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Читать книгу: «El manco de Lepanto», страница 6

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De como Cervantes encontró casa de la tía Zarandaja más de lo que había querido buscar

Suspenso quedose Miguel de Cervantes, cuando hubieron desaparecido doña Guiomar, Margarita y Florela.

Amor, celos y rendimiento, hasta tocar en los límites de la locura, había visto en su bella indiana; que si ella no hubiese estado enamorada hasta volverse loca por él, ni en su busca hubiera enviado disfrazada a su doncella, ni a buscarle hubiera ido a un lugar tan indigno de ella como el bodegón de la tía Zarandaja, ni con tan celoso ahínco allí le hubiera hablado, ni con tan cuidadoso recelo se hubiera llevado consigo a la hermosa Margarita; que para nuestro mancebo era cosa manifiesta, que más por separarla de él se la había llevado que por caridad, puesto que ella fuese de condición tierna y caritativa. Contento estaba Cervantes con su buena aventura, que tan en claro le había puesto el encendido amor en que por él ardía doña Guiomar, y parecíale que ya su vida y su alma habían encontrado buen empleo, y la codicia de ver de nuevo a doña Guiomar le aquejaba, y de gozar otra vez de sus ardientes miradas, de las que para él se la salían del alma; pero temía, si iba, no le obligase ella con juramento a que nada intentase contra aquel enemigo de sus padres y suyo, que de tal modo había perseguido a su madre y a ella la perseguía. Aborrecía ya a aquel hombre Cervantes, y por nada del mundo hubiera querido obligarse a no pedirle razón cumplida, espada contra espada, de todas las desgracias que había causado a la madre de doña Guiomar y a ella misma; y por esto, y aunque ardía en deseos de tener cuanto antes presentes las perfecciones y los encantos de su bien amada, deteníase, y pensaba en que tal vez sería mejor ir a buscar a aquel bachiller Carrascosa, su amigo, porque conocía a todo el mundo en Sevilla, y debía conocer a don Baltasar de Peralta, y preguntarle cuál fuese su morada, e ir a buscarle y provocarle de tal manera, que no pudiese dejar de ponerle en la ocasión de matarle. Y estando en estas vacilaciones Cervantes, entre si acudiría en el momento a la casa de la hermosa indiana, o iría, para lo que se ha dicho, a buscar a su amigo el bachiller Carrascosa, entrose en el figón un hombre alto, con el sombrero de alas gachas echado sobre los ojos, subido hasta el sombrero el embozo de su larga capa, con botas altas de gamuza y larga espada, que bajo la capa se mostraba.

Pareciole a Cervantes que, además de lo abatido del sombrero y lo subido del embozo, llevaba aquel hombre antifaz; y prevínole contra él, el ver que, cuando junto a él pasó le miró como con recelo, y yéndose a una puertecilla que allá en lo último del bodegón se veía, hizo seña a la tía Zarandaja de que fuese, y entrose por la puertecilla, y a ella se fue la tía Zarandaja, y cuando se hubo entrado por ella cerrola, quedándose solo en la primera parte, o dígase en la parte pública del figón, Cervantes con una moza como hasta de veinticinco años, cariredonda, rubicunda y sucia, que a la tía Zarandaja servia.

Llamola Cervantes, diola un real sencillo para que hiciese boca (su pobreza no le consentía ser más largo en la dádiva), y teniéndola ya por suya (que ella era tal, que con un real sencillo se conocía bien apreciada), preguntola quién fuese aquel, que, aunque encubierto, por su soberbia y su talante parecía caballero, y de los principales.

Díjole ella que aquel señor era uno de los a quien su ama servía; y preguntándola Cervantes cuáles fueran estos servicios, ella le nombró una cáfila de ellos tal, que sin más información quedaron hechas todas las alabanzas, y representados todos los méritos de la tía Zarandaja, y que eran tales, que si la Inquisición o la justicia ordinaria los hubieran sabido, no los hubieran premiado con menos que con quemarla viva, o enrodarla y descuartizarla; en lo tocante al señor que acababa con la tía Zarandaja de encerrarse, dijo la moza que su ama le traía engañado, chupándole los dineros con la promesa de embrujar y hechizar, para que le amase, a aquella misma señora que vivía en la vecindad, y que poco antes había estado allí. Con estas noticias creyó conveniente Cervantes dejar por el momento el campo, y volver cuando el encubierto del figón hubiese salido, y para saber cuándo esto sucediese, fue a esconderse detrás de un poste de un soportal que en una rinconada frente del figón había. Pasó bien media hora antes de que el embozado saliese, y cuando Cervantes le hubo visto, metiose por una callejuela inmediata, volviose al figón, y púsose delante de la tía Zarandaja, que se turbó, y por encubrir su turbación le dijo:

– Bien se os conoce que sois honrado, y que tenéis conciencia, y que no habéis querido dejar de pagarme la buena taza de caldo con vino trasañejo de Montilla, que se tomó aquella desventurada doncella con quien primero vinisteis.

– Pues si de conciencia entendéis, – dijo Cervantes, – llevadme adonde a solas podáis decirme lo que con vos habló, buena madre, ese caballero embozado con quien os encerrasteis no ha mucho.

– ¡Ah, señor soldado! – dijo la tía Zarandaja, más conforme que antes, – que ese caballero es un menesteroso que me busca para que yo le remedie; como si yo fuese una santa que pudiese hacer milagros.

– ¿Y un milagro es lo que ese señor ha menester? – dijo Cervantes.

– Y tan milagro, que sería más fácil resucitar a un muerto. Pero ya, señor hidalgo, que yo he visto que sois tan amigo de la señora doña Guiomar, hablaros quiero, y de tal cosa, que importa grandemente a esa vuestra amiga y a vos; y venid donde nadie pueda oírnos, que más de lo que pensáis el secreto importa.

Y fuese a la misma puerta que ya se ha dicho, y entrose por ella, y siguiéndola Cervantes, hallose en un aposentillo desguarnecido y lóbrego, en el que no entraba más luz que la que venía de un altísimo patio estrecho, y por una raja de la pared, a manera de saetera, pasaba, y allí, sentándose la tía Zarandaja en una estera y Cervantes en un taburete cojo, ella le dijo que aquel caballero amaba de una manera desesperada, desde hacía mucho tiempo, a doña Guiomar, y que con ella quería casarse; pero que ella ni aun de él dejaba verse, porque para que no la viese se mantenía encerrada en su casa, y no salía sino entre dos luces para ir a misa a la iglesia mayor, y que cuando iba no era sino en silla de manos, cerrada y guardada por cuatro lacayos armados, que eran cuatro fieras, y de tan probada lealtad, que no había habido medios bastantes para obligarlos a que a su señora desirviesen, dejándola arrebatar por otros que de buena gana el caballero de quien se trataba hubiera enviado para apoderarse de ella: añadió la vieja que aquel día aquel caballero había ido a pedirla noticias de quién fuese el que la noche anterior había dado música a la hermosa viuda, y si no lo sabía, que lo averiguase, como asimismo de la causa por qué la Inquisición había estado, antes de la música, en casa de la viuda, y en vez de prenderla a ella, había preso al rapista Viváis-mil-años; y que ella le había dicho que no sabía nada, pero que procuraría averiguarlo.

Escuchando estuvo atentamente Cervantes a la tía Zarandaja, y cuando hubo ésta acabado, la dijo:

– ¿Y nada os preguntó ese hombre acerca de mí, que cuando junto a mí pasó, pareciome que me miraba con recelo?

– Sí que me preguntó, y con encarecimiento, – contestó la tía Zarandaja; – pero yo, que pude decirle mucho, nada le dije, porque me importa mucho más servir a la buena señora, mi vecina, que al otro.

– ¿Y qué os parece, madre, si yo me casara con doña Guiomar? – dijo Cervantes.

A lo que respondió la vieja:

– Si no os casaseis con ella, o casado seríais, o estaríais dejado de la mano de Dios; porque un tal bocado de cardenal, y aun si me apretáis de papa, ¿dónde le podríais encontrar mejor? Y que ella está enamorada, y celosa, y rabiando por que vos la pidáis la mano, no me lo digáis a mí, que en esto de amores soy yo maestra. Y si doña Guiomar no os quisiere, y para nada menos que para marido, que me lleven por esas calles hasta las cuatro estatuas de la Tablada con coroza y sambenito, y que allí me quemen viva.

– Pues dándome ya por casado con doña Guiomar, – dijo Cervantes, – mirad si yo os recompensaré bien por lo que ahora me sirváis; antes ha de faltaros talego, que escudos para llenarle.

– Pues diga vuesa merced, señor soldado, – dijo relumbrándole los ojos la tía Zarandaja.

– Quédese aquí por ahora, – dijo Cervantes, – que yo vendré más tarde y hablaremos.

Y con esto saliose, y ya más resuelto, fuese a la casa de doña Guiomar, a la que halló en su retrete con Margarita.

XI
En que doña Guiomar prosigue el relato de su historia

– Tan a tiempo venís, señor Miguel de Cervantes, – le dijo doña Guiomar apenas hubo entrado, – que esta señora iba a empezar a relatarme sus desventuras.

Margarita, con los hermosos ojos fijos en el suelo, parecía ruborosa y como con miedo; pero no embargante esto, cuando oyó los pasos de Cervantes y las palabras que doña Guiomar, con la voz no muy segura, le había dirigido, alzó la vista y en él la fijó, y de tal manera, que él se encontró entre dos fuegos; que de una parte le miraban los lucientes y enamorados ojos de doña Guiomar, y de otra los más tímidos, aunque no más castos, de Margarita, que aunque triste y apenada por la muerte de su madre y por la tristísima orfandad en que se veía, no se defendía del amor que por Cervantes en el alma se le había entrado, y le mostraba claramente en su mirar ansioso. Reparó en esto doña Guiomar, y apretósele el corazón, y empezó a nacer en ella la enemistad amarga de los celos contra Margarita; que a ella le parecía que Cervantes no miraba de una manera tan indiferente como ella hubiera querido a la hermosa huérfana; y con competidora se encontraba, y tal en cuanto a las bellezas corporales y en cuanto a las del alma, que por sus lucientes ojos mostraba, que era para que doña Guiomar temiese, y mucho, por el buen suceso de sus amores.

Alegrose de esto, en que no pudo menos de reparar, Cervantes; que él creía, y no sin razón, que por más que doña Guiomar hubiese dado muestras, enviando primero a Florela en busca suya, y lanzándose después, sin algún miramiento, en un lugar tan indigno de ella como el bodegón de la tía Zarandaja, del encendido amor que le tenía, que este amor era de dificilísimo logro; que podía ser muy bien que, estando aun en los principios de aquel amor, por grande que él fuese, de los principios no pasase; antes bien, con la reflexión se amenguase y desapareciese; sobre todo, que cuando en mucho se aprecia una cosa, viene a parecer imposible, y tanto cuanto más imposible se la cree, tanto más empeño en ella se pone, y tanto más se estima aquello que puede ayudarnos al logro de la victoria; y que los celos de una parte, y la vanidad femenil de otra, son los mejores amigos de un enamorado para ayudarle a vencer su hermoso y anhelado imposible, sábelo todo el mundo; y sabíalo mejor que otros Cervantes, que en esto de conocer las cosas del mundo era graduado in utroque, como lo muestra claramente la gran perspicacia que acerca de la vida y de sus sentimientos ha patentizado en sus inmortales escritos: por lo mismo, y para estimular más los ansiosos celos de doña Guiomar, miró tiernamente, y como con codicia, a Margarita, puesto que por ella no sintiese otra cosa que una caritativa voluntad y una afición honesta, que podía muy bien compararse con el amor de un hermano; que muy reciente estaba la herida que en su pecho habían abierto las grandes perfecciones de la hermosa indiana, y harto encendido el volcán de sus amorosas ansias por ella, para que otra mujer, siquiera fuese un trasunto de belleza, pudiese curarla ni apagarle.

Sentose entre las dos Cervantes en el canapé; procuró apagar doña Guiomar con el disimulo el fuego de su celoso cuidado, posó Margarita su mirada en el suelo, y habiéndola rogado la bellísima, enamorada y celosa viuda comenzase el cuento de sus desdichas, ella empezó de esta manera:

– Mi nombre es Margarita de Ledesma; el lugar de mi cuna la villa de Vitigudino, en Castilla, donde tenían alguna hacienda mía honrados padres. Llamábase él don Diego de Ledesma, y ella doña Isabel Ampuero; nobles eran, aunque no ricos, y me criaron en la comodidad, el temor de Dios y el ejemplo de honestísimas costumbres, y crecía yo contenta y feliz, sin sospechar siquiera que hubiese penas en el mundo.

Venturosos conocía a mis padres, venturosos a los que me rodeaban; hermoso era cuanto veía, la tierra, las aguas, las flores, el cielo, y yo no podía creer otra cosa sino que todo en el mundo era ventura, contento y hermosura. Llegué a mis quince años, y requiriome de amores el hijo de un rico ganadero vecino nuestro; y digo mal que me requirió, porque aunque él por mí de amores se abrasase, como después pareció, nunca, ni con sus ojos, ni con su lengua, osó decirme el cuidado en que por mí se encontraba; ni aun fue él quien a mis padres lo dijo, sino los suyos, que cuidadosos por la salud de Gaspar, que así se llamaba este mi primer enamorado, viendo que cada día estaba más melancólico y más y más se tornaba amarillo, inquirieron la causa de su dolencia, y sabiendo por él que yo lo era, a mis padres me pidieron, y dijéronmelo mis padres, y yo, que no sabía qué cosa fuese amor, ni necesidad alguna de él sentía, ni cosa encontraba en Gaspar que a él me llevase, dije a mis padres que los obedecería, sin saber a lo que me obligaba mi obediencia; y sin pensar mis padres en otra cosa que en el buen casamiento que yo haría, por lo rico que Gaspar era, mi casamiento con él concertaron, esperando que con el trato y comunicación vendría el amor, de que entonces yo no daba ni aun remota señal. Como yo era niña, tratose que el casamiento no se haría sino de allí a dos años, cuando yo cumpliese los diez y siete; y entre tanto, Gaspar, no teniendo valor, según lo que en su carta me dijo, para conllevar a mi lado una tan larga espera, fuese del pueblo a Sevilla, y de allí partió en una galeota para las Indias Occidentales. Por algún tiempo yo recibí cartas suyas, que mi madre me leía y yo no entendía, porque felizmente mi corazón dormía tranquilo sin que le despertasen amorosos cuidados; pero al año no vino de las Indias carta de Gaspar, y se esperó en vano que viniese, y tanto tiempo pasó, que se dio a Gaspar por muerto; y aconteció entonces que, pensando yo que por mí solamente se había partido a las Indias, y que yo, sin quererlo, había sido la causa de su desventura, empezó a labrarse en mí por él una primera afición y congoja; que se me representaba en sueños triste y enamorado, y tan macilento y pálido, que no parecía sino cosa del otro mundo. Desasosegueme, y acabé al fin por sentir un amor tan extraño, que yo no podía darme cuenta de lo que sentía; y acometiome una dolencia que no entendían los médicos, pero que, harto de prisa iba desmejorándome y acabándome. Pensaron mis padres que trayéndome entre el tumulto y las grandezas de la opulenta Sevilla me distraería, y a ella me trajeron, y me engalanaron, y me llevaron a saraos y a divertimientos, adonde concurría la gente más garrida y más noble de Sevilla. Gastábase en esto mi padre, llevado del entrañable amor que me tenía, la mejor parte de su hacienda; y aunque por ser yo muchacha, y no mal parecida, y en las apariencias rica, me galanteaba gran número de jóvenes y hermosos caballeros, no se me iba a mí de la memoria aquel pobre Gaspar que por mí a las Indias se había ido, y por mí sin duda había muerto; y aparecíaseme con mucha más frecuencia en sueños, y más melancólico, y a cada aparición con más semejanza de un alma en pena. Así es que los galanteos de los jóvenes señores que me buscaban enojábanme, y de tal manera mostrábame yo con ellos impía e incapaz de amores, que acabaron por llamarme la niña de diamante: yo tenía en el alma al sin ventura Gaspar, y él la llenaba de tal manera, que no quedaba para otra pasión ni aun el lugar más mínimo; yo creía que esto era amor, y bien veo que amor no es, sino una pasión que yo no puedo decir cómo fuese, sino que tal como era, me quitaba el gusto y el deseo para cualquier otro afecto.

Suspiró Margarita, y callose como tomando descanso, aunque tan al principio de su historia se encontraba. Oídola había atentamente doña Guiomar, y cuando hizo pausa en su relato, aprovechando la ocasión, la dijo:

– ¿Y Gaspar decís que se llamaba ese vuestro primer enamorado, amiga mía, y que de Castilla era y de Vitigudino?

– Si que así es, – respondió Margarita.

– ¿Y sabéis si, por ventura, ese Gaspar tomó bandera en Sevilla para los tercios de Méjico?

– De Méjico nos escribía, – respondió Margarita; – pero él nunca nos dijo en sus cartas hubiese entrado en la milicia; y si entró callolo, sin duda por no dar pesadumbre a sus padres.

– Un alférez he conocido yo, – dijo doña Guiomar, – que Gaspar se llamaba, y castellano y de Vitigudino era, y joven, y de no mal semblante y apostura.

– ¿Llamábase por acaso Gaspar de Valcárcel, señora mía?

– Sacado hemos al fin en claro que era el mismo que yo me pensaba el sin ventura, – dijo doña Guiomar.

– Pues sin ventura le llamáis, – contestó con la voz triste Margarita, mirando con sus ojos serenos a doña Guiomar, – noticias debéis tener seguras de sus desdichas.

– Prendose el señor Gaspar de Valcárcel, – dijo doña Guiomar, – de una señora, que ni a su amorosa pasión ni a la de nadie podía corresponder honradamente, ni hacer cosa que contra su honra fuese, porque casada estaba con un oidor de aquella real chancillería.

Aguzó el oído Cervantes, porque sabía él bien que doña Guiomar era viuda de un oidor de la real chancillería de Méjico, y no dudó de que doña Guiomar era aquella por quien el alférez Gaspar de Valcárcel había olvidado en Méjico los amores que había dejado en España, y disculpole; porque aunque Margarita era bella como la flor de la qué el nombre tenía, y niña y pura, comparada con doña Guiomar, era lo que la violeta comparada con la azucena, o con el sol la luna; y díjose para sí, que a él, en el coleto del malaventurado alférez, hubiérale acontecido lo mismo; y disimuló sus imaginaciones, y continuó escuchando atento.

– Pues que vos le conocisteis, señora, – dijo Margarita, – y a la dama que sin pretenderlo y sin menoscabo de su decoro, que bien lo creo, fue causa de que de mí se olvidase, decidme os ruego cuáles fueron sus aventuras, que sin duda a un desastrado fin le llevaron.

– Combatido había como bueno contra los indios bravos, – dijo doña Guiomar, – el señor Gaspar de Valcárcel; merecido había, por tanto, que el virey le hiciese alférez, y, más aún, que le diese este empleo en los alabarderos de su guardia, con lo que Gaspar de Valcárcel vino a residir de asiento en Méjico, y a tratarse con las personas más calificadas que en aquella rica ciudad, gloria de Hernán Cortés y joya de España en las Indias, moraban. Conoció a la dama que os he dicho, y aunque ella no le diese causa ni razón alguna para que a su honra se atreviese solicitándola, que el que solicita a una mujer casada, por serlo, la desprecia, que si no la creyera capaz de una vileza, no la solicitara; solicitola, y ella, que calzaba muy altos los puntos de la honra, indignose, y por no afligir e indignar al viejo marido, que a más de ser únicamente hombre de leyes, no estaba en edad de mantener espada en la mano contra mozos, y aun mozos bravucones, no queriendo dejar sin castigo aquel de todo punto sin disculpa atrevimiento, confiose a un alguacil de los más agrios de la cámara de su esposo, hombre de puños y de alientos, y díjole:

– Cedacillo, tan leal eres a tu amo y a mí, que hacerte quiero una confianza, esperando que harás lo que te cumple, en agradecimiento a lo que a tu señor y a mi nos debes, y es que si te atreves des una apretada vuelta, como tuya, a cierto bravo mancebo, alférez de los alabarderos del virey, que se llama Gaspar de Valcárcel, y que cuando le apretares los puños, le digas: «Ahí va eso de parte de mi señora.»

Y aconteció, que a la otra mañana encontraron sin sentido en la plaza, molido y casi descoyuntado, rota la espada, rasgado el traje y entre si se va si se viene, al señor Gaspar de Valcárcel, sin que nadie supiese, ni él lo dijo, quién de tal manera ni por qué causa le había malparado.

Convaleció nuestro hombre, no sin que se temiese por su vida, y tan escarmentado quedó, que ni osó volver a poner sus ojos en aquella dama, ni a buscar a Cedacillo para tomar venganza del rapapelo que había sufrido.

– Tan al por menor estáis, señora mía, – dijo a este punto Margarita, – que no es dable que no seáis vos aquella dama, que con tanta justicia mandó castigar al ciego y enloquecido, más bien que culpable, enamorado mío. Y no le culpo, porque vuestra hermosura es tal, que bien se alcanza que de todo otro amor aparte a un hombre, y le vuelva loco.

– Yo soy en efecto, – dijo doña Guiomar, – y dígoos a lo de la disculpa que en el que fue vuestro enamorado encontráis, que no la merecía; que no una locura de amor le llevó a punto de ofenderme, sino un apetito desordenado y asqueroso; y no pasión tuvo por mí, sino empeño tenaz por el que olvidó hasta el último vislumbre de su honra; que no atreviéndose a insistir en sus solicitudes, temeroso de un nuevo y más grave castigo, tiró a vengarse, y como no tenía de qué, porque la justicia que se sufre no da ni puede dar lugar a la venganza, quiso deshonrarme propalando contra mí inauditas calumnias, que por fortuna mía acabaron donde empezaron. Y aquí, para que sepáis lo que sucedió, empieza esta historia, que es la prosecución de la que yo os he contado ya, señor Miguel de Cervantes, hasta el punto en que, engañado mi padre por la traición que a mi madre hacía su doncella Lisarda haciendo creer a don Baltasar de Peralta, como ya os dije, que con mi madre, y no con una doncella suya, tenía amores, mi padre, llamado por un su pariente, acudió a sorprender, engañado, a la que creía su esposa adúltera. Dejamos mi relato, señor Miguel de Cervantes, en el lugar en que, habiendo abierto Lisarda el postigo, entrose por él don Baltasar de Peralta, y en aquel mismo momento, y antes de que el postigo se cerrase, metiéronse por él espada en mano mi padre y su primo Francisco de Rivalta, que este era el nombre de mi difunto marido.

Y como este pariente mío llegó a ser, andando el tiempo, mi marido, lo sabréis cuando llegue la hora. Decía yo que por el postigo, aun entreabierto, entráronse empujándole, y espada en mano, mi padre y su primo Francisco de Rivalta; y como el aposento estuviese oscuro, Rivalta abrió una linterna que a prevención llevaba, y encontráronse con que, hecha una estatua a causa del espanto, estaba a poca distancia del postigo Lisarda, y junto a ella, con la espada en la mano, y mirando a aquella mala mujer, todo asombro, a don Baltasar de Peralta. Arrojose Lisarda a los pies de mi padre y confesó su delito, pidiéndole con lágrimas y desmayos la perdonase, y viese que el amor que la había cogido por don Baltasar de Peralta, al engaño la había llevado de hacerle creer, recibiéndole siempre a oscuras, que no era ella, sino su señora quien le recibía. A lo cual, ciego de furor mi padre, contestó atravesando con su espada a aquella criada traidora, y volviéndose luego a don Baltasar de Peralta, que deshonrado le había, aunque no hubiese sido sino engañándose, con él cerró, y a poco cayó mi padre sin vida, que menos diestro era que don Baltasar de Peralta y le furor le cegaba. Huyó espantado del suceso don Baltasar de Peralta, y mi pariente Francisco Rivalta salió tras él, siguiéndole sañudo y loco, y sin poder alcanzarle, que no hay quien alcance al que huye llevando el pavor en el alma. Hallose Francisco de Rivalta, cuando se perdió en las oscuras y revueltas callejuelas don Baltasar de Peralta, a mucha distancia del lugar de la tragedia, y vino sobre sí, y pensó en lo que le acontecía, y vio que si a la justicia daba parte, y por ello pruebas de haberse hallado en el lance, le prenderían, y prendiéndole le impedirían el tomar venganza y justicia, como el quería tomarla por su mano, de don Baltasar de Peralta; y fuese para su casa, entrando en ella recatadamente, como había salido con mi padre, por un postigo. Y sucedió, que cuando aquella inaudita desgracia sobrevenía, mi madre me daba a luz a esta vida desventurada, que he sufrido y sufro. Al ruido de las espadas acudieron algunos criados; pero cuando llegaron sólo hallaron los dos cuerpos sin vida de mi padre y de Lisarda, y el postigo abierto, por donde claramente, a lo que parecía, el autor o los autores de aquellas muertes habían escapado.

Sobrevino la justicia; ocultose el suceso a mi madre, que fuera impío decirla recién parida que se había quedado viuda y con aquellas apariencias; el mundo no juzga más allá de lo que se ve en la superficie, y todos echaron a la peor parte lo que había acontecido, y díjose, porque así lo creyeron, que mi padre, enamorado de la hermosura de Lisarda, secretamente se había venido de Nápoles, y con Lisarda se veía en secreto, y que tal vez algún otro enamorado, celoso de Lisarda, las dos muertes había hecho.

Callose don Francisco de Rivalta, que bien pudiera haber patentizado la verdad; pero como la honra, de mi madre quedaba a salvo, y venganza quería tomar por su mano de don Baltasar de Peralta, guardó el secreto. Buscó la justicia a los homicidas, diose por vencida no hallándolos, y mediando los ruegos y las dádivas de Francisco de Rivalta, se echó tierra sobre los muertos, y con ellos se enterró para mi madre el secreto de la muerte de su esposo, a quien en Nápoles creía. Pero no recibiendo cartas suyas en respuesta a las que le escribió anunciándole mi nacimiento, y como el tiempo pasase y carta de mi padre no viniese, puesta en un angustiosísimo cuidado, escribió al mayor de los tercios de Nápoles pidiéndole noticias de su esposo. Entretúvola aquel caritativo caballero con escusas y vaguedades, hasta que al fin la dijo, no pudiendo más defenderse, lo que él en verdad sabía, esto es, que mi padre había pedido licencia y partido para España, sin que hubiese vuelto a saberse lo que de él había sido. Y como Lisarda hubiese desaparecido también, dio mi madre en imaginar que enamorado de ella su esposo, por ella secretamente a Sevilla había venido, llevádosela, y con ella desaparecido. Callábase todavía Francisco de Rivalta, porque tenía, y con razón, por más cruel para mi madre la verdad que la duda; y asistíala, que adolecido había mi madre gravísimamente de tristeza, y agravábase y amenazaba irse por la posta, acabada por el insoportable dolor de su desventura. Desaparecido había también don Baltasar de Peralta, como gota de agua que cayó en la mar, y Francisco de Rivalta no le buscaba, porque le obligaba la asistencia a mi doliente madre, que al fin halló el remedio a su desventura en la muerte.

Detúvose al llegar aquí doña Guiomar; el corazón se la había oprimido, y las lágrimas, que en vano quiso contener, rompieron por sus hermosos ojos.

Oídola había Cervantes grave y triste, y estremecida y tomada por una melancólica pena Margarita. Desahogó con sus lágrimas el dolor de aquellos sus tristísimos recuerdos doña Guiomar, y enjugándose los ojos, continuó con voz desfallecida.

– Huérfana quedé cuando aún no contaba un año, con mucha hacienda y mucha nobleza; pero sola y sin más arrimo que aquel mi lejano pariente, que fue después el buen esposo mío. Un labrador que tenía en arrendamiento una de mis haciendas, y cuya mujer estaba criando, a su cargo tomome; y libre ya del cuidado mío, mi pariente, Francisco de Rivalta, por el mundo se fue a buscar, ardiendo en saña, al causador de tanta desdicha. Era él joven aún, graduado en letras humanas, en leyes y en sagrada teología y cánones, y como he dicho, alcalde del crimen en Sevilla. Por mí a su vara renunció, que pareciole cosa imposible atender a las graves obligaciones de su oficio y al mismo tiempo a las de padre mío, en que mi orfandad le había puesto. Atrasose en su carrera por buscar al causador de nuestras desdichas y tomar sobre él, en el nombre de mis padres, justicia y venganza; y por el mundo andúvose tres años, gastando su hacienda, inquiriendo y buscando a aquel hombre, vislumbrándole a veces, sin encontrarle nunca, y perdiéndole de nuevo cuando más esperanza tenía de ponerse a una distancia de él del largo de las espadas. Pero Dios no quería que aquel irreconciliable enemigo de mi familia fuese castigado, sin duda porque le guardaba para que le castigaseis vos, señor Miguel de Cervantes.

– Gran merced es esta que a los cielos debo, y por la que les estoy agradecido, – dijo Cervantes; – y justo es que una tan grande hermosura como la vuestra, y una tan gran suma de perfecciones como en vos se hallan, con grandes merecimientos conseguida sea y lograda; y dígoos, que mucho me pesa de que lo a que por vos obligado estoy, de tan liviano momento sea, en vez de ser comparable a los trabajos de Hércules o a los peligros de la encantada Puente Mantible, que si así fuera, mayor sería mi contento, porque exponiendo por vos cien veces mi vida, y poniéndola en cuestión con lo imposible, más estimaríais y a mayor amor por mí os llevaría, el encendido amor que os tengo.

– No creo yo que sea posible ir más allá de donde, no sé si por mi ventura o mi desdicha, reconocida; obligada y enamorada me siento; y no extrañéis que esto delante de esta doncella aquí presente os diga, que ella es mujer, y sabe, o si no lo sabe lo barrunta, los rendimientos de amor a que puede llegar una mujer enamorada, no embargante la honestidad y la honra, que prendas preciosas son estas del alma, y no pueden perderse sin que antes se pierda el temor de Dios. Y no hablemos más de esto, y con mis desventuras sigo. Desesperado ya Francisco de Rivalta, mi pariente, al ver que por cerca que hubiese tenido a don Baltasar de Peralta, nunca ponerse delante de él había logrado, volviose a su casa de Sevilla, y encomendó a la Providencia de Dios el castigo de nuestro contrario; y pasó él tiempo cuidando él mi hacienda, y yo criándome, y habiendo yo cumplido seis años y él treinta, vínose al pueblo, sacome del poder de los honrados labradores que me habían criado, y púsome en las monjas de Santa Clara, y al cuidado de dos tías, hermanas de mi padre, que allí eran señoras de piso. Vendió la hacienda que le quedaba para comprar otra vara de alcalde, y alcalde fue algunos años, y por sus merecimientos, luego, oidor en la real chancillería de Valladolid, y por último nombráronle presidente de sala de la real chancillería de Méjico. Larga era la distancia a que de mi iba a ponerse, y o renunciaba el honorífico y encumbrado oficio que se le había dado, o descuidada me dejaba, estando entre ambos los mares. Había yo cumplido ya mis diez y ocho años, y enseñádome habían las buenas madres todo lo que enseñarme podían.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
11 августа 2017
Объем:
200 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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