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Hacia una definición de la organización

Hemos dicho más arriba que la organización no puede ser explicada solo por las decisiones de sus dirigentes, y hemos utilizado las teorías evolutivas para describir un devenir organizativo no regido exclusivamente por esas voluntades. Cuando nos apartamos de la mirada formal de la organización y damos lugar a sus aspectos espontáneos o no planeados, entramos en narraciones menos convencionales de lo que una organización es y cómo funciona. Una de esas miradas, especialmente compleja e interesante, es la de Karl Weick, profesor en la Ross School of Business de la Universidad de Michigan, nacido en 1936 y con 83 años al momento de escribirse este libro. En este punto, intentaremos desarrollar una visión de la organización basada en su teoría, aunque recurriremos también a otros autores como, por ejemplo, Étienne Wenger.

Desde una mirada de gestión que podríamos denominar “clásica”, la visión de una organización define, a partir de una evaluación de su situación actual, las oportunidades detectadas en estado germinal y el futuro posible que se aspira alcanzar. A pesar de que este enfoque brinda un esquema para ponernos en marcha (como el mapa equivocado de aquellos soldados perdidos en los Alpes14), la interpretación del entorno y de aquello que la organización está haciendo no es trivial. Preguntas básicas como qué hacemos o para qué estamos aquí nos obligan a pensar en el significado (qué estamos diciendo con lo que hacemos, qué denotan y qué connotan nuestros actos) y el sentido (la nueva perspectiva que alcanza nuestra mente y que impacta en nuestra práctica) de lo que hacemos como organización. Preguntar por el significado de lo que hacemos es interrogarse acerca de qué estamos diciendo a los demás a través de nuestra acción. Encontrar el sentido es comprender algo de una manera más abarcadora, vislumbrar una nueva perspectiva de algo, integrando la información que uno ha estado recibiendo en una nueva forma o estructura, insertarla en una narración.

Preguntar por el significado de lo que hacemos es interrogarse acerca de qué estamos diciendo a los demás a través de nuestra acción. Encontrar el sentido es comprender algo de una manera más abarcadora, vislumbrar una nueva perspectiva de algo, integrando la información que uno ha estado recibiendo en una nueva forma o estructura, insertarla en una narración.

Habitualmente nos representamos a las organizaciones como si fueran hechos técnicos, máquinas regidas por un diseño consciente y predeterminado, algo comparable a un reloj. Sin embargo, Wallerstein y Smapson15 han hecho notar que en todo caso se trata de un reloj muy peculiar. Mientras que en un reloj cualquiera la hora que marque es independiente de quién la consulte, en el caso de la organización la hora que informe dependerá –entre otros factores– de la cantidad de veces que lo consultemos, de la hora que deseemos que sea, de nuestra apreciación estética del reloj, de quién sea el que lea la hora, y de la hora que marquen los demás relojes cercanos.

Aunque tanto la analogía organización-reloj como las salvedades consignadas son bastante elocuentes, por algún motivo insistimos en ver a las organizaciones a través de esta figura metafórica, de raigambre militar, de la máquina controlable y controlada. El vocabulario castrense se “infiltra”, por ejemplo, en la “línea”, la “inteligencia de mercado”, el “reclutamiento” de recursos humanos, las “campañas” de ventas o publicitarias, las “posiciones” o la “planificación estratégica”. Sin duda, si hay un ámbito donde el orden se yergue como un valor es el militar: jerarquías, códigos, procedimientos y otras herramientas parecen el antídoto indispensable para enfrentar de manera cohesionada el caos de la batalla. Los organigramas, los planes escritos y los procedimientos normalizados, entre otras herramientas, parecen brindarnos coordenadas que nos contienen, guían y brindan cierta previsibilidad� aun cuando aprovecháramos la hora del almuerzo para filtrar información de un sector a otro, los objetivos de venta terminasen por volverse letra muerta o hayamos inventado algún truco para hacer nuestro trabajo más fácil y rápido. En términos generales, es tranquilizador ver a la organización como un hecho técnico, controlable, y no como lo que realmente es: un fenómeno político, sujeto a infinitas negociaciones entre distintas voces. Conducir una organización es, de algún modo, tener un tigre agarrado por la cola.

Llegados a este punto, cabe preguntarnos: si no funciona como un reloj, si su orden aparente no refleja siempre la realidad, ¿qué es en verdad una organización?

Para Karl Weick16, una organización es la interacción de mucha gente que hace algo junta, guiada por pautas formales, pero también por sus propios criterios, por modalidades surgidas de su ambiente de trabajo y por la necesidad de responder a situaciones que nunca habían ocurrido. Cada miembro hace cosas intentando comprender la realidad que lo rodea: la organización es la visión macro de todo ese hacer.

Además, en la práctica, las personas no interactúan con toda la organización, sino que se mueven dentro de ámbitos más o menos formalizados a los que Wenger llamó “comunidades de práctica”. Cada comunidad de práctica funciona como una pequeña aldea o “parroquia” desde la cual un grupo de gente ve el conjunto. Nadie tiene una visión global de todo lo que sucede en una organización. Ni siquiera la gerencia general, porque la persona que está en esa posición sabe lo que un gerente general debe saber y su mirada es parcial, la que resulta necesaria para actuar en esa parroquia. Lo mismo ocurre en cada una de las islas o aldeas que conforman la organización.

Para Karl Weick, una organización es la interacción de mucha gente que hace algo junta, guiada por pautas formales, pero también por sus propios criterios, por modalidades surgidas de su ambiente de trabajo y por la necesidad de responder a situaciones que nunca antes habían ocurrido.

Para Weick las organizaciones no son una “cosa”, un “algo” dentro del cual se mueven personas, sino el conjunto de las acciones humanas de quienes interactúan en su ámbito. Un individuo en una organización recibe las acciones de los demás, las cuales pueden tener muchos significados en la mayoría de los casos y, por eso mismo, son difíciles de comprender. La realidad es difícil de interpretar y es equívoca, no por falta de significado sino porque suele tener demasiados. En consecuencia, la acción de cada uno está permanentemente orientada a interpretar los datos equívocos de la realidad a través de conductas interconectadas e interdependientes como procesos continuos de organización. Para designarlas, Weick reemplaza el sustantivo “organización” (en inglés, organization) por un gerundio (organizing), que podría traducirse como “organizándose”, lo cual enfatiza el carácter de práctica, el de “un hacer” en lugar de “un ser”17. Puede deducirse de esta definición que, en consecuencia, la unidad mínima de análisis organizacional no son los atributos o las conductas de los individuos, sino la interacción cíclica entre al menos dos personas. La conducta de una persona es siempre contingente a la de otra, siempre guarda relación con lo que hacen los demás. Cada uno actúa sobre la base de lo que cree que los demás harán con lo que él o ella haga. Los miembros de una organización conectan sus conductas con el propósito de alcanzar algún orden o previsibilidad, y de reducir el equívoco, entendido como la multiplicidad de significados que podría tener una misma conducta.

Las personas hacen cuando, estando juntas, conectan sus conductas. Así, las organizaciones solo cobran vida en la medida en que sus miembros hacen cosas coordinando, bien o mal, sus acciones.

Si para Shakespeare “estamos hechos de la materia de los sueños”, para Weick las organizaciones están hechas con los mismos materiales que los lenguajes, la ciencia o las creencias: materiales que existen solo cuando hay alguien haciendo algo con ellos. De modo análogo, las organizaciones son aquello que las personas hacen cuando, estando juntas, conectan sus conductas. Así, las organizaciones solo cobran vida en la medida en que sus miembros hacen cosas coordinando, bien o mal, sus acciones. Por esta razón, Weick reemplaza organization por organizing18. Una organización, para nuestro autor, es “una gramática validada por consenso para reducir la equivocalidad a través de conductas interconectadas razonables” (ib.). Analicemos en detalle esta definición.

En primer lugar, observemos que la organización no es presentada como “un conjunto de personas que toman decisiones en pos de un objetivo” o alguna idea semejante. No hay referencia a objetivos sino a personas que, junto a otras, tratan de entender o están entendiendo qué sucede a su alrededor: la organización, para Weick, es algo que está ocurriendo gracias al hacer de la gente; es un “estar organizando”. Todo lo que hacen los miembros de una organización busca dar significado al mundo que los rodea, ya que este, per se, no tiene otro sentido que el que los humanos le atribuyamos. Las estrategias, los diseños, las decisiones, el liderazgo y tantos otros conceptos que nos sirven para pensar y trabajar en la organización son construcciones posteriores al acuerdo más o menos tácito alcanzado por sus integrantes respecto de cuál es el sentido de lo que sucede.

La anomalía como oportunidad

El estar organizando cobra vigor cuando las personas de la organización se encuentran frente a una anomalía, ante un hecho que no se entiende o que les resulta ambiguo. El organizing no es otra cosa que la labor de tratar de hallar un sentido validado, una interpretación que permita incorporar el hecho anómalo a la gramática de la organización. Cuando el fenómeno fuera de lo corriente es por fin entendido (o sea, se le atribuye un significado compartido), la actividad organizativa (el estar organizando) tiende a disminuir.

¿Qué hechos pueden constituirse en una anomalía? Veamos un par de ejemplos muy distantes en el tiempo que permiten ilustrar lo que estamos explicando. Durante el año 2020 se declaró en la Argentina una epidemia de coronavirus, que se había manifestado en China a principios de año y para el que no existían (ni existen al momento de escribirse este texto) vacunas. Además, el cuerpo humano no estaba acostumbrado a convivir con ese virus, y nadie tenía anticuerpos.

Mientras que en China y Corea del Sur habían logrado –aparentemente– contener su expansión (en el primer caso, con medidas draconianas de aislamiento para millones de personas), el virus se extendía de manera incontenible en Irán, Italia, España, el Reino Unido y otros países europeos, y llegaba a América del Norte y Sudamérica. Entre múltiples medidas, el Estado nacional argentino decidió suspender las clases presenciales del sistema educativo de todo el país en todos sus niveles de enseñanza, estableciendo una cuarentena que impedía a la población salir de sus casas o circular por las calles excepto para recibir o brindar atención médica, y comprar fármacos o alimentos.

Como docente en la Universidad de San Andrés, me encontré con que no podía asistir físicamente a las aulas y que, para continuar dando clases, solo dispondría de aplicaciones como Google Meet o Zoom, que nunca había utilizado. Sin embargo, pude hacerlo con la ayuda del equipo de la cátedra, gente más joven que yo y que me asistió, también a distancia, para que pudiera utilizar esas herramientas. En circunstancias así, se hace evidente lo que la rutina obnubila: las organizaciones no han sido diseñadas para innovar sino para repetir mecánicamente lo que alguna vez funcionó. Por eso, la adversidad puede ser una escuela insuperable para aprender a hacer lo que nunca se había hecho antes. El sociólogo Charles Perrow sostiene que las organizaciones no trabajan para lograr objetivos sino para evitar restricciones, y este es un buen ejemplo. Mientras enseñar a distancia había sido siempre un objetivo para alcanzar en otro momento, la restricción hizo que aprendiéramos a hacerlo de un día para otro.

Así es como al escribir estas líneas estamos todos haciendo lo que no había sido planeado, imprimiendo un fortísimo giro a los usos y costumbres de la rutina académica, no en función de una decisión estratégica, sino improvisando con una inesperada maestría soluciones adaptativas a un problema tan gigantesco como imprevisto. Confieso que muchas veces había probado con herramientas de enseñanza y aprendizaje a distancia, pero nunca pasaron de ser experimentos. La rutina y lo usual siempre ganaban. Ahora, estoy brindando mi curso de Comportamiento en la Organización en la Universidad de San Andrés, como todos los miembros de la cátedra, a través de clases interactivas a distancia.

El nuevo mundo digital nos ha traído un planeta más conectado que nunca y, con él, la plaga. Las oportunidades y las amenazas viajan siempre en el mismo tren; está en nosotros reconocer la diferencia entre unas y otras. Distinguir esa diferencia es la única manera de subirse a las oportunidades y alejar las amenazas.

El nuevo mundo digital nos ha traído un planeta más conectado que nunca y, con él, la plaga. Las oportunidades y las amenazas viajan siempre en el mismo tren; está en nosotros reconocer la diferencia entre unas y otras. Distinguir esa diferencia es la única manera de subirse a las oportunidades y alejar las amenazas.

Del mismo modo, para muchas organizaciones el home working era apenas una alternativa viable para ser experimentada con cuidado en un futuro indefinido. La digitalización acercó las pestes, pero también las herramientas que permiten que el trabajo en forma remota se haga necesario y posible. Mientras esto dure, será tiempo de ensayo más o menos improvisado. Cuando todo haya pasado, distinguir las prácticas más confiables para sistematizar una nueva forma de trabajo será más fácil. Ahora sé que en casi todas las casas de estudio –la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo– los docentes lograron hacer lo mismo con muchos más alumnos, y también sin haberlo planeado con antelación.

Este caso muestra cómo escuelas y universidades, es decir, organizaciones con sólidos (por momentos, demasiado sólidos) mapas interpretativos, se hallaron de pronto sin entender cómo hacer lo que siempre hicieron (enseñar) sin el elemento presencial. Debimos volver a pensar nuestras prácticas. Debimos ordenar nuevamente nuestro mundo porque un cambio en el ambiente había hecho que los dispositivos “escuela” y “universidad”, tal como se entendían hasta entonces, dejaran de funcionar. Así, una práctica que hasta ese momento era recurrente, previsible, se había vuelto opaca, ininteligible. Era necesario reordenar el cómo se enseña para, por lo menos, entender qué desafíos debían atravesarse.

Tomemos un segundo ejemplo, que proviene de un ámbito distinto y muy distante en el tiempo y en el espacio, pero que también muestra la importancia del organizing frente a lo imprevisible. Ubiquémonos en Europa durante la primera mitad del siglo XIV. Estamos en plena Guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e Inglaterra19. La lucha entre ambos países provenía de la batalla de Hastings, que permitió a Guillermo El Conquistador, hasta entonces duque de Normandía, adueñarse de Inglaterra, desplazando y sometiendo a los pueblos celtas y germanos que la habitaban.

En los combates posteriores por el dominio del territorio, los caballeros ingleses habían conocido en carne propia (literalmente) la eficacia de los arcos largos galeses, capaces de acertar con puntería a más de 70 metros y sin precisión, pero en gran número, a más de 200. Las historias de Robin Hood muestran bien este acoso de los dominados a los dominadores. Las armas feudales no eran efectivas para enfrentar a los arcos largos y, en la medida en que los distintos pueblos se iban integrando y el naciente idioma inglés reemplazaba al francés de los conquistadores, los ingleses fueron asimilando arqueros galeses a sus ejércitos.

Desde el punto de vista feudal, el duque de Normandía era un vasallo del rey de Francia, y el hecho de que se estuviera en el trono de una gran nación no cambiaba esa situación. El arco largo manejado por mercenarios galeses decidió muchas batallas durante la Edad Media donde combatieron los ingleses; especialmente significativas fueron la batalla de Crécy20 (1346) y, más adelante, la inesperada victoria de Azincourt21 (1415).

La batalla de Crécy, desarrollada en territorio francés, es considerada la segunda gran batalla de la Guerra de los Cien años, cuando los ingleses al mando del rey Eduardo III se proponían capturar París y así poner fin a la guerra. Crécy fue donde se enfrentó un ejército inglés con otro francés significativamente más numeroso. El bando inglés tenía unos 12.000 hombres, tal vez 20.000, incluyendo 7.000 arqueros. El francés, en tanto, contaba con 30.000 –12.000 de los cuales eran caballeros montados– con el rey Felipe VI al frente. Eduardo resultó victorioso a causa del uso de tácticas y armamento superiores. Fue una batalla donde se demostró la eficacia del arco inglés (longbow) usado contra la caballería acorazada. Los caballeros franceses, provistos de armadura, fueron reducidos por las flechas cuando se lanzaron contra los ingleses, ubicados en una elevación. Como resultado, alrededor de un tercio de la élite de la nobleza francesa pereció en Crécy.

Esta batalla significó el principio del fin del tradicional código de caballería. Los caballeros franceses, con sus armaduras de 40 kg y montados en sus enormes caballos de guerra, creían que un ataque a la carga contra los arqueros ingleses sería devastador y definiría el combate en pocos minutos. Pero lo que ocurrió fue muy distinto. Las batallas habían dejado de ser cuerpo a cuerpo y cara a cara. Los soldados franceses se encontraron con que las armaduras habían dejado de ser una protección para convertirse en un obstáculo para enfrentar a los galeses, más eficaces matando sin tregua con sus flechas y peleando desde lejos y casi desnudos. Algunos nobles franceses se retiraron indignados del campo de batalla. El código caballeresco de la guerra se acabó cuando se dio la orden de asesinar a la mayor parte de los prisioneros y rematar a los heridos. En Crécy, los caballeros franceses enfrentaron más que una batalla: enfrentaron (y fueron derrotados) sus propios modelos mentales frente a lo imprevisible. Esta pauta se repitió en muchas otras batallas, ya que para los caballeros franceses desaprender era un atentado a su propia identidad.

En Crécy, los caballeros franceses enfrentaron más que una batalla: enfrentaron (y fueron derrotados) sus propios modelos mentales frente a lo imprevisible. Esta pauta se repitió en muchas otras batallas, ya que para los caballeros franceses desaprender era un atentado a su propia identidad.

Algo parecido sucedió en 1415, sesenta y nueve años después, en la batalla de Agincourt, librada también en tierras francesas e inmortalizada por Shakespeare en su tragedia Enrique V. En vísperas del combate, Enrique V escuchó que su gente se lamentaba de estar enfrentando a un ejército francés, mucho más numeroso, con la sola fuerza de unos soldados cansados y enfermos de disentería. En una escena famosa del drama shakespeariano, Enrique V arenga a sus fuerzas: les dice que no quiere un soldado más y que van a ganar la batalla porque son una “banda de hermanos” (en inglés, band of brothers). La expresión, como muchas otras de Shakespeare, hizo historia y –si se nos permite– en algo anticipa la idea de “comunidades de práctica” de Wenger y Lave que veremos más adelante.

Quizás el lector se pregunte si la “banda” se impuso. En efecto, lo hizo: en gran parte, gracias a los arqueros; pero también merced a la cohesión de las tropas inglesas y a la idea de Enrique V de clavar en la tierra estacas afiladas para frenar a la caballería francesa, objetivo que logró.

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258 стр. 15 иллюстраций
ISBN:
9789878358345
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