y esperanzas de liberación.

Liberación interior

El sentido del silencio es la interiorización. Porque de nada sirve el silencio exterior si por dentro estamos llenos de ruidos, imaginaciones, fantasías, que son como humo arrastrado por el viento.

El silencio exterior no tendría sentido si no hacemos silencio interior, que es dominio y control de la imaginación y de las emociones, para experimentar la fuente de energía, de creatividad e inteligencia que hay en el interior de cada ser humano, como bien señala el monje benedictino Anselm Grün.

Cuando tratamos de hacer silencio, puede ser que descubramos dentro de nosotros un desorden debido a la aglomeración de recuerdos, pensamientos, sentimientos, imaginaciones y emociones incontrolados que se entrecruzan en nuestra mente. Pueden hacerse presentes estados de ánimo que nos inquietan y miedos que interrumpen nuestra concentración. Afloran a la superficie deseos y necesidades reprimidas, e incluso acuden a nuestra mente un sinfín de oportunidades perdidas y de fantasías.

Silencio no significa solo renuncia a la palabra, sino, sobre todo, liberación de toda clase de pensamientos inútiles y sentimientos que distraen la conciencia. Nos abre la puerta para penetrar en la dimensión espiritual que nos conduce a una profunda transformación interior.

Exige desprenderse de recuerdos del pasado para adentrarse con entereza y madurez en el presente, como veremos más adelante. Con el silencio posibilitamos la superación de traumas y heridas no cicatrizadas para lograr el encuentro y armonía con uno mismo, con las personas que nos rodean, con el cosmos y con el misterio de Dios, que nos envuelve.

El silencio interior nos libera de añoranzas, apegos, preocupaciones y temores. Nos ayuda a poner orden en el caos interior de nuestras emociones y pasiones. Nos conduce a un vaciamiento y desprendimiento de todo. Es libertad de la mente y del corazón. Con el silencio interior enmudecen las actitudes e impulsos egoístas, agresivos y violentos. Posibilita que se desarrolle el amor agape, el amor generoso y desinteresado, amor a la vida, a la creación y a las personas. Desarrolla la ternura. El silencio interior nos revela la auténtica esencia del alma.

El silencio conlleva capacidad de escucha, de diálogo, de reflexión y profundidad en la palabra. En el silencio, la palabra alcanza su plenitud, señala Arturo Paoli. Nos infunde ternura, respeto y tolerancia, nos ayuda a situarnos en el lugar del otro, a ser comprensivos y compasivos. Nos capacita para estar abiertos al Espíritu y al amor a todos los hombres y mujeres, particularmente a los más pobres y necesitados.

El viaje más fascinante, que muchos rehúyen emprender, es el viaje al interior de uno mismo. Provoca vértigo y miedo encontrarnos con nuestras propias miserias, con nuestros traumas, con nuestro pasado, con nuestras contradicciones, nuestras luchas interiores, nuestras debilidades y pequeñeces, pero también con nuestras fortalezas y posibilidades, anhelos y sueños. El monje trapense Thomas Merton subraya la necesidad de realizar este viaje al centro de uno mismo cuando dice: «¿Qué ganamos con navegar hasta la Luna si no somos capaces de cruzar el abismo que nos separa de nosotros mismos?».

Solo en la soledad del desierto interior es posible encontrarnos con nosotros mismos y crecer como personas y como creyentes. La espiritualidad del desierto relativiza las cosas, hasta la misma religión, con sus dogmas, cánones, normas y ritos, para centrarse en la búsqueda y unión con el Misterio trascendente, el Absoluto, el Dios amor, el Dios de Jesús, que se nos hace presente en los pobres y excluidos. O, dicho con otras palabras, desde el silencio llegamos a relativizarlo todo, menos el misterio de Dios y el sufrimiento humano provocado por la injusticia.

El silencio nos ayuda a tomar conciencia de que somos energía en el universo. Nuestros pensamientos, sentimientos, plegarias y acciones son energía que se proyecta hacia toda la humanidad y hacia el universo, allí donde la fuente del amor nos revitaliza. Allí regresamos al origen de todo y al futuro.

Cuando, por la noche, en silencio, contemplamos las estrellas y nos detenemos en una de ellas, y vamos adentrándonos en su interior, y atravesamos el cosmos, sentimos que todo el universo es nuestra casa y que somos parte de la Energía que dio origen a la explosión y expansión cósmica del Big Bang.

El silencio nos identifica con todos los seres vivos de nuestra tierra, con los árboles y plantas, aves y peces, con los animales domésticos y de las montañas y selvas. Todos son nuestros hermanos. Salimos de la misma Fuente. Pero muy particularmente nos identifica y hermana con todo ser humano, sin distinción de nacionalidad, color de la piel, lengua o credo religioso. Todo hombre y mujer es mi hermano, compañero de camino.

El silencio rompe prejuicios, desecha toda discriminación, racismo, xenofobia y aporofobia, disipa los miedos al diferente, nos abre a la acogida, particularmente del inmigrante y refugiado. Supera los nacionalismos y las fronteras. Nos hace ciudadanos del mundo.

El silencio nos enseña que lo que importa en la vida es pasar por ella siendo coherentes, amando y haciendo el bien. Todo lo demás es relativo. ¿Se abrirá nuestra sociedad a la brisa del silencio, a la fuerza creadora que une y mueve todo?

Como ejercicio propongo sentarse, si es posible todos los días, en un lugar tranquilo, sin ruido alguno, olvidando las tareas que tenemos entre manos; descansar las manos sobre el regazo, cerrar los ojos y escuchar solo el sonido de la propia respiración. Quedarse inmóvil, sereno, durante un largo rato, abriendo todos nuestros canales a la acción del Espíritu. Y, desde el silencio, escuchar la voz de la conciencia. Y seguir en silencio, sin prisa, hasta escuchar el grito de la humanidad sufriente y el grito de la tierra. Así irás viendo lo que acontece a tu alrededor y en el mundo con ojos nuevos y descubrirás tu misión en la vida.

Dios habla cuando el hombre calla

Hoy no es necesario retirarse al desierto de la Tebaida, del Sahara, del Sinaí o de Palestina, como hicieron los anacoretas y monjes antiguos, para buscar el silencio. El desierto puede hallarse en todas partes, también aquí, porque el desierto no significa alejamiento de la gente, sino silencio interior y conciencia de la presencia de Dios en la historia y en la vida de cada ser humano. El silencio del desierto se encuentra en la ciudad, en nuestra casa, en la vida cotidiana, en el trabajo, en las luchas por un mundo más humano y, sobre todo, dentro de uno mismo.

El desierto es el lugar al que hay que ir, sobre todo en tiempos de crisis, para ver la luz que da sentido a la vida y a la historia y levanta la esperanza de los pobres de la tierra.

Los antiguos ermitaños y monjes del desierto son hitos que interpelan nuestra vida personal y desenmascaran a la sociedad moderna, por haberse hecho esclava del materialismo consumista impuesto por el sistema capitalista neoliberal, que es injusto, inhumano y cruel, causante del hambre de millones de seres humanos. En este sistema no hay tiempo para reflexionar ni para confrontarse consigo mismo, ni con la realidad histórica, ni con Dios. No hay tiempo para orar. Se teme al silencio. La soledad nos espanta.

El viento de la historia es elocuente. Su sonido solo se percibe desde el silencio. Para construir un mundo alternativo, justo y profundamente humano es necesario aprender a escuchar el sonido del silencio.

No pocos líderes que llegaron al poder con proyectos revolucionarios y sueños de un mundo nuevo de justicia y fraternidad se acomodaron al statu quo traicionando sus principios, porque les faltó mística, y esta se desarrolla a través del silencio y la escucha atenta del clamor de los pobres. Cuando los movimientos revolucionarios descuidan la mística, la utopía y la ética en la acción política, caen en el mismo pecado que denunciaban en el capitalismo. Por eso el mundo necesita hombres y mujeres de silencio.

Del silencio salen los místicos, los profetas y los auténticos revolucionarios. El místico descubre y encuentra a Dios en el rostro de los pobres y se comunica con él en el silencio de la vida.

Dios habla cuando el hombre calla. Dios habla en el firmamento, habla en la montaña, en la diminuta flor del campo, en la inmensidad del mar, en la sonrisa de los niños, en los gestos de ternura de una madre…, pero sobre todo en el enfermo, en el anciano abandonado, en el hambriento, en los hombres y mujeres sin trabajo, en los niños de la calle, en los emigrantes y refugiados, en los campesinos sin tierra, en los encarcelados, en las víctimas de la violencia y de las guerras. Solo el hombre y la mujer de silencio son capaces de descubrir el grito de Dios en el grito de la humanidad sufriente. Ahí se escucha a Dios, se interioriza su Palabra y se hace carne en un compromiso de servicio y de lucha por la construcción de una sociedad alternativa.

Cuando el amor se hace silencio

En la sociedad actual se habla y se cantan canciones de amor por todas partes. Adolescentes entablan relaciones amorosas. Pronto estas se rompen y dicen que han encontrado otro amor. Lo mismo acontece en personas adultas. Incomprensiones, desconfianzas, infidelidades y rupturas están a la orden del día. Los ruidos de este mundo superficial que vivimos impiden descender a las profundidades del amor, que se nutren del silencio.

Hay un libro bíblico, el Cantar de los Cantares, que recoge el diálogo amoroso entre un hombre y una mujer. Es el drama de dos enamorados que se buscan y se encuentran, desafiando los obstáculos que se les presentan en el camino.

El Cantar de los Cantares es una traducción del hebreo Shir hashirim, que en español se diría «el más bello cantar». Este libro es una glorificación poética del amor humano. En él se celebra a la mujer admirada, amada y amante, y al hombre que contempla a la mujer, la respeta, la ama apasionadamente y busca la alegría y el éxtasis de su encanto corporal.

En este poema, la mujer y el hombre enamorados se expresan con toda su fuerza afectiva la mutua entrega. No es la mera búsqueda de la satisfacción erótica lo que les atrae, sino el deseo de compartir la vida y ser dos en uno, saboreando y recreándose libremente en el placer del amor.

En el Cantar de los Cantares, la sexualidad adquiere un sentido sagrado. No es la sexualidad la que hace descubrir el amor, sino el amor el que revela la esencia de la sexualidad. La contemplación mutua, la mirada que estremece, el sentirse y acariciarse, constituyen un diálogo amoroso, un asombroso complemento en el cual las manos se encuentran, los labios se unen y se abrazan los cuerpos. «Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro», dice el Génesis. El hombre contempla y acaricia el cuerpo de la mujer. La palma de su mano recibe con ternura la redondez de sus pechos. Y la mujer acaricia con sus manos y besa con sus labios el cuerpo del hombre.

El diálogo amoroso espiritual y corporal alcanza su momento culmen en la unión de sus cuerpos. En lo más profundo de la carne y en lo más elevado de su espíritu se encuentran y se hacen un solo ser. Es un éxtasis de amor. Es la expresión más perfecta y maravillosa de la comunión íntima, entera y total del hombre y la mujer que se aman. En esta unión se realiza la entrega y aceptación total. Y después de la unión y del orgasmo viene el silencio contemplativo, el descanso sosegado, el sentirse dos en uno.

Aquí no hay lugar para las palabras. El silencio es más elocuente. «El alma amada en el Amado transformada», cantaba san Juan de la Cruz. Porque hacer el amor es mucho más que el acto sexual. Hacer el amor lo abarca todo: el abrazo, el beso, las caricias, la mirada, la palabra, la entrega, el silencio. El hombre y la mujer descubren y contemplan la belleza de sus cuerpos con los ojos de Dios, con la mirada libre de egoísmo y del deseo de dominación. Contemplan, a través de sus cuerpos, la profundidad y belleza de sus almas. La sexualidad se transforma en el lenguaje más profundo y bello para comunicar y compartir el amor. Es una liturgia de amor. Es así como la vida se transforma en un canto a la belleza y en una melodía de amor.

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Dos maneras de vivir

En julio de 2010 marché de retiro al monasterio cisterciense de Notre Dame d'Atlas, en Midelt, en el corazón de Marruecos. Es una comunidad monástica reubicada en ese lugar bereber, al pie de las montañas desérticas del Atlas, en medio del mundo musulmán, después del martirio de siete monjes del monasterio de Tibhirine (Argelia), acontecimiento ocurrido en 1996.

Las campanas del monasterio y los muecines desde los minaretes de las mezquitas llaman varias veces al día a la oración, en un permanente diálogo, sin competencias, alabando al único Dios, que los musulmanes llaman Alá y los cristianos Abbá, Padre.

Mis días transcurrían en silencio, participando en la liturgia de las Horas con los monjes, uno de ellos, Jean-Pierre, superviviente de la masacre de Tibhirine. En este ambiente monacal y martirial, rodeado del clima espiritual musulmán y al pie del sepulcro del abbé Peyriguère, discípulo de Carlos de Foucauld, traté de trascender la institucionalidad de las religiones, para adentrarme en la esencia de la fe, en el Misterio trascendente, el Dios de la vida, que convoca a todos los hombres y mujeres de la tierra a vivir en fraternidad. Jesús señala el camino: lo más importante de la religión es la práctica de la misericordia, la práctica de la justicia y la fe sincera (Mt 23,23). Lo demás es secundario.

Fui al Magreb como cristiano, me descubrí a mí mismo como musulmán y regresé más cristiano y más ecuménico. Y con esta actitud de libertad evangélica y macroecuménica viví en silencio este retiro. Traté de dejarme conducir por el reposo del espíritu que ofrece la persona de Jesús: «Venid conmigo a solas y descansad». Es el momento de la intimidad, de la absoluta confianza, de la apertura del corazón, de la purificación de mis pensamientos, sentimientos y deseos.

El ser humano, al ser una unidad dual de cuerpo y espíritu, posee una vida biológica y una vida espiritual. El espíritu es la parte interior del cuerpo, y el cuerpo es la parte exterior del espíritu. Entre ambas existe una profunda interrelación, de manera que lo que acontece en el cuerpo afecta a la vida espiritual, y viceversa.

La vida espiritual es, en realidad, lo que da profundidad y sentido a la existencia humana, pues el hombre y la mujer no son meros animales que nacen, crecen, se reproducen, enferman y mueren, sino que su espíritu trasciende a la misma muerte. Tampoco el ser humano es solo un mero producto de la evolución, sino que nace del corazón de Dios como un ser único e irrepetible, amado por él y con una misión en la vida.

El espíritu humano puede moverse en diferentes niveles: desde el más alto nivel, que llamaríamos de santidad o «vivir según el espíritu», pasando por otros niveles intermedios, hasta el más bajo nivel, que llamaríamos estado de posesión diabólica, al que Pablo denomina «vivir según la carne».

Todo hombre y mujer puede moverse en cualquiera de estos niveles.

El más bajo nivel de espíritu

Es el de aquella persona que se mueve por tendencias e impulsos pasionales, de búsqueda descontrolada de poder, de riqueza y de placer. Vive bajo la obsesión de comprar. Poseer cosas. Tener y acumular sin medida. Se encuentra llena de cosas por fuera, pero vacía por dentro. Vive sin ética alguna. Se rige por la competitividad que marca el sistema capitalista neoliberal y por el estímulo de un consumismo irracional e irresponsable impuesto por el mismo sistema. Vive en un ambiente acomodado, buscando rodearse de todo confort, sin que nadie la moleste ni la cuestione.

En este nivel se ubican políticos avarientos de poder, banqueros, financieros y grandes empresarios que se lucran a costa de empobrecer al pueblo llano. Corruptos que evaden impuestos y depositan su dinero en paraísos fiscales. Y también gente pobre con cabeza de rico que se ha dejado engañar. Y aquellos que han entrado en la dinámica de la obtención de dinero fácil mediante el narcotráfico o sucios negocios.

La codicia, el odio, la mentira, los resentimientos y la venganza, con frecuencia, anidan y se desarrollan en lo más profundo de la conciencia. Este es el nivel de la concupiscencia manifestada en tendencias, deseos, imaginaciones, acciones sexuales descontroladas y adicciones al alcohol y a la droga. Las personas que se mueven en este nivel, con frecuencia arrastran heridas pasadas, acumuladas y cada vez más sangrantes, que giran sobre sí, como un círculo vicioso, llevando a la persona incluso a estados de obsesión. El mal espíritu se aprovecha de estas heridas y traumas pasados para hundirlas en la desesperanza y la baja autoestima. En este estado predomina el espíritu de egoísmo y el individualismo. Todo se mueve en torno al ego. Su ética es: «Lo que me satisface es bueno, lo que no favorece mis gustos e intereses es malo». No piensa ni le preocupa la ética ni el bien y la felicidad de los demás. Permanece indiferente ante el sufrimiento humano.

La persona que se mueve por estos caminos se hace esclava de sí misma, de sus instintos e impulsos pasionales o de su ideología de muerte. Vive cegada y obsesionada por el deseo que despierta el sistema y sus medios de comunicación. Vive prisionera, encarcelada en sus apegos. No es libre. Actúa arrastrada por una corriente interna misteriosa. Este es un espíritu de esclavitud que impregna todo su psiquismo y puede afectar a su mismo cuerpo, porque existe una relación muy estrecha entre el cuerpo y la mente, entre lo somático y lo espiritual. Por ejemplo, si uno tiene pensamientos sexuales, el cuerpo se ve afectado inmediatamente. Se pone en mente un objeto sexual y el cuerpo comienza a responder. Y, al no haber control de la mente, la persona actúa descontroladamente. Es esclava de sí misma.

En este nivel no hay espacio para la libertad, ni para los pensamientos nobles, ni para el amor, ni para el servicio y donación gratuita a los demás. Hay insensibilidad frente al sufrimiento de los pobres y marginados, inmigrantes y refugiados. El amor se reduce al eros. No entiende el amor agape, oblativo, generoso. Su relación con los otros se mueve por intereses de todo género y por el «me cae bien» o «me cae mal». A las personas del otro sexo las ve desde el plano físico y sexual. Las visualiza como objeto de utilización o explotación de placer. Es racista en el sentido étnico-cultural y social. En sus palabras y actitudes afloran la xenofobia y la aporofobia. A quienes no son de su condición social, de su cultura o religión, los considera como extraños y los trata con desprecio, lo cual se observa en la relación con los inmigrantes.

No hay cabida para las mociones del Espíritu de Dios. No hay posibilidad de contemplación del Misterio trascendente. La persona no tiene paz interior. Se encuentra turbada, obsesionada y en estado de ansiedad permanente, aunque aparentemente dé la impresión de vivir alegre y feliz. En el fondo, esta persona está insatisfecha, vacía, sin sentido, por eso necesita distraerse con ruidos y llenarse de cosas para acallar los gritos de su soledad. Tiene pánico al silencio.

Este sería el estado de posesión diabólica. Si un hombre o una mujer ha llegado a este estado, es porque libremente se ha dejado arrastrar.

El nivel más elevado del espíritu humano

Es el camino de la libertad interior y del amor. La persona que se mueve en este nivel espiritual ha entrado en un proceso de transformación, en un cambio profundo de conciencia, de mente y de corazón. Acepta su realidad, sus limitaciones y debilidades con paz y confianza en la misericordia de Dios. Su pasado lo abandona confiadamente en las manos de Aquel que todo lo purifica. Su plegaria es: «Gloria a ti, Dios de la vida, porque tu amor y misericordia se despliegan sobre nuestras debilidades». Si en el pasado ha tenido heridas, estas están en un proceso de sanación. Vive a partir del presente mirando al futuro. Siempre caminante, en actitud de búsqueda de nuevos horizontes.

El hombre o la mujer que ha emprendido este camino está en proceso permanente de crecimiento interior, de superación de las tendencias de la carne, entendiendo por «carne» el apego a las cosas, a las personas, a la codicia del dinero, al afán de poder y a los impulsos egoístas e ideologías de muerte.

Vive libre de toda atadura. Tiene control de su imaginación, pues esta enciende el deseo y el deseo se traduce en una actitud de vida. Mira a las personas, las cosas y los acontecimientos de la vida con los ojos de Dios. Tiene los sentidos bien abiertos para percibir la armonía del universo y el gozo y la paz del Espíritu. Vive en el hoy eterno de Dios, libre como el pájaro que vuela por el cielo gozando de la frescura en el estío.

El más alto nivel espiritual es el amor (1 Cor 13), entendido como una actitud interior que se irradia hacia fuera, hacia las personas, y comprende desde los más pequeños gestos y detalles de sensibilidad humana, de ternura, de compasión, de consuelo y de servicio, hasta el más radical compromiso profético de lucha contra la injusticia y contra la violación de los derechos humanos. El amor no excluye a nadie. Acoge y abraza a todos los seres humanos. Abraza la vida entera.

En este nivel se contempla el mundo y a las personas con profundo respeto y con entrañable ternura, buscando el bien y la felicidad de aquellos a los que ama y de todo ser humano, comenzando por los que viven a su alrededor. Esta actitud dispone para el servicio sin esperar nada como recompensa.

Vive los acontecimientos de la vida y de la historia con un sentido trascendente. Sabe discernir en ellos dónde está lo ético y dónde lo opuesto a la ética, dónde está el proyecto de vida y dónde el proyecto de muerte. Se sitúa conscientemente al lado de la vida y en contra de la muerte, incluso arriesgando su propia vida. Le anima una actitud de búsqueda de la verdad, de justicia, misericordia y compasión. Es tolerante con todos, pero, como Jesús, intolerante con los intolerantes. Si es cristiano, contempla el rostro sufriente de Cristo crucificado en los pobres, marginados, excluidos sociales y enfermos. Se acerca a ellos y les tiende la mano con la actitud del buen samaritano.

Ama a todos como Jesús nos ha amado. No impone sus creencias, sencillamente las comparte, con una actitud de respeto hacia las otras confesiones religiosas y hacia los no creyentes, consciente de que el reino de Dios trasciende las creencias y no creencias. En este sentido, es ejemplar el testimonio de los monjes del monasterio de Midelt y las hermanas religiosas que trabajan en las comunidades bereberes en las montañas del Atlas, que no tratan de «convertir» a ningún musulmán, sino dar testimonio de los valores del Reino y de fidelidad a Dios a través de la entrega y el amor al pobre.

Su amor a los demás es de agape, es decir, amor generoso, desinteresado, tierno y profundamente humano. Detesta el rencor y la venganza, y acepta el perdón como camino para la reconciliación, sin abandonar la exigencia de justicia, porque perdón y justicia no están reñidos. Aquí es donde se entiende el sentido de la recuperación de la memoria histórica de los crímenes cometidos por los dictadores.

La persona que se mueve en este nivel espiritual ve más allá de lo visible. Ve la vida y la historia con ojos de eternidad. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», dice Jesús. En verdad, como decía un viejo profesor, no es posible entender lo que no vemos si, mirando lo que vemos, no encontramos lo que miramos. De ahí que esta actitud espiritual nos lleve a movernos dentro del proyecto de Dios, para contemplar y saborear lo invisible a través de lo visible y vivir la presencia del Misterio trascendente en la propia existencia.

Merece la pena vivir nuestro paso por la historia –que es breve– aspirando al más alto nivel de espíritu, no por el gusto de sentirse justo y perfecto, pues somos conscientes de nuestras limitaciones y debilidades, sino porque eso es lo que nos hace profundamente humanos a todos los hombres y mujeres, sean de la religión que fuere. «Sed perfectos como el Padre celestial es perfecto», dice Jesús.

Moviéndonos en estos niveles espirituales podremos servir más y mejor a los demás y hacer presente el reino de Dios en la historia, que es lo que importa. Todo lo demás es pasajero y caduco. Todo pasa. Pasan los años. Pasan las distintas etapas de la vida. Pasan

las personas. Pasan las cosas. Pasan las penas y las alegrías. Pasa la vida como pasa la primavera. No hay nada absoluto. Todo es relativo menos el amor. Solo el amor no pasa. Quien camina por el mundo amando con una actitud de compasión y haciendo el bien permanece para siempre.

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9788428836852
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