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La oficina conseguida está oscura y hoy me falta ese rayo de sol que he dejado a la entrada. Aquí todas las estaciones son iguales y si no fuera por el gran frío del invierno y el calor del verano no podríamos saber en qué periodo del año nos encontramos. Cuando salimos a las seis es horrible entrar con la luz y salir cuando ya está oscuro. Parece como si hubiéramos perdido una parte de nuestra vida entre documentos y estadísticas poco útiles para nuestra existencia. Poco después de que llegamos desciende el silencio sobre todo el consultorio: en cuanto empieza el curso las futuras mamás se sumergen completamente en los ejercicios de respiración y en la gimnasia de parto en la sala adyacente a la entrada y solo se oye a lo lejos la débil voz de Anna, nuestra obstetra faviorita, que con su voz dulce y suave guía a las mujeres en el momento más bello de su vida. Así podemos también nosotras empezar a encender los ordenadores y a preparar las cosas, ya que mañana será la reunión con la responsable de todos los consultores familiares de zona y esta quiere tener todos los datos al alcance la mano, con muchas estadísticas demográficas y los nombres de quienes han prestado servicios en los últimos seis meses.

En cuanto se enciende el PC, la imagen de mi fondo de escritorio me lleva inevitablemente a soñar unos minutos. Desaparecen en la nada todos los ruidos de fondo en mi vida y vivo solo en mi mente, con los recuerdos ligados a esa foto. La hice yo, no hay nadie en la imagen, pero sé quién está detrás del objetivo y esto la hace más especial y única, con un significado que sólo yo puedo entender del todo. Se ve un hermosísimo valle, que parece tan infinito que su fondo se confunde con el cielo al atardecer. Las hojas rojas de los árboles y el prado que comienza a amarillear en la claridad de la tarde muestran al mismo tiempo el rojo sol y la luna a un lado, que abraza tímidamente sus horas diurnas. Ninguna persona, ningún animal, ningún sonido, pero una sensación de paz y serenidad que solo puede dar una foto de este estilo. Todavía siento las manos sobre la máquina fotográfica y la mirada perdida dentro de la cámara para luego ir más allá y perderse en la infinidad de la naturaleza. La puerta se abre de repente y me devuelve brutalmente a la vida real: se asoma una cara desconocida, por un momento nos preguntamos quién puede ser, hasta que nos fijamos en su voluminosa barriga y entendemos que es alguien que se ha retrasado en el curso y se ha equivocado de habitación. La acompaño y aprovecho para tomar un poco de aire, ya que hoy, no sé por qué, me parece que me falta, y para llamar a Carlo, visto que en nuestro despacho la señal telefónica es prácticamente inexistente y telefonear se convierte una empresa imposible. Unos pocos minutos y vuelvo adentro, quiero darme prisa en terminar el trabajo para evitar permanecer encerrada aquí dentro hasta tarde.

CAPÍTULO 3
LA MARGARITA DE VILLA BORGHESE

Cansado del estupendo paseo por las afueras, acabo decidiendo volver a casa y trabajar un poco en la tranquilidad de mis cuatro paredes. Tengo un retraso de correos electrónicos que evitar y quiero trabajar sobre mis últimas fotos tomadas hace ya demasiado tiempo. También tengo que entregar el trabajo realizado hace unas semanas, que recoge en unas pocas imágenes la vida en el mar después de las vacaciones de verano. He decidido hacer todas las fotos en blanco y negro, colores que reflejan muy bien el estado de ánimo que se puede tener delante de la extensión de agua salada cuando se ha acabado el buen tiempo. Y, sin embargo, a mí, ir al mar de invierno me impacta fuerte. Fui solo, saliendo muy pronto por la mañana, capturando las primeras luces del alba que salían de dentro del mar. Armado con una manta y un gorro de lana, me coloqué sobre la arena todavía húmeda que crujía bajo mi peso. Solo yo en toda la playa, yo y lo mastodóntico delante de mí, con su dulce rumor y el ir y venir de la orilla. Así esperé a que saliera el sol, un espectáculo increíble que iría a ver todos los días si viviera más cerca de la costa. Sentado sobre mi manta, con los guantes para evitar tener las manos congeladas en el momento de tomar la primera foto, el frío en las mejillas y la nariz roja. Entonces llega el sol, delante de tus ojos con toda su belleza y el mar empieza a colorearse y a brillar como siempre, y el aire fresco se apaga poco a poco sobre la piel. En estos momentos soy una sola pieza con la cámara fotográfica y tengo avidez de fotografías, como si tuviera que detener cada instante concreto, porque sé que nada se repetirá del mismo modo. Mientras hacía las primeras fotos, se acercó un perro de tamaño mediano, que había llegado a la playa con un señor anciano que se ha quedado justo al inicio de la arena, mirando al mar con un esbozo de sonrisa que denotaba un estado de ánimo despreocupado y sereno. Entretanto, el perro corría como un loco, volviendo siempre a sus pies, para luego lanzarse de nuevo en una carrera entusiasmada hacia las pequeñas olas que mordían la arena. Para romper la soledad que probablemente debía ser la situación natural cotidiana para él, el hombre se me acercó lentamente para ver qué estaba haciendo. Después de un primer saludo de cortesía, empezamos a hablar de ese lugar encantador y de la belleza que solo puede verse en invierno. De nuevo a solas, comencé a apreciar ese lugar un poco melancólico, pero lleno de tantos matices. Los perfumes de las plantas habían empezado a hacerse más diferenciados y cerrando los ojos conseguían llevarme atrás en el tiempo, a otros lugares y otras situaciones marinas. La arena todavía fría entre las manos, con la que jugar sin dejar rastro. El mar siempre allí, con su movimiento constante, que permite ver ahí abajo algunas pequeñas conchas y que te parece que te está invitando a atravesarlo, a entrar para nadar hasta el horizonte. Solo me despierta el olor del restaurante cercano sobre el mar que está empezando a preparar la comida con mucha anticipación, probablemente para alguna fiesta o acontecimiento especial.

Todas estas son las emociones que vuelvo a sentir a semanas de distancia viendo mis fotos, esperando que también quien me encargó este trabajo pueda entender todo su valor. Revisarlas en el ordenador me genera un gran deseo de volver ahí y, por primera vez, el deseo es el de ir con mi misteriosa compañera de café, sin hablar, saboreando juntos las mismas emociones, quizá de la mano, un contacto entre nosotros que no hemos buscado hasta hoy. Acaba de trabajar y envío todo a través del correo electrónico y luego cierro rápidamente el ordenador antes de ponerme bajo la ducha y prepararme para la cena con Lucia. Como es habitual, llego al lugar de la cita mucho antes de la hora y que me pongo de perfil y me entretengo mirando a los paseantes y sus pequeñas historias hechas de pequeños momentos robados. Pasa una familia con dos niños pequeños, todos apresurándose en su anhelo de llegar a casa después de un largo día, cada uno con sus propias tareas. La madre abraza dulcemente al niño más pequeño, cansado y adormecido entre sus brazos, mientras que el mayor está contando al padre la tarde pasada, tal vez dedicada a algún deporte. Poco después llega una señora en bicicleta, vestida elegantemente y con el bolso a la espalda para no perder el equilibrio. No falta el joven que pasa inmerso en su música preferida y el hombre que, con paso veloz, habla al teléfono de sus planes para la tarde. Por fin llega ella, mi querida amiga que aparece en la esquina del fondo, siempre guapa y radiante. Hace meses que no nos vemos, pero en cuanto la vuelvo a ver parece como si nunca nos hubiésemos despedido en el aeropuerto, escondiendo cada uno una lágrima para perdernos luego en la cotidianeidad de dos países lejanos. Un largo abrazo nos devuelve al día de hoy y empezamos enseguida a jugar a quién cuenta primero las últimas novedades al otro, mientras entramos en nuestro restaurante preferido, donde solo se come pizza y pinchos de carne. El local es sencillo, con mesas de madera y manteles de papel a cuadros blancos y rojos, sillas típicas de las trattorias romanas y la calurosa acogida de los dueños de siempre, a los que conocemos muy bien. Delante de una buena pizza horneada con leña y una jarra de cerveza, Lucia tiene la cara presa de una gran excitación, con la urgencia de querer decirme la primera su verdadera noticia y yo estoy listo para festejar su retorno. Sin embargo, cuando empieza hablar, entiendo que mis esperanzas son completamente erróneas. En Francia ha conocido a un hombre, se han enamorado inmediatamente y ahora espera un hijo. De golpe se desmorona todo mi castillo hecho de la esperanza de recuperar a mi amiga para siempre conmigo y la veo nuevamente irse hacia la lejanía, esta vez para siempre de verdad. De hecho, ha venido a Roma para preparar la mudanza de sus cosas y se establecerá definitivamente con él, en una hermosa casa en el centro de París. Para mí será una oportunidad de volver a visitar la capital más romántica del mundo, pero con un ánimo distinto, cuando nazca el pequeño. Celebramos la estupenda noticia de la nueva vida que va a venir y Lucia continúa contándome sus magníficos meses franceses entre el nuevo trabajo, que le está dando grandes satisfacciones, su primera muestra fotográfica y su edificante historia de amor que ha galopado velozmente hasta la meta del embarazo inesperado, pero bien aceptado. Todo lo que me cuenta me hace entender que mi vida se ha parado, estoy en un momento de estancamiento que, sin embargo, solo me afecta a mí y estoy me fastidia un poco. Empiezo a sumirme en mis pensamientos y a no oír nada de lo que me rodea, incluida Lucia, que, al estar tan concentrada en su vida, no tiene tampoco deseos de saber qué está pasando con la mía. Vuelvo con la mente a la mañana tan tranquila y hecha de colores y ahora solo querría escapar del caos del local ahora lleno e inmerso en el jaleo de la gente que habla y come vorazmente. La idea de que en unas pocas horas volveré a mi bar a recargarme con su sonrisa me ofrece una vía de salida y el local recupera el aspecto familiar de cuando llegamos y el jaleo se transforma en un vocerío normal hecho de risas y conversaciones entre amigos. Lucia todavía está hablando mientras saca de su bolso una tablet para enseñarme las fotos de su exposición. Este es uno de mis viejos sueños, poder exponer personalmente las mejores fotos que he tomado todos estos años. Aunque no está previsto ni lejanamente, ya he empezado a elegir un tema y a decidir cuáles son las imágenes de más mérito para imprimirlas en gran formato para atraer las miradas de los visitantes. Ya me los imagino a todos con las narices hacia arriba, cautivados por mis fotos y también mis emociones, dependiendo sin embargo de cada una de sus vidas. Porque la fotografía, como la poesía o incluso las canciones puedes ponértela como si fuera ropa. Las mismas palabras encierran en su interior muchos significados y todos pueden hacerlos propios. Del mismo modo, la fotografía puede transmitir muchas sensaciones diversas y lo que para unos es triste puede dar fuerza y energía a otros. Recuerdo el mar en invierno, tan triste y melancólico para quien lo ama lleno de gente y solo lo aprecia con un sol abrasador, y refrescante en el invierno por el contrario para quien, como yo, adora los lugares solitarios y que muestran un aspecto fuera de las reglas convencionales.

La exposición de Lucia estaba verdaderamente bien organizada hasta los más mínimos detalles, en un espacio abierto con paredes muy altas e inmaculadamente blancas. Nada que impida ir de una a otra foto, todas expuestas a la misma altura y con el mismo tamaño a lo largo de las tres paredes. Una sola mesa recibía a los visitantes con algo para beber y algún tentempié para tomar durante la visita. Todas las fotos estaban trabajadas en blanco y negro con algunos detalles en color y el hilo conductor era la presencia de corrientes de agua: recodos de ríos, fuentes de las que beben niños, detalles de diversas fuentes, un lago al atardecer… el agua en todas sus dimensiones, terminando con una bellísima foto de un lavadero donde todavía las mujeres del pueblo van a lavar la ropa, mostrando todo el sabor de algo antiguo que se prolonga en el presente.

Incluso han hablado de su exposición en uno de los principales periódicos de París, dedicándole una buena reseña que ha llevado a muchos visitantes más después de su publicación. Por lo que parece, el nuevo hombre de Lucia es un pez gordo que le ha permitido prosperar de la manera apropiada y que se merece. Estoy muy contento por ella, mucho… un poco menos por mí, que deberé volver a refugiarme en el envío de correos electrónicos y mensajes a distancia con una amiga que para mí es como una auténtica hermana, la que nunca he tenido.

Su casa está un poco alejada del restaurante, así que, al acabar la cena, la acompaño hasta su viejo portal. Ahora tendrá que vender la casa y así se está cerrando otra parte de mi pasado para hacer espacio a las novedades futuras. Siempre me produce un efecto extraño saber que alguien cambia de casa, igual que cuando veo tiendas que cierran, sobre todo los que forman parte de la historia de mi infancia. Criado siempre en el mismo barrio, ya casi conozco todas, o al menos todas aquellos que todavía no han desaparecido. El periodo infeliz un poco para todos ha llevado a decisiones radicales, tanto de los comerciantes más viejos, ya cansado de luchar con todos los cambios y la crisis laboral, como de las familias que buscan casas con mejores precios y se alejan del centro. Después de años siempre con las mismas personas alrededor, he visto estos cambios como un abandono. Empezando por mi madre, que decidió vender su casa en el centro para quedarse definitivamente en el pueblo, donde ha renacido al recuperar la posesión de sí misma y de lo que siempre ha querido hacer. Mientras vivió mi padre, trabajó en una oficina pública aquí en Roma, huyendo de la ciudad a cada pequeña ocasión hacia su amado pueblecito, donde se liberaba de todo el cansancio acumulado durante la semana. A mi madre nunca le ha gustado mucho la vida en la ciudad, se sentía un poco perdida aunque siempre se ocupó de todo como la perfecta ama de casa de un buen barrio. Una señora estupenda, siempre bien vestida y con un collar de perlas invariablemente en el cuello. Las mismas perlas que hoy sigue sin abandonar, aunque prefiera ropas más cómodas sin preocuparse por marcas o tejidos finos.

Bajo el gran portal de madera, saludo a mi querida amiga, con la promesa de volvernos a ver antes de que se vaya definitivamente. Espero a que entre y me dirijo a mi casa, lleno de miles de pensamientos y con el deseo de irme pronto a la cama y son tantas las ganas de que llegue a mañana siguiente que pongo la manecilla del despertador una hora antes y me escondo bajo el edredón.

En cuanto suena, me pongo en pie. Hoy quiero dar un paseo por Villa Borghese antes del habitual ritual matutino en el bar, así que me visto rápidamente y salgo raudo del edificio hacia el parque. La villa por la mañana es un encanto: pocas personas pasean por ella, sobre todo son ancianos que pasean por motivos de salud y debido a su insomnio aprovechan las primeras horas del día, cuando todo está todavía cerrado y no hay mucho que hacer en la ciudad. Veo en el teléfono un mensaje de Lucia, que me da las gracias por la cena y me dice que si su hijo es un varón le llamarán como yo. Así consigue robarme la primera sonrisa del día cuando ya estoy bajo los árboles y a su sombra. A esta hora también se pueden encontrar ardillas, grandes y regordetas únicas dueñas de la naturaleza que se expande bajo sus apagados saltos, casi sin preocuparse por tu presencia. Llego hasta el Pincio y allí se presenta la ciudad en toda su magnificencia. Monumentos, plazas, iglesias… todos dormitando pacíficamente mientras los demás los miran y sin que el sol o la lluvia los muevan o cambien. Recojo una margarita que ha sobrevivido al frío y la llevo conmigo al bar. Hoy me siento distinto y quiero modificar el ritual de nuestros encuentros con un pequeño gesto, así que pongo la pequeña flor sobre la mesa donde dentro de poco ella se sentará para el desayuno, esperando que nadie llegue antes y pueda apropiarse así del detalle dedicado a ella. Voy rápidamente al mostrador y pido mi café habitual, invirtiendo el orden de llegada y también sin mirar a la entrada. Después de unos minutos la oigo llegar, reconozco su voz y también oigo que, al darse cuenta de que ya estoy ahí (es la primera vez desde que nos «conocemos», ya que llego cuando ya han terminado su desayuno), interrumpe por unos momentos la conversación, para continuarla mientras se acerca a la mesa. No tengo el valor para ver su cara cuando vea la flor y por otro lado no quiero tampoco que esté segura de que he sido yo la que la ha puesto en su sitio. Así que acabo el café más aprisa de lo habitual y al salir le lanzo una mirada que me responde rápidamente, pero esta vez ocultando la duda por esa florecilla que ahora tiene en la mano, como si esperara mi siguiente paso, que no llego a dar. Todo debe permanecer así y me alejo lo más rápido posible.

CAPÍTULO 4
RECUERDOS

Lo que de verdad necesito es una tarde toda para mí y en mi casa. Vuelvo después de hacer una pequeña compra y mi casa me acoge con el calor de los radiadores todavía encendidos. Me quito el abrigo y la bufanda, me quito los zapatos mientras me acerco a la cocina para meter en la nevera la leche que acabo de comprar. Sin ni siquiera encender las luces, voy al baño principal y abro el grifo del agua caliente de la bañera. No quiero ninguna otra cosa en este momento que no sea un baño caliente que aleje todo el malhumor, toda traza de cansancio que me ha dejado este día. Antes de entrar en la bañera, me sirvo una copa de vino espumoso, en su punto justo de frescor y lo apoyo sobre el lavabo mientras me desnudo antes de sumergirme en la espuma. Me suelto el pelo, tomo la copa en mi mano y entro en la bañera ya llena y tan caliente que me quema la piel en el primer momento. Para ser un baño perfecto solo faltan las velas encendidas y la música de fondo, pero por hoy está bien y, cerrando los ojos, con la cabeza apoyada en el borde empiezo a pensar en muchas cosas que ocurren en mi cabeza. Este año me gustaría hacer muchas de esas cosas que al final puedo hacer pocas veces o ninguna. Un viaje al extranjero, apuntarme a un gimnasio, tener tiempo para ir a la librería al menos una vez a la semana... y volver a correr a Villa Borghese, cuando todavía solo se oyen los pequeños pasos de las ardillas sobre la grava y la ciudad parece un lugar encantado y surreal, a años luz de las calles caóticas y llenas de automóviles.

Suenan las ocho en el reloj de la cocina y así, un poco a regañadientes, empiezo a quitarme la espuma de encima abriendo la ducha. La primera agua fría hace que me corra un escalofrío por la espalda para luego abrazarme con la nueva agua caliente que sale enseguida. Me quedaría así durante horas. Envuelta en mi blando albornoz, acabo la copa de vino y empiezo a ver qué hacer para cenar. Tomo unas sobras de la tarde anterior, que caliento al microondas y voy a comer al salón a ver una buena película, en esa habitación oscura que es toda para mí. Cuanto estoy sola siempre tengo pocas ganas de cocinar, así que me las arreglo con unas pocas cosas sencillas para no irme a dormir con el estómago vacío. Estoy tan cansada que no tengo tampoco ganas de prepárame la comida para mañana, así que escribo a mi colega para pedirle que vayamos a comer juntas. Fuera solo se oyen algunos automóviles de vez en cuando, la ciudad está descansando y recargándose para el nuevo día que va a llegar. Una atmósfera tan relajada que cuando suena el timbre del mensaje me sobresalto. El SMS es de Camilla, que acepta de inmediato mi propuesta para la comida y sugiere irnos pronto y hacer compras toda la tarde. Liquido la cuestión con un veloz «ok», ya hundida en el sofá y con la manta de lana sobre las piernas desnudas. Me despierta un disparo: son las dos de la madrugada, me debo haber dormido sobre el sofá y de inmediato me doy cuenta de que no recuerdo nada de la película que había decidido ver. En la televisión hay ahora una película policiaca y fuera está diluviando. Apago la televisión y me voy a la cama, pero ahora estoy desvelada y por tanto decido oír un poco de música para tratar de volver a dormirme. La primera canción que mi playlist es “Adagio”, de Lara Fabian. Cada vez que la oigo me palpita el corazón y recuerdo a mi abuelo y lo cercanos que estábamos. Mis padres murieron cuando era pequeña y por eso tuvo que cuidar de mí, algo que hizo hasta que una terrible enfermedad se lo llevó el año pasado, dejándome la casa donde vivo ahora y un gran vacío en el corazón. Se me viene de inmediato a la cabeza su casa de la montaña, aquí cerca de Roma, y los hermosísimos días de verano transcurridos juntos en el campo o cuidando de su pequeña huerta o los domingos invernales andando por el caminillo escuchando sus historias de la guerra y los tiempos pasados. Gran parte de los recuerdos de mi familia se los debo a él, porque recordaría muy poco de mi madre y mi padre si no fuera a través de lo que me contaba. Y así veo ante mis ojos la habitación oscura, llena de objetos recogidos con el paso de los años. La pequeña vitrina con las cerámicas propiedad de mi abuela, la foto de toda la familia sobre el aparador en el fondo del cuarto. Nosotros dos sentados en las mecedoras antiguas, con los cojines rojos y la suave alfombra en medio. La única luz venía de la chimenea encendida, entre los crujidos de la madera y el calor sobre las piernas que se iba apagando hasta llegar a la cara. Su voz aparece siempre en mis recuerdos, tan imponente y un poco ronca, que se pasaba horas contando anécdotas e historias en tono reposado y aterciopelado. Yo me perdía en sus palabras y vagaba por lugares lejanos y familiares, casi como hubiera vivido esas mismas aventuras que me sabía de memoria, pero que quería oír como si fuera la primera vez. Muchas veces era yo la que pedía esta o aquella historia, mientras que otras nos llegaban a través de los acontecimientos del día y nos traían a la memoria hechos pasados. Me gustaría recordarlo siempre así, olvidando los últimos meses pasados en el hospital, donde se había quedado indefenso como un niño, pero siempre fuerte y fiero luchando por su vida. Tampoco allí había perdido la voluntad de contar cosas y darme energías, hasta el día en que dormimos juntos en esa habitación fría donde ha sido ingresado desde hacía ya mucho tiempo: al principio de la tarde tenía ganas de hablar conmigo, de contarme cosas que quería que se grabaran en mi mente para siempre. A pesar del cansancio de un hombre ya viejo, estuvimos conversando toda la noche hasta muy tarde y esta vez conté mucho de mí y él me dio buenos consejos de alguien que había aprendido a vivir gracias a las muchas experiencias que nos indican el camino. Los ojos pesados por las medicinas, pero la sonrisa siempre presente en su rostro arrugado por la enfermedad. Una barba blanca bien cuidada y las manos grandes apoyadas sobre la sábana. Me quedé dormida en el sillón a su lado, pero él nunca volvió a abrir sus ojos desde aquella noche.

La canción ha terminado y me encuentro con los ojos hinchados y llenos de lágrimas que tratan de colmar su ausencia. Apago todo, me quito los auriculares y me dejo acunar por el temporal que todavía azota la ventana, soplando sobre las persianas que ululan al viento. Al despertar estoy todavía muy cansada, así que decido permanecer un poco más en la cama, disfrutando del calor de la noche ya terminada. Lo único que hace que quiera salir se las sábanas es el pensamiento de que voy a volver a verle.

Cuando llegamos al bar, lo que veo primero es que él ya ha llegado y esto me sorprende bastante. Por primera vez ha llegado antes que yo y tampoco se vuelve a mirarme, aunque sé muy bien que se ha dado cuenta de nuestra ruidosa llegada. Me paro en la puerta un poco molesta de que no me haga caso, pero el camarero me saluda y me pregunta:

—¿Lo de siempre?

Respondemos que sí y nos dirigimos a nuestra mesa. Estoy a punto de sentarme cuando veo una pequeña margarita justo delante de mi sitio y por segunda vez en muy pocos minutos me quedo perpleja y un poco perdida por un gesto que ha cambiado la disposición normal de las cosas. Seguro que ha sido él, pero esto no debe pasar. ¿Por qué está buscando una aproximación distinta de la misteriosa mirada de cada mañana? Me quedo sentada con esa pequeña florecilla en la mano, mirándolo de espaldas al mostrador, mientras se gira de golpe, me lanza una mirada y escapa del local de manera furtiva. Si, seguro que ha sido él el que ha puesto esa flor sobre la mesa… sobre mi mesa. Quedo sin palabras, entusiasmada y molesta al mismo tiempo, pero también un poco confundida y ya no tan segura de que realmente lo haya hecho él. Mi amiga me mira y se echa a reír, tras haber asistido a esta escena un poco infantil de dos adultos perdidos en una historia tan absurda y ausente de sentido para el resto del mundo. La miro y, después de que el camarero nos trae nuestro desayuno, me doy cuenta de que estoy sosteniendo la flor en la mano y la dejo rápidamente junto al capuchino como si fuera algo ardiendo que me quemara la piel. Comienzo a tener sensaciones diversas que se alternan rápidamente. Para empezar, me siento honrada por ese pequeño regalo, luego me siento sin embargo reticente y me pregunto si he entendido de verdad qué significa. ¿Y si era para mi amiga? ¿Y si al misterioso portador de miradas le atrajera ella y no yo? ¿Pero entonces por qué me mira siempre? No, vale, yo soy la fuente de su interés… pero si hasta hoy todo se resolvía con un intercambio de miradas y alguna sonrisa lanzada casi a escondidas, ¿qué quiere decir este «regalo»? Como si fuera una reliquia, recojo la flor y la pongo dentro de mi libro, que luego meto dentro del bolso grande y espacioso. Camilla, todavía con una media risa que no consigue controlar, me dice que ya hemos llegado a avanzar en esta absurda no relación y oírselo decir a ella me asusta y me entran ganas de huir y no volver nunca a este sitio. Pero luego pienso cómo me encuentro cuando no lo veo, no podría renunciar a estos diez minutos que compartimos, aunque sea a una breve distancia.

En cuanto acabamos el desayuno nos vamos de inmediato al trabajo, sabiendo que hoy la jornada laboral será breve y a la hora de la comida podremos escaparnos juntas para una tarde de compras. Por suerte, la lluvia de la noche ha dado paso al sol, dejando tras de sí solo alguna nubecilla dispersa. A la una, como un reloj, estamos fuera, listas para tomar el coche para pasar la tarde en el Outlet para hacer compras aprovechando las rebajas. En el automóvil, Claudio Baglioni a todo volumen y nosotras dos cantando con las ventanillas bajadas como dos adolescentes inconscientes. Al primer gallo empezamos a reírnos, mientras en lontananza aparecen los campos de cereal con las balas de paja ordenadas en filas. Son muy bonitos de ver, siempre me imagino ahí abajo, tumbada bajo su sombra para mirar el cielo, esperando ver el paso de algún avión y su estela blanca que corta el azul, para poder inventar historias sobre sus pasajeros y los viajes que los llevarán lejos, tal vez a algún lugar exótico o una ciudad desconocida. Después de unos minutos de silencio, Camilla se pone seria y empieza, por primera vez, a tomarse en serio mi no relación:

—Tienes que dar el próximo paso, el juego tiene que avanzar por parte de ambos. Te ha mandado una señal, quiere continuar de otra manera, pero sin arrojarse de inmediato a conoceros de verdad. Ahora tienes que tomar tú la iniciativa, de un modo igualmente romántico o misterioso, o sea, no banal. Sería demasiado fácil dirigirse a él y darle las gracias…

Tiene razón, el pequeño paso de la flor sirve para cambiar de camino, para elegir qué sendero seguir y debe hacerse de una forma original para mantener ese velo de misterio que desde hace tiempo nos hace mirarnos y conmovernos tanto sin más, sin decir ninguna palabra. Ni siquiera sabemos nuestros nombres respectivos y esto nos bastaba hasta hoy. Ahora tengo que decidir si seguir de otra manera o cerrar el camino. Tal vez sea él mismo el que se haya arrepentido: esta mañana se ha escapado como no había hecho nunca. Tal vez mañana no le vuelva a ver.

—Tienes que darle un giro a tu vida, tal vez el misterioso observador pueda ser el hombre que buscas y, si no lo es, tal vez sea hora de que vuelvas a vivir y encuentres a alguien con el que compartir tu vida —continúa Camilla con su tono serio a media voz.

Se despierta en mí un fuerte deseo de jugar, de romper los esquemas y de atreverme, aunque esto signifique perderlo todo. Empiezo a reír mientras el viento entra con fuerza por la ventanilla y me lanza el pelo sobre la cara.

—Vale, juguemos.

Llegadas al mágico mundo de las compras, así nos gusta llamar a estos grandes almacenes de alta costura a bajo precio, empezamos a dar vueltas sin mucha convicción mirando los escaparates hasta que nos detenemos en una pequeña pastelería donde decidimos tomar algo, porque tampoco hemos comido. Para mí, una porción de tarta de chocolate y un café, mientras que mi amiga se limita a un cruasán integral y un zumo de naranja, al tener que mantener bajo control el fiel de la balanza. Camilla es una mujer muy guapa, que con su voluptuosidad deja a su paso una sensación de serenidad y una visión agradable. Siempre bien vestida, sin ningún cabello fuera de su lugar, es la clásica mujer que hace que los hombres se giren cuando va por la calle, a pesar de algún kilito de más, pero bien proporcionado en todo el cuerpo. Un nuevo entusiasmo nos ha involucrado en el juego con el desconocido y así empezamos las dos a pensar en mi próximo movimiento. Generalmente entra en el bar, llega al mostrador donde hace una consumición de pie y luego se va. ¿Cuál puede ser mi movimiento concentrado en esos pocos momentos y sin que haya tampoco un punto concreto donde actuar como él sí ha podido hacer con nuestra mesa? Lo único que sé es que quiero dejarle también una señal tangible, tal vez al hilo de margarita para así hacerle entender con seguridad que se la envío yo. La idea se me ocurre en la pastelería: a un lado de la vitrina veo muchos bombones en envases verdes y dentro confeccionada una maravillosa margarita blanca y amarilla. Añado así a nuestra cuenta una caja de bombones y empezamos a pensar cómo entregársela, tal vez con el mismo café que toma cada mañana. Me siento como una niña, he vuelto a los tiempos del instituto, cuando la parte más bella de cada amor era justamente aquella anterior a la declaración. Las tardes pasadas con las amigas pensando si este o aquel podía estar «enamorado» de nosotras, soñando con el primer beso delante de una pizza y un vaso de Coca Cola, cuando un normalísimo «Hola» empezaba a tener tres mil posibles significados que analizábamos uno a uno. Tiempos en los que te palpitaba el corazón solo cruzando las miradas, guardando las distancias a la espera de su primer paso. Con casi cuarenta años, vuelvo a ser una joven adolescente que descubre por primera vez el amor, con muchas ganas de jugar. Me siento renacer, he vuelto a vivir y a no tener de nuevo miedo a poner a prueba mis sentimientos por alguien. Parece absurdo, pero me ha bastado esa pequeña florecilla insignificante para sacudirme de tal manera que he entendido que estaba perdiendo el tiempo y que debía hacer que las manecillas de mi reloj volvieran a ponerse en marcha.

343,77 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Дата выхода на Литрес:
17 января 2019
Объем:
270 стр.
ISBN:
9788873048602
Переводчик:
Правообладатель:
Tektime S.r.l.s.
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, html, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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