Читать книгу: «Las tres estaciones», страница 2
A esas alturas, la película ya estaba casi a la mitad y yo no había hecho nada. En realidad, ni siquiera había intentado nada.
Y entonces, con toda la calma del mundo, pasé mi brazo derecho por detrás de la butaca de Camila; me fui por el borde con cuidado, con mucho cuidado, para que ella supiera que había un brazo ahí, que se trataba de mi brazo, y que ese brazo estaba dispuesto a bajar despacio hasta apoyarse en su hombro, y que en la punta del brazo estaba, estaría, la mano que estrecharía suavemente ese hombro, y que esa mano intentaría algo que ni siquiera yo, el dueño de la mano osada, atrevida, imaginaba o imaginaría. Estaba empezando una operación que sin duda iba a ser muy delicada, trabajosa, arriesgadísima. Calculé que tenía más o menos media función de cine para intentarlo. Traté de concentrarme en la película mientras llevaba a cabo aquella operación sin retorno. El problema es que la película era demasiado mala. Alimenté la esperanza de que Brigitte Bardot apareciera vestida de guerrera griega, con un escote que me infundiera ánimos, que me sirviera de aliento e inspiración. Pero nada.
Hay un problema que no he mencionado, y que conviene mencionar ahora. Precisamente en ese momento, mientras estaba hundido hasta el alma en dudas sobre la táctica que debía utilizar, me di cuenta de que sentía una pasión infinita por Camila.
Era el tipo más enamorado del mundo. Y así, de golpe, todo eso empezó a parecerme un poco ridículo, una pérdida de tiempo. De pronto sentí, tuve la seguridad más absoluta de que debía levantarme, tomar a Camila por la mano con toda la delicadeza de la que fuera capaz e irnos de ahí, porque juntos desbravaríamos universos, conquistaríamos mundos. Empecé a pensar eso, empecé a sentir esa seguridad absoluta y decidí que tenía que hacerme de valor y concentrarme únicamente en dos puntos: aplicar la táctica de la mano y esperar a Brigitte Bardot con su escote inspirador. Lo demás sería consecuencia… o resultado. Yo sólo dependía de mí.
Mi brazo derecho estaba bien apoyado en el respaldo de la butaca del cine, la mano que había al final del brazo derecho bajó con una suavidad fría, calculada pero decidida, y se apoyó ligeramente sobre el hombro de Camila. La mano derecha sintió una ligera contracción. La cara del dueño de la mano derecha se volvió ligeramente a observar la cara de la dueña del hombro. La cara de la dueña del hombro estaba impasible, pero había un brillo extraño, único, veloz, en aquellos ojos. Entonces la mano que estaba al final del brazo derecho apretó con suave determinación, con una seguridad absoluta, el hombro de Camila, que dejó ver una sonrisa imperceptible y suspiró.
Yo tenía un pánico del tamaño del universo. Sabía que había ganado la batalla. Y decidí saltarme etapas y barreras. Abrí la mano, estiré los dedos y apreté con un poco más de firmeza el hombro de Camila, para darle a entender que pretendía atraerla suavemente, sólo en el grado justo, hacia mí. Y ella se dejó. Sí, se dejó.
La cabeza de Camila levemente apoyada sobre mi hombro derecho, mi mano abierta, mis dedos torpes e impregnados de una avidez que yo desconocía apretando con suavidad el hombro derecho de Camila. El mundo casi era mío, y yo no sabía qué hacer con él. Intenté otra operación mucho más arriesgada: extendí despacio el brazo izquierdo para buscar a tientas la mano izquierda –cualquier mano– de Camila. Encontré primero su brazo izquierdo. Lo toqué levemente, fui bajando y encontré su mano –cerrada como una ostra–. Puse con suave pavor mi mano izquierda sobre la mano izquierda de Camila, siempre cerrada, y arriesgué el gesto postrero, suicida: le estreché la mano muy suavemente. Ella apoyó todavía más la cabeza sobre mi hombro. Yo sentía un anillo de fuego oprimiéndome la frente, sentía un temblor descontrolado en las rodillas, sentía una orquesta en la cabeza. Estaba feliz y aterrado. Después de un rato, ella delicadamente retiró la mano encogida dentro de mi mano. Y la mano de Camila desapareció en la oscuridad.
Cuando terminó la película, tenía el brazo derecho dormido, la mano izquierda me ardía como una brasa, me galopaba el pecho, sentía la boca seca y estaba angustiado. Ella se separó de mí en un relámpago, se volvió con una sonrisa delicada, y yo me levanté. Metí las manos hasta el fondo de mis bolsillos, respiré con toda mi alma y me hundí en una duda ácida: ¿debía salir tomado de la mano de Camila? Ella se encargó de aclarar las cosas: sostuvo fuerte su bolsa con ambas manos, mientras murmuraba:
–¿Vamos?
Salimos caminando seguidos por el séquito de las otras chicas, pasamos junto a las sonrisas victoriosas de Sergio Eston, Fernando y Bernardo; yo extrañaba a Guto Pompéia, él podría explicármelo todo, él siempre tenía una explicación para los misterios de la vida y del mundo, y yo imaginaba cuántos pasos faltarían hasta la entrada del cine.
De pronto recordé con agobio que no le había preguntado si quería ser mi novia. Todavía tenía muchas batallas que librar. Había un largo y desolado camino hasta la acera a través de aquella multitud de cuerpos, en cada cuerpo sentía un par de ojos clavados sobre mí. En la confusión de la salida decidí enfrentar ese peligro mortal.
–Necesito hablar contigo. ¿Podemos caminar más rápido?
–¿Tiene que ser ahora?
Creí que era un buen momento para recurrir, por segunda vez, a mi voz sombría, cuidadosamente ensayada:
–Sí.
Ella bajó los ojos sin decir nada y se fue caminando, guiándome. La seguí. En la esquina, me dijo:
–Hasta aquí puedo llegar. Después voy a reunirme con las niñas. Tenemos que volver juntas a casa.
Ahí, parado en la esquina, yo tenía que mantener una calma que no existía, ante Camila, cara a cara, con el peso de su cabeza, de su pelo, todavía sobre mi hombro derecho, y el suave contorno de su hombro derecho todavía clavado en la palma de mi mano derecha, y en mi mano izquierda el vacío del dorso de su mano izquierda: era todo o nada.
–Es que quería preguntarte algo. Y tiene que ser hoy. Tiene que ser ahora.
Y ella seguía tranquila, mirándome a los ojos.
–¿Puedo?
–¿Cómo voy a saber? Tú eres el que quiere preguntármelo…
No estaba preparado para eso. No estaba preparado para nada.
–Entonces creo que sí puedo.
–Entonces sí puedes.
Y ella inmóvil, mirándome a los ojos. Aventuré:
–Creo que sí puedo.
–¿Y dónde está la pregunta?
– Es que no estoy preparado.
–Entonces, ¿por qué tiene que ser hoy?
–No sé. Pero tiene que ser hoy.
Y ella inmóvil, mirándome a los ojos. Disparé:
–¿Quieres ser mi novia?
–¿Eso era?
–Sí.
Ella sonrió con los ojos, respiró hondo, tardó toda una vida y finalmente dijo:
–Sí.
Y yo inmóvil, mirándola a los ojos. Y ella murmuró:
–Claro.
Y yo inmóvil, mirándola a los ojos.
Y ella siguió. Soltó de nuevo la sonrisa más hermosa del mundo y, sin decir nada, repitió con los ojos “sí”, me volvió la espalda y se fue caminando hacia el grupo de chicas que esperaban en la puerta del cine. Y yo sentí que me hundía poco a poco en el suelo de aquella esquina, y que el cielo de aquella esquina me envolvía como una sábana negra.
Tenía una novia. Y el mundo era mío.)
DICEN QUE ELLA EXISTE
(CINCO HISTORIAS DE SOLIDARIDAD)
Para Lu
I
Ella tenía siete años y en las noches de temporal se hundía en un pavor infinito. A cada trueno que estallaba, a cada rayo que rompía la negrura de la noche y se infiltraba por las venecianas cerradas, sentía la caricia de la muerte que la acosaba, inevitable, desde la oscuridad.
Entonces pedía:
–¿Puedo acostarme en tu cama?
Y oía la voz de su hermano, tres años mayor que ella, transportada por un viento de escarnio:
–Todas las niñas son iguales: se mueren de miedo. Puedes venir, miedosa. ¡Ándale, ven, miedosa!
Ella cruzaba con dos saltos la distancia que la separaba de la noche protectora. Y allí, junto a su hermano, sentía que la explosión de los truenos y el fulgor de los rayos horrorizaban menos.
Mucho tiempo después, ella tenía veintidós años e iba a casarse al día siguiente. Estaba en casa, charlando con su hermano mayor, cuando se soltó el temporal.
Por la ventana del departamento, ambos veían cómo se despedazaba el cielo cada vez que un rayo rompía la noche. Veían también cómo temblaba el vidrio de la ventana cada vez que un trueno estallaba en la negrura.
Ella, tensa y ansiosa, observaba en silencio el temporal. Su hermano estaba sentado en una poltrona frente a ella, dándole la espalda a la ventana y a la noche.
Él le preguntó:
–¿Y? ¿tienes miedo?
–¿De casarme? –quiso saber ella y se rio.
Su hermano permaneció inmóvil un instante y luego dijo:
–De la soledad. Yo qué sé.
–A veces lo pienso –dijo ella–. Pero no quiero pensar en eso ahora.
Y recordó, de repente, que cuando vio a su hermano vestido de traje por primera vez no pudo evitar llorar de emoción. Su hermano lo sabía.
Su hermano empezó a hablar de todos los miedos que había sentido a lo largo de su vida. Insistía: su peor miedo había sido siempre el mismo: el miedo a quedarse solo. El miedo a la soledad.
Con un hilillo de desaliento, susurró:
–Y no hay remedio: nadie, nadie va a poder ayudarme.
La hermana sintió un temblor, caminó hacia la poltrona y acarició la cabeza de su hermano mayor.
Él sonrió y luego dijo:
–Sólo he tenido un miedo peor que ese. Duró un par de años y tú fuiste la que me lo curó.
–¿Yo? ¿Y qué miedo era?
–Cuando éramos niños –dijo él–. ¿Te acuerdas de las noches de temporal en el campo? Me moría de terror. Sentía que iba a desaparecer del mundo. Cada vez que chispeaba un rayo, cada vez que un trueno explotaba, no cabía duda: iba a desaparecer. Rezaba por que vinieras pronto a preguntarme si podías estar conmigo. Y cuando al fin me lo pedías, era un alivio. Porque cuando te decía miedosa e ibas en busca de mi protección, yo me sentía fuerte y protegido.
El hermano mayor encendió un cigarro, miró a su hermana, que estaba de pie frente a él con una sonrisa de sorpresa, y dijo:
–Siempre había querido contártelo, pero me daba miedo contártelo y volver a sentir miedo. Ahora que te lo conté, no siento nada.
Ella no le dijo que el recuerdo de esa protección fue el venero del que había sacado, a lo largo de su vida, fuerzas de la nada para hacer frente a otros temporales, a otras tormentas, a otras tantas noches de pánico.
II
En realidad, cuando me dijo lo que me dijo, me puse furioso. Mi padre había muerto diez días antes.
–Debes saber que ese dolor nunca se te va a pasar, que ese recuerdo va a tomar por asalto cada uno de los minutos de cada uno de los días y las noches que te quedan por vivir. Es un dolor que no va a tener fin, tendrás que acostumbrarte a él.
Mi padre había muerto diez días antes, y yo me sorprendía llorando de repente, en cualquier momento o lugar. Caminaba por la calle, viajaba en un taxi, o estaba sentado a la mesa, comiendo, y explotaba la marea. Y él, en vez de calmarme, de explicarme que todo eso era natural, me advertía, fulminante: no se me pasaría jamás.
El enojo me duró mucho tiempo, hasta que entendí que lo que me había dicho era verdad, y también que aquella había sido la mejor forma de demostrarme que estaba a mi lado.
III
Aquellos fueron tiempos sombríos, pero teníamos una enorme ventaja: éramos jóvenes y creíamos.
Una noche de esos tiempos, cuando nuestra reunión estaba por terminar y alguien distribuía las últimas tareas, escuchamos la alerta:
–Cuidado, ahí vienen.
La desbandada fue general, pero yo tenía que ser el último: a mí me correspondía la tarea de quemar los papeles, sobre todo la lista de nombres y los mensajes. Sólo después podría escapar.
Enrollé los papeles, prendí el encendedor que mi padre me había regalado de cumpleaños y, cuando al fin terminó de quemarse la antorcha, esparcí las cenizas por el suelo y salí corriendo.
Estaba en la calle, me acercaba a la esquina cuando me atraparon. No tenía escapatoria. Mi amigo me había esperado en la puerta, pero corrió más rápido y logró huir doblando la esquina y esfumándose en la noche. Él siempre fue más rápido que yo y, mientras dos agentes me arrojaban al suelo y uno de ellos me pisoteaba la espalda con firmeza diciendo cosas que yo no podía entender, imaginé a mi amigo cruzando el parque y hundiéndose en la bruma. Nadie podría encontrarlo.
Antes de levantarme del suelo tuvieron tiempo de golpearme dos o tres o cuatro veces con un bastón de madera. Ya no veía nada cuando me empujaron al coche, pero sentí que alguien se acercaba. Ellos gritaron con furia, me limpié los ojos y lo vi: era mi amigo. Lo atraparon, lo tiraron y luego lo levantaron y lo arrojaron al asiento trasero del coche, sobre mí.
El auto arrancó en la noche y el hombre gigantesco que iba junto al conductor volteaba a cada rato para distribuir golpes al azar. Casi todos acertaban.
Dos días después nos soltaron. Era mi primera vez, sentía que había aguantado bien. Por lo menos, había salido entero y caminando.
En la calle, mi amigo me dijo:
–Esa noche regresé porque sentía que no podía dejarte solo. Una vez me llevaron solo. Es mucha desesperación. Cuando te agarran solo es mucho peor.
Todavía nos vemos de vez en cuando. Nunca volvimos a hablar del tema.
Él sabe que yo sé cuánto le debo. Y también sabe que sé que jamás voy a poder pagárselo, y sabe que yo sé que él lo sabe. Pero estoy seguro de que, para mi amigo, nada de eso tiene la menor importancia.
IV
Aquel invierno rabioso, ambos cumplían cincuenta años de una vida vivida en común.
Él todavía sentía la misma emoción y el mismo deslumbramiento cuando llegaba a casa al atardecer y la encontraba sentada en una silla de mimbre, en el porche de su casa amplia y blanca, esperándolo. Rozaba la frente de su mujer con un beso fugaz y se dirigía a la sala. Eran así, un tanto solemnes y siempre rodeados de silencio. Y así habían vivido la vida vivida.
Era un hombre rígido, que trabajaba sin hacer caso al calendario.
Aquellos días de aquel invierno rabioso arrastraba una gripa impertinente y ácida que le aflojaba el cuerpo y parecía robarle parte del aire al respirar, pero no le daba mayor importancia. Era médico y, tal vez precisamente por eso, no solía hacer caso cuando lo aquejaban cosas menores como una gripa sin gracia, por impertinente que fuera.
Esa noche fue a acostarse temprano. Llovía fuerte cuando, poco antes de las nueve y media, alguien tocó el portón.
Mientras se levantaba y buscaba una bata para ir a ver quién era el forastero, su mujer se envolvió en un impermeable y se le adelantó.
–Es Vidigal, el de Casemiro Sales –le dijo a su marido–. Dice que la hija de Casemiro está ardiendo en fiebre. Pide que vayas. Le dije de tu gripa, le pedí que esperara hasta el amanecer, sobre todo con este aguacero del diablo, pero Vidigal dice que su patrón está preocupado e insiste.
–Pues entonces voy –dijo el hombre–. Tengo que ir. Me visto, ensillo el caballo y parto.
–¡Pero está a hora y media de aquí, hombre! ¡Y campo adentro, con esta lluvia!
–Voy. Tengo que ir.
–Voy contigo.
–Voy solo. Vidigal y yo, nadie más.
Seis meses antes, por una tontería, una discusión sobre cuestiones de tierras, Casemiro Sales, un hacendado que poseía leguas de campo, se había peleado con él. Lo que es más: le había dicho que si volvía a verlo en sus tierras, se diera por muerto. El médico miró a Casemiro Sales y le dijo:
–De ser así, máteme ahora –luego le dio la espalda y se marchó con paso tranquilo.
No habían vuelto a hablarse, y ahora ahí estaba Vidigal, pidiendo favores en nombre de su patrón.
Cuando el médico volvió a aparecer, llevando en la mano derecha el maletín de cuero donde transportaba sus instrumentos de trabajo y sosteniendo con la otra mano las riendas de un caballo empapado, dijo:
–Apresurémonos.
Estaba envuelto en una capa y el agua le chorreaba del ala del sombrero. Su mujer, una vez más, intentó ir con él: creía que su presencia lo protegería de la lluvia y de las amenazas de antaño. Pensaba: “¿Y si cuando llegue ya se murió la niña? ¿Y si no puede hacer nada y se le muere en los brazos?”
Sentía que no podía, que no debía dejarlo solo. Pero conocía a su marido desde hacía más de cincuenta años, tiempo más que suficiente para saber que, después de negar algo, jamás volvía atrás.
Vio a los dos jinetes hundiéndose en el temporal y en la noche, y sintió crecer su angustia. Recordó la gripa de su marido. Sabía que era necesario: nunca se perdonaría dejarlo solo. Pero también sabía que nadie, jamás, le arrancaría su marino de un “no” que él hubiese dicho.
Calculó: una hora y media de ida bajo la lluvia, otro tanto de regreso. Y la oscuridad y la amenaza, la aprehensión, y él solito allá, con su enemigo como única compañía, intentando salvar la vida de la hija del hombre que lo había amenazado de muerte. Él solito, solito.
Entonces lo decidió. Salió del porche, bajó al jardín que había frente a su casa, que seguía intacta, amplia y blanca, bajo el velo de la lluvia. Y allí, en el jardín, abrió los brazos bajo el aguacero. Sintió que su cuerpo se empapaba, sintió los primeros temblores del frío, sintió que se bañaba de lluvia y noche hasta el alma.
Era la única forma de acompañar al hombre que la había acompañado durante cincuenta años: de estar con él, aunque fuera a la distancia. Allí, sin protegerse de la noche, teniendo como único abrigo la intemperie.
V
El hombre estaba en la sala leyendo el periódico en una poltrona forrada de tapiz de flores.
Mientras leía el periódico, recordaba otros días, otros momentos. Recordaba a su abuelo médico, recordaba a su padre muerto, recordaba a su hermana, recordaba a su amigo, y al recordarlos estaba con todos ellos.
El hombre estaba leyendo el periódico cuando su mujer le pidió que fuera a bañar a su hijo.
El hombre preguntó si el niño no sabía bañarse solo. La mujer dijo que sí, pero que siempre convenía echarle un ojo. A fin de cuentas, no tenía más que seis años.
El hombre dobló el periódico antes de dejarlo en el suelo, se bebió el resto de lo que había en el vaso y fue al baño. El niño ya se había quitado la ropa, estaba en la ducha y pidió:
–¿Me abres la llave? Ábrela y haz que salga tibia, papá.
En el tono de voz del niño había cierta solemnidad que le hizo gracia al hombre. Primero abrió la llave del agua caliente, tras apartar al niño hacia un rincón de la ducha. Puso la mano bajo el chorro y, poco a poco, fue abriendo la otra llave. Hizo todo aquello como si llevara a cabo una especie de ceremonia, dándole importancia a cada gesto. Finalmente, le dijo a su hijo:
–Pruébala. Creo que así está bien.
El niño se metió bajo el chorro y le agradeció:
–Está perfecta, papá, gracias.
El hombre se quedó viendo cómo su hijo se enjabonaba el cuerpo y se preguntó si toda aquella meticulosidad sería normal o si se trataría de una representación para impresionarlo. Para establecer normas y límites, insistió en recordarle que estaba allí en una misión supervisora:
–No se te olvide lavarte la cabeza.
El niño, entonces, le pidió:
–¿Me pones champú en el pelo? Es que tengo que cerrar bien los ojos y si no veo nada no logro ponérmelo.
El hombre pensó preguntarle a su hijo qué tenía de difícil ponerse champú con los ojos cerrados, pero prefirió no decir nada.
Sin dejar la solemnidad, el niño se quejó dos veces: quería más champú.
–Mamá siempre me echa dos veces, para que el pelo me quede bien limpiecito –explicó, con cierto enfado.
De pronto, todavía con los ojos cerrados, el niño le dijo a su padre:
–Esa Cecilia, ¿ya sabes cuál?
–Ajá –dijo su padre, que en realidad no sabía de quién se trataba.
–Es inmunda. Es una puerca.
–¿Cecilia? –quiso saber su padre, dándose cuenta de que entraba en un terreno peligroso. No tenía ni la menor idea de quién era Cecilia.
–Sí, ella. Es una cochina. Ni te imaginas.
–Pues, no, no me imagino. No parece. ¿Por qué dices eso de Cecilia?
–¿No parece? ¡Claro que parece, papá! Es una cochina, una asquerosa, una fea. La odio. Cecilia es la niña más sucia de mi salón. La más cochina de todas las niñas de mi salón.
El hombre respiró aliviado: ahora sí, sabía quién era Cecilia. Recordó una carita redonda y dos enormes ojos azules.
–Es la niña más cochina y más fea y más asquerosa de toda la escuela.
Entonces el padre se dio cuenta de que su hijo estaba empezando a llorar. Antes de que tuviera tiempo de decir nada, el niño prosiguió:
–Es la niña más asquerosa del mundo. No hay nadie más horrendo que Cecilia. La detesto más de lo que detesto a toda la gente que detesto. Es fea y es horrible, ¿sabes?
–No, hijo. No lo sé. No lo sabía.
–¡Sí, lo sabes! Todo el tiempo se le escurren los mocos, papá –y el niño lloraba cada vez más fuerte bajo el chorro de la ducha–. Hoy mismo le chorreaba la nariz, es una cochina, es…
El hombre aprovechó que el llanto le había cortado la voz al niño y dijo:
–Pero hijo, cuando uno está resfriado…
–Ella es peor, papá –lo interrumpió el niño, sin dejar de llorar–. La odio y ya no quiero hablar con ella ni mirarla ni que ella me mire ni que me hable ni que se siente en mi salón ni que vaya a mi escuela ni que viva en mi ciudad.
Y tuvo que interrumpirse de nuevo, porque de nuevo el llanto le cortó la voz. El hombre se preguntó cómo habría comenzado todo aquello. Quería hacer algo para mitigar la tristeza del niño, pero no sabía qué ni cómo. Decidió estarse quieto. Estaba arrodillado en el piso frío del baño y había abierto la cortina de la ducha; el agua le salpicaba la ropa, pero al hombre no parecía importarle. Y entonces el hombre recordó a su propio padre y sintió una punzada en el cuello.
–Lo peor de todo –dijo el niño de pronto, llorando cada vez más fuerte– es que hoy Cecilia dijo que ya no va a ser mi novia. Dijo que ahora es novia de Rafael. Odio a esa asquerosa, a esa mocosa, fea, mugrienta…
Y entonces el padre hizo lo único que podía hacer para decirle al niño que entendía todo aquel dolor infinito, y que no podría impedir ese dolor ni impedir que ese mismo dolor volviera a aparecer muchas veces a lo largo de su vida; tenía que mostrarle al niño que daría lo que fuera por evitarle aquel dolor y todos los que aún estaban por venir.
El padre se metió bajo el chorro la ducha, se arrodilló junto a su hijo, lo abrazó con fuerza y se echó a llorar con él.