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El lenguaje constitucional es de los ciudadanos, no de los juristas

Cuando hablamos “al derecho” las palabras que usamos significan, por decirlo así, literalmente. Si queremos definir su significado suele ser útil, al menos hasta cierto punto, recurrir al diccionario. Así, “constitución” es una norma y su diferencia específica, que la distingue de todas las demás normas, es que es difícil de modificar. Una constitución es “nueva”, entonces, cuando es una norma nueva. El “poder constituyente” es una potestad normativa, es decir, un poder de dictar normas conferido por normas (en el caso del texto constitucional actualmente vigente, por ejemplo, poder constituyente es lo que está contenido en el capítulo XV, que dispone el modo en que se dictan normas constitucionales). Una “asamblea constituyente” es, primero, una asamblea: una “reunión numerosa de personas” y, luego, constituyente: “convocada para elaborar o reformar la Constitución”. Hablando al derecho, puede decirse que en nuestro sistema constitucional no hay espacio para una asamblea constituyente, al menos si se entiende como algo distinto del Congreso Nacional (que es, después de todo, una reunión numerosa de personas y tiene, conforme al capítulo XV del texto constitucional, poder para cambiar ese mismo texto), porque no hay ninguna norma que confiera poder a una reunión de personas distinta a las cámaras para dictar normas constitucionales.

Ahora bien, el punto central es que ocupar este lenguaje para hablar de nueva constitución o asamblea constituyente lleva a entender todo mal, a un malentendido sistemático. Quienes pretenden una nueva constitución no pretenden una nueva norma difícil de modificar. Pretenden un nuevo fundamento. Y este nuevo fundamento es un auténtico nuevo fundamento, por lo que el poder para darlo no puede ser conferido por norma alguna (que sea fundamental quiere decir que toda otra norma se funda en él, por lo tanto no puede haber una norma anterior). En este sentido no es una potestad normativa. Esto lleva a la tentación de decir, entonces, que el lenguaje que estamos discutiendo es radicalmente inaplicable al momento del origen, que una constitución es solo la imposición del más fuerte y que el poder constituyente es reducible al poder de los tanques. Esta tentación debe ser resistida8. No es que el lenguaje constitucional sea aplicable solo a situaciones ya constituidas e inaplicable al momento constituyente. Es precisamente al revés: el uso primario de ese lenguaje es el constituyente. Por eso es importante no olvidar nunca que el uso que el derecho constitucional hace de estos conceptos es paleontológico: ellos estudian fósiles.

En la situación constitucional actual, es necesario que los ciudadanos recuperen su lenguaje constitucional, que lo reclamen de los paleontólogos y lo vuelvan a utilizar en su uso genuino. Pero es un lenguaje que ha sido apropiado por los paleontólogos de un modo radical, por lo que los ciudadanos nos hemos olvidado de que lo que ellos estudian son fósiles y hemos empezado a creer que ellos saben mejor que nosotros qué significan nuestros conceptos. Lo que los paleontólogos llaman “constitución” es pura y simplemente un conjunto de normas como cualquier otra, que ellos usan para alegar sus causas ante los tribunales. Es hora de quitarles este lenguaje y reclamarlo, recuperando de sus trivializaciones el sentido en el que “constitución” no es una norma a ser aplicada por un tribunal a petición de un abogado, sino una manera de decir que el pueblo es nada y debe serlo todo. Tenemos que aprender a hablar al revés.

Hablar al revés

Cuando digo hablar al revés no pretendo significar algo especialmente oscuro, sino a dar vuelta los conceptos. En su uso al derecho, el abogado nos dirá que él sabe lo que es una constitución, y que entonces la cuestión interesante es aplicar ese concepto de contenido conocido a algo real para concluir positiva o negativamente. Esto significa que el concepto y sus condiciones de aplicación son conocidos y diferenciados, y la pregunta pertinente es si esas condiciones de aplicación son satisfechas por algún aspecto del mundo de modo tal que el uso del concepto esté justificado. Lo conocido es el concepto y sus condiciones de aplicación, y lo desconocido (en el sentido de requerir clarificación o clasificación) es algún aspecto del mundo. Así, el abogado dice saber qué es una constitución, y su pregunta será si eso que ocurrió en 2005 fue la dictación de una nueva o la reforma de una antigua. Pero el concepto de poder constituyente no es originario de la “ciencia” del derecho constitucional, sino de la práctica revolucionaria: cuando el pueblo reclamó autoridad para tomar las decisiones fundamentales acerca de la forma y modo de existencia de Francia (por eso Sieyès dice: “El estado llano no es nada, y debe serlo todo”9). La realidad del poder constituyente es el hecho de que el orden jurídico ya no lo entendemos como natural, sino como artificial: vale porque queremos que valga. La vigencia del orden jurídico, entonces, descansa no en la tradición ni en la naturaleza, sino en una decisión. “Constitución” es el nombre que esa decisión recibe. Cuando la proposición “una constitución es la norma fundamental del sistema jurídico” es leída al derecho, “constitución” es sujeto y “norma fundamental” predicado: es una afirmación sobre la constitución y su posición en el sistema jurídico. Leída al revés, lo que gramaticalmente es sujeto deviene predicado, y el predicado sujeto: el fundamento del orden jurídico es una decisión del pueblo. Y esto, nótese, no es una afirmación de hecho determinable por referencia a la evidencia empírica o a la investigación historiográfica detallada: es una cuestión de sentido (político), de autocomprensión. Es una afirmación sobre cómo nos comprendemos, no sobre los hechos que ocurrieron o no en un momento preciso del pasado.

Del mismo modo, entendidas al derecho, las nociones de pueblo, constitución y poder constituyente son independientes entre sí: “pueblo” es un determinado grupo humano, “constitución” es un tipo de norma y “poder constituyente” es un poder normativo. Leídas al revés, son ideas que se implican recíprocamente: solo el pueblo tiene poder constituyente, solo el que tiene poder constituyente es pueblo, solo una decisión del pueblo es constitución, etc. Es importante notar que este uso al revés del lenguaje parece ingenuo cuando es leído al derecho. Por ejemplo, la proposición “solo el pueblo tiene poder constituyente” parece una afirmación susceptible de ser refutada por la evidencia empírica, la que en principio podría mostrar que no es verdad que solo el total de personas que viven en Chile y tienen más de 18 años tengan el poder constituyente. La tentación aquí es declarar que el significado al revés es romántico o figurado y, entonces, afirmar que la acepción auténtica o verdadera de estos conceptos es la que ellos tienen cuando son leídos al derecho, literalmente. Esto es, sin embargo, un grave error porque el lenguaje al revés es necesario, no conceptualmente sino políticamente. Si no podemos hablar al revés, no tendremos lenguaje para expresar nuestra demanda y solo podremos demandar lo que el lenguaje disponible nos permite significar.

El caso de la asamblea constituyente será nuestro mejor ejemplo: para entender la demanda por asamblea constituyente es necesario entender que esta usa el lenguaje al revés, no al derecho.

Esto será discutido con cierta detención más adelante. Por ahora lo que debemos hacer es mostrar lo más claramente posible el modo en que opera esta significación invertida. Podríamos mostrarlo con cualquiera de los términos que hemos invocado, y como se trata de llegar a entender la demanda por asamblea constituyente puede ser una buena idea comenzar por el de poder constituyente.

El poder constituyente no es un poder normativo, conferido por una norma anterior. Es obvio por qué no puede ser entendido de ese modo: porque no hay (¡por definición!) ninguna norma anterior en que el poder constituyente se funde. Si hubiera tal norma, no se trataría de poder constituyente, sino constituido (por esa norma). Ahora bien, la idea de un poder normativo (= poder para dictar normas) no conferido por norma alguna es absurda, paradojal. Pero la paradoja es real, por lo que no puede ser excluida con malabares verbales.

En efecto, si no es un poder conferido por una norma, ¿cómo puede el poder constituyente ser un poder normativo? De nuevo, es necesario comenzar desde el acto de afirmación política y no desde los conceptos: es un poder normativo no porque satisfaga las condiciones de aplicación del concepto “poder normativo” (entre esas condiciones está el que sea conferido por una norma anterior), sino porque hace lo que los poderes normativos hacen: funda normas. Pero ¿por qué no concluir lo contrario? ¿Por qué no concluir que como no puede ser un poder normativo (porque no puede satisfacer los criterios de aplicación del concepto), entonces no puede fundar normas? Esto, de hecho, es lo que dice el conservador: que la idea de poder constituyente es absurda y que estamos sometidos a la naturaleza o a la tradición o en defecto de ambos a los tanques y los Hawker Hunter. Entonces, nuestro modo de vida no depende de nosotros sino que nos es siempre impuesto.

Esto es hablar al derecho, es decir, que el concepto X es aplicable cuando se cumplen sus condiciones de aplicabilidad a, b y c (por ejemplo, un poder normativo supone una norma anterior que lo confiere), por lo que cuando esas condiciones no se cumplen el concepto no es aplicable (el poder

constituyente no puede ser conferido por norma alguna porque es anterior a toda norma, por consiguiente es una imposibilidad conceptual y no existe). Pensar al revés es entender que se trata de un concepto originalmente político, no teórico, cuyo contenido es la negación de la posición conservadora. No es que el asunto “conceptual” de la posibilidad del poder constituyente (=un poder normativo no conferido por norma alguna) sea premisa, y la aceptación o rechazo de la posición conservadora sea entonces conclusión. Es al revés: la premisa es la negación de la posición conservadora de que estamos sometidos a la tradición o a la naturaleza o a los tanques, y la conclusión es que el poder constituyente es del pueblo. Afirmar que una decisión del pueblo funda el orden jurídico no es una descripción de hechos brutos, sino un acto de afirmación política. Por eso, esta afirmación no es susceptible de ser refutada por apelación a la “evidencia empírica”. Es la afirmación de que

(1) no reconocemos normatividad en normas que no sean reconducibles

a la voluntad del pueblo.

Y esto es una afirmación sobre nosotros, sobre el tipo de unidad política que conformamos, no sobre las normas que reconocemos. Pero se expresa como si lo fuera, diciendo que la validez de todas las normas cuya validez reconocemos (es decir, del derecho) descansa en una decisión del pueblo. Ahora bien, esto no vale inmediatamente para toda norma. El sistema jurídico tiene una estructura escalonada, de acuerdo a la que una norma determinada vale porque ha sido dictada por un órgano autorizado para ello por otra norma (al interior del orden jurídico sí hay poderes normativos en el sentido al derecho de esa expresión). Hay, entonces, una “cadena de validez” que vincula cada norma del sistema jurídico con una norma anterior, y el conjunto de estas cadenas forma una red con un punto en el cual todas convergen, una norma que fundamenta la validez de todas las demás. La idea contenida en (1) es que la normatividad de las normas derivadas (leyes, reglamentos, etc.) es reconocida porque cada una de ellas está vinculada a esa primera norma de esta manera, por lo que la pregunta por la normatividad de cada norma se transforma, en virtud de la suma de las cadenas de validez, en la pregunta por la validez de una norma, la primera, la que funda a todas las demás. Esta primera norma o norma fundamental se define como aquella en la que convergen las cadenas de validez que validan a cada norma del sistema jurídico, y suele llamarse constitución. Por consiguiente, (1), que se refiere a todas las normas, puede expresarse por referencia a una sola:

(2) La constitución solo vale (= es una norma, tiene normatividad) porque

es querida por el pueblo.

Y la manera de expresar esta idea es decir que

(3) El pueblo es el único titular posible del poder constituyente (= el poder

constituyente es inalienable, imprescriptible, etc.).

O, para decirlo en el lenguaje del texto constitucional vigente,

(4) La soberanía reside esencialmente en la nación, y se ejerce por el pueblo.

Esta reconstrucción del significado al revés de la proposición contenida en (4) hace que su sentido sea considerablemente distinto al que le atribuimos cuando la leemos al derecho. Leída al derecho, es una afirmación sobre la soberanía (reside en la nación y se ejerce por el pueblo10), y parece susceptible de ser refutada mirando a la “evidencia empírica”: en 1973 (o en 1980) la soberanía fue ejercida por la junta de gobierno, que la usurpó. El hecho de que pueda ser usurpada muestra que la soberanía no reside inherente o esencialmente en el pueblo, por lo que (4) es falsa. Pero leída al revés es una afirmación sobre el pueblo: quien ejerza el poder constituyente reclama siempre actuar a nombre del pueblo, y reconocer lo que aquel ha hecho como una constitución es reconocer que actuaba a nombre del pueblo.

1 Jorge Quinzio, “Chile tiene una nueva Constitución”, La Nación, 29 de septiembre de 2005. Las opiniones de Bustos y Cumplido pueden leerse en “Denominación de la Constitución abre debate entre juristas y parlamentarios”, El Mercurio, 21 de septiembre de 2005. Otros juristas vinculados a la Concertación fueron igualmente entusiastas. Humberto Nogueira, por ejemplo, sostuvo que “La reforma constitucional [de] 2005 pone fin a la larga transición constitucional a la democracia chilena” (Humberto Nogueira, ed., La Constitución Reformada de 2005 [Santiago: Librotecnia, 2005]).

2 La opinión editorial de El Mercurio fue publicada el 23 de septiembre de 2005. Las opiniones de Fermandois, Vivanco y Chadwick están consignadas en “Denominación”, El Mercurio (v. nota 1)

3 Ronald Dworkin, Freedom’s Law. The moral reading of the constitution (Cambridge: Harvard University Press, 1996), 34.

4 Hoy es un lugar común negar la relevancia de la distinción entre derecho y política sosteniendo, por ejemplo, que en la interpretación constitucional ambas dimensiones están en alguna medida mezcladas. Se dice así, como si con eso se solucionara algún problema, que la interpretación constitucional es una tarea “jurídico-política”. Esta es quizá la señal distintiva de una reflexión jurídica que ha devenido complacientemente conceptualista, es decir, una reflexión jurídica para la que el derecho no tiene ninguna importancia. Decir que la interpretación de la constitución es “jurídico-política” –sin que eso sea el prólogo a alguna discusión importante– es un absurdo porque ignora que el sentido del derecho es, como veremos, despolitizar, hacer de lo polémico algo no polémico.

5 Para una discusión más detenida de esta forma de caracterizar lo político, véase Fernando Atria. Veinte Años Después: Neoliberalismo con Rostro Humano (Santiago: Catalonia, 2013).

6 Véase Fernando Atria, Mercado y Ciudadanía en la Educación (Santiago: Flandes Indiano, 2007) y La Mala Educación (Santiago: Catalonia, 2012).

7 Al discutir, en el anexo, sobre interpretación constitucional, veremos que hoy está de moda una manera de interpretar la constitución que se ufana de ser no “literalista” sino “sistemática y finalista”. Como veremos entonces, una comprensión puramente finalista de la interpretación reclama que para interpretar un texto como el constitucional lo que debe ser determinante es la realización de la finalidad constitucional, y que cuando dicha finalidad no se realice en las reglas respectivas, esas reglas deben ser reformuladas por la vía interpretativa para que la finalidad sea cumplida. Este entendimiento de la interpretación tiene una base de verdad, ya que se alza como reacción a una idea formalista o literalista de la interpretación (donde lo que importa no es el sentido de las reglas sino su formulación literal). Pero una interpretación puramente finalista es una deformación, precisamente porque niega el momento trivializador del derecho y restablece lo polémico de lo político. En efecto, como las finalidades constitucionales no son identificables sino polémicamente, una interpretación puramente finalista implica transformar el derecho en un concepto polémico. Estas apreciaciones generales se harán, o al menos así lo espero, más claras cuando consideremos, en el anexo, la acusación de que una determinada interpretación de ciertas reglas constitucionales es un fraude o un resquicio.

8 Al respecto, véase Fernando Atria, “Sobre la soberanía y lo político”, Revista de Derecho y Humanidades 12 (2006), 47-93.

9 Emmanuel-Joseph Sieyès, ¿Qué es el Estado Llano? (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1950, edición original de 1789).

10 No hay que confundirse por el hecho de que la constitución hable de la nación como quien detenta esencialmente la soberanía. En la medida en designa a todos los chilenos que han vivido, viven y han de vivir, es decir, en la medida en que designa la continuidad histórica de la unidad política, la nación no puede actuar. Quien puede actuar es el pueblo, que lo hace a su nombre (es decir, lo hace teniendo la responsabilidad de actuar por la nación). El pueblo, entonces, es mandatario de la nación.

Capítulo 2
¿Qué es una constitución, y cuándo es nueva? Sobre constitución y leyes constitucionales

¿Qué podemos decir, ahora, acerca del término “constitución”?

El argumento ha de tener la misma forma que el argumento sobre el concepto de poder constituyente. Primero, podemos notar que, leyéndolo al derecho, hay una manera seductoramente simple de entender ese concepto. Ya hemos visto que en este sentido constitución es una norma difícil de modificar. Si uno insiste y pregunta por qué es difícil de modificar, recibe la respuesta habitual: porque contiene las normas fundamentales sobre derechos fundamentales y sobre la organización de las potestades públicas. Pero esta última explicación no es relevante para identificar la constitución, es solo relevante para explicar por qué la constitución es una norma difícil de modificar. Para identificar la constitución el abogado recurrirá solo a la forma. Por consiguiente, cualquier norma puede ser parte de la constitución en el sentido del abogado, y no hay en este sentido diferencia entre el artículo 4º (“Chile es una república democrática”) y los artículos 19, Nº 6, inciso final (templos) y 86, inciso 3º (fiscales regionales).

La idea de “nueva constitución” al derecho

Esto podría parecer un juego de palabras (¿qué importa si esas normas difíciles de modificar son o no llamadas constitución?), pero solo hasta que recordamos que la demanda que queremos entender es la de “nueva constitución”. Si se trata de satisfacer esa demanda, ¿sería suficiente que se derogara la regla sobre las exenciones de los templos o las exigencias para ser fiscal regional? En rigor, habiéndolo hecho, el conjunto de normas difíciles de modificar habrá cambiado, por lo que será un nuevo conjunto. Siendo la constitución el conjunto de normas difíciles de modificar, un nuevo conjunto de estas normas es una nueva constitución. Aquí estaríamos usando la expresión nueva constitución conforme al siguiente criterio:

(5) cualquier modificación de cualquiera de las normas difíciles de

modificar es un cambio de ese conjunto; siendo ese conjunto la

constitución, cualquier modificación es una nueva constitución.

Esto es a todas luces absurdo. Pero el criterio contrario es igualmente absurdo:

(6) mientras no cambien todas y cada una de las normas del conjunto

de normas difíciles de modificar no habrá un nuevo conjunto.

¿No será que el problema es que ambos criterios son todo/nada, y que necesitamos un criterio más matizado, uno que podríamos llamar entonces “intermedio”?:

(7) no es suficiente que cambie cualquiera de las normas difíciles de

modificar, ni es necesario que cambien todas. Estamos frente a una

nueva constitución cuando el conjunto de normas ha sido cambiado

de modo suficientemente considerable.

Como todo criterio “intermedio”, su aplicación es menos mecánica que cualquiera de los otros dos criterios. ¿Qué quiere decir que las normas difíciles de modificar hayan cambiado “de modo suficientemente considerable”? Hay, predeciblemente, dos maneras de entender esta idea, una cuantitativa y una cualitativa. El sentido cuantitativo aparece reiteradamente en la discusión pública: es el sentido que, sin decirlo, invocan todos quienes repiten la idea de que una nueva constitución no es necesaria porque la Constitución de 1980 ha sido reformada muchas veces. El argumento es absurdo porque es claro que, por ejemplo, nada depende del hecho de que la regla sobre los fiscales regionales cambie una o muchas veces. Pero a pesar de carecer de sentido, este argumento “cuantitativo” ha sido utilizado con frecuencia, lo que parece indicar que debe haber algo más que decir acerca de él. Y yo creo que efectivamente hay algo más que decir. Es una nueva manifestación de la dimensión trivializadora del derecho. Como desde el punto de vista del derecho, es decir en tanto normas jurídicas, lo característico de las normas constitucionales es que son difíciles de modificar, jurídicamente hablando no es posible decir que unas normas son “más constitucionales” que otras, al menos no en sentido estricto.

Pero podría decirse que lo anterior es una mirada demasiado “formalista”, y algo de razón habría en ello. Después de todo, en una ley puede haber disposiciones más importantes que otras, aunque formalmente todas sean igualmente legales. Las normas habrán cambiado lo suficiente cuando esas normas importantes hayan sido modificadas.

Aunque lo anterior es, en un sentido importante, correcto, en esta explicación la idea de constitución no nos da ninguna pista acerca de cuáles son esas normas ni cuál sería el criterio de importancia. Esto es importante aunque puede parecer en exceso teórico. Para adoptar esta posición intermedia en clave cualitativa necesitamos un criterio que nos permita distinguir lo que es importante de lo que no lo es. Pero si constitución es una norma difícil de modificar y nada más, no es en el concepto de constitución que encontraremos ese criterio. Él tendrá que ser externo a la constitución, y deberá consistir en lo que una o varias personas dicen o creen. Pero ya hemos visto que no podemos descansar en lo que los agentes dicen o creen que están haciendo para descifrar el sentido constitucional de lo que está pasando. Por eso la idea de que necesitamos un criterio intermedio insinúa por sí misma una comprensión cuantitativa de qué quiere decir “suficientemente considerable”. Una vez más, no se trata de que por no tener un criterio (que nos permita saber cuándo una constitución es suficientemente distinta a una anterior como para ser nueva) no podemos saber cuándo hay una nueva constitución. Se trata de que al usar un concepto deficitario (por trivializado) de constitución, este no nos puede proveer criterio alguno y nos fuerza a una posición intermedia interpretada cuantitativamente: la Constitución bajo la que vivimos ya no es la de 1980 porque ha sido reformada muchas veces, y no es necesaria una nueva constitución, pues basta con realizar varias reformas.

No podemos darnos el lujo de ignorar, especialmente después del papelón que todos hicieron el 2005, que esta es una pregunta central. Con esa experiencia no sirve decir, como manifestó algún juez norteamericano acerca del concepto de obscenidad, “no puedo definirlo, pero cuando lo veo lo reconozco”. Al contrario, este es precisamente el problema, o al menos fue el problema en 2005: Lagos y los constitucionalistas de la Concertación apresurándose a declarar que era una nueva constitución porque las normas que habían cambiado eran suficientemente importantes, y los políticos y parlamentarios de derecha diciendo que nada suficientemente importante había cambiado.

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