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Reconciliación, sentido de la vida y comunicación

ELISABET JUANOLA SORIA{*}

Voy a plantear la reconciliación como un acto profundamente relacionado con la comunicación. Una experiencia que tomo a partir del conocimiento del realismo existencial, tesis de Alfredo Rubio que ustedes pueden conocer en el libro 22 historias clínicas de realismo existencial o en www.realismoexistencial.org y que plantea que la existencia concreta de cada uno de nosotros es única e irrepetible. El libro, a través de veintidós historias, de manera progresiva, propone un itinerario desde la experiencia de “sorpresa” de la propia existencia.

Vivimos en un mundo hiperconectado a pesar de lo cual, vivimos en un mundo de muchas y profundas soledades. La más dura de ellas es la falta de sentido. La persona que experimenta la “sorpresa de existir”, es decir, que constata que la única posibilidad concreta de estar en este mundo es la que está teniendo, fortalece el sentido de su vida, o posiblemente lo encuentra si lo estaba buscando. El realismo existencial abraza, de manera ineludible, el límite de la vida: la nada en el principio u origen y la muerte en su final. Nadie existía antes de ser engendrado. Para cada uno de nosotros, el tiempo cronológico empieza a correr desde que somos, antes no corre nada. Sabemos también que el reloj se parará en algún momento y nos acontecerá la muerte, no sabemos cuándo.

El sentido de la vida, el valor profundo de las cosas, se hace auténtico por cuanto pasa por el límite, por la fragilidad, es entonces cuando valoramos lo que tenemos en su plenitud, cuando reconocemos su plenitud, justamente porque sabemos que es eso y nada más. Un cuadro, una pintura, un paisaje, las personas a las que amamos están contenidas en un marco, tienen límites. La plenitud está contenida en límites. Empezamos a existir cuando a partir de un momento muy concreto, nuestros progenitores, en un acto que los trasciende, nos engendran. Vean algo: cualquiera de nosotros podría no haber existido nunca. Pero, no sólo eso, sino que también podríamos no haber existido nunca, si eso así fuera, no ocurriría nada. Si no hubiéramos existido nunca, el mundo seguiría siendo mundo. El día que faltemos, el mundo seguirá siendo mundo. Vivir esta experiencia es vivir una experiencia profundamente reconciliadora y liberadora.

Todos tenemos una historia cero en la que es sumamente interesante zambullirse a investigar. La historia cero de cada uno es el abismo de nuestra existencia, el segundo antes de ser engendrados, la llamada telefónica que no llegó o la visita que se fue antes y le dio margen de tiempo a mi engendramiento. Ahí, en la historia cero, mi padre y mi madre no lo eran todavía. En la historia cero descubrimos un mundo que funciona y en el que las vidas se van tejiendo hasta concretarme. Siempre hay perplejidad en las historias cero, dolores y encuentros, alegría y desencuentros, ninguno es inmaculado.

En el libro de las 22 historias de realismo existencial, el autor, Alfredo Rubio, nos relata su historia cero:

Nombre: Alfredo. Yo. Un ser humano, según creo.

Edad: la de empezar a mirar las cosas por segunda vez, con nuevas preguntas. Datos: barcelonés. Siglo XX. Vivo con pasión esperanzada, las últimas zancadas de este siglo (se refiere al siglo XX).

Historia: mi padre, casi todavía adolescente, determinó ir a vivir a la ciudad. Tiempo más tarde, allí conoció a mi madre. Si él no hubiera tomado aquella decisión, habría continuado entre sus valles y cotos. No se habría encontrado con mi madre. Yo... no existiría.

Antes de mi engendramiento, en efecto, si algunas cosas (aunque pudieran parecer irrelevantes) hubieran ocurrido distintamente de lo que en realidad aconteció, habrían impedido las condiciones precisas para que empezara a existir ese algo que sería yo. ¡Cualquier hecho por nimio que fuera! Que mi padre hubiera declinado, por apetecerle más ir a otro sitio, la invitación a la fiesta donde se le cruzó por primera vez mi madre... O luego hubieran fijado la boda para un tiempo más tarde... O después, aquel día, porque se hubieran enfurruñado, no hubieran hecho el amor…

Cuando pienso, siento, que ciertamente podía yo no haber existido, un estremecimiento implacentero, me recorre la médula de mi ser.

Y casi a la vez, en una oleada contraria, gozo la exultante alegría de ser, de existir... Jugó el aire conmigo por primera vez, en una casa-chaflán de Barcelona. Las dos calles a las que daban sus balcones, tenían nombres de ámbitos de lengua catalana: Mallorca, Girona.

Al aprender a mirar, el mundo se me acababa en las solemnes y silenciosas casas de enfrente... y en un cercano solar que alcanzaba a ver desde mi terraza; un espacio para mí misterioso, lleno de hierba y zarzas, engastado (como aquella brillante piedra verde en el aro de un anillo de mi abuela), en el pavimento de la calle Girona y del Paseo Diagonal.

Un día empezaron a construir allí un edificio. Muchas mañanas, entresacando mi cabeza por los balaustres de la baranda, miraba y miraba el prodigio de ver crecer nada menos que otra casa. Contemplaba el subir de su propia osamenta de hierro. Esa casa y yo estábamos allí, creciendo. Antes, ni ella ni yo, éramos.

Ahora nos mirábamos. Yo, con los párpados abiertos asombrados, atentos. Ella, tranquila, a través de sus ventanas aún sin postigos.

Sí. Hoy percibo que yo podía no haber nacido aunque se hubiera construido aquella u otra casa en el terreno que unos hombres desbrozaron presurosos de matorrales, pisando su hierba verde, verde.

¡Sí; qué gozo existir! Haber contemplado olorosamente una magnolia, haberme estremecido muchas miradas mirándome... rozarme una palabra amiga... esculpir unos proyectos. Haber visto en mi principio surgir una casa...

Veo por mi piel, mi cuerpo todo, que tengo, sin embargo, que precaverme: que esta alegría de “estar” no me torne tan ebrio que me olvide por el hecho de vivir, que podía no haber sido.

Soy algo que antes ni era. Que empezó a ser. Que ahora estoy siendo. Un día -¿una noche?- sé que cesará este modo de vivir.

Lo recuerdo siempre, pero no me importa.

Vivo.

La existencia es un acto comunicativo. El ser humano, desde que empieza a existir empieza a comunicar. Comunica porque es. Una flor, una piedra son y comunican su ser a otro que le da significado. La comunicación es siempre en relación con otro. El tema de la comunicación es un tema profunda y esencialmente humano. Si bien una piedra comunica, ella no tiene idea de ello. Los humanos sí podemos conocer y significar esa comunicación. Más plena será, cuánto más conscientes de lo que somos. Más reconciliada entonces porque la reconciliación pasa por el corazón las aristas de los límites y las pacifica. La comunicación es un acto existencial y la existencia es un acto comunicativo. Pero, no es común detenerse a paladearlo. Somos objeto de comunicación desde que somos engendrados y todo en la vida, desde ese momento es comunicación. Por ende, todos somos comunicadores. Pero, muchos minutos de nuestra vida nos empeñamos en ser apariencia, en ser otra cosa. Ello, además de producir un desgaste feroz, porque nada hay más agotador que esforzarse en ser lo que uno no es, además, produce comunicaciones incoherentes, erróneas, poco veraces y vacías de sentido. La comunicación del sentido está llena de verdad.

Curiosamente, muchas cosas fundantes de nuestra propia vida las tenemos muy a trasmano, enredadas y traspapeladas. No siempre elaboramos bien nuestras propias emociones, a veces las negamos o las exacerbamos. No siempre llevamos en la cartera, a mano, el hilo conductor de nuestra vida, ése que está profundamente vinculado con nuestra vocación. ¡Ah! La vocación, linda palabra. La vocación es lo que estamos llamados a ser, pero si no estamos conectados con el ser... ¿qué somos?

Si hiciéramos el ejercicio de preguntar a las personas que más nos conocen sobre nosotros mismos, si les preguntáramos ¿ustedes quienes creen que soy yo, qué ven en mí?, quizá nos encontraríamos con algunas sorpresas. Ellos, los seres cercanos, son nuestro espejo, puede ser que nos digan cosas que no nos gustan, pero es una preciosa manera de hacernos un examen. La percepción que mis hijos, hermanos, compañeros tienen de mí, sin duda hablan de mí, ¿pero hablan de mi superficie, de mi apariencia o de mí? ¿Qué comunicamos?, ¿qué discursos tenemos, de qué hablamos o de qué no hablamos?.

Muchas veces comunicamos desde tener y hacer. Cuando llegamos a un lugar por primera vez y nos preguntan quiénes somos, con frecuencia contestamos lo que hacemos. Revisemos nuestros discursos y veamos pistas en ellos. Si estoy lleno de angustia, ¿será que empezar a comunicarme desde la esperanza no me servirá?, ¿puedo hacer el esfuerzo?

En la finalización de un curso de computación para mujeres en Santiago de Chile, ellas organizaron un pequeño acto musical. Un joven llevó su teclado y había preparado algunas piezas musicales. Antes de empezar felicitó al grupo de mujeres que por generación correspondían a la de su propia madre. Él les dijo: “las felicito, ustedes acaban de emprender la felicidad”. Aquellas palabras contenían una sabiduría tremenda. Ciertamente, el curso de computación fue una excelente excusa para salir de la casa y ocuparse de ellas mismas, crear vínculos, tener nuevas conversaciones y, por tanto, resignificarse. Cambiaron el discurso, empezaron a contarse cosas distintas a sí mismas, entre ellas y a sus anteriores vínculos.

Cuando percibimos la existencia como un don hermoso que nos hace y que nos hace únicos e irrepetibles, la vida no puede seguir igual. Cuando nos quedamos al desnudo frente al ser, sea por enfrentarnos a la muerte, sea por enfrentarnos a la inmensidad del cosmos o a la fragilidad de nuestro propio engendramiento, la vida no puede seguir igual. Los artefactos, los celulares, las alhajas, los ruidos, las persecuciones, los delirios... se nos caen. La experiencia existencial tiene una fuerza comunicativa tremenda. Ante las catástrofes y el drama, la opción de abrazar lo más profundo de la existencia es liberadora y generadora de una profunda paz.

Somos en un tiempo y en un espacio

Para la reconciliación es necesaria la contemplación de la realidad y para ello es fundamental hacer silencio, para hacer silencio hace falta tener tiempo y espacio. El silencio no se improvisa. El silencio es lo que da contenido a nuestro recipiente. Las personas somos como recipientes, podemos estar llenos de odio, desidia o vacío, o podemos estar llenos de silencio fundante. Sólo desde el silencio podremos reconciliarnos, es decir, volver a encontrarnos con lo más propio, lo fundante, volver al centro mismo del sentido. Ése es el discurso que nos llena, nos hace personas, recrea el ser. Oportunidades especialmente regeneradoras son los puntos de quiebre, relaciones en crisis, después de un despido laboral o después de un largo letargo, los duelos y por cierto todos los inicios, los proyectos nuevos... Ahí es cuando necesitamos papel y lápiz para anotar ¿qué es lo que tengo ahora?, ¿desde dónde parto? y con eso empezar a caminar.

Veamos un ejemplo: acabo de descubrir frente a mí la sorpresa de existir, mi límite y se me da vuelta todo. Aparece la posibilidad de iniciar el camino de la vida de manera renovada. Reconciliada. Veo que solamente hay una persona capaz de convertir mis amarguras en tierra fértil, esa persona soy yo. Solamente hay una persona capaz de empezar a ver oportunidades en mis fracasos, revisarlos y aprender de ellos, esa persona soy yo. ¿Sobre qué versan mis conversaciones?, ¿cuáles son mis discursos? Mis discursos están llenos de temores y de defensas, de justificaciones y de apariencia. Cuando estoy sola, caminando por la ciudad, ordenando el día, regresando a la casa, preparando una tarea... muchas veces me descubro abrumada, cansada de cansarme, molesta con relaciones poco satisfactorias.

¿Cómo se hace?, ¿cómo se cambian los discursos?, ¿cómo cambio lo que me digo a mí misma que agota el sentido de todo, que descarga las pilas?, ¿cómo me enfrento a tareas que me desgastan y a situaciones de poder que me superan? Con un ejercicio potente de querer ir a fondo, de sinceridad conmigo misma y con el ejercicio del silencio. Para escuchar quien soy y qué quiero, tengo que hacer silencio. Un silencio que arranque de la aceptación de la realidad.

La persona realista tiene una gran parte del camino recorrido, porque ya dejó los sueños estériles atrás y ahora parte de lo concreto. No está lamentando lo perdido o lo que podría haber sido. Las situaciones de la vida nos comunican vida. Se genera entonces la opción de comunicar desde el ser. Un reto enorme. No desde la apariencia, no desde lo que hago y lo que tengo, sino desde el sentido.

Hay otro elemento fundante: escuchar. En el afán de llegar a la cima de triunfo, nos la pasamos compitiendo. Competimos hasta con nosotros mismos: “a ver si hoy demoro menos tiempo en llegar al trabajo”. A propósito de las conversaciones -conversar significa también convertirse- algunos autores, como el chileno Humberto Maturana, dicen que es en las conversaciones en las cuales realmente ocurren las cosas, las transformaciones. Pero ¿conversamos?, ¿escuchamos?, ¿o nos paramos frente al otro para demostrarle nuestra razón y dominio? Al parecer, nos cuesta escuchar. Una parte importante de la sociedad, más de la mitad de sus integrantes, no está siendo escuchada.

Carta de la paz, dirigida a la ONU, punto IX:

Así mismo, es evidente que no se podrá construir la paz global mientras en el seno de la sociedad e incluso dentro de las familias, exista menosprecio hacia más de la mitad de sus integrantes: mujeres, niños, ancianos y grupos marginados. Por el contrario, favorecerá llegar a la paz el reconocimiento y respeto de la dignidad y derechos de todos ellos.

Todos aquellos que no le sirven a un sistema productivo no están siendo escuchados. En las sociedades antiguas, aquellas que cuidaban del ecosistema con equilibrio, los adultos mayores eran consultados para tomar las decisiones.

Dicen que este tercer milenio en el que estamos es el milenio de lo femenino. Lo femenino es la gran esperanza. Lo que no sabemos bien es qué es lo femenino y, por cierto, que lo femenino no es un tema de mujeres, solamente. Intuimos que lo femenino es una apuesta a discursos más inclusivos, con menos poder, con democracias participativas y gobiernos capaces de incluir a las diversidades, como señala la Carta de la paz, dirigida a la ONU, en el décimo punto:

[...] Las democracias, pues, han de dar un salto cualitativo para defender y propiciar, también, que toda persona pueda vivir de acuerdo con su conciencia sin atentar nunca, por supuesto, a la libertad de nadie ni provocar daños a los demás ni a uno mismo.

Lo femenino está relacionado con los procesos, así podemos verlo en las gestaciones, en los embarazos, en los tiempos menos cronológicos y más fraternos, de sobremesa. Lo femenino se permite sentir, sin juzgar. Sentir miedo o rabia no es bueno ni malo, es humano. ¿Cómo canalizamos esos sentimientos, cómo los elaboramos? Es el tema. Si siento rabia puedo usarla para convertirla en diálogo o para matar al otro. El dolor duele, quien lo niegue está negándose a sí mismo, pero el dolor tiene sentido cuando genera vida.

Por tanto, estamos frente a una nueva civilización, construyendo discursos nuevos desde la amistad. Aprendiendo que hay signos de esperanza en cada puerta en cada ventana, en cada mirada. Aprendiendo a dialogar desde el silencio y la escucha.

En una entrevista que le hicieron el pasado 20 de septiembre de 2009, en el diario El Espectador, al filósofo colombiano Carlos B. Gutiérrez cuando cumplió 70 años, él dice que el ciudadano de a pie se ve confrontado a diario con situaciones que cambian y a cuya altura él tiene que estar, he ahí el cambio de cultura; dice Gutiérrez:

Hemos reducido lo ético a puro individualismo, es decir a una racionalidad táctica-estratégica individual, que termina privándonos de mucha orientación que necesitamos. Creo que la orientación tiene que ver con que tengamos un sentido. Es decir, la razón humana está cada vez más centrada en dominio, control y técnica. Y lo que la hermenéutica sensibiliza no es al dominio, sino a agilizar nuestros sentidos de pertenencia de lo que formamos parte, que no tratamos de dominar sino lo que nos permite ser como somos; [...] el reconocimiento de lo que somos como autoconciencia depende en gran medida del reconocimiento de los otros, la identidad humana es un constructo social, no un logro personal.

En justicia, la propuesta de Gutiérrez es una apuesta por la reconciliación, por el otro. Y cuando construimos diálogo, cuando nos convertimos al otro, lo que hacemos es ser amigos. La amistad es la experiencia más sublime que podemos experimentar. En la amistad se vive la fiesta, se escucha el tintinar de las copas llenas de vino. En la amistad, la diversidad es aporte y cuando la diversidad es aporte estamos construyendo amistad. Una amistad abierta, receptiva, invitante y mostradora de caminos. La amistad cerrada es asfixiante, hablamos de amistad en la cual tus amigos son mis amigos. “Hay que cultivar el disenso” dice Carlos B. Gutiérrez.

“La paz se recibe” dice el célebre estudioso de la paz Raimon Panikkar, “no como algo debido, merecido, conquistado, sino como un don, como una dádiva o como una gracia”, la paz deviene por añadidura, llega y “hay que recibirla en cuerpo y alma” añade Panikkar. El desafío es estar receptivo.

Una mirada teológica sobre la reconciliación

JOSÉ MARÍA SICILIANI BARRAZA{*}

Evocación de algunos hechos que muestran la dificultad de la temática

Si el potencial enorme de las religiones se pusiera al servicio de la humanización, en lugar de servir para deshumanizar a la gente, es seguro que la vida sería distinta y este mundo sería más habitable{1}

Como actitud de honestidad con la realidad histórica, tanto pasada como contemporánea, hay que comenzar afirmando que el tratamiento de la reconciliación desde una mirada teológica es problemático y desafiante. En efecto, todos aceptarían sin ambagues la afirmación según la cual la religión ha sido y es fuente de conflicto y de guerras entre los seres humanos de todas las latitudes{2}. Basta con evocar algunos acontecimientos históricos que permiten reconocer que dicha afirmación no es un juicio apresurado motivado por una actitud anti-religiosa. Entre esos hechos se pueden mencionar la Inquisición, la cual, a pesar de todas las explicaciones históricas que se puedan hacer de ella, demuestra una actitud desconcertante, sobre todo para la mentalidad contemporánea. También se puede evocar la Noche de San Bartolomé, en la cual decenas de protestantes calvinistas fueron asesinados por los católicos el 24 de agosto de 1572, en París.

Pero, para no ir tan lejos, cabe recordar la división que se presentó en Colombia entre liberales y conservadores, estos últimos considerados como los discípulos de la Iglesia Católica y los otros como sus enemigos. A pesar de que las causas de la llamada época de La Violencia en Colombia -sobrevenida después del asesinato del líder político Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948- sean múltiples, es innegable que la religión fue uno de los factores que atizó dicho periodo trágico en la historia colombiana.

Sin embargo, aun hoy, podemos constatar cómo la religión es fuente de conflicto y de tensiones: el retorno de lo religioso, señalado por los sociólogos de la religión y por tantos otros especialistas del tema, ha significado, entre muchos de sus aspectos, una vuelta del integrismo, del fundamentalismo e incluso del fanatismo religioso (Mardones, 1999). En ese ambiente se cultivan lecturas literales de los textos sagrados, en particular del Antiguo Testamento, del Nuevo Testamento y del Corán, escritos hace muchos siglos en contextos absolutamente distintos al actual. Pasando por encima de elementales conocimientos de hermenéutica y de todos los aportes de la teoría textual, estas lecturas justifican comportamientos rabiosos y agresivos con respecto al pluralismo, la apertura y el diálogo{3}.

De manera aún un poco anecdótica, a pesar de los diálogos y la mutua colaboración que se acrecienta entre los católicos y “cristianos”{4}, aún hoy la multiplicación de grupos evangélicos y pentecostales en Colombia es fuente de tensiones y enemistades entre los vecinos de los barrios, en el seno de las familias y de los pueblos. Piénsese en el hecho de que algunas predicaciones -es importante subrayar: no todas- en los cultos cristianos son inflamados y agrios discursos contra la religión católica y las prácticas rituales de los católicos{5}. En algunos casos -insistimos en la no generalización-, pareciera que algunos hermanos pastores no pudieran hacer otra cosa sino criticar a los católicos de idólatras y a los sacerdotes de mentirosos y que no hubieran comprendido que su misión consiste en anunciar la Buena Nueva del Reino, actualizando el Evangelio para los hombres y mujeres del presente.

Algunas cuestiones teológicas de fondo

Pensar entonces el aporte que la religión puede hacer a los procesos de reconciliación supone tomar estos hechos -a primera vista banales o arcaicos- muy en serio. Y esta consideración concienzuda significa, concretamente para la teología católica, que es el punto de vista de estas líneas, un replanteamiento juicioso de lo que se conoce como el diálogo ecuménico y el diálogo interreligioso.

Para captar la complejidad de la problemática, a continuación, se enuncian algunas de las temáticas teológicas que están en el trasfondo del asunto y que son un camino insoslayable para pensar los procesos de reconciliación y el aporte específico que la fe cristiana puede hacer al respecto. En todas esas temáticas, esta teología se ve obligada a un cambio de mentalidad. En ese sentido escribe H. Küng: “Todas las experiencias históricas demuestran que nuestro mundo no puede cambiar sin un cambio previo de mentalidad en el individuo y en la opinión pública” (Küng & Rinn, 2008, p. 133){6}. También se podría hablar de un cambio de paradigma que obliga, en términos muy usados por el importante teólogo español Andrés Torres Queiruga, a un “repensar”{7} muchos temas de la fe cristiana que damos por supuesto, pero que en realidad resultan extraños, por no decir chocantes, a los hombres y mujeres de hoy. He aquí pues algunos de esos temas.

Para comenzar por lo general, ¿se puede seguir afirmando la distinción entre religiones reveladas y religiones naturales? Según el viejo esquema de la teología, había una sola religión revelada (la judeo-cristiana) y las otras eran sólo religiones naturales. Esto implicaba una actitud de expansión misionera que partía del presupuesto de la falsedad de las otras religiones. Por tanto, había que misionarlas convirtiéndolas a la fe cristiana, que era la única verdadera. Esto pone en cuestión el tema del valor de las otras religiones y el de “la misión entre los gentiles”.

Pero, este primer tema implica que se reflexione a fondo un punto central de la teología. Se trata de “repensar” la comprensión cristiana de la forma en que Dios se comunica con los hombres. En términos teológicos, a esto se le denomina revelación. Es decir, los cristianos creemos que Dios no es un invento del deseo humano, no es la proyección feuerbachiana de nuestras aspiraciones humanas, cuando no de nuestros temores y apetencias. Porque ya sabemos, gracias a Freud, que estos temores y apetitos deben ser manejados con extremo cuidado por aquello de que “los deseos y los temores inventan sus objetos o sus dioses”. Dios es un don que acoge el hombre en un acto de libertad confiada. Pero, el tema de la revelación, con respecto a las religiones, obliga a revisar la comprensión cristiana sobre la presencia de Dios en la historia de la humanidad. Entre los muchos problemas que esta revisión implica está mirar si creemos realmente que Dios está actuando en el mundo, fuera de la Iglesia, en la vida corriente de los seres humanos. Si seguimos creyendo que hay una historia sagrada y otra profana -afirmación que hace ya mucho tiempo desmoronó la teología contemporánea-{8}, o si creemos que las otras religiones no son lugar de la presencia amorosa de Dios en la historia. Si tal fuera el caso, el esquema totalmente contrario a todo proceso de reconciliación sería este: “nosotros sí / los otros no”; “nosotros verdaderos / los otros falsos” (Torres Q., 2005, p. 100).

Sin las reflexiones anteriores, llevadas a cabo como lo ha hecho la teología contemporánea y como lo sigue haciendo, no se podría plantear el diálogo entre las religiones. Pero aún más, hay que repensar a Jesucristo y su mediación universal. ¿Cómo entender el texto del libro de los Hechos de los Apóstoles, que dice: “porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”? ¿Los católicos podemos seguir afirmando que las otras religiones no son camino de salvación, especialmente aquellas que no invocan el nombre de Cristo? ¿Tenemos derecho a llamar a los creyentes de las otras religiones “cristianos anónimos” como lo propuso el eminente teólogo alemán Karl Rahner? ¿Les gustaría a los cristianos que los llamaran budistas anónimos o musulmanes anónimos? ¿Es Jesús el único mediador?{9} O ¿podemos seguir afirmando que los cristianos son los únicos que conocemos a Cristo?{10}

Pero, fue el mismo papa Juan Pablo II, quien en la encíclica Redemptoris missio (La misión del Redentor. RM), publicada en 1990, en conmemoración del Decreto sobre las misiones del Vaticano II llamado Ad Gentes, resume algunas de las inquietudes que se plantean desde esta problemática cristológica. El Papa escribió:

Debido también a los cambios modernos y a la difusión de las nuevas concepciones teológicas, algunos se preguntan: ¿es válida aún la misión entre los no cristianos? ¿No ha sido sustituida quizás por el diálogo interreligioso? ¿No es un objetivo suficiente la promoción humana? El respeto de la conciencia y de la libertad ¿no excluye toda propuesta de conversión? ¿No puede uno salvarse en cualquier religión? ¿Para qué entonces la misión? (RM n° 4).

Si el tema de la revelación, el de la cristología y el del valor de las religiones están implicados en el diálogo interreligioso, hay otro que incumbe directamente a la Iglesia católica y su aporte a los procesos de reconciliación, sobre todo, si éstos tienen en su origen una temática religiosa. Se trata de la comprensión de lo que es la Iglesia. El tema es espinoso por muchos factores. En primer lugar, está la famosa afirmación de san Cipriano de Cartago “Extra Ecclesiam nulla salus” (“Fuera de la Iglesia no hay salvación”), que el teólogo holandés, fallecido a comienzos de este año 2010, E. Schillebeeckx ha modificado afirmando “Extra mundum nulla salus” (“Fuera del mundo no hay salvación”) y que monseñor Óscar Romero en San Salvador también parafraseó de esta manera: “Extra pauperes nulla salus” (“Fuera de los pobres no hay salvación”).

Se sabe que los primeros cristianos, al entrar en contacto con las culturas griega y romana, politeístas, pero desarrolladas culturalmente, reconocieron en ellas y en sus más hermosos logros filosóficos y éticos la presencia del Verbo, es decir, Jesucristo. Los cristianos vieron en las grandes obras griegas y romanas lo que ellos llamaron Semina Verbi (semillas del Verbo), y esto los condujo a una actitud de valoración positiva de muchos no cristianos. Aunque no se planteó la cuestión de saber si otras religiones eran o no vías de salvación{11}, esta actitud positiva se fue desvaneciendo. En la medida en que la Iglesia se implantó en la cultura romana y que luego la sustituyó al desmoronarse el Imperio, la Iglesia:

[...] no superó la tentación de ir reprimiendo al resto de las religiones, incluido el judaísmo. Ello se acentuó cuando la Iglesia, como heredera de la función unificadora del Imperio romano, configuró el espacio de una sociedad unitaria y homogénea desde el punto de vista religioso como fue la medieval. Las otras religiones desaparecieron prácticamente de la experiencia de los cristianos (Bueno de la Fuente, 2000, p. 310).

Los creyentes católicos que participan activamente en la vida eclesial saben con honestidad que este “régimen de cristiandad” no ha sido fácil de superar y que aún quedan muchas batallas para que, por ejemplo, los laicos y las mujeres tengan el puesto que se merecen en la Iglesia. Pero, para que se consolide lo que el Concilio Vaticano propuso al pensar la Iglesia de forma renovada, a saber: una visión de la comunidad eclesial como “Pueblo de Dios” en el cual la jerarquía sea entendida como vocación de servicio, como deber de lavar los pies y no como oportunidad de hacer carrera y alcanzar honores y prestigios que desnaturalizan radicalmente la belleza de los ministerios ordenados.

En segundo lugar, hay otro aspecto que dificulta esta temática de la comprensión de lo que es la Iglesia, y que afecta el diálogo tanto ecuménico como interreligioso. Se trata de la desinstitucionalización de la fe y de la religión. Hace algunos años (quizás treinta) ya se decía: “Cristo sí, Iglesia no”, eso demuestra la crisis que debía enfrentar la Iglesia al tratar de evangelizar a una cultura que estaba -y que aún sigue estando en muchos sectores- prevenida contra ella, como institución. Hoy en día, la situación se ha agravado por un subjetivismo radical. Porque si con el surgimiento de la modernidad nace el fenómeno del individualismo, en la década del sesenta y en los primeros años de la del setenta, ha surgido una nueva etapa de este proceso, llamada “revolución individual”. El analista del fenómeno religioso en la modernidad y posmodernidad, José María Mardones, lo describe con el nombre de “nuevo individualismo” o “individualismo expresivo”. Éste “habría encontrado hoy, en las sociedades noratlánticas, a través de la sociedad del bienestar y el consumismo, una forma de privatismo concentrado en sus propias vidas y la familia nuclear” (2005, p. 16){12}.

399
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9789585136229
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