Читать книгу: «La balada del marionetista II», страница 2

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—¡Dársena catorce! —gritó Hop.

—¿Dónde están esos barcos tan grandes como los que hemos visto remontar el río? —preguntó Teon.

—En el puerto de mar —respondió Hop—. Aquí atracan los pequeños y los que nos dedicamos solo al río —aclaró, mientras los marineros amarraban la barcaza en la dársena que les habían adjudicado—. Me gusta la catorce. —Oyó musitar al capitán.

Era por la tarde, pero la actividad del puerto fluvial era alta. No podía ser de otro modo con la ingente cantidad de barcos que allí había atracados, por lo que debían caminar con cuidado para no llevarse a nadie por delante con los caballos, a los que llevaban tirando de las cinchas. Al despedirse, Hopaniro les había advertido que no podrían subirse a ellos, pues estaba prohibido por precaución, y en la medida de lo posible, que marcharan hechos una piña. A decir verdad, a Harod lo último que le apetecía era subirse al caballo. Tras tantos días embarcado, sus piernas deseaban moverse y caminar todo lo que fuera posible.

—¡Alto! ¡Por aquí no podéis circular! ¿Acaso no lo sabéis? —esgrimió uno de los dos guardias que, cruzando sus largas alabardas, les cerraban el paso. En Wahl lo normal era prestar servicio ataviado con una armadura metálica y cota de mallas, pero en Saha el clima era templado y los guardias iban provistos de un conjunto de cuero marrón, tachonado y con los brazos al descubierto, como las piernas que asomaban bajo el faldón de curtida piel que se quedaba sobre las rodillas. A la cintura portaba cada uno una pequeña espada.

—Siempre bajo por aquí —respondió Karadian, en un tono difícil de distinguir, donde lo furibundo y la extrañeza se entremezclaban sometidos a un riguroso control sobre sí mismo.

—Vendríais siempre sin caballo entonces. Por aquí se baja a pie, entendiéndose solo las personas. Ni carros ni caballos. Si pretendéis bajar al puerto de mar deberéis hacerlo por el camino de carga y caballos —aclaró el uniformado, señalando con su alabarda hacia el camino que Harod veía a la izquierda, uno un poco más alejado del agua, por el que accedían dos carros tirados cada uno por un caballo.

—Le agradecemos la información, soldado —se adelantó Taria al mago, exhibiendo la autoridad que acostumbraba a mostrar en Wahl, y el respeto que allí mostraban por las normas y los encargados de hacerlas cumplir—. No es nuestra intención incumplir las normas de la ciudad ni armar jaleo con la autoridad local —dijo, tirando de las riendas de su equino para encaminarse hacia aquella dirección.

—¡Solo una cosa más! —comentó el guardia cuando ya se encaminaban hacia el camino, haciéndoles parar y girarse—. Tenéis que ponerles recogeplastas.

—¿Recoge qué? —preguntó Téondil.

—Recogeplastas… —repitió el guardia, que al ver que seguían sin entenderle, hizo un gesto dirigiendo la punta de su alabarda hacia el culo del caballo de Teon—. Allí hay un puesto donde podréis comprar las cuatro que necesitáis —agregó, apuntando nuevamente con su arma, esta vez hacia un tendero apostado cerca del acceso al camino.

—No esperaba que con la fama de bullicio que Saha tiene se preocuparan tanto por la higiene —apuntó Teon, caminando a su lado por el sendero de amarillenta tierra prensada.

—A mí también me ha sorprendido lo de ponerles bolsas en el culo —agregó la elfa, que se había quedado justo tras ellos de forma intencionada. Harod supo que lo hacía por cubrirle las espaldas—. Con tanto que vienes, ¿cómo puede ser que no te hubieras dado cuenta de los recogeplastas y de por dónde se va a caballo? —preguntó, alzando la voz para que el mago, que iba en cabeza, la escuchase.

No hubo respuesta por parte del mago. Se habían cruzado con un carro que subía cargado de mercancías, tirado por dos caballos, y poco después Teon se echó a la derecha, hacia una especie de descansillo que había en el camino. Le siguió, y Taria tras ellos, mientras que Karadian tardó un poco en darse cuenta de que bajaba completamente solo. Se detuvo, pero no fue hacia ellos. Estaban en un mirador, desde el cual podían contemplar el esplendor del puerto marítimo de la ciudad.

—No es un precioso lago enmarcado por verdes montañas, ni una puesta de sol sobre el mar, pero podría decirse que es hermoso —comentó la capitana, absorbiendo profusamente la brisa marina que les llegaba.

—Extrañamente estoy de acuerdo contigo —apuntó Teon—. Me gusta, puede que regrese y me establezca aquí cuando entreguemos esa carta a los airins…

—Es bonito —musitó Harod, con cierta melancolía al oír hablar a su amigo. Hacía tiempo que no pensaba en ello, en que Teon no podía regresar con él a Wahl.

—Piénsalo bien, Harod. No es un sitio demasiado lejano, y al ser un puerto tan importante siempre tendrías una excusa para bajar a visitarme.

—Sí, es posible.

—No sé por qué, pero me gusta mucho —añadió Teon, aspirando brisa tan profusamente como la elfa—. Nunca había visto el mar, pero por alguna razón no me resulta extraño.

Ese debía de ser el sitio que el capitán Hop les había comentado. Fue la primera mañana que amaneció sobre la barcaza, en su terracita privada, como casi siempre que hablaban, antes del desencuentro. Les había hablado un poco sobre Saha, y de una parada en el camino desde donde podrían contemplar el puerto. Dijo que la ciudad estaba dividida en dos regiones, la portuaria y la residencial, destinada para aquellos que vivían en Saha y tenían algo de dinero. Esa parte se alzaba a la izquierda del camino de carros, sobre el gran muro de piedra que les acompañaba en la bajada, a la izquierda. Donde también residían sus dirigentes, porque como bien les explicó el capitán, Saha no tenía ni alcalde ni regente alguno como ciudad independiente que era. Las normas y leyes de la ciudad las dictaba un consejo, uno formado por once tipos y tipas que viven en lujosas mansiones, como se refirió Hop acerca de ellos.

Al otro lado del sendero, a la derecha, habían tenido la parte de atrás de los comercios que tenían su entrada al otro lado, el empedrado camino para peatones. En el mirador el camino se desviaba hacia la izquierda, siguiendo la estela del precipicio en el que abajo se hallaba la zona portuaria, llena de edificios de varias plantas en los que vivían los que menos recursos tenían, además de numerosas tabernas y altas posadas. Todo se veía muy gris, incluso los tejados que la mayoría eran a dos aguas. Era enorme, y no se veía un solo jardín entre sus calles o plazas. Eso estaba reservado para la zona residencial, la de los que ya tenían un poco de dinero y cuyos barrios se alzaban monte arriba. Hopaniro no había estado allí, por lo que no pudo describir dichos jardines, pero sí que les dijo que eso era lo que había oído. Que el monte estaba lleno de casas pequeñas, medianas, grandes y mansiones gigantescas con veinte o treinta habitaciones. Una zona tranquila y alejada del bullicio, les dijo.

Y luego veían el puerto, los barcos. El atardecer estaba reflejado sobre las aguas del mar, anaranjadas y azules, calmadas más allá de los barcos. Eran decenas y decenas, y más decenas de embarcaciones. «Puede que haya más de cien…». No se propuso contarlos, pero, aunque los vislumbraba desde lejos, sí que pudo distinguir que había muchos tipos de embarcaciones, aunque su vista apenas alcanzaba para ver que unos eran más grandes que otros, con formas algo diferentes y uno… Se detuvo en uno que era tres veces más grande que cualquiera de los otros. «¿Será de los gigantes? Debe serlo, siendo tan grande…».

—Debe de haber gigantes, Harod —apuntó Teon, despertándole de su anonadamiento. Supuso que se debía de notar hacia dónde estaba mirando.

—Seguramente, Teon.

—También hay elfos —agregó Taria. Su voz le resultó envuelta en cierta añoranza

«Nunca habla de ellos, de su vida de antes».

—Y enanos —añadió la elfa, cuya vista sí que parecía ser capaz de distinguir los diferentes tipos de naos—. También de Harrezión, y el lobo del norte ondea sobre el mástil de seis embarcaciones. Forth, Kronh, Khormonh también… E independientes. Son la mayoría, creo yo. Mercaderes de las distintas casas de Margrum y Marnian, o de las ciudades libres, también de las islas piratas y… airins. También hay un pequeño barco de airins —puntualizó con desdén. No le gustaba tener que ir a Ethernia, a entregar ese mensaje a los airins. Ya había dejado bien claro que no le gustaban, y que a ellos tampoco les gustaban los elfos.

—Tampoco les gustan los magos, pero tenemos que ir —habló de repente Karadian, que había aparecido tras ellos sin que se diera cuenta—. Si ya habéis terminado de contar barquitos, sigamos. Hay que contratar peaje en el primero que vaya a Zarinia. A ver si hubiera alguno que parta esta misma noche.

—¿No vamos a dormir aquí, aunque sea una noche? —cuestionó Harod, sorprendido. Tras tantas jornadas en la barcaza de Hop deseaba pasar al menos una noche en tierra firme.

—Cuanto antes lleguemos, mejor —intentó zanjar el mago, inútilmente.

—Yo también quiero quitarme esto de encima cuanto antes —apuntó Taria, que antes de dedicarle al mago su acerada mirada azul le había dedicado una a él cargada de complicidad—, pero una noche sobre una cama que no esté en continuo vaivén nos vendrá bien a todos.

—Yo estoy con la elfa —agregó tímidamente Teon, levantando la mano, susurrando a continuación—: Si mi opinión cuenta para algo…

—Entiendo…

Karadian dio media vuelta y reemprendió solo la marcha, siguiéndoles ellos algo despegados, con Taria detrás. El camino discurría casi recto, con ligeros serpenteos a la vera del barranco, donde abajo se encontraba la zona portuaria y sobre el imponente muro de la izquierda residencial. No había demasiado tránsito a esas horas, pero, aun así, se cruzaron y fueron también adelantados por algunos carros, señal de que la actividad no cesaba al menos hasta la noche. Llegaron a una bifurcación hacia la derecha, donde un letrero en forma de flecha indicaba que por ahí se accedía a la zona norte del puerto. Se veía una larga avenida, pavimentada con lisa piedra gris, pero el mago había pasado de largo, por lo que decidieron seguirle. También obvió la señal que indicaba hacia la zona centro norte, y después tampoco hizo caso de la del centro. Se detuvo en la siguiente, en la que la flecha de madera mencionaba que por ahí llegarían a la parte centro-sur del puerto.

—Por aquí encontraremos una posada que no esté tan metida en el bullicio —les informó—. Con suerte también tendrá establo para los caballos.

Los edificios que flanqueaban la avenida de grandes y rectangulares losas grises eran altos, muy altos. En Wahl había algunos altos, pero pocos, no era lo habitual. En Saha parecían ser todos así. Los más bajos tenían tres o cuatro plantas, y cuando contó uno con seis dejó de hacerlo, pues se cansó de estar todo el rato mirando hacia arriba, contando pisos. Tuvo la impresión de que algunos de los que vio desde el mirador debían tener aún más. Habían pasado ya por cuatro posadas, pero por ningún establo. El primer posadero les informó que había establos en el puerto, directamente relacionados con las dársenas y que también cumplían funciones de almacenamiento, pero como no era su caso, también les dijo que había establos independientes a las afueras, aunque también otros más metidos por el centro, dirección que Karadian se negaba a tomar. En la tercera posada, sin embargo, la posadera les indicó la dirección de un pequeño hostal que tenía espacio para seis o siete caballos. Tras preguntar por ella en la cuarta posada, el muchacho que les recibió fue un poco más preciso y amablemente les acompañó hasta una esquina, señalándoles con el dedo la fachada del pequeño hostal.

«Esperemos que tenga sitio para los caballos».

Lo tenía. Karadian se quedó cerrando el pago con el recepcionista mientras ellos llevaban los caballos a la parte de atrás, donde había un pequeño establo. Contó hasta ocho pequeñas dependencias, no muy grandes, pero al menos tendrían espacio para descansar. Solo había allí otros dos equinos, yaciendo plácidamente sobre la paja.

—¡Arriba! —Los despertó Karadian de repente, apareciendo de improviso en la habitación que compartía con Téondil—. Nos vamos. El barco zarpa en una hora. —Aún no había amanecido.

Capítulo 2
Álanor

El asedio a Álanor estaba resultando de lo más tedioso. En la vida había pensado que un asalto a una fortaleza, la más famosa e inaccesible de todas, además, pudiera resultar tan aburrido. Llevaban una semana acampados alrededor del fortín y ni unos ni otros habían hecho el menor acto de guerra, excepto por los cuatro soldados, calificados como estúpidos e ineptos y merecedores del castigo, que se acercaron más de la cuenta a los muros y fueron abatidos ipso facto por los arqueros de Álanor. Tres eran errantes, pero uno era un soldado de Khormonh. Le fastidió que, mientras él disfrutaba de un baño en la playa, uno de los suyos pudiera ser tan memo como para querer comprobar la dureza de la muralla palpándola con las manos. Evidentemente, no tuvo tiempo de cerciorarse de ello. Había sido tan absurdo que aquello no podía considerarse como un acto de guerra, ni de agresión, ni de defensa siquiera, sino más bien como un acto divino, como si del azulado y despejado cielo hubiera surgido divinamente un rayo y lo hubiese fulminado.

—Por gilipollas —gritó Lékar cuando se enteró de ello—. Como algún otro vuelva a intentar avergonzarme con otra gilipollez así me adelanto y lo desollo vivo antes de cortarle las manos y los pies y clavarlo en una pica hasta que muera con el palo metido por el culo. —Aquella idea le gustó. En cuanto visualizó la puesta en escena empalando a uno de los suyos para dar escarmiento al resto, supo que de algún modo u otro debía de ponerla en práctica.

Lékar no paraba quieto en el mismo sitio, siempre yendo de un lado para otro, ordenando por aquí, organizando por allá, mandando a unos y otras, aunque esas otras no le hacían demasiado caso, algo que comenzaba a exasperarle. Caminaba sin prenda alguna que le cubriera el torso, al igual que la mayoría de los soldados que tenían turno de descanso, aunque adornado con su espadón a la espalda. Debido al creciente calor, solo vestía un fino pantalón gris, el cual había cortado toscamente por encima de las rodillas. Por otro lado, Lékar quiso dar ejemplo a sus hombres, así que fue el primero que renunció a la compañía de una mujer, aunque también era cierto que ya no gozaba de los favores de Gréndhalin y las suyas, por lo que el deseo carnal era prácticamente nulo. Habían raptado un buen número de mujeres en algunos de los poblados que habían asaltado por el camino, pero violarlas no era comparable a yacer con alguna de las Estrelladas. Y tampoco deseaba que sus soldados, preparados desde hacía tiempo para tal momento, convirtieran el hastiado campamento en un burdel que los distrajera demasiado de sus cometidos. Impuso la norma de que mientras durase el asedio, nadie bebería, ni fumaría hierba ni follaría. Nadie.

Todos parecían estar cumpliendo la norma a rajatabla, aunque eso no significaba que estuvieran de acuerdo con ella. Sin embargo, había un grupo que no hacía demasiado caso a las palabras del gigante, saltándose cada noche la última de las indicaciones. Todas las Estrelladas practicaban el sexo asiduamente entre ellas, y es que los cantares sobre sus multitudinarias orgías eran famosos y conocidos en cada rincón de Ixceldior. Lékar había pillado a muchas de ellas realizando esos actos, pero sabía que no podía hacer nada con ellas, algo que sabía que tarde o temprano le traería consecuencias ya que no era capaz de explicárselo adecuadamente a sus hombres. Primero porque él no era su rey y se pasaban por el forro su cargo de general, y segundo porque sabía que era imposible prohibir dicho acto a esas mujeres. Había comprobado que la fama de las Estrelladas acerca de que eran excesivamente promiscuas y lascivas era totalmente merecida. Lo había visto y lo había comprobado en sus propias carnes hasta el punto de que todas las noches anteriores al desencuentro con Gréndhalin tuvo que decir basta, estando más que cansado y harto de follar. Cada mañana se había levantado con el nabo casi desollado y con un dolor tremendo en la punta al mear. Según le contó la reina, ya fuera de día o de noche, cada estrellada lo hacía al menos día sí día no. Y Gréndhalin, según comprobó y le confesó sin el menor reparo, era de las que follaban cada noche con una o más de sus súbditas.

—Al menos follan entre ellas —se consoló Lékar a la tercera noche, tras descubrir a varias decenas de ellas fornicando salvajemente entre los árboles, esperando que sus hombres no se rebelaran y que, pasado un tiempo, perdieran todo deseo carnal. Aunque también era cierto que las esperanzas depositadas en los suyos eran escasas. Sabía que más temprano que tarde tendría que claudicar.

Pero en lo que no estaba dispuesto a claudicar era en el cumplimiento de las obligaciones. Lékar castigaba severamente a aquellos que se distraían, que no estaban a la hora prevista en sus puestos, o a los que abandonaban los suyos para espiar a las impúdicas mujeres. Las Estrelladas no tenían el menor reparo en dejarse observar mientras follaban unas con otras. En las tiendas apenas se las veía, pero sí en el bosque o en la playa. Parecían estar cogiéndole gustillo a fornicar en la arena de la playa, puesto que su reino no daba al mar y aquello parecía resultarles tremendamente excitante. Había pedido por enésima vez que se las dejara en paz y no se las espiase, pero sabía que era una orden imposible de hacer cumplir, por lo que solo castigaba a los que dejaban las tareas de vigilancia para espiarlas. Era imposible apartar la vista de ellas, incluso para él, quien además se había fijado especialmente en una de ellas.

«Neríade…» suspiró cuando Gréndhalin le dijo su nombre, nada más verla ante las puertas de Ilien.

—Es la líder de las Kalís —le informó.

Hasta entonces, Neríade había pasado desapercibida, manteniéndose en un segundo plano y siempre rodeada de las suyas. Lékar apenas había podido reparar en ella puesto que las Estrelladas no llegaron a entablar combate en Valiar, no participaron en las matanzas y saqueos de las pequeñas poblaciones que se encontraron por el camino y tampoco participaba de las orgías que Gréndhalin le organizaba. Y, sin embargo, ahora las tornas parecían haber girado en las Estrelladas, ya que la reina era quien parecía ser una más de no ser por la corona que portaba puesto que Neríade se había hecho con el mando de las cuarenta mil mujeres.

—Es algo parecido a lo que hacen los Tigerlam —le dijo Gréndhalin cuando él la cuestionó por ello el segundo día de campamento.

—No es algo de los Tigerlam. Esa costumbre de Harrezión les viene de tiempos mucho más antiguos. Según dijo el desgraciado tigrecito cuando llegó a Thandroll, esa práctica viene de una ancestral guerra contra la diosa de la Muerte, por lo que si lo de cambiar a un dirigente más apto en tiempos de guerra es una táctica acertada no será mérito de ellos.

—Tal vez no sean tan famosas como la invencible Guardia Dorada de Álanor, pero estoy segura de que las Kalís están a su misma altura —dijo Gréndhalin.

De ningún modo Lékar creyó que la destreza de esas mujeres estuviese al mismo nivel que la formidable escuadra de Álanor, pero en su interior sí que reconoció que causaban cierta impresión. No solo eran terriblemente bellas y esbeltas, altas y fuertes, sino que cada una de las diez mil Kalís llevaba un tatuaje de lo más llamativo. Era una gigantesca enredadera que nacía encima de uno de los ojos y descendía por la sien para rodearlo casi por completo con una pequeña ramificación. Después la enredadera seguía descendiendo justo ante la oreja y bajaba por el cuello y el costado, y recorría toda la pierna hasta llegar a los dedos del pie. Además, a la altura del hombro otra ramificación recorría ese brazo hasta llegar a la uña del dedo índice, y también tenían ramificaciones que acariciaban el bello seno del lado en cuestión, así como también la enredadera tocaba el sexo de cada una de ellas. Y, entre ramas y ramas, pequeños puntos relucían como si de mismísimos diamantes se trataran. Unas Kalís tenían la enredadera recorriendo de arriba abajo su lado izquierdo, mientras que otras la tenían en el lado derecho.

Neríade no era la Kalí más alta, pero sus ciento setenta centímetros desprendían muchísima más energía que cualquiera de los soldados de Khormonh. Su tatuaje recorría todo el lado derecho, y una de las pequeñas estrellas de diamantes estaba en el cuello, justo debajo de la oreja. Era perfectamente visible ya que tenía el cabello muy corto, distribuido en pequeños mechones rizados que le daban el aspecto de estar despeinada. Era pelirroja, de tez clara y firmes ojos amarillos. Un aspecto que primero le pareció fuego puro, pero ahora que llevaba una semana soportándola, le resultaba felino. Y odiaba todo lo que tuviera que ver con gatos, o tigres.

—¡Te dije que debían participar en las guardias! —gritó Lékar al acercarse a la reina—. En una semana no he visto a ninguna de ellas haciendo turnos —apuntó en un tono más conciliador, tras verse apuntado por una veintena de arcos, cuyas miradas tras la cuerda de cada uno de ellos no le hacía dudar de que dispararían sin el menor reparo por más general o gigante que él fuera—. Mucho me temo que, si tú no lo haces, tendré que ser yo quien la ponga en su sitio.

—¿Ponerla en su sitio? —dijo medio riéndose Gréndhalin.

—Si no lo haces tú, tendré que hacerlo yo —esgrimió, mostrándole rabiosamente el puño ante su cara—. Y te aseguro que no le gustará. Ni a ella ni a ti.

—¿Y qué harás? ¿Castigarla con unos azotes? —continuó hablando con sus pícaros ojos celestes y su sensual sonrisa, denotando estar a punto de estallar en carcajadas. Se enfureció aún más.

—Tiene los humos demasiado subidos. Si tú no puedes hacerlo, te repito que seré yo quien tenga que enseñarle quién manda aquí. —Nada más decirlo se giró para emprender airoso el camino en busca de la líder de las Kalís, quien como había hecho estos días atrás a media mañana estaba aleccionando a sus mujeres en el interior del bosque.

—¡Te aconsejo que no lo hagas! —exclamó la reina. Se detuvo tras los dos pasos dados, girándose para encarar de nuevo a Gréndhalin—. Lékar, a mí misma me cuesta a veces que las Kalís acaten mis órdenes porque, aunque yo sea la reina, las Kalís solo obedecen sin rechistar a su líder, y esa… esa es Neríade. Y si lo que piensas es retarla a un duelo para demostrar tu virilidad, te advierto de que lo único que harás será perderla. Incluso si consiguieras vencerla. ¡Piénsalo! ¿Cómo crees que se sentirán tus hombres viendo cómo su gran general, un enorme y poderoso gigante, desafía a una mujer? Lo único que conseguirás será perder. Pero te advierto que no perderías tu hombría solo por retar a una mujer, sino por morder el polvo ante ella. Te crees invencible por ser un gigante, pero Neríade está acostumbrada a batallar cada día con thargros, y muchos de ellos son más grandes y bestias que tú. Híbridos entre hombres y lobos, gigantes y osos, cruzados también con leones o tigres… Neríade se ha merendado a más de uno que medía tres metros, y con las manos desnudas, por lo que puedo asegurarte que no se intimidaría ante ti, y que debido a su férrea y venerada disciplina, tampoco te subestimaría y no dudaría en destriparte vivo para usarte como ejemplo. Así que déjala en paz y métete en tus asuntos, asuntos de débiles y perezosos hombrecillos a los que les cuesta más trabajo de la cuenta mantener la polla mirando para abajo.

—Es… es una mujer —espetó Lékar, a regañadientes y apretando los puños—. No me impresionas con tus… fábulas. Ninguna mujer podría derrotarme. ¡Haz que te obedezcan! No te lo diré más. Si no obedece, yo la haré obedecer.

Lékar, airado, se dirigió hacia la playa. Necesitaba darse un baño para templar los ánimos… «Pero solo esta vez. A la próxima…». Se propuso dejar de pensar en ella.

Hasta el agua salada estaba caliente, por no mencionar los vientos excesivamente cálidos y húmedos que provenían del oeste. Estaba más que acostumbrado al calor, pero el que imperaba en Ilien era seco, mientras que el calor del sur le estaba resultando insoportable. Flotando, con los brazos y piernas extendidas, se quedó observando el inmenso azul del cielo de Harrezión.

El sol también brillaba aquella mañana, despuntando sobre otro cielo azul, aunque salpicado con nubes que se asemejaban a borregos y empujadas por una brisa fría.

—Nos has deshonrado a todos —le reprochó Durgón, empujándole él mismo junto a Yackem, arrojándolo al Páramo de los Efemitas. No cayó al suelo por poco, pero se sintió como si lo hubieran arrojado al fondo de un pozo y vertieran la tierra de medio monte sobre su cabeza—. ¡Lárgate y no vuelvas por aquí! Espero que te revienten la cabeza. —Lékar alcanzó a oír el quedo deseo del Señor de los Gigantes mientras se daba la vuelta y cerraban ambas hojas del grueso portón de madera.

«El destierro efemita…».

Lo habían expulsado de Thandroll por su intento de asesinato sobre Darion. No lo negó, sino que alzó la cabeza y lo admitió libremente. Aquello le había costado la repulsa por parte de los gigantes, que lo expulsaron al Páramo como condena.

«Algún día volveré. Volveré y haré que clavéis la rodilla en el suelo».

En la mochila tenía agua y comida para una semana. Se había ataviado con unas botas marrones de cuero envejecido con un dobladillo blanco de grueso pelo de oveja. Las había elegido porque le resultaban muy cómodas y ya las tenía muy hechas a sus enormes pies. En cambio, para los pegados pantalones había elegido una fina tela marrón que se anudaba con un simple cordón en la cintura, y arriba una camisola también de algodón marrón y fina, pero sin mangas y con una lazada bajo el cuello, desabrochada. El abrigo que había elegido sí era grueso y bien preparado para el frío, de cuero marrón y forrado con borrego blanco. Lo llevaba enrollado y atado bajo la mochila. Y su espadón. Tenía derecho a elegir un arma y eligió un espadón a pesar de que para enfrentarse a los efemitas era preferible el arco, ya que si permitía que se acercaran demasiado, sus habilidades les permitirían entrar en su cabeza y dominarle o hacerla estallar desde dentro, dejándola como una sandía aplastada por una maza. Al menos eso se decía que podían hacer, aunque él no había llegado a comprobarlo. Lo acomodó bien en su espalda, oculto parcialmente por la mochila. Oteó el panorama, desolador, ya que la tierra fronteriza a la empalizada de los gigantes era un erial desértico de vida y vegetación.

«Hacia el sur hay demasiado terreno, y está la empalizada de la coalición… No, no quiero pasar por allí si es que pudiera llegar. Seguro que les habrán puesto en aviso… Paso de ver sus caras… acusándome… De frente iría de lleno a sus asentamientos, sería peor que abrirme en canal yo mismo con mi propia espada, y si tuviera la potra de sortearlos toparía con los thargros…». Echó un ojo hacia el norte, hacia la única dirección en la que no había nada. «Tal vez pueda hacerme a la mar. En Pequeña Isla suelen parar los barcos del Norte cuando se dirigen o vuelven de Saha… Si encuentro madera para hacer una balsa…».

—¡General, general! —Oía en sus adentros, de forma repetitiva, mientras visualizaba el terreno que le llevaría hasta Pequeña Isla. «General…». Entonces le prestó más atención a las voces, y cayó en que estaba soñando, recordando, en la playa… Abrió los ojos de sopetón para regresar a la realidad. Se halló solo y rodeado de agua, oyendo cómo le llamaban. El sonido parecía lejano y tumultuoso, y al indagar sobre su procedencia, se dio cuenta de que el mar se lo llevaba muy adentro. La playa estaba lejos y llena de puntitos, los cuales supuso que debían de tratarse de soldados, apostados en la arena, llamándole.

—¡Joder! ¡Puto mar traicionero! —Comenzó a dar poderosas brazadas.

«Y ninguno de esos mierdas ha venido a buscarme. ¿Iban a dejarme ir, a dejar que desapareciera? Hijos de su puta madre…».

Salió del mar completamente desnudo, siendo observado por los numerosos bañistas, que no eran otros que sus soldados que estaban en turno de descanso.

—¡¿Qué, ninguno pensaba lanzarse al agua?! —Nadie habló, todos los que lo rodeaban estaban realmente acongojados—. Putos cabrones hijos de puta, la próxima…

¡Orúúú! ¡Orúúú! ¡Orúúúúúú!, se oyó de pronto en el campamento.

—Mira por dónde… —dijo al oír los tres berridos del cuerno, apresurándose a terminar de vestirse para salir corriendo a recibir a su rey—. Menos mal, porque si no va a parecer que en lugar de venir a conquistar un castillo hemos venido a conquistar la playa —se dijo, mientras se acoplaba el pantalón.

—Mi general, yo… —musitó Venterk, cabizbajo y avergonzado por su tono de voz.

—Lo sé, Venterk. No tienes que reprocharte nada. No iba por ti. Sé que no sabes nadar y que le tienes auténtico pavor al mar.

—Sí, pero, aun así…

—¡Déjalo! Ya te he dicho que no iban por ti… Aunque deberías intentar quitarte ese miedo y aprender a nadar de una puñetera vez.

—Eeeh, sí.

Cuando el gigante llegó al campamento, Torkian ya llevaba medio camino recorrido. Los soldados habían formado un pasillo por el que avanzaban los cinco jinetes en dirección a la fortaleza asediada. Torkian marchaba en el centro, en cabeza, bien flanqueado por los cuatro jinetes que vestían túnicas negras.

Las cuatro amatistas que culminaban la corona de Torkian refulgían bajo el imponente sol de Harrezión. La corona negra iba a juego con sus oscuros ropajes de cuero, y la H de pecho y capa combinaban con el color de las cuatro piedras preciosas de la corona. Solo la enorme y plateada hebilla del cinturón se desmarcaba del negro y del morado. Torkian siempre mostraba un cuidado aspecto físico, por eso su corta melena y su también corta barba resplandecían impecablemente aseadas sobre su clara piel. Cada vez que lo visitaba en Orguen oía a las mujeres babeando por él. «Es el puto rey. Cómo no iba a ser atractivo. Si le quitas la corona, lo lanzas al barro y le vistes de harapos, verías cómo solo las gordas y feas le dedicaban una mirada». Se complacía diciendo eso a Venterk cuando el rey no podía oírle.

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9788418996832
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