Читайте только на ЛитРес

Книгу нельзя скачать файлом, но можно читать в нашем приложении или онлайн на сайте.

Читать книгу: «El manco de Lepanto», страница 10

Шрифт:

XVIII
De como puede enamorarse una mujer hasta el punto de morir de amor

– ¡Ay, señor mío de mi alma! – dijo Florela, – ¡que no sabéis lo que sucede!

El alma tenía en un hilo Miguel de Cervantes, y sobresaltado por las palabras que acababa de decirle Florela, preguntola con la voz no muy firme:

– ¿Pues qué puede suceder en esta casa que sea una desgracia, como parece manifestármelo las palabras que me habéis dicho y vuestro espantado acento?

Echósele de rodillas a los pies Florela, y díjole:

– Vuestro perdón os pido, que yo, por la lealtad que a mi señora tengo, y por el mucho amor que veo que mi señora os tiene, que aunque no lo confiesa, harto claro con las acciones exteriores muestra, he sido la causa de la desdicha que acontece.

– Hablad presto, Florela, – exclamó Cervantes levantándola, – que oyendo lo que me decís, estoy suspenso y sin vida.

– ¡Ay señor! – dijo Florela, – que yo, cuando mi ama se fue a la visita de ese familiar, que Dios confunda, que a buscarla vino, entre la espesura del cenador acechando quedeme, y oí lo que con doña Margarita hablasteis, y vi que vuestra la hicisteis; y como tanta es, ya os lo dije, la lealtad que a mi señora tengo y el agradecimiento a que ella me obliga por el amor que me tiene, sabedora de todo la hice.

Alegrádose hubiera Cervantes si en aquel momento hubiérase abierto bajo sus pies la tierra.

– Buena y valiente es mi señora, – dijo Florela gimiendo; – que su dolor ha vencido, su semblante ha compuesto, con vos y con doña Margarita ha hablado como si no la hubiese aguijado el impío dolor que la mordía las entrañas; solícita y amiga con doña Margarita se ha mostrado después de que vos os partisteis, y ella misma en su mismo aposento y en su mismo lecho la ha recogido, y luego se ha ido a aquella cámara donde vos a ella anoche os aparecisteis, y no pudiendo más, allí una congoja tras otra la ha acometido. Y como yo quisiese salir a enviar por médico, – «no llames a nadie, Florela, me ha dicho, que no quiero que nadie vea el triste espectáculo del dolor que en mí causa la no esperada y tirana desventura mía; y llévame a tu lecho, amiga Florela, mientras que pasa esta cruel fuerza del dolor que me acaba.»

– ¡Oh! ¡en mal hora nacido yo, – exclamó Miguel de Cervantes, – que por donde quiera que voy, siguiéndome va como inseparable compañera la desventura! ¡Oh dichas entrevistas y con alegría de amor en esperanzas gozadas, y antes de ser tocadas, desvanecidas e imposibles!

– Por imposible debéis tenerla, – dijo llorando y acongojada Florela; – y no es vuestra la desventura, que así os hiere a vos como a mi señora, sino de mi señora, que para ser desventurada ha nacido, y tan sin merecerlo, que en ella la hermosura, con ser tan grande, es lo menos, y más la hermosura es de su alma; que Dios ha hecho para la nobleza, para la honestidad y para la virtud. Y no hay que pensar en el remedio de lo que ha sucedido, que no le tiene; que mi señora no cesará hasta que casado os vea con doña Margarita, y veros casado con ella, para ella será la muerte; que no podrá resistir al desesperado dolor de sus amores malogrados; que aunque yo no entienda cómo tan presto han llegado a pasión mortal estos amores malhadados, tales son para mi señora, que mataranla perdidos y sin esperanza de ser logrados.

– Sea lo que Dios quisiere, – dijo Cervantes, – y si con mi vida rescatar yo pudiera el corazón de vuestra señora, que sin tan yo merecerlo ni esperarlo, por mis amores está cautivo, con gusto la daría y mil que tuviera.

– Dos desgracias serían, que no creáis que mi desventurada señora pueda sobrevivir mucho a lo cruel de su desengaño: ella creía viendo lo que en vos veía, y cómo en sus ojos de amor agonizabais, que otra mujer que ella para vos no había en el mundo, ni otra gloria que la de Dios que sobrepujar pudiera en bienandanza a la gloria que vos gozabais enamorado por ella; y es tal y de tal manera la agonía que a mi señora atormenta y mata, que llamar ha mandado a un escribano, que hacer testamento quiere.

Perplejo más y más se encontraba Cervantes, que en aquella ocasión no imaginada, ni él se atrevía a ponerse ante doña Guiomar, ni podía hacerlo, ni había para qué hacerlo; que lo hecho hecho estaba, ni otro medio encontraba que casarse con Margarita, y por esto su vista con doña Guiomar no sólo no podía ser, sino que ni aun debía pensarse en ello.

Salirse de la casa en aquel punto y enviar al otro día un su amigo, o más bien un sacerdote, que su casamiento con Margarita tratase, ser no podía, porque de esta manera quedaría abandonada a los malos intentos de su tenaz perseguidor doña Guiomar.

Y advertir de lo que pasaba a Florela, era llevar más el espanto y la perturbación a aquella casa, y mostrarse cobarde huyendo el bulto al peligro, después de haberse mostrado veleidoso, cuando no libertino, mal apreciador y temerario de la valía de doña Guiomar; pues permanecer en aquella casa a cuya dueña había entregado al dolor y a la desesperación, también era cosa recia.

Amparose, pues, de Florela, y la dijo:

– De todo lo que puede hacerse después de hecho el mal que me obliga a descontentarme de haber nacido, lo mejor que puede hacerse es dejar venir el tiempo; que puede ser que milagrosamente Dios nos abra camino por donde salir podamos a un punto no tan desesperado como en el que ahora nos vemos. Y así pues, llevadme a un aposento donde yo quede, hasta que mañana veamos dónde esta desesperada aventura nos lleva; que bien podrá ser que durante la noche doña Guiomar se aconseje con su alma, y a algo muy diferente de lo que hoy piensa se determine, o tal vez se desengañe y se cure, quedando yo el solo enfermo y el solo desesperado. Y pluguiera a Dios que así aviniera y que para mí solo fuese la desgracia.

– ¡Ay, señor mío! – dijo Florela, – que muerta estoy de espanto; que tal está mi señora, que aunque ello parezca increíble, a mañana no llega; que bien conocéis vos el corazón que tiene, y cuánto y con cuánto amor de vos se ha llenado, y tal es así, que, al quedarse vacío, con la muerte se llenará. Pero sea lo que vos decís. Venid, que en un aposento que hay entre el de mi señora y el mío voy a colocaros, sin que ella lo sepa; y así, si algo sobreviniere por lo que sea necesario acudáis a ayudarme, estaréis a punto.

Y con esto la fiel doncella condujo a un aposento del piso alto a Miguel de Cervantes, y allí dejole más muerto que vivo, con el alma turbada, y de tal manera, que a veces le parecía un sueño la realidad que tan dura y cruel se le mostraba.

XIX
De como enloquecido Cervantes por el amor, creyó que la mano de Dios le apartaba de los efectos de su locura

Por algún tiempo estuvo Cervantes sin poder darse cuenta de si era persona de este mundo o alma del otro, abatido por la misma grandeza y pesadumbre de lo que le acontecía.

Acometíale a veces el torcido propósito de salirse de aquel aposento y entrarse en el de doña Guiomar, y abandonando a Margarita, prometerse a doña Guiomar, empujándola con el encanto de la palabra y la fuerza del amor y de las lágrimas, a que a sus amores cediese, y en ellos se perdiese y enloqueciese, y su esposa fuese; que ampararse podía a Margarita y hacerla rica, y por la pingüe dote encontrarla marido.

Pero si el bueno puede caer en la tentación del mal, su misma bondad de ella le obliga a apartarse avergonzado; que si bien la fuerza del amor puede enloquecer a las mujeres, y en efecto, con suma frecuencia las enloquece, nunca el crimen cometido deja de volver sobre la conciencia, y morderla y despedazarla, haciendo imposible toda felicidad y contento, que si Cervantes pensaba que en algunas horas no podía Margarita haberse empeñado por él en un amor tal, que por él la vida se le hiciese odiosa, pensaba también que no hacía mucho más tiempo que sus amores con doña Guiomar duraban, y atendiendo a la realidad, ningún empeño de honra con doña Guiomar tenía, en tanto que en la mayor deuda de honra en que un hombre puede hallarse con una mujer, lo estaba por Margarita. Otrosí, abogaban a voces por Margarita su miserable fortuna, su orfandad y su abandono, en tanto que la riquísima doña Guiomar otra desgracia más que la del amor no tenía, y podría suceder muy bien que de ella se consolase, y todo al fin se redujese a contrariedad y despecho, que el tiempo iría gastando, hasta que al fin aquello no fuese para ella más que un enojoso recuerdo.

Pensando en que esto podría suceder muy bien, sacaba en claro Cervantes, que él quedaría el único dolorido y el único desesperado; que al perder la esperanza de gozar a doña Guiomar, y cuanto para él doña Guiomar valía, había conocido cuánto la amaba, y cuán con exclusión de toda otra mujer.

Y esta misma certidumbre de lo imposible de su amor, de tal manera sublimaba el alma y el cuerpo de doña Guiomar para Cervantes, que le parecía que si Dios para consolarle hiciera bajar un ángel del cielo, no había de parecerle tan hermoso en cuerpo y en alma como doña Guiomar; que hermosa era de cuerpo y de alma Margarita, ¿cómo dudarlo? pero con ser ya suya, y sin el encanto de lo imposible, puesta como un impedimento entre Cervantes y doña Guiomar, hacíase para Cervantes enojosa y casi aborrecible, y aborrecía la hora en que con aquel miserable entierro se encontró, y aun con más ahínco maldecía la compasión que a irse tras el entierro moviole, llevándole a punto en que conoció a Margarita.

Todo era confusiones y vacilaciones, y tentaciones y arrepentimientos Cervantes, y dar en una idea, y dejarla para dar en otra, y de aquella otra volver a la misma idea.

Y como, aunque era noble y altivo, no era santo, y de tal manera le apretaban el amor y el deseo por doña Guiomar, y hasta tal punto doña Guiomar iba acreciendo para él en lo preciosa e incomparable, ganándole la fiebre, apoderándose de su pensamiento la locura, atormentado ya de tal manera por las ansias que le acongojaban que resistirlas no pudo, como si una potencia invencible de él hubiese tirado y atraídole a doña Guiomar, con las vascas casi mortales de su pasión, determinose; y diciéndose que su vida era doña Guiomar y que Dios hiciese lo que fuese servido de Margarita, levantose del sillón en que había permanecido inmóvil desde que en aquel aposento le había dejado Florela; y acercándose quedo a la puerta, abriola silenciosamente, y en un corredor oscuro se encontró, y sin saber adónde había de dirigirse para dar con el aposento de Florela, en que doña Guiomar estaba; que aunque Florela le había dicho que entre el suyo y el de su señora estaba el aposento a que le había llevado, no sabía a cuál lado estuviese el de doña Guiomar o el de Florela, si a la derecha o a la izquierda.

Pero como Cervantes se había decidido a satisfacer los gustos de su amor, y cuando tomaba una resolución se mantenía firme en ella, y una vez resuelto el encanto de doña Guiomar para él crecía, determinose a reconocer las dos puertas de la derecha y de la izquierda, escuchar, y ver si por algún indicio sacaba cuál el aposento en que doña Guiomar estaba fuese.

Así es, que estando a la puerta misma de su aposento, a la izquierda volviose, y palpando la pared, adelantó hasta tocar una mampara de seda, y tan rica, que ella le demostró que no al aposento de la doncella debía dar entrada una tal manpara, sino al de doña Guiomar.

Y turbose, y pareciole que Dios, viéndole en aquel mal paso en que, olvidado de su obligación y de la grande y sagrada deuda que con Margarita le había empeñado, le llevaba a aquella habitación de doña Guiomar, en que él sabía que Margarita estaba, como diciéndole: «Este es tu camino; no el de tus gustos, que tan desatentadamente buscabas para perderte.»

Y como este pensamiento agobiase a Cervantes, y le turbase y le aniquilase, como si hubiese sentido sobre sí la justiciera y al par misericordiosa mano de Dios, vaciló, y con la mampara dio, y causó ruido; y a aquel ruido sucedió inmediatamente el ladrar de un perro dentro de la estancia, y el ladrar con toda la fuerza y la saña que su vejez le permitían, porque aquel perro era el triste compañero que a Margarita había seguido.

Aturdiose más y más Cervantes, más y más se acongojó, más y más el miedo de la justicia de Dios acometiole, y trémulo, y cobarde, hacia el aposento que había dejado tornose.

En aquel punto oyose una puerta que violentamente se abría.

El perro continuaba ladrando, y de improviso una mano helada asió una mano de Cervantes, y llevósele.

Pero lo que aconteció requiere capítulo aparte.

XX
De la horrenda tragedia con que se encontró sorprendido y espantado Miguel de Cervantes

Cuando los nublados ojos de Cervantes recobraron su claridad, hallose en un aposento, no muy grande, teniendo ante sí a doña Guiomar, que pálido el bello semblante, ardiendo los celestes ojos, demudada toda, descompuesto el traje, le miraba con una tan no vista pasión y sentimiento, que no una mujer creyó tener delante de sí Cervantes, sino algo sobrenatural y nunca imaginado.

Tal parecía doña Guiomar, que todo encarecimiento sería poco para decir de qué manera ardían sus ojos amenazando muerte, manifestando congojas, diciendo desesperados cuanto la rabia, y el despecho, y el dolor, y la agonía, todo junto, y la soberbia, y el espanto, pueden decirse con el lenguaje de la mirada.

Afeábase su hermosura por lo desencajado y lo amarillo del semblante, y estaba, en fin, tal, que todo había que temerlo de ella, ya contra sí se volviese, ya contra los que eran la causa de aquella desventura horrible en que se encontraba.

Por algún tiempo, doña Guiomar estuvo mirando con todo este dolor, con toda esta rabia, con toda esta amenaza, con toda esta descomposición, con toda esta desesperación, con toda esta pasión que se ha dicho, a Cervantes, que al verla de tal modo, encontrándose ante ella abrumado por la culpa, habría querido que la tierra se hubiese abierto bajo sus pies y le hubiese ocultado.

Y ella continuaba asiéndole, trémula, ansiosa, fuera de sí, mortal; y Cervantes sentía el temblor y la fuerza de la delicada mano de doña Guiomar, mano fría, helada, que comunicaba su hielo a la sangre de Cervantes.

– Pues, enemigo cruel de mi sosiego y de mi alma, – dijo doña Guiomar, – que más rudo enemigo que tú ni le he tenido, ni le tengo, ni tenerle puedo, ni hay criatura que en las impiedades de tal enemistad como la tuya caiga, ¿en qué te detienes? ¿qué aguardas? ¿qué miras? ¿qué dudas, que ya tu tiranía no ejercitas y a todo te atreves, y no mirando más que a tus gustos, por todo no atropellas? Sea lo que Dios quisiere de esta desventurada, que no sabía hasta qué punto de nadie conocido podía llegar su desventura. Pues qué, ¿no te basta haber envuelto en las malas redes de tus palabras traidoras, de tus engaños homicidas, a una triste que has encontrado en el mayor de los desconsuelos y en la más miserable de las orfandades? Continúa tu obra, lobo carnicero y sin entrañas; hiere, mata, devora, cébate en tu presa, y no te acuerdes de que hay un Dios que ha puesto en las criaturas eso que tú no conoces; pero que un día traerá sobre ti el remordimiento, tu infierno en la vida, el castigo de Dios antes que mueras, y que se llama conciencia.

Y de tal manera se había acongojado doña Guiomar, expresando, arrastrada por la fuerza increíble de su pasión, sus atropellados razonamientos, que no pudo decir ni una palabra más, porque la sobrevino una tal congoja, que la enmudeció.

Y no sabía Cervantes qué decir, que ella lo sabía todo.

Y si la decía, como era cierto, que él, desesperado, conocía que las obligaciones en que se había puesto con Margarita no habían sido parte para vencer en su alma aquel entrañable y violento amor que ya era dueño de su alma cuando a Margarita conoció, y que sólo la locura de sus turbulentos deseos había podido ponerle en obligaciones de honra paca con ella, ocasión daría a doña Guiomar para que le despreciase y se sintiese avergonzada por aquel su amor, tan mal empleado en un indigno sujeto.

Ni podía decirla que por Florela sabía que Margarita estaba aposentada en la misma alcoba de doña Guiomar, porque no sabía cómo disculpar su ida secreta, amparándose del silencio de la noche y de la soledad de la casa, para ir a buscar a la que ya debía tener como su esposa.

Esto hubiera sido la confesión de su menosprecio a la casa de la que, tan generosamente, primero le había amparado a él, y luego a Margarita.

En malos pasos habíase metido en aquella ocasión Cervantes. Por agria, torcida y difícil senda había tomado.

En empeño gravísimo se encontraba, y en la falta en que últimamente le había encontrado doña Guiomar no había disculpa, y aunque una falsa disculpa hubiese podido encontrar, su turbación y su espanto no le permitían hallarla.

Pero como todo el amor que en él había era de doña Guiomar, y este amor, al ser combatido tan duramente y tan sin remedio por la desatentada conducta suya para con Margarita, hubiese llegado a la pasión que en nada se para, que a todo se arroja, cuando se hubo calmado aquel primer espanto y sorpresa, y el anonadamiento y vergüenza que le habían cogido, Cervantes se determinó a manifestar lo que en él pasaba a doña Guiomar, y viéndola toda entregada a aquel amor tan grande, que parecía no consentir igual sobre la tierra, prevalerse de él imaginó y lanzarla en el desvarío de la pasión, haciéndola olvidarse de toda virtud, de todo deber, de todo decoro, y compelerla a que con él se casase y a Margarita satisfaciese con dinero; y si esto no bastase, fuese lo que Dios quisiese de ella.

Quiso, pues, llevar a doña Guiomar a que se sentase en un canapé que en el aposento había, y con voz dulce, y tentadora, y acariciadora, y enamorada, la dijo:

– Ni yo para más que para vos vivo, hermosa y adorada señora mía, ni pudiera vivir después de conoceros, si no fuese para cifrar en vos mi ventura, ni pensar quiero, porque sólo pensar en ello me mataría, que de vos habré de vivir apartado y a otra unido; que sería como verme unido a un insoportable tormento, que me haría desear, como un menor mal, la muerte. Sosegaos, idolatrada alma mía, que vuestro soy, y no hay poder que de vos me aparte, ni obligaciones que tanto puedan, que por ellas a la inefable dicha de ser vuestro y de que vos seáis mía renuncie.

Escuchábale atónita doña Guiomar, inmóvil, muda y fría como una estatua; y creyendo Cervantes que no le respondía por el mismo efecto que en ella causaban sus palabras, prosiguió de esta manera:

– ¿Qué hay que pueda moveros de tal modo a furor y odio contra mí, y a tal desconsuelo y tal desesperación os lleve? A buscar vuestro aposento, cuando vos me encontrasteis en ese oscuro pasadizo iba, resuelto a pediros con todas las ansias de mi alma me perdonaseis la injuria, que, sin ser yo poderoso a evitarlo, en un momento de turbación y de ceguedad, arrastrado por no sé qué tentación invencible, sin que mi alma en ello tomase parte alguna, ni determinación mi voluntad, ni satisfacción mi deseo, os he hecho. Y creedme, señora mía, que tan no ha tardado la penitencia de mi culpa, que cuando en ello reflexionar pude, de mí se apoderó el miedo de las consecuencias de haberos ofendido, no de otra manera que si hubiera ofendido a Dios, que todo lo ve y lo sabe. Sed, pues, tan grande en la indulgencia y en el perdón, como veo que lo sois en el amor que me mostráis.

– Pues, mal hombre, y protervo, y maldito que vos sois, – exclamó doña Guiomar, – ¿cuándo vos habéis merecido el amor, no digo yo mío, sino de cualquiera otra que como yo tenga alma? ¿ni qué sabéis vos qué cosa es amor, si en vos no hay más que deseo corrompido, y lascivia asquerosa, y sangre podrida, y alma ennegrecida por el continuo comercio y trato del vicio, de la mentira y de la desvergüenza? ¿Pero qué mucho que vos seáis así, si hombre sois? ¿ni cómo puedo deciros yo que os desprecio, sin decir que desprecio a los hombres todos? que no hay uno solo que merezca, no ya que una mujer le ame, sino que en él piense, según que lo veo en lo que vos sois, que habiendo recibido de Dios claro entendimiento, no habéis entendido las delicadezas del alma de las mujeres, y cuanto para ellas no hay otra vida que el amor de su alma. Remedio no tiene lo que hecho habéis; que, de una parte, a esa, que honrada era, y que por vos sin honra gime, dicho se está que la debéis la honra; en cuanto a mí, yo no os amo; engañada estaba, y harto diferente de lo que sois os creía cuando os amaba, o mejor dicho, amaba en vos un sujeto de mi fantasía: de mi sueño he despertado; el fantasma de mi amor ha desaparecido; la estrella de mi esperanza se ha nublado, y el aliento de mi vida es ya un fuego del infierno que resistir no puedo, que el corazón me abrasa y en la desesperación de los condenados me arroja; que yo, antes de conoceros, el amor no conocía, y cuando le conocí, le amé, y tanto, que en tan poco tiempo, en mi vida, en mi única existencia posible trocose; y cuando le pierdo, cuando veo lo imposible de recobrarle, siento y conozco, sin que me quede ni aun el consuelo de una duda, que sin él vivir no puedo; y ya que sabéis esto, y que comprender debéis si es que ya la pasión, o el empeño, o el vicio y la maldad no os han entorpecido el entendimiento, que vos, causa de mi amor, no podéis ser mi amor, porque en vos no hallo lo que mi alma en el amor hallar deseaba; renunciad a toda esperanza de que yo, olvidándome de quién soy, y de lo que a mi honra y a mi conciencia debo, mi perdón os otorgue, por esposo os reciba y en vuestros brazos me eche. No, que no sois vos el que yo creía; y no siéndolo, vuestras traidoras palabras, en vez de engañarme, me desesperan; en vez de contentarme, me ofenden; en vez de halagarme, me atormentan, y me avergüenzan en vez de satisfacerme; porque creo que me juzgáis capaz de seguiros en la torpe prosecución de vuestra falta, y hacerme cómplice de ella, y cruenta y homicida como vos; que allí está en mi propio lecho la que ser debe vuestra esposa, la que ya lo es, porque ante Dios por esposa la habéis tomado, y ella, esposa vuestra creyéndose, en vuestros brazos ha caído enamorada. Y no os digo esto por reprenderos, por persuadiros, por hacer de vos caso alguno por el que en alguna manera yo a vos pueda asemejarme, sino para deciros, y esto debí deciros sin otras demostraciones que os hicieran creer que en mí duraba la en mal hora concebida pasión que por vos he sentido, que si a romper sagrados lazos que vos habéis hecho, y a faltar a obligaciones en que voluntariamente os habéis puesto, os movían y os mueven, no mi hermosura, si es que para vos alguna he tenido y tengo, no un encendido y disculpable deseo, sino las muchas riquezas que mis paires me dejaron y que se aumentaron con las que me dejó mi buen marido, vuestras son, que los muertos no han menester del oro, ni más que de una tumba en que descansar en paz, si es que aun en la tumba pueden hallar reposo.

Sintió Cervantes una tan indecible amargura, un tal desgano de la vida, una tal cosa horrenda y nunca de él sentida, que no se sabe lo que en la desesperación de verse así menospreciado, así perdido, así humillado, hubiera pasado por él. Pero ni aun tuvo tiempo de reposar en la vengativa injuria, o más bien lamentable engaño de doña Guiomar, porque esta, apenas hubo dicho sus últimas palabras, tan últimas, que necesidad no tuvo, ni deseo ni pensamiento de decir ni una sola más, y sí de poner por obra lo que su desesperación la hacía sentir, que era librarse del peso de su pobre y atormentada existencia, echó mano tan rápida y tan inopinadamente a la espada de Cervantes, que antes de que él pudiese evitarlo la desenvainó, y haciéndose atrás, ante Cervantes quedose inmóvil y muda, mirándole como ojos humanos no han mirado jamás a criatura.

Y Cervantes que esto vio, turbado con lo que le acontecía, abriéndose el coleto, la dijo con voz serena, pero triste y apenada.

– Si la ofensa que tan sin voluntad os he hecho, señora de mi alma, no podéis perdonarme, y tal y tan sañosa es la ira que contra mí sentís que mi vida os enoja, y saciar con mi sangre queréis la sed de vuestra rabia, herid en buen hora, no tardéis; atravesad este corazón que sólo por vos late y que sólo por vos existe. Muera yo si con mi muerte desdichada daros algún contento puedo; y vivid vos y olvidadme como cosa maldita que junto a vos para fenecer en vuestra hermosura y acabar en vuestras manos ha llegado.

– Sí que morir debe quien en la vida encontrar no puede más que una agonía continuada, mil veces peor que una agonía una sola vez sufrida; y porque esto es tan cierto que no puede dejar de ser cumplido, cúmplase, y que Dios me perdone, porque en mí no he hallado valor para otra cosa.

Y corriendo rápidamente la espada, dejando caer su pomo en el suelo, y bajo el seno poniéndose la dura punta, se arrojó sobre ella, y con tal rapidez y tal violencia, que a la otra parte asomó casi en el mismo punto un palmo de enrojecido acero.

Gritó Cervantes, como por su dolor los condenados gritan.

Arrojose sobre doña Guiomar pretendiendo socorrerla, y halló que ya los turbios ojos volvía, y vio que en aquella su última mirada amor le decía, y amor que era tal, que no parecía sino que los cielos se mostraban en la moribunda mirada de aquella infelice.

Gritaba Cervantes pidiendo a voces socorro, y en sus brazos sostenía a doña Guiomar, y se teñía en su sangre, y entre sus brazos doña Guiomar se le moría; y empezaba a sentirse en la casa movimiento de gentes que a las desaforadas y desesperadas voces de Cervantes parecían acudir, y ni en salvarse pensaba Cervantes, ni en otra cosa que en reanimar con su aliento a doña Guiomar, que no era ya en sus brazos más que un cuerpo difunto.

No tardó en oírse rumor de voces.

Cerca se percebian pasos precipitados.

Pero de improviso un ruido de espadas oyose, tiros de pistoletes retumbaron, y acordose Cervantes del intento de don Baltasar de Peralta que conocía, de asaltar aquella noche con gente armada la casa de doña Guiomar para robarla a ella; y desesperado, como que convencido estaba de que doña Guiomar había muerto, en su desesperación, en su furor, en su desgano de la vida, con el ansia de exterminio en que aquella su desgracia le había puesto, del triste cuerpo de doña Guiomar sacó su espada, y lanzose fuera del aposento, a tiempo que por el oscuro corredor se echaban encima las cuchilladas; que los criados, que a las voces con que Cervantes había pedido socorro despertaron, habíanse encontrado con don Baltasar y con los que con él venían, que por la tapia del huerto del rapista habían entrado; y como aquellos criados hubiesen acudido armados, porque al despertar a las voces de Cervantes habían pensado, como era natural lo pensasen, en un grande peligro, y cada cual, antes de salir a ver lo que aquello fuese, había cogido el arma que había tenido a mano, como eran muchos los criados de doña Guiomar y muy bravos, especialmente aquellos cuatro lacayos vigotudos, que, como se dijo, la resguardaban cuando con el alba iba a la catedral a misa, trabose la más mortífera pelea que puede imaginarse, y por el corredor adelante venían hundiéndole a tajos y a tiros, que no parecía sino que la casa iba a venirse abajo.

Y a todo esto, en el oscuro corredor nada se veía.

Pero de improviso, y cuando Cervantes acababa de sacar su espada del cuerpo de aquella miserable víctima de un ciego amor desventurado, entrose en el aposento un hombre con la espada en la mano, al cual, apenas le vio, más que por el semblante, que no podía verle, porque sobre él un antifaz llevaba, por instinto, conociole Cervantes.

Y no se engañó, que don Baltasar de Peralta era, que hallando al paso del tumulto por el corredor aquella puerta franca, creyendo que al aposento de doña Guiomar daba, en él entrose, y en mal hora por cierto, que ciego Cervantes de dolor y de rabia, a él se fue omnipotente, de tal manera, que apenas se chocaron las espadas, al suelo vino difunto de una estocada en el corazón don Baltasar, cayendo tal vez, porque Dios lo quiso, junto a doña Guiomar, y tan cerca, que la sangre que de su pecho corría fue a mezclarse con la que del inocente pecho de doña Guiomar había salido.

Quedose Cervantes tan turbado por lo que acontecía, tan sin vida y tan sin alma, espantado por aquella tragedia que tenía ante los ojos, tan impensada, tan sin culpa en la intención por él producida, como primera causa de aquel pavoroso efecto, que por algún tiempo más que hombre fue una estatua.

Y como parte de los criados, en tanto que se trababa la formidable pelea, hubiesen acudido a los balcones, dando voces llamando a la justicia y pidiendo socorro a los vecinos, y algunos de ellos la puerta principal de la casa hubiesen abierto y a la calle salídose, y acertase a pasar por allí un alcalde con su ronda, entrose en la casa la justicia, subiendo atropellada por las escaleras, y acudiendo donde la pelea continuaba empeñada.

Llegaron al turbado Cervantes las voces de ¡téngase al rey! ¡dense a la justicia! y pavor entrole, no de ser muerto, sino de ser allí encontrado y preso, y, cargado de cadenas, como criminal y mal hombre tratado; y así fue, que recobrando en un punto todo su valor sereno, a la ventana que en el aposento había fuese, abriola y arrojose a la calle, no huyendo de la muerte y del peligro, sino de la deshonra; que bien hubiera podido creer la justicia, si junto a aquellos dos cuerpos muertos le hubiera encontrado, que él los había matado, por celos al uno en riña, y asesinada la otra.

Huyó, en fin, como quien de su mala suerte huye, no como el cobarde que con la fuga el peligro evita, y fuese, sin saber por dónde iba, a casa del bachiller Carrascosa, aquel de quien ya se dijo era su grande amigo.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
11 августа 2017
Объем:
200 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
177