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MI PIE DERECHO
Entre el primer y el tercer piso, conté cincuenta y cuatro golpes de mi pie derecho contra el suelo del elevador. Hoy, cuatro años después, puedo dar sesenta y ocho golpes con ese mismo pie mientras recorro el mismo número de pisos –siempre y cuando, claro, se trate de un elevador normal–. Hay que dar el primer golpe en el momento en que la puerta del elevador se cierra y el último cuando se abre. Se apoya el talón y debe dejarse el pie, necesariamente, en el mismo punto.
Era la primera vez que hablábamos por teléfono después de un año, y la primera vez que íbamos a vernos después de un año. Subí esos tres pisos y di cincuenta y cuatro golpes con el pie derecho. Evolucionaba con rapidez.
Cuando apreté el botoncito del timbre del departamento sentí un calor por dentro, y mi angustia y miedo desaparecieron cuando te vi al otro lado de la puerta, bronceada por el sol de la travesía. Tu blusa tal vez era blanca, tenías un collar de oro con un colmillo de jabalí en el cuello y no hablamos mucho al principio. Te recuerdo con tus ojos grandes, acariciándome la cara y diciéndome que yo estaba más flaco, y se trataba de una pequeña venganza. En realidad, había engordado tres kilos.
Luego reclinaste la cabeza sobre mis piernas, en el sofá, y volvimos a guardar silencio. Yo quería dejar atrás la amargura y las cosas que había perdido pero que estaban atrapadas en mi memoria. Luego salimos y caminamos mucho tiempo hasta encontrar un bar completamente blanco, que nos pareció un buen lugar. Nos sentamos y nos pusimos a charlar y a decir que todo volvería a ser nuestro, pero no igual, sería mejor, las mejores cosas serían las que haríamos, y nos pusimos a hablar de esas cosas y renuncié a las pequeñas y amargas derrotas de los últimos tiempos.
En realidad, era como si me sintiera otra vez lleno de fuerza y sabiduría. Quería mi lugar y mis cosas de vuelta, aunque no sabía bien cuál sería ese lugar y, mucho menos, qué cosas serían aquellas.
Sólo que ya nada sería igual, pese a lo mucho que nos lo repetimos el uno al otro. Decíamos que las cosas mejorarían porque no podíamos dejar de creerlo.
Esa era nuestra única salida y, cuando se acabó, cuando vimos que las cosas no serían ni mejores ni iguales, que simplemente no serían nada, cuando lo vimos, no supimos cómo volver a contar historias o descubrir maravillas inesperadas.
Eso fue un 10 de diciembre, hace cuatro años.
Hoy en día, en un elevador normal, doy sesenta y ocho golpes con el pie derecho, en promedio, entre el primer y el tercer piso.
Obviamente no puede haber nadie más en el elevador para que pueda concentrarme en el ritmo y, sobre todo, en la respiración, porque esas dos cosas son fundamentales. He desarrollado varias técnicas paralelas para las distancias más largas, pero por el momento sé que siempre alcanzo mi mejor desempeño en las distancias cortas, entre el primer y el quinto piso. También sé que con el paso del tiempo acabaré dedicándome a las distancias mayores, que no permiten tanto esplendor en cuanto al número de golpes del pie derecho, pero que dan lugar a primorosas exhibiciones de táctica, regularidad y resistencia. El problema que se me ha presentado en los intentos de larga distancia –aunque, claro, no tengo ninguna responsabilidad en ello, dado que mi especialidad siguen siendo las distancias de hasta cinco pisos– es que los edificios más altos son más modernos y sus elevadores alcanzan velocidades alucinantes. Un día de estos probé en un hotel y quedé anonadado: ni de subida ni de bajada pude mantener, en un tramo de dieciocho pisos, un promedio superior a los seis golpes por piso. Probé con mi especialidad y, entre el primer y el tercer piso, no pude dar más que cuarenta y dos golpes. Tendré que estudiar mejor la cuestión tecnológica para fijar mis metas.
Como sea, hay que reconocer que estoy en excelente forma y en plena evolución. El incidente del elevador del hotel no quiere decir nada. Pensándolo bien, tal vez no me concentré como debía en la respiración y en el ritmo que, como dije, son aspectos fundamentales. Claro que no había nadie más en el elevador.
Claro que las cosas no fueron exactamente como dijimos que serían aquella tarde. Pero teníamos que decir todo eso, teníamos que repetirnos muchas veces las mismas palabras, compartir fuerzas y mentiras por un poquito más de tiempo, yo lo sé.
II LA PREGUNTA
LA NOVIA DEL BATALLÓN
Su pelo era muy claro y lacio, con raya en medio, y le caía hasta los hombros sobre la blusa de cuello bordado. Su nariz era pequeña y delicada, y su boca, bien delineada, reposaba serena con un rasgo de timidez. Sus cejas formaban un arco cuidadoso; también eran claras, aunque un poco menos que su pelo, y parecían terminar en el punto preciso. Su frente tenía la amplitud del equilibrio perfecto. Era especialmente hermosa la cara de la fotografía.
–Tiene boca de chupadora –susurró Alfonso.
–Más respeto –respondió riéndose, con otro susurro, Alfredo.
Ellos dos eran los primeros que veían la fotografía, según el dichoso orden alfabético que quién sabe quién se había inventado. La venganza de los demás, o sea, de todos nosotros, era que la circulación de las fotografías seguía un orden riguroso. El ritual se repetía dos veces a la semana, los miércoles y los viernes. Ellos dos tenían que esperar hasta que el último de nosotros examinara cada foto antes de poder mirar la siguiente. Había tres fotos en blanco y negro y ocho a color.
Después del baño y antes de que nos llamaran a cenar, nos sentábamos en orden alfabético en esas bancas largas del vestidor y las fotos empezaban a circular.
Primero estaba siempre la de la cara en blanco y negro. Pasadas las primeras cuatro o cinco sesiones, esa foto circulaba rápido: en un minuto llegaba a Virgilio y entonces empezábamos a examinar la segunda. Era otra foto en blanco y negro: mostraba a la joven de pie, recargada contra un muro alto y blanco. En esta foto, tenía la cara un poco volteada hacia la derecha, levemente en alto, con un gesto de contenido atrevimiento, pero nadie ponía mucha atención a ese tipo de detalles. La joven vestía jeans y una blusita clara con los hombros al aire, y cada uno de nosotros, a su manera, imaginaba lo que la blusita, más que ocultar, insinuaba: unos senos redondos, de tamaño preciso, potentes y osados.
Con esta foto empezaba una especie de leve agitación en aquella fila de jóvenes solitarios sentados en los bancos del vestidor. Es curioso, pero mucho tiempo después del día en que empezó ese ritual, meses y meses más tarde, aquella foto seguía provocando un ligero temblor en los cimientos de cada uno de nosotros. Roberto, Silvio y Tulio eran los más afligidos, pero ni siquiera la suma de las aflicciones de ellos tres se acercaba a la angustia y la ansiedad de Virgilio, sobre todo a la hora de las últimas cuatro fotos.
La tercera era una foto a colores. Mostraba a la chica a tres cuartos, y estaba tomada de un modo peculiar. El fotógrafo se había puesto en tal posición que mostraba la cara de la joven medio de lado, la boca ligeramente abierta en un esbozo de sonrisa, y podía verse el brillo de sus labios húmedos, como si acabara de recorrerlos con la punta de la lengua. Además, y en esto radicaba el gran truco del fotógrafo, la mayor parte de la imagen estaba ocupada por el cuello y el escote de la muchacha, los tres primeros botones de su camisa a cuadros estaban evidentemente abiertos, había pecas en la curva de sus senos, y uno de ellos, el izquierdo, asomaba casi por completo, un poco más claro que la piel del escote, donde podía verse la marca del sol. Era un pecho firme, que mostraba una curva absolutamente perfecta, dejando lo poco que seguía oculto a la imaginación, cada vez más desenfrenada, de aquel público de pobres diablos.
Las dos fotos que seguían también eran a color y formaban una secuencia. Cuando la primera de esas fotos circulaba empezaban a pedir que la pasaran más rápido, sobre todo los que estaban después de Luis.
En la primera de esas fotos, la joven aparecía de espaldas, en un atardecer, contra un mar azul claro. Era una foto bastante buena. El cuerpo de la joven estaba a contraluz, de manera que sólo se veía su silueta esbelta. Mirándola con atención, podía notarse que sólo llevaba puesta la parte de abajo de un bikini color rosa claro y que había un leve brillo dorado en la parte interna de su muslo derecho, poniendo en relieve una delicadísima capa de vello claro y ligeramente erizado, las piernas un poco abiertas.
Pero el primer punto de ebullición se alcanzaba con la siguiente foto.
Mostraba a la joven tendida en la arena, sobre una toalla blanca. El fotógrafo, esta vez, se había tumbado en la misma arena, y mostraba en primer plano las plantas de los pies de la joven, sus piernas que parecían infinitamente largas y terminaban allá lejos, en la curva de sus muslos absolutos y, finalmente, las dos colinas dentro de la exigua tela rosa claro, una visión de delirio para cada par de ojos en aquella larga banca de vestidor.
A menudo se respiraba una tensión tremenda, sobre todo cuando el trío que conformaban Mario, Osvaldo y Pedro pasaba más tiempo del debido examinando cada fotografía, intercambiando comentarios delirantes sobre lo que harían si pudieran acostarse sobre aquel paisaje.
–Esa aguanta de todo y al mismo tiempo –decía Mario.
–Aguantará en tu caso. Yo la haría gritar –contravenía Osvaldo.
–Conmigo gritaría al principio, luego aguantaría de todo, yo sé hacer esas cosas con calma y ellas no lo olvidan nunca, siempre vuelven a pedírmelo –remataba Pedro.
Entre un comentario y otro pasaban algunos minutos. En realidad, pocos hacían comentarios en voz alta. Era una especie de provocación para los demás.
El sádico que había inventado el orden del desfile de fotos había decidido que la secuencia continuaría con tres fotos en blanco y negro, y estas pasaban a toda velocidad por la banca del vestidor.
Las dos primeras mostraban a la joven caminando por la calle. Una hasta estaba medio fuera de foco: la joven de frente, con un vestido que le llegaba un poco arriba de las rodillas, sonreía haciendo con la mano derecha un gesto que parecía querer alejar al fotógrafo.
En la segunda se limitaba a sonreír, un tanto resignada a que la sorprendieran mientras caminaba por alguna calle de alguna ciudad que nadie sabía –y en realidad nadie quería saber– cuál era.
La tercera y última foto de la secuencia la habían arrancado de algún documento. Era uno de esos retratos individuales típicos, en que la joven aparecía seria y sin gracia, el pelo muy claro recogido en la nuca y las orejas delicadas adornadas con pequeños aros plateados.
Recuerdo la vez que Marcos decidió vengarse del trío que venía después de él en la banca del vestidor.
–Mira qué orejita –decía él–, mira qué cosa tan rica, le voy a dar una mordidita a esta orejita y voy a sentir estos aretitos de plata entre los dientes –y decía todo eso con los ojos entrecerrados contemplando esa foto banal, arrancada de algún documento escolar.
Mario, Osvaldo y Pedro empezaron a decir “Apúrate, apúrate”, y cuando tal foto sin gracia llegó a las manos del trío, pasó volando.
El ritual llegaba a su fin –un fin muy prolongado– con el examen de las cuatro últimas fotos. A veces Virgilio se veía obligado a esperar hasta media hora para recibir la primera foto de la serie.
Un día, Carlos tardó seis interminables minutos mirando una de las fotos –la tercera, si no me equivoco– y acabó desatando la furia de David, que era enorme y amenazó con arrebatarle las fotos a golpes.
La amenaza, expresada a gritos, forzó la intervención de algunos, que impusimos las reglas previstas: en caso de amenaza de agresión física, el infractor sería sumariamente expulsado de la banca y suspendido por una semana.
–Por lo menos deja que le eche un ojito a esa antes de irme, nomás un ojito, la otra puedo perdérmela, pero esa no –gemía David, pero la ley es la ley y fuimos implacables.
Las cuatro últimas fotos eran, en este orden: la joven tendida en un sofá blanco, leyendo una revista. La revista ocultaba el rostro de la joven. El fotógrafo se había puesto frente a ella y mostraba la pierna derecha de la joven ligeramente levantada, el pie sobre un cojín bordado, la pierna izquierda extendida. Mostraba el espacio que había entre sus piernas, una leve sombra sobre la pierna izquierda y finalmente la tela de un calzón blanco. La joven llevaba un vestido amarillo, bastante corto, la tela un poco arrugada sobre el vientre y luego, en la esquina derecha de la foto, la revista tocándole la cara y tocándole los senos atrevidos. Las manos que sostenían la revista tenían los dedos estirados, las uñas recubiertas de un esmalte rojo vivo.
La siguiente foto mostraba a la joven de pie, mirando al fotógrafo, con media sonrisa en la boca, el vestido amarillo realmente corto, las piernas bronceadas y perfectamente delineadas, y el vestido le quedaba ajustado sobre el cuerpo, la tela suelta hacía pequeños pliegues aquí y allá, las puntas de sus senos agredían la tela suelta del vestido corto y amarillo, y uno de los tirantes se le había deslizado hasta la mitad del brazo izquierdo, y ella, como quien no quiere la cosa, se levantaba levemente un pecho con la mano derecha o tal vez se levantaba levemente un pecho con la mano derecha precisamente porque quería provocar al fotógrafo.
En esta foto, en la que aparecía de pie con un vestido amarillo y corto, la joven parecía desafiar, desaforada, al mundo.
Las otras dos, que cerraban el desfile, eran una locura. En la primera, un haz de luz amarillenta iluminaba la cara de la joven, volteada hacia un lado.
La joven tenía los brazos cruzados detrás nuca; uno un poco más arriba que el otro. Y ahí empezaba el pandemonio: la foto retrataba a la joven un poco por encima de la línea de la cintura, lo suficiente para que sus senos redondos y pequeños y firmes y potentes y atrevidos se mostraran en todo su esplendor, apuntando erectos hacia la cámara, con furia.
Cada uno de nosotros contemplaba el torso de la joven en riguroso silencio y lenta exhibición.
En la última foto, la joven aparecía recostada en una cama matrimonial. Las sábanas se habían amontonado sobre sus pies y la joven estaba recostada sobre unas almohadas sumergidas en fundas azules. Estaba desnuda y sonreía de manera diabólicamente angelical. Sus brazos estaban abiertos en cruz y sus piernas estaban en una posición rara, en una especie de ballet extraño sobre la sábana. El cabello de la joven empezaba claro, en las puntas, e iba oscureciéndose conforme se acercaba a la raíz.
El fotógrafo se llamaba Ricardo y era uno de los últimos de aquella fila de quince animales. También era el único que conocía cada secreto de la joven con todos sus detalles.
Había sido su novio desde los tiempos de la preparatoria, o sea, tres años y medio antes de llegar a aquella banca del vestidor, en un cuartel de los suburbios de la capital.
Cuando lo arrojaron a nuestro grupo, se despidió de la joven de forma larga, torpe y furiosa. Sabía que iba a estar en el cuartel un año y medio, y que durante todo ese tiempo habría largos períodos en los que no se verían. Casi novecientos kilómetros separaban el cuartel de la ciudad donde vivían.
Ricardo había sido el primer hombre de la joven.
–Yo quería, pero pensaba que no debía hacerlo –me explicó al recordar la primera vez, cuando ambos tenían dieciséis años–. Ella también quería y también pensaba que no debía. Hacíamos un poco de todo. Un día no pude aguantarme, se la metí hasta el fondo. Ella lloró un poco, pero luego me pidió más, me pidió que fuera despacito, fui despacito; luego quiso otra vez y entonces me dejé ir. Antes de que me mudara aquí hacíamos de todo, todo el tiempo, una locura.
–Es una loquita, tendrías que verla –me contó cuando volvió de su primera visita, después de seis meses de cuartel. Fue entonces cuando nos llevó las fotos. Primero nos enseñó sólo las que nos podía enseñar. Ni siquiera llegó a las fotos de la playa.
Pocas semanas después, y sin que nadie jamás explicara o preguntara nada, el sargento nos mandó llamar y cinco de nosotros nos ganamos cuatro días de licencia. Fue algo inesperado y tuvimos que juntar dinero entre todos para que Ricardo pudiera ir a su ciudad.
Cuando volvió, estaba silencioso. Pasó días sin responder más que lo inevitable. Luego me llevó al corredor de las duchas y me contó:
–Llegué el día que la descubrieron con un muchacho en la alberca. Ella se lo estaba fajando y él tenía la mano entre las piernas de ella. Los suspendieron del club un mes, se enteró toda la ciudad.
Encendió un cigarro y prosiguió:
–Entonces le metí unos bofetones, a ver si aprende a ser puta. La dejé llorando y me sentí un poco mal, pero igual me fui.
A la semana siguiente nos mostró las demás fotos y él mismo organizó el ritual. En realidad, él casi nunca veía las fotografías.
A veces, todo aquello –el desfile, las reacciones– se me hacía un tanto gracioso. Otras veces me parecía un tanto ingenuo. La muchacha era novia de todos nosotros.
Aquello duró más de un semestre, pero después de cierto tiempo empezó a fastidiarme y ya casi no iba a las reuniones. Recuerdo la última vez que fui, tras una ausencia de mes y medio: algunas fotos estaban arrugadas, opacas, y tres tenían manchas grasosas, cosa que acabó de fastidiarme.
Todo eso sucedió cuando éramos jóvenes. Cuando salimos del cuartel, cada cual siguió su camino. Hace años que no veo a ninguno de los miembros del pelotón. A Ricardo lo vi algunas veces. Luego se mudó al sur. De la joven no volví a tener noticias. La verdad es que ya hasta se me había olvidado su nombre.
El viernes pasado, y años y meses después de salir del cuartel y llevar mi vida por otro camino, iba entrando al hotel cuando me detuve en seco. Ella se estaba bajando de un taxi. No podía estar equivocado. Era el mismo cabello claro con raya en medio, los mismos rasgos, el tiempo apenas si había pasado por ellos. Era un poco más alta y más delgada de lo que parecía en las fotos de hacía tantos años. Y mucho más guapa.
Yo estaba en un hotel de la playa; había ido a pasar el fin de semana solo, decidido a beber, dormir y no pensar en nada, mucho menos en mí mismo. Volví a verla cuando entré a cenar al restaurante. Estaba sentada sola en el bar y en su mesa sólo había un vaso con una bebida roja. Me senté en la barra y me puse a mirarla, con insistencia. Poco después llegó un hombre alto y canoso, que se sentó con ella.
Cuando pedí la cuenta, noté que ella me miraba. Una oleada de osadía me cubrió y le indiqué, con un leve gesto de la cabeza, el camino hacia los baños. Me levanté, me quedé esperándola frente a la puerta que tenía el letrero de “Caballeros”, y poco después ella apareció.
–Vaya que eres atrevido.
–No es precisamente lo que estás pensando.
–No estoy pensando nada. Sólo que eres un poquito demasiado atrevido.
–Y, sin embargo, viniste.
Ella no dijo nada y se metió al baño de mujeres. Cuando salió, yo seguía allí. Le puse en la mano un papel donde había escrito doce palabras y el número de mi cuarto.
A la mañana siguiente, apareció.
En cierto modo, siempre supe que, si habría de ser, sería así. Casi no dijimos nada, pero yo siempre supe que, si pasaba algo, no diríamos casi nada.
Intenté hacerlo todo con clase, delicadeza y calma. Sólo que mi furia era de antaño y, cuando quise volver a empezar, ella dijo que no.
–Eres muy brusco –dijo, y la palabra brusco me hizo gracia.
En realidad me había parecido medio desabrida, pero preferí dejarlo por la paz. Le acaricié el cuerpo con calma, pero ella parecía estar distante, un poco molesta.
–La verdad –dijo ella– es que pensé que ibas a ser mejor.
Seguí tranquilo. Ella encendió un cigarro y se quedó tendida en la cama.
–No sé qué vine a hacer aquí. Nunca hago estas cosas. Yo nada más hago lo que quiero y la verdad es que ni tenía tantas ganas. Supongo que me dio curiosidad. Pero, en serio, pensé que serías un poquito mejor.
Entonces me levanté un poco, me apoyé en la almohada y me quedé viendo el cuerpo tendido a mi lado.
Lo recorrí todo, delicadamente, con los dedos de la mano derecha. Ella siguió fumando y mirando el techo.
–Es que me acuerdo de ti –empecé a decir y me detuve.
–¿De mí?
–Fue hace mucho tiempo. Olvídalo.
–Qué te vas a acordar. Yo nunca olvido a nadie. Nunca te he visto.
Y entonces la volteé de bruces, ella intentó resistirse, me tendí encima ella y ella seguía intentando resistirse, pero al final se dio por vencida. Me tendí encima de ella y dije:
–Yo también creí que ibas a ser mucho mejor. Hace diez años, creía que eras mucho mejor. Todo el mundo creía que eras mucho mejor. Ricardo juraba que eras una loquilla. Pero cuál.
Ella me dejo hacer lo que quise. Cuando me dejé caer a un lado, se levantó y se vistió sin decir nada. Luego se paró junto a la cama, me miró y dijo:
–Eres malísimo. Eres pésimo. Eres sucio. No vales nada. Ninguno de ustedes vale nada. Todos ustedes son una mierda.
Al salir, dejó la puerta del cuarto abierta y tuve que envolverme en una sábana para ir a cerrarla, porque a esa hora las camareras pasaban por el corredor.