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Читать книгу: «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III», страница 56

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– ¡Oh, sí! ¡tuyo y no más que tuyo!

– ¿Y partiremos?

– Sí.

– ¿Desde esta casa?

– Sí.

– ¿Y no volverás á ver á doña Clara?

– No amo á nadie más que á ti.

Y don Juan la atrajo á sus brazos.

Dorotea le sonrió de una manera tal, le dejó ver de tal modo su alma, que una involuntaria sonrisa de triunfo de don Juan borró, como una nube al sol, la sonrisa de gloria de Dorotea.

En la sonrisa de don Juan había visto, no amor, sino voluptuosidad, alegría, y aun podemos decir vanidad, por la posesión segura de una mujer vivamente deseada.

Entonces, Dorotea se levantó de los brazos de don Juan, haciendo un violento esfuerzo para desasirse de ellos.

Su palidez había crecido.

Durante algunos segundos, una seriedad sombría, y tal que llegó á imponer respeto á don Juan, apareció en su semblante.

Luego volvió á sonreir.

Pero entre aquella seriedad y aquella sonrisa había pasado una agonía completa.

– La hora de la partida se acerca – dijo apoyándose dulcemente en el hombro de don Juan.

– Partamos – dijo don Juan levantándose.

– Espera, espera un momento – dijo Dorotea poniendo sus dos manos sobre los hombros de don Juan y mirándole frente á frente.

Don Juan exhaló una exclamación de asombro.

Nunca había visto á Dorotea tan hermosa.

Tembló bajo la impresión de la mirada de la comedianta.

– Siempre, siempre tu sed – dijo Dorotea – ; nunca tu amor.

– ¡Cómo! ¿aún dudas?

– No, no dudo ya – dijo la joven.

Y dejó los hombros de don Juan y se acercó á la mesa.

– ¿Qué haces? – dijo don Juan.

– ¡Tengo sed! ¡una sed que me devora! – contestó Dorotea fijando una mirada indescribible en la pera adornada con el lazo rojo y negro que se veía en medio de la mesa.

Y tomó una botella y llenó de vino una copa.

– Yo también tengo sed – dijo don Juan, que tenía la boca amarga, como cuando experimentamos una fuerte conmoción en nuestro organismo.

Dorotea llenó otra copa.

Luego se apoyó sobre la mesa, mirando siempre el confite del lazo negro y rojo.

Su semblante estaba contraído; gruesas gotas de sudor corrían por sus mejillas.

Hubo un momento en que tembló toda, como á la sensación imprevista de un frío agudo.

– Estos confites son muy buenos – dijo – ; probémoslos antes de beber.

Y tomó la pera envenenada.

Al tomarla miró á don Juan y pasó por sus ojos algo horrible.

– Toma – le dijo, y le mostró la confitura.

Don Juan extendió la mano.

Dorotea se estremeció de nuevo, retiró vivamente la pera y la mordió exclamando:

– No, no; esta es para mí, para mí sola.

Y temerosa de que don Juan pudiera arrebatarla ni una pequeña parte de aquel confite mortal, le devoró.

A seguida cayó de rodillas.

– ¿Qué haces, Dorotea? – dijo don Juan.

– ¡Dejadme! ¡dejadme orar! – exclamó la joven.

– ¡Orar! – exclamó asombrado don Juan.

– Sí; orar por mi alma – respondió Dorotea.

Y juntó las manos, las cruzó y dobló la cabeza sobre el pecho.

En aquel momento resonaron voces en la calle y luego el choque de espadas.

Don Juan sintió un terror vago y se abalanzó á Dorotea y la levantó en sus brazos.

La joven se abandonó en los brazos de don Juan y le sonrió de una manera embriagadora.

– ¡Oh! ¡no me olvidarás! – exclamó.

– ¡Olvidarte, olvidarte yo, vida mía!

Y don Juan, embriagado, la besó en la boca.

– ¡Adiós! – exclamó Dorotea entre un beso ardiente.

– ¿Por qué me dices adiós, alma mía?

– Me llama mi esposo – dijo sonriendo siempre Dorotea.

– ¡Tu esposo!

– Sí; acabo de desposarme… con quien estará eternamente conmigo y yo eternamente con él.

– Sí, sí – exclamó don Juan engañado por las palabras de Dorotea – ; no nos separaremos jamás.

– Sí – dijo Dorotea rodeando un brazo tembloroso al cuello de don Juan – ; vamos á separarnos muy pronto, porque no me he desposado contigo; me he desposado con la muerte. Ahora déjame orar; no acabes de perderme.

– ¡Con la muerte! – gritó don Juan.

– Sí, el dulce que acabo de comer estaba envenenado.

– ¡Envenenado!.. ¡Dios mío! ¡Hola! ¡aquí! ¡aquí! – gritó don Juan, llamando.

– ¡No hay nadie! ¡estamos solos! – exclamó Dorotea.

Y una leve contracción de dolor resistido, pasó por su semblante.

– ¡Oh! ¡esto es horrible! ¡esto no puede ser verdad! – exclamó don Juan reteniendo entre sus brazos á Dorotea.

Otra contracción más violenta, indicó á don Juan que Dorotea sentía un dolor más agudo.

Al mismo tiempo su cuerpo se hizo más pesado.

Don Juan se vió en la necesidad de doblar una rodilla para sostener á Dorotea.

– ¡No me abandones! ¡no me dejes! – exclamó – ; quiero morir en tus brazos! toma… porque apenas puedo hablar… había escrito este papel… que es mi última palabra para ti… y mi última voluntad… ¡Oh Dios mío!

Y sacó del seno un papel doblado, que se desprendió de sus manos y cayó sobre la alfombra.

Don Juan estaba inmóvil, mudo, dominado por el terror.

Dorotea hizo aún un nuevo esfuerzo, aún tuvo una sonrisa para don Juan; luego lanzó algunos gritos agudos, horribles; se retorció de una manera violenta, hasta el punto de desasirse de los brazos de don Juan; dió dos pasos desatentados, y cayó desplomada.

Don Juan corrió á ella, la volvió, miró su semblante y dió un grito de horror.

Dorotea estaba muerta, y aquel semblante, poco antes tan hermoso, tan lleno de vida, estaba afeado por una contracción horrible.

Hay en la vida algunos momentos comparables á la muerte.

Momentos de atonía en que los músculos se petrifican y el corazón se hiela.

Momentos á los cuales sucede una reacción horrible.

Don Juan probó unos momentos semejantes, y luego, como si despertase de una pesadilla horrorosa, gritó con un acento imposible de hacer comprender:

– ¡Muerta! ¡muerta! ¡y muerta por mí!

Y seguidamente se arrojó sobre el cadáver y unió su boca á la boca helada de Dorotea.

Y en otra nueva y más terrible reacción, se alzó, y desnudando violentamente su daga, exclamó:

– ¡Muerta por mí!.. ¡y yo, miserable, vivo!

Y volvió la punta de su daga al pecho.

Pero en aquel momento, se sintió sujeto por detrás, asidos los brazos, retenidos por otros brazos que le apretaban con la fuerza de una cadena de hierro.

– ¡Oh! ¡no! ¡no! ¡mientras yo esté á vuestro lado! – dijo una voz.

Aquellos brazos que le sujetaban y aquella voz que le hablaba, mojada en lágrimas, eran los brazos y la voz de Quevedo.

Este y el padre Aliaga, habían entrado sin que á causa de lo horrible de la situación los sintiera don Juan.

– ¡Desarmadle, fray Luis! ¡vive Dios! ¡que tiene las fuerzas de un toro y se me escapa! – gritó Quevedo luchando con don Juan.

El inquisidor general, arrancó la daga al joven, y le quitó la espada.

– Mirad, fray Luis, mirad si tiene pistoletes á la cintura – dijo Quevedo.

El padre Aliaga, en silencio como hasta allí, registró la cintura de don Juan y le quitó dos pistoletes.

– ¡Ah, ya era tiempo! ¡ya no podía resistir más! – dijo Quevedo soltando al joven.

Este se levantó, dió tres pasos vacilantes, y luego se dejó caer sobre un sillón, y se cubrió el rostro con las manos.

– Vamos – dijo Quevedo – , nos hemos salvado; veamos ahora si podemos salvar á esta infeliz.

– ¡Muerta! – dijo el padre Aliaga roncamente.

Y se arrodilló junto al cadáver y oró.

Entre tanto Quevedo había levantado el papel que se había caído de la mano de Dorotea y que ésta había sacado de su seno.

Quevedo, que tenía siempre valor para dominar las situaciones más difíciles, que no desatendía jamás ninguna circunstancia por ligera que fuese, se acercó á la mesa, desdobló el papel y le leyó:

«Don Juan – decía – : He tenido la desgracia de conoceros y de que no me améis: mi vida es demasiado horrible para que yo la conserve, y me habéis hecho demasiado daño para que yo quiera vengarme de vos; me he vestido de boda para acudir á vuestra cita; de esa cita saldré envuelta en una mortaja; sois noble y generoso, y el único medio que tengo para que no me olvidéis jamás, es morir en vuestros brazos; cuando leáis este papel, habré muerto ya; os amo, os amo tanto, que todo por vos lo pierdo; hasta mi alma; sé que no me olvidaréis nunca, mientras viváis, y quiero mejor vivir muerta en vuestro pensamiento, que vivir muriendo lejos de vos, abandonada, despreciada por vos; que mi recuerdo no os haga infeliz; amad… amad mucho á vuestra esposa, porque si os ama como yo os amo, y un día se ve desdeñada por vos como yo me he visto, morirá como yo muero. Adiós, recibid mi alma. —Dorotea.»

Y por bajo se leía:

«Decid á don Francisco de Quevedo, que en mi casa, en un cajón de la mesa de la sala, está mi testamento; que lo haga cumplir.»

Dos lágrimas, gordas, enormes, de Quevedo, cayeron sobre este papel.

Luego le dobló en silencio, y le guardó.

– Padre Aliaga – dijo dirigiéndose al religioso que oraba en silencio – , vos os quedaréis, ¿no es verdad?

– Debo orar junto á esta desgraciada, y tanto más, cuanto que es hija de otra infeliz, á quien he amado mucho, antes de dejar el mundo.

– Y yo necesito apartar de aquí á don Juan.

– Sí, sí; lleváoslo.

– Esperad, esperad – dijo don Juan levantándose y dando algunos pasos hacia Dorotea.

– ¡Que hacéis! – dijo dulcemente el padre Aliaga.

– ¡Dejadme, por Dios, que la vea la última vez!

– Apartad, caballero, apartad, y no profáneis ese cadáver – dijo el padre Aliaga, poniéndose delante de Dorotea.

– ¡Oh! ¡para qué quiero vivir!

– ¡Para doña Clara de Soldevilla, para vuestra esposa! – dijo severamente Quevedo – ; ¡ya que esa desgracia es irremediable, no causéis otra desgracia mayor!

– ¡Clara! ¡mi esposa! – exclamó don Juan.

Y se dulcificó la rigidez de su semblante, sus ojos se humedecieron y lloró.

– ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! – dijo – ; la vida es un sueño de Satanás!

– ¡Sí, sí, un sueño horrible! ¡pero, seguidme! tomad vuestras armas, que ya no hay peligro en que las toméis, y vamos.

Don Juan tomó sus armas, su sombrero, su capa, y siguió á Quevedo; pero antes de salir se volvió hacia Dorotea.

– ¡Doña Clara os espera! – dijo Quevedo.

Don Juan siguió á su amigo, y entrambos salieron de la casa.

El padre Aliaga se quedó orando al lado del cadáver de Dorotea.

CAPÍTULO LXXXV
EL AUTOR DECLARA QUE HA CONCLUÍDO, Y ATA ALGUNOS CABOS PARA QUE NO QUEDEN SUELTOS

El cocinero de su majestad supo al día siguiente, al ir á oír misa á Santo Domingo el Real, una noticia horrible.

Al pasar junto á dos comadres que charlaban en una esquina, oyó las siguientes palabras:

– Os digo que la he visto; yo misma con estos ojos que se ha de comer la tierra: es la comedianta Dorotea; pero se ha quedado que espanta; está que da compasión verla: los ojos hundidos, que le cabe un puño en cada uno; la boca torcida… ¡ella, que era tan hermosa!.. dicen que ha muerto de repente.

Helósele de repente en las venas la sangre al cocinero mayor.

Y tal comezón le dió en saber lo que le hubiera sido mejor ignorar, de tal modo le impulsaron su terror y su conciencia, que sin encomendarse á Dios ni al diablo, se acercó á las dos viejas y las dijo:

– Perdonen voacedes, pero he oído no sé qué de una muerte que me ha trastornado.

– ¡Qué! ¡si todo Madrid está que lo ahogan con un cabello, y aquella casa parece un jubileo! – dijo una de las viejas – ; yo he sudado y me he estropeado para poder entrar donde está la difunta, y me han roto la saya; ¡si aquello es mucho! ¡y qué lujo! y allí están todos los cómicos del corral de la Pacheca, y los del coliseo del Príncipe, y los del coliseo de la Cruz, y muchos señores, y muchos grandes, y cuatro lacayotes con hachas, que diz que son del señor duque de Lerma, que diz era querido de la comedianta; y allí está también el inquisidor general y otros religiosos, todos rezando, y la sala hecha un ascua de oro de luces, y la calle que no cabe un alfiler de gente, y todos tristes, y todos llorosos; y están dando limosna á más y mejor en la puerta á todos los pobres que llegan. ¡Si parece que se ha muerto una persona real! Cuando nosotras doblemos la cabeza y nos quedemos como un pollo con moquillo, nos agarrarán de un zancajo y nos echarán á un estercolero. ¡Pues ya se ve! ¡como era tan hermosa!.. y como era querida de un señor… ¡he ahí! Quede vuesa merced con Dios. Vamos, tía Brígida, vamos, que ya es tarde.

El cocinero mayor no oyó ni la mitad de la relación de la vieja; la noticia de que la Dorotea había muerto de repente, le había encogido, le había helado, le había dejado inmóvil, presa de uno de esos pavores que no se comprenden, si alguna vez no han pasado por nosotros.

Él, aunque se había quedado con doña Clara Soldevilla en la casa, donde había entrado con aquella señora al nombre de la Inquisición, pronunciado por el padre Aliaga; como don Juan y Quevedo habían ido á buscar á doña Clara, Montiño no sabía nada acerca de la muerte de Dorotea, porque Quevedo le había echado con cajas destempladas, sin darle explicación alguna, para quedarse solo cuanto antes con doña Clara y don Juan.

En el mismo punto se fué al alcázar, evitando pasar por el sitio donde se suponía muerto al bufón; se había metido entre sábanas, y había pasado la noche con la cabeza tapada y con fiebre.

Por la mañana se durmió y despertó á las diez.

Al ver entrar el sol por las rendijas de la ventana de su dormitorio…

(Entre paréntesis: al meter Quevedo aquella noche, cuatro horas después de la muerte de Dorotea, á doña Clara y á don Juan, en un coche, que tenía prevenido Francisco de Juara en el mesón del Bizco, cesó de repente la lluvia; lentamente se despejó el cielo; luego amaneció claro, y un sol brillante inundó de una luz dorada el espacio; parecía que al despejarse completamente la situación de nuestros personajes, se había creído el cielo obligado á despejarse también; esto pudo ser una casualidad, pero una casualidad reparable.)

Al ver entrar el sol por las rendijas de la ventana de su dormitorio, decíamos, el cocinero mayor saltó del lecho, se vistió apresuradamente, y afligido por su lastimada conciencia, su primer impulso fué ir á arrojarse de rodillas delante de Dios, en un templo; en el camino le había sorprendido, pues, de una manera terriblemente providencial, la noticia de la muerte de su víctima.

Porque Montiño no tenía duda, no se atrevía á tenerla; Dorotea le había mandado hacer una cena y poner en ella un veneno: Dorotea había muerto de repente, luego Dorotea se había envenenado.

Nada tiene, pues, de extraño, la parálisis total que acometió al cocinero mayor al saber la muerte de Dorotea.

Hacía un rato que los dos horribles conductores de aquella noticia, las dos viejas queremos decir, hablan desaparecido, y todavía estaba Montiño hecho un garabito en el mismo lugar donde se había parado para informarse.

Pero de repente se enderezó, se volvió y dió á correr como un insensato en dirección á la calle Ancha de San Bernardo, atraído por ese magnetismo horrible que existe entre el asesinado y el asesino.

Cuando llegó hubo de detenerse; la afluencia de gentes le había cortado el paso.

La calle estaba llena.

Y nada tenía esto de extraño.

La Dorotea era muy conocida, y á más de esto, se daba una abundante limosna á la puerta de su casa.

Montiño codeaba á derecha é izquierda, pero no podía pasar.

Entonces, y como la atracción que le impulsaba hacia el cadáver era más poderosa á medida que se acercaba á él viendo que por codos no podía abrirse paso, dió á gritar de una manera desentonada:

– ¡Dejadme, dejadme pasar, por Dios! ¡quiero verla! ¿no oís que quiero verla antes de que se la lleven? ¡Dejadme pasar!

Y redoblaba sus gritos.

Todos le creyeron, por lo menos, pariente de la difunta, y le abrieron paso.

Y así gritando y codeando, logró llegar á la puerta de la casa.

En ella estaba Pedro, el antiguo criado de Dorotea, con un talego en la mano, del que sacaba sucesivamente reales de plata que iba entregando á los pobres que se presentaban.

Dos alguaciles, delante de él, impedían que fuese atropellado por los mendigos, y que entrase gente en la casa, á pesar de lo cual, más de uno se colaba.

Colábase también Montiño.

– ¡Eh! ¿á dónde vais? – le dijo uno de los alguaciles cogiéndole del brazo.

– ¿Que á dónde voy? – dijo Montiño volviendo su mirada escandencida é insensata al alguacil – . ¿A dónde he de ir sino á verla antes de que se la lleven?

A estas palabras lacrimosas, chillonas, del cocinero mayor, Pedro volvió la cabeza y le reconoció.

– ¡Ah! ¿sois vos, señor Montiño? – dijo también lloroso Pedro – . ¡Oh, qué desgracia! ¡qué desgracia tan grande y tan impensada! ¡No la olvidaremos jamás!

– ¡Ni yo! ¡ni yo! ¡yo no puedo olvidarla nunca! – exclamó Montiño – ; pero, ¿cómo ha sucedido eso? ¿cuándo?

– Casilda, que está adentro, en la cocina, os dará razón, señor Montiño. Yo no puedo marcharme de aquí. Como veis, estoy dando limosna por su alma. Dejad pasar á ese hidalgo, señor Casimiro Trompeta; es de la casa – dijo Pedro al alguacil que aún tenía asido á Montiño.

El corchete soltó al cocinero, que se despidió, subió las escaleras, atravesó un pasillo, y se entró de rondón en la cocina, donde, envuelta en un pañolón negro, estaba Casilda gimoteando, asistida por algunas comadres de la vecindad y algunas doncellas de cómicas que estaban en la casa, y componían aquella especie de duelo criaderil.

– ¿Pero qué es lo que aquí ha sucedido? – dijo Montiño dirigiendo bruscamente la palabra á la doncella de Dorotea.

– ¿Qué ha de haber sucedido? ¡desdichada que yo soy, sino que mi señora se ha muerto! ¡Y tan hermosa! ¡tan joven! ¡tan buena!

Y siguieron las lágrimas y los sollozos.

– ¿Pero cómo se ha muerto la señora? – dijo Montiño, cuya voz tenía á cada momento una acentuación más extraña y más punzante.

– ¿Y qué se yo? – dijo Casilda – ; yo no la he visto morir.

– ¿Pero no ha muerto en la casa?

– Sí; sí, señor, según dicen don Francisco de Quevedo y el padre fray Luis de Aliaga, que la trajeron allá muy tarde.

– ¿Que la trajeron?

– Sí, señor; la trajeron al obscurecer; la señora había salido muy engalanada con el tío Manolillo; dicen que esta noche pasada han matado al tío Manolillo.

– Eso dicen, eso dicen – exclamó el cocinero mayor – ; pero seguid, seguid; decíais que don Francisco de Quevedo y el padre Aliaga trajeron á la señora.

– Sí; sí, señor; la metieron envuelta en su manto, y como arrastrando; luego se encerraron con ella, y después salió don Francisco de Quevedo; á poco vinieron el duque de Lerma, y un alcalde de casa y corte y un escribano; entonces supe que mi señora había muerto; pero había tenido tiempo de hacer testamento; nada la ha faltado, nada, ni sacerdote que la auxiliara, y calificado, como que era nada menos que el inquisidor general, ni escribano que autorizase su última voluntad.

– ¿Y no vino ningún médico?

– Sí; sí, señor, el doctor Campillos, que era el médico del coliseo; allá dentro estuvo encerrado mucho tiempo, con la difunta, y con el duque de Lerma, y con el inquisidor general, y con don Francisco de Quevedo.

– ¿Y no dijo de qué había muerto?

– Sí; sí, señor: de repente, de enfermedad natural.

– ¡Eso dijo!

– Sí; sí, señor, eso dijo.

– ¿Y eso ha escrito la justicia?

– Sí, señor; eso ha escrito.

Al través de su locura un rayo de razón penetró en el pensamiento de Montiño, ó más bien un instinto de conservación.

Aguantóse, dejó las cosas como los hombres y la justicia de los hombres las habían puesto; pero en medio de su locura, su conciencia, más poderosa que ella, le acusaba de aquella muerte.

Y la fascinación que le había llevado hasta allí, poderosa, terrible, le arrastró todavía.

Se despidió de Casilda, y se entró en la sala.

Los balcones estaban completamente cerrados; las paredes y el techo cubiertos con paños de terciopelo negro franjeados de oro, el suelo cubierto con un paño negro.

En medio de la sala, sobre un magnífico lecho rodeado de gigantescos candelabros de bronce dorado con blandones, estaba el cadáver, humildemente amortajado con un sayal ceniciento de la orden de San Francisco y la cabeza rodeada de una toca blanca.

A los cuatro ángulos del lecho había cuatro lacayos de gran librea, inmóviles como estatuas, y con blandones amarillos en las manos.

Las libreas de aquellos hombres eran del duque de Lerma.

Detrás del lecho se veía la manguilla negra de terciopelo bordado de oro, y con la cruz dorada de la parroquia de San Martín.

El cura y los clérigos de la parroquia, y en medio de ellos el inquisidor general con sus hábitos negros y blancos de dominico, rezaban.

Detrás de los sacerdotes, arrodillados, rezando también, había una multitud de hombres y de mujeres vestidos de luto.

Aquellas mujeres y aquellos hombres eran los cómicos de los coliseos de Madrid.

Al fondo de la sala, junto á la puerta de entrada, silenciosos y graves, había algunos hidalgos.

Al verse allí, el cocinero mayor sintió un vértigo horrible, parecióle que las luces se agrandaban, que se iban hacia él, que le rodeaban, que giraban, que subían, que bajaban, que se revolvían en un torbellino de fuego.

Parecióle ver en medio de aquel torbellino, de aquel resplandor, impuro y flameante, levantarse el cadáver de Dorotea, adelantar, asirle, estrecharle entre sus brazos y arrastrarle consigo.

Y presa de este vértigo infernal, Montiño adelantó con paso nervioso, lento, marcado, con los cabellos erizados, con los ojos horriblemente dilatados, con la boca contraída, temblorosa, con el semblante lívido, estremeciéndose todo, hacia el cadáver, junto al cual llegó y le contempló de una manera horrorosa en el momento que la clerecía empezaba á entonar el terrible salmo: Dies iræ, dies illæ.

Montiño no pudo resistir más; su cabeza se partía, su pecho se abrasaba, y antes de que pudiese separarse de allí, su locura estalló, y gritó con un acento espantoso:

– ¡Perdón! ¡perdón! ¡yo pasaré todos los días de mi vida en la penitencia! ¡pero! ¡suéltame! ¡suéltame! ¡no me arrastres contigo! ¡yo pasaré mi vida orando y haciendo que la Iglesia ore por ti!

Y tras esto, en medio del escándalo de los que en la sala estaban, dió con su cuerpo en tierra.

– Este hombre está loco – dijo el padre Aliaga, mandando sacar de allí al cocinero mayor, y llevarle á un cuarto, en donde se encerró con él.

Pero había causado tal impresión la muerte de la Dorotea, habían dicho tales cosas acerca de entradas y salidas de su ama Pedro y Casilda, se había murmurado tanto, que se sospechó por todos, y aun se dió por seguro, que allí había gato encerrado.

El tremendo alcalde de casa y corte Ruy Pérez Sarmiento, á quien ya conocemos, había sido llamado entre doce y una de la noche anterior por el duque de Lerma.

El duque de Lerma había llamado al alcalde de casa y corte, porque entre diez y once de la noche había estado encerrado un largo espacio con él don Francisco de Quevedo.

Quevedo había hecho llegar, valiéndose de frases hinchadas y misteriosas para obligar á los ciados, una carta al duque de Lerma, una carta que sólo contenía estos tres renglones:

«Excelentísimo señor: Tengo en mis manos el cuchillo que puede cortaros la cabeza; pero yo os daré este cuchillo si me dais licencia para hablaros. —Francisco de Quevedo.»

Leer esta carta, y hacer entrar inmediatamente á Quevedo, fué todo uno.

Quevedo entró con unos papeles en la mano.

Y por cierto que aquellos papeles estaban teñidos de sangre.

Pero digamos antes de dónde venía Quevedo.

Cuando salió con el corazón desgarrado de la casa donde había visto muerta á Dorotea, llevando consigo á don Juan, hizo dar á éste algunas vueltas por las tenebrosas calles.

Aún no había dejado de llover, y Quevedo, que como tenía de todo, era algo médico, esperó que la humedad reblandeciese el cerebro de don Juan.

Lo que demuestra que Quevedo, ya en aquellos tiempos, buscaba el alma en los nervios.

No se engañó don Francisco.

La excitación nerviosa del joven se modificó.

Anduvo por algún tiempo en silencio asido al brazo de Quevedo.

Luego exclamó:

– ¡Qué sueño tan horrible!

– Ya que de sueños habláis – dijo Quevedo – , tomad lo pasado como sueño y escarmiento. No juguéis más con el alma de la mujer, porque las mujeres son terribles. Olvidad.

– No puedo.

– Domináos.

– Tengo el corazón despedazado.

– Por lo mismo, y porque estáis experimentando lo que es tener el corazón amargo y sangriento, no queráis que le tenga también vuestra esposa.

– ¡Clara!

– ¡Si supiérais de lo que ha sido capaz esa mujer que lloráis!

– ¡Dorotea!

– Sí; vos veis en ella un ángel perdido, y era un demonio.

Quevedo era un médico terrible; ponía á sangre fría los dedos sobre la llaga y la estrujaba.

La muerta nada tenía ya que perder ni que esperar en la vida, y Quevedo quería salvar á los que, vivos aún, tenían que perder y que esperar.

Calumniaba á Dorotea.

– ¿Qué decís, don Francisco? – exclamó el joven.

– Digo que Dorotea era una aventurera que quería perderos.

– ¿Perderme y ha muerto por mí?

– Vos no comprendéis á ese animal que se llama hombre, á quien aventaja en ferocidad ese otro animal que se llama mujer. ¿Hubiérais vos creído que hubiese persona que para vengarse de otro se diese la muerte?

– No… eso es inconcebible.

– Pues todo el que se mata por amor, no se mata por otra cosa que por amargar con el recuerdo de su muerte la conciencia del hombre ó de la mujer que le ha desdeñado.

– ¡Oh, no! ¡no puede ser!

– Y sin embargo, es.

– Yo… me había entregado enteramente á Dorotea.

– Dorotea sabía que mientras existiese doña Clara, ella no podía ser para vos más que un entretenimiento.

Quevedo estaba en la situación, y sus últimas palabras influyeron terriblemente en el ánimo del joven, porque había oído aquellas mismas palabras á Dorotea.

– ¿Y ha podido llegar la locura de esa infeliz hasta tal punto? – dijo.

– No era locura, sino rabia, y rabia femenil, la más terrible de las rabias de que puede adolecer una criatura. El amor de Dorotea era impuro; si no hubiese tenido celos, y celos de vanidad, hubiera satisfecho su deseo por vos, y á los quince días os hubiera burlado.

Don Juan no contestó.

Cada una de las palabras de Quevedo, le hacían experimentar el frío de la hoja de un puñal.

El implacable Quevedo continuó:

– Y dad gracias á Dios de que su sabia y misericordiosa providencia me haya traído á tiempo de impedir el gran crimen que había meditado Dorotea, y su contrahecho amante el bufón del rey.

– ¡Cómo! ¿aquel hombre era…?

– Sí; era ese amante feroz y bajo que tienen todas las aventureras: era su puñal.

– Me estáis revelando cosas horribles.

– Es que cuando la verdad vale algo es siempre horrorosa en el punto en que se la quita la camisa.

– ¿Y qué era lo que habían meditado ese hombre y esa mujer?

Quevedo notó con alegría, con una alegría sui generis, que don Juan llamaba esa mujer á la desdichada Dorotea.

– Habían querido matar á un ángel.

– ¿A Clara?

– Sí por cierto; en el momento en que vos estuvísteis encerrado con Dorotea, el tío Manolillo fué al alcázar, dijo á doña Clara que vos os olvidábais de ella con otra, y doña Clara le siguió loca de celos, porque los celos y la prudencia nunca van juntos. Si yo no encuentro á la puerta misma de la casa donde Dorotea con vos estaba al tío Manolillo que con doña Clara venía, vuestra esposa, vuestra noble y digna esposa, os hubiera visto en los brazos de esa mujer, y esa mujer se hubiera matado segura de que os dejaba á entrambos muertos.

– ¡Oh! ¡ved no os engañéis, don Francisco!

– El bufón, que está allá en la calle de Don Pedro sin la vida que yo le he sacado por la cabeza del tajo más lleno y más derecho que he dado en toda mi vida, es un testimonio, y doña Clara, que está en una casa de la misma calle, entre la muerte y la vida, que de muerte es el ansia que la aflige, es otro.

– ¡Cómo! ¡Clara, mi adorada Clara me espera!

– Y sufre y llora.

– Pues vamos, vamos al momento; ¿qué tardamos?

– ¿Estáis seguro de dominaros hasta el punto de parecer sereno después de lo que habéis sufrido?

– Ha sido un sueño, un horrible sueño que ha pasado.

– Cuenta con que el sueño no se conozca en los ojos.

– Descuidad, estoy tranquilo; lo que me habéis revelado me ha cerciorado.

– Ved que doña Clara es muy aguda de entendimiento y que no es cosa fácil hacerla ver lo negro blanco.

– No necesito engañarla; verla será para mí la vida, la entrada en el cielo después de haber salido del infierno.

– Es necesario que la mintáis.

– La diré que he ido á ver á mi madre.

– No; decidla más bien que habéis ido á ver al duque de Lerma.

– ¿Y para qué?

– ¿No habéis sido puesto en libertad? ¿No necesitáis licencia del rey para partiros esta misma noche de Madrid?

– ¡Ah, sí! ¡Es cierto!

– Pues vamos.

– Vamos.

– Esperad, esperad; allá, en aquella esquina, medio agoniza un farol delante de una imagen; vamos allí, don Juan, quiero veros el rostro.

Esta fué una intimación indirecta al joven para que se dominase, para que compusiese su semblante.

Llegaron á la esquina y Quevedo le quitó el sombrero para verle mejor el rostro.

– No importa que os mojéis la cabeza – dijo – ; cuanto más agua cae sobre el fuego, mejor.

– Vedlo; estoy tranquilo, estoy como siempre – dijo don Juan sonriendo de una manera tan amarga, tan horrible, que Quevedo retrocedió espantado.

– Esperad; os he enseñado mi corazón, ahora voy á mostraros mi valor.

Y don Juan se sonrió de una manera franca, abierta, natural, tranquila.

– ¡Oh! ¡Sí, sí, hijo mío! – dijo Quevedo conmovido – ; tenéis un hermoso corazón y un valor como hay pocos; ello pasará, ello pasará; vuestro corazón es todo entero de doña Clara, y ella será el ángel glorioso que os cure de ese otro ángel condenado. Vamos, hijo mío, vamos; seguid siendo valiente y acordáos para serlo de que vuestra serenidad, vuestra paz exterior en estos momentos es la paz del alma, es la vida de la inapreciable compañera que os ha dado Dios; recoged todas vuestras fuerzas, preparáos y no hablemos más.

Y tiró de don Juan. Algunas calles más allá se encontraron en la de Don Pedro. Quevedo llamó á la puerta de la casa donde estaba doña Clara Soldevilla.

Cuando entró en el aposento donde estaba ésta con don Juan, la joven se levantó de una silla y corrió á su marido, le asió las manos temblorosa y le miró con ansiedad.

Quevedo despidió al cocinero mayor, que todavía estaba allí. Don Juan sonrió enamorado, transportado de alegría, á doña Clara. Y esta alegría no era fingida.

Quevedo había operado con su cruel tratamiento una reacción en el ánimo del joven; le había ennegrecido el recuerdo de Dorotea, le había hecho temblar por doña Clara. Don Juan se encontraba al fin delante de ella, estaba bajo la influencia de su hermosura aumentada por el temor, por la agonía del alma, bajo el magnetismo de sus hermosos ojos ansiosos y enamorados, en contacto con aquella vigorosa organización que se estremecía aterrada.