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UNA RELACIÓN COTIDIANA

Mientras David pastoreaba a sus ovejas, permanente­mente recordaba que él mismo era pastoreado por el Señor. Se sentía unido a él. Estaba siempre consciente de la pre­sencia de Dios en su vida. De ahí que escribiera en prime­ra persona: “El Señor es mi Pastor”. Porque lo sentía como propio. Es como si hubiese dicho: “Dios es mi Pa­dre; no soy huérfano; él está conmigo y se ocupa de mí”. Y esta seguridad lo llenaba de gozo, como lo expresó en otro de sus salmos: “En tu presencia hay plenitud de gozo, delicias a tu diestra para siempre” (Salmo 16:11).

Al decir “mi Pastor”, David no hacía más que expresar una relación de intimidad y de pertenencia para con Dios.

¿Cuán personal es la relación que nosotros mantenemos con el Pastor? ¿Lo sentimos individualmente como nues­tro, o apenas como el Dios universal que rige sobre el vas­to universo? Además, ¿cuán constante es nuestra relación con él?

Cierto rey de la antigüedad tenía un hijo, al cual le había asignado una pensión anual. En una determinada fecha del año, el hijo visitaba a su padre y éste le entregaba la suma establecida. Pero al cabo de unos pocos años, el único día que el padre veía a su hijo era cuando éste iba a retirar su dinero. Entonces el rey cambió de proceder, y comenzó a darle a su hijo un poco cada día, lo que él necesitaba para el sustento diario. De esta manera, el joven príncipe debía visitar cada día a su padre.

Esto es precisamente lo que el divino Pastor quiere que hagamos con él. Que estemos cada día a su lado, porque él nos da sus bendiciones en cuotas diarias, y no en una sola entrega anual. De ahí que Jesús enseñó en el Pa­drenuestro a pedir el pan cotidiano, para inducirnos a ir a él cada día, no cada mes o cada año. ¿Con qué frecuencia vamos al Padre? ¿Alegramos su corazón y fortalecemos nuestro espíritu hablando cada día con él?

Nuestro Padre-Pastor se interesa por cada uno de no­sotros en particular. Nos conoce por nombre; sabe qué hacemos, dónde vivimos, cómo nos sentimos; y hasta conoce el número de nuestros cabellos (S. Mateo 10:30). Nada de nuestra vida pasa inadvertido para él. Si esta­mos contentos, él se alegra con nosotros. Si estamos tristes, él mitiga nuestras penas. Si nos sentimos ago­biados, él aligera nuestras cargas. Si el desaliento nos abruma, él fortalece nuestro ánimo.

Cuando el amante Pastor nos encuentra hundidos en el pesimismo o el rencor, nos toma en sus brazos y nos colma de salud espiritual. Su amor no conoce límite, y tampoco su eterno poder para librarnos de cualquier cosa mala. ¡Qué Dios maravilloso! No hay nadie como él. Él mismo declara: “No hay más Dios que yo, Dios justo y salvador. Ningún otro fuera de mí” (Isaías 45:21). ¿Cómo entonces podría­mos sentirnos tú y yo desprotegidos o desvalidos en la lucha de la vida?

UN BUEN COMIENZO

David comienza sus célebres versos mencionando al Pastor, a Dios. Así también comienza la Biblia: “En el principio Dios”. ¿No debería comenzar así también todo en nuestra vida?

Cuando le damos a Dios el primer lugar, todo comienza y termina mucho mejor. Si frente a cada nueva jornada de trabajo, o frente a cada plan de acción, o frente a cada problema humano pusiéramos primero a Dios –buscando su ayuda y dirección–, ¿no tendríamos mucho más éxito en todas nuestras actividades?

Decir de veras “el Señor es mi Pastor” es declarar que le pertenecemos a él. Es reconocer nuestra propia limi­tación humana, y nuestra necesidad del Pastor omnipotente para vivir en plenitud. Y cuando él nos regala tal riqueza espiritual, nuestra fe se agiganta, y podemos decir con Amado Nervo:

Señor, tú antes, tú después, t ú en la inmensa

hondura de l vacío y en la hondura interior.

Tú en la auro ra que canta y en la n oche que piensa.

Tú en la flor de los cardos y en los cardos sin fl or.

Tú en el cenit a un tiempo y en el nadir; t ú en todas

las transfigurac iones y en todo el pad ecer;

tú en la capilla fúneb re, tú en la noche d e bodas;

tú en el bes o primero, tú en el be so postrer.

Tú en los oj os azules y en los ojos os curos,

tú en la frivolida d quinceañera y también

en l as grandes ternezas de los años maduros.

Tú en la más negra sima, tú en e l más alto edén.

Si la ciencia engreída no te ve, yo te veo;

si los labi os te niegan, yo te pro clamaré;

por cada hombre que duda, mi alma grita: “¡Yo creo!” Y con cada fe muerta, se agiganta mi fe.

No es humillante que tú y yo nos veamos como débiles ovejas. Pero sí es denigrante que otros se sientan supe­riores y nos atropellen como ovejas. La oveja tiene al Pas­tor, y allí está su salvación. En cambio, el que se siente superior pierde la noción de su propia necesidad, y se que­da solo con su vacío interior.

Cierto día, Jesús estuvo particularmente rodeado de mucha gente necesitada. Las multitudes lo habían seguido durante horas. Y al observarlas, “sintió compasión de ellas, porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas sin pastor” (S. Mateo 9:36). ¿No crees que la gente de hoy se parece a las multitudes de ayer? Sí. Pero también el Jesús de hoy es igual que el de ayer.

Su compasión es infinita;

su amor nos circunda por doquier.

No hay como el amor del Pastor.

¡Toma hoy un sorbo de este amor divino!

Está a tu alcance.

Llena tu vida con él.


Capítulo 2
Toda necesidad atendida

“Nada me faltará”

Según cuenta una vieja alegoría, cierto gallo creía que su canto matinal hacía salir al Sol. Pero un día se quedó dormido, y grande fue su sorpresa al despertar y ver que el Sol ya había salido. Entonces, admitiendo su error, el gallo se dijo humildemente para sí: “Ya veo que mi pobre canto no hace salir al Sol; pero de todos modos puedo cantar cada mañana a la salida del Sol”.

El gallo creía que el Sol salía porque él cantaba. No se daba cuenta que era al revés: él cantaba porque el Sol salía. Y la moraleja brota por sí sola. ¿No pensamos con frecuencia como el gallo? A menudo nos parece que so­mos la pieza clave de nuestro entorno, y que las cosas salen bien gracias a nuestra capacidad personal. Pero basta que cometamos una equivocación, o que alguien nos aventaje en algún detalle, para comprender el error de nuestro orgu­llo.

Y este insensato agrandamiento puede llevarnos a tal suficiencia propia, que hasta nos induzca a prescindir de Dios. Como el gallo del cuento, podemos pensar que so­mos el centro, cuando sólo somos humildes ovejas del di­vino Pastor. De él brota la vida. Él es quien provee lo necesario para nuestro mantenimiento. “En él vivimos, y nos movemos, y existimos” (Hechos 17:28).

NO NOS FALTARÁ LO ESENCIAL

Otras versiones del Salmo 23, en lugar de “Nada me faltará”, afirman en tiempo presente: “Tengo cuanto necesi­to”, “Tengo todo lo que necesito”. Es así como piensa o debería pensar el creyente: no que Dios nos dará mañana lo que sea mejor para nuestro beneficio. Si se trata de algún bien esencial, lo podemos recibir hoy, ahora. Eso lo tenemos cada día, y lo seguiremos teniendo en los días venideros. Por ejemplo, “a pesar de todo”...

 Nunca nos faltará el oxígeno del aire, aunque haya contaminación ambiental.

 No nos faltará la luz del Sol, aunque haya días nubla­dos.

 No nos faltará el agua, aunque existan sequías, y el clima se altere.

 No nos faltará el alimento, aunque crezcan los desier­tos, y por causa de la injusticia humana haya seres hambrientos.

 No nos faltará el vestido, aunque debamos cubrirnos con sencillez.

Ciertamente, Dios siempre atiende nuestras necesidades reales. Él no duerme ni se adormecerá en su infatigable amor paternal (Salmo 121:3,4). Sus ojos siempre obser­van nuestras debilidades y carencias. Y su mano divina siempre está extendida para darnos lo mejor. David le dice al Pastor: “Los ojos de todos esperan en ti, y tú les das su comida a su tiempo. Abres tu mano, y colmas de bendi­ción a todo viviente” (Id., 145:15,16). ¡Dios no se toma vacaciones! Dijo Jesús: “Mi Padre siempre está en su obra, y yo también” (S. Juan 5:17).

Por lo tanto, ante cualquiera de nuestras necesidades podemos ir a él, y decirle: “Señor, necesito tu ayuda. Resuelve mis problemas; suple mis necesidades materiales y espirituales”. Y nuestro Padre celestial nos escuchará y responderá.

NECESID ADES REALES Y ARTIFICIALES

Están las necesidades reales y legítimas, que reclamannuestra natural atención. Pero también existen las otras, que podríamos llamar “necesidades artificiales”, que no hacen más que alimentar la vanidad, mientras tal vez queden sin atender las verdaderas necesidades del alma. ¡Qué la­mentable negligencia, y qué distorsión de los valores! En esto tiene mucho que ver la publicidad masiva, la cual ma­nipula de tal manera la mente del consumidor, que éste termina por adquirir tal o cual producto, porque previa­mente se le “vendió” una necesidad inventada o artificial.

¿Y qué diremos de quien compra sólo para tener más, o para mostrar un mejor nivel económico que el prójimo? ¡Cuántos desgastan y malogran su vida por causa de esta fiebre insensata! ¿Nos acordamos de Diógenes, el filósofo griego que des­preciaba la riqueza? Él mismo vivía con lo estrictamente in­dispensable. Se cuenta que cierto día vio a un niño tomar agua de una fuente con sus propias manos. Entonces arrojó la única escudilla que tenía, y dijo: “Yo ta mbién puedo beber con mis manos. No necesito la escudilla”.

Éste es un caso extremo que jamás aprobaríamos. ¿Pero no condena indirectamente la frivolidad y el consumismo de nuestros días? Necesidades artificiales, que el Señor ¿querrá suplir?

Lo que Dios sí quiere atender son nuestras necesidades genuinas y legítimas. En tal sentido, David afirmaba en otro de sus salmos: “Los ricos pueden empobrecer y sufrir hambre, pero los que buscan al Señor no carecerán de ningún bien” (Salmo 34:10). Y el apóstol Santiago les dice a los creyentes: “Que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna” (Santiago 1:4).

Esta es la firme convicción de todo hijo de Dios: “Nada me faltará”. Con esta confianza y esta seguridad se mueve el creyente. ¿Por qué entonces preocuparnos tanto por alguna cosa que nos falte, en lugar de alegrarnos más por lo que ya tenemos? El que sustenta el fascinante mundo que él mismo creó, ¿cómo no nos dará lo que necesitemos cada día para gozar de la vida? Aun en los momentos de mayor necesidad, él no nos fallará. San Pablo escribió: “Mi Dios, pues, suplirá toda necesidad vuestra” (Filipenses 4:19).

CÓMO PODEMOS POSEE R MÁS

En su deseo de una mayor prosperidad, hay quienes se preguntan: “¿Por qué la vida me niega la posibilidad de concretar mis sueños?” Y esos “sueños” pueden ser la terminación de una carrera, la realización de un buen ne­gocio, la expansión de una empresa, el ascenso en el traba­jo, la armonía familiar, la formación del matrimonio, y tan­tos otros nobles anhelos...

Y estas mismas personas pueden formularse otras preguntas, tales como: “¿Por qué Fulano ha tenido mejor suerte que yo?” “¿Qué cosa extraordinaria ha hecho él pa­ra llegar adonde llegó?” “¿Es que Dios me ha dejado un poco de lado?” “¿Qué puedo hacer para mejorar mi con­dición y alcanzar una mayor prosperidad?”

Realmente, es mucho lo que una persona puede hacer para alcanzar sus anhelos e ideales. Lo primero, tal vez sería no quejarse ni compararse con los demás. Porque esta actitud es negativa, y no conduce a provecho alguno. Entonces, ¿cómo sería posible lograr un mayor éxito y una mayor prosperidad en todos los órdenes de la vida?

A continuación, te presento seis ideas que han dado excelente resultado para el logro de un mayor progreso personal y familiar. Cómo alcanzar esta sana aspiración:

1. Administrando mejor el tiempo y el dinero. El tiem­po bien aprovechado y el dinero bien invertido pueden lograr maravillas. No quemes los minutos y las horas que podrías utilizar provechosamente. No dilapides tu dinero en compras innecesarias o en actividades incorrectas. Si otros lo hacen, no los imites, porque no te conducirá a buen fin. ¡Tendrás más derrochando menos!

2. Cultivando buenos hábitos. Es increíble cuánta gen­te se arruina y se enferma por causa de hábitos declarada­mente perjudiciales. ¡Cuántos podrían vivir de modo más holgado, con más salud, y por más años, si dejaran de lado los vicios que consumen la vida! ¡Realmente tendrían mucho más!

3. Siendo más esforzados y diligentes. Esto significa trabajo, empeño, constancia y voluntad. Estas cualidades siempre aumentan el capital de la vida. Nos llevan más lejos y más alto. Observa a tu alrededor, y verás que los esforzados no suelen quejarse de mala suerte.

4. Aprovechando mejor las oportunidades. Un curso de perfeccionamiento en el trabajo, una materia adicional en el estudio, la aceptación de una tarea difícil, una idea profesional, o una relación laboral bien aprovechada, ¡cuán­to pueden significar para el desarrollo personal! ¡Opor­tunidades que se buscan y se convierten en bendición!

5. Mejorando las relaciones humanas. El llevarse bien con los demás, y mantener con ellos una relación inteligente y respetuosa, siempre genera bienestar y progreso indivi­dual. Un estudiante universitario golpeó brutalmente a uno de sus profesores, y fue despedido de todas las univer­sidades públicas del país. Hoy es un hombre fracasado, que todavía no ha aprendido a gobernar su temperamento indócil. Otro estudiante tenía tan buena relación con sus compañeros, que cada año lo elegían como el mejor com­pañero del curso. ¡Cuán buenos dividendos paga la co­rrecta convivencia con el prójimo!

6. Pidiendo la sabiduría divina. A veces nos falta la salud, la paz del hogar, o algún bien material que desearía­mos poseer. Pero no sabemos de qué manera suplir tales necesidades. Carecemos de capacidad y de inteligencia para ello. Somos como la indefensa oveja que necesita la ayuda del pastor. Por lo tanto, se hace necesario recurrir al divi­no Pastor. La promesa de la Escritura afirma: “Si alguno necesita sabiduría, pídala a Dios, quien da a todos gene­rosamente, y sin reprochar. Y le será dada” (Santiago 1:5).

¡Cuánto más tendríamos y cuánto mejor nos iría en la vida si recurriéramos habitualmente a Dios, en busca de su sabiduría, su fuerza y su bendición divina! ¿Es ésta tu buena costumbre?

Repasa los seis puntos mencionados. Y al ponerlos en práctica con la dirección del Altísimo, confiadamente po­drás decir con el salmista: Nada me faltará”.

NO NOS FA LTARÁ SU COMPAÑÍA

En medio de los numerosos peligros y dificultades que David Livingstone debió enfrentar en el corazón del África, como incansable explorador y misionero cristiano, siempre recordaba la animadora promesa de Jesús: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (S. Mateo 28:20). Y esta seguridad de la compañía divina lo sostuvo aun en las peores circunstancias.

Y hoy, sea que vivamos en la densa selva ciudadana –donde abunda la inseguridad–, o que habitemos en el tranquilo paraje rural, podemos recordar la misma promesa del Pastor: él estará cada día a nuestro lado, y ahuyentará de nosotros toda forma de soledad.

Cuando en 1915 Ernesto Shackleton y sus hombres rea­lizaron su viaje a la Antártida, debieron padecer las peores contrariedades. Perdieron el “Endurance”, el barco en que viajaban. Quedaron sin provisiones. Sufrieron toda clase de dificultades. El hielo se les partía debajo de sus pies; y el frío tan intenso de aquellas soledades era una permanente amenaza de muerte.

Y al fin de ese viaje tan peligroso y agotador, Shackle­ton destacó la sensación de haber estado acompañados por Dios. En todo momento parecieron verlo junto a ellos. ¿No es éste otro ejemplo de la compañía alentadora del Pastor en medio de la soledad? Y en el viaje de nuestra vida, por accidentado que sea, tú y yo podemos tener igual compañía y bendición.

Existe lo que podríamos llamar “soledad social”, que consiste en no tener la compañía física de nadie. Y tam­bién existe la llamada “soledad emocional” o psicológica, que es la orfandad interior, con gente afuera y con soledad adentro. Pero además está la “soledad espiritual”, que bási­camente consiste en la falta de compañerismo con Dios, y en la ausencia de diálogo con él. Ésta es la peor clase de soledad, porque a menudo es causa de las otras soledades. Allí está la raíz, y allí también está la solución: nuestra relación de fe con Dios.

NO NOS FALTARÁ SU CUIDADO

Un chico deambulaba desesperado por la calle pidiendo ayuda. Y entre la gente que detuvo, dio por fin con el Sr. Salazar. Éste, en un primer momento decidió no ayudar al niño. Pero había algo en ese rostro infantil que lo hizo vacilar.

–Si te doy dinero, ¿qué harás con él? –le preguntó el hombre.

–Comprar pan, señor –respondió el niño.

–¿No has comido nada hoy?

–No, nada, señor.

–Pero, ¿me dices la verdad? –preguntó el Sr. Salazar, mirando fijamente a los ojos del niño.

–Sí, señor, le digo la verdad.

–Pero, ¿acaso no tienes padres? –volvió a preguntar el hombre, quien ya comenzaba a interesarse vivamente en el chico.

–No, señor, mi papá murió. Y mi mamá murió anoche. Venga conmigo, y le mostraré dónde está.

Y tomando la mano del niño, el Sr. Salazar lo acom­pañó por una estrecha calle de la ciudad, hasta que llega­ron a una miserable vivienda. Entraron en ella, y el niño señaló hacia su madre muerta.

–¿Quién estaba a su lado cuando ella murió?

–Solamente yo, señor –balbuceó el niño inundado en lágrimas.

–¿Y te dijo algo tu mamá antes de morir?

–Sí, me dijo: “Dios cuidará de ti, hijo mío”.

Y maravillosa providencia, en ese instante se cumplía la palabra de la madre, pues el Sr. Salazar, cristiano de buen corazón y de buena posición económica, decidía hacerse cargo del niño y de su educación.

Tal como el niño recibió providencialmente el cuidado que necesitaba, así Dios nos cuida y ampara en la hora de necesidad. El mismo Dios que da de comer a las aves, que embellece de color y perfume a las flores, y que viste de mil matices la hierba del campo, ¿cómo no hará mucho más por nosotros? (S. Mateo 6:26-30). El rey David escribió: “Fui joven, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni a sus hijos mendigar el pan” (Salmo 37:25).

¿Sientes a veces que nadie cuida de ti? Recuerda que en el caso extremo, aunque una madre se olvide de sus hijos, “yo nunca te olvidaré” , dice Dios (Isaías 49:15). ¿Cómo el Pastor habría de olvidarse de sus ovejas, siendo que las ama con ternura y solicitud? Podemos descansar en esta seguridad: Dios nunca nos hará faltar su cuidado paternal. Y con su cuidado vendrá también su infaltable protección.

NO NOS FALTARÁ SU PROTECCIÓN

En los momentos de mayor peligro, cuando nos parece que ha cesado toda esperanza, la protección divina puede jugar en nuestro favor. Él puede protegernos contra una bancarrota comercial, una enfermedad peligrosa, o un ac­cidente que podría resultar fatal. Notemos el siguiente ejemplo.

Un grupo de cuarenta estudiantes estaba de gira artísti­ca por el interior del país. Era de noche, y el conductor del ómnibus no conocía muy bien los caminos de esa región. Y cuando llegó a una bifurcación de la carretera, estaba por doblar a la izquierda. Pero en ese preciso instante uno de los jóvenes pasajeros se acercó al chofer, y le indicó que doblara a la derecha.

De inmediato se produjo una violenta frenada, y el con­ductor pudo doblar a la derecha. Y antes de terminar de dar la curva completa, escuchó que un tren expreso atrave­saba la ruta que ellos habrían tomado. Inexplicablemente, aquel estudiante se despertó a esa hora exacta de la noche, y se adelantó hacia el conductor para decirle en el momen­to preciso que doblara hacia la correcta dirección. De no haber sido así, se habría producido un accidente fatal con la pérdida de numerosas vidas.

¿Quién despertó al joven para que instruyera al conduc­tor, justamente en ese punto del camino? Sólo Dios pudo hacerlo. ¡Cuántas veces él nos protege a nosotros de modo parecido! Y aunque digamos que fue una “casualidad” o una “buena suerte”, en realidad fue la mano del Omnipo­tente la que nos libró de la muerte o de alguna desgracia de gran proporción.

Haciendo memoria, seguramente tú mismo podrías re­cordar algún momento de tu vida, cuando el divino Pastor te sacó del abismo, ¿verdad? Sí, él tiene sobrada capacidad para protegernos contra toda especie de mal y peligro.

El salmista expresa este mismo concepto, cuando ase­gura:

“No te vendr á mal, ni plaga tocará t u morada. Pues a sus ángeles mandará por ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no t ropiece en piedra” (Salmo 9 1:10-12).

¿Notamos de qué manera admirable y sobrenatural nos protege el Señor? Y aunque a veces nos parezca que no recibimos de él todo lo que quisiéramos, igualmente po­demos decir con David: “Nada me faltará”. Por alguna carencia que padezcamos, el Pastor nos colma con innu­merables bendiciones. Si no fuese así, ¿qué sería de nues­tra vida? ¿Qué clase de bienestar podríamos poseer?

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