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El secretario de la Universidad Nacional, D. Alfonso Herrera, ofició de cicerone guiando a Blasco por lugares emblemáticos de la ciudad: la catedral, el palacio Iturbide y el Museo Nacional. También visitaron otros espacios menos atractivos, porque el escritor necesitaba apropiarse de una visión completa y real de México. Aunque, claro está, cuando fueron diversos escritores metropolitanos los que trazaron la ruta turística, se impusieron aquellos lugares antiguos donde todavía sobrevivía la leyenda y el misterio182. Así las cosas, además de ser obsequiado con un banquete, en el parque Lira, por el Ayuntamiento de la capital, Blasco tuvo la oportunidad de recorrer la colonia de Santa Anita Zacatlamanco, con sus canales. En Coyoacán, visitó la casa de Hernán Cortés, la de la Malinche o Casa Colorada. Igualmente, necesitó de medios de transporte para acudir al convento de Tepotzotlán (actual Museo Nacional del Virreinato) o para maravillarse con las pirámides de San Juan Teotihuacán de Arista, siendo gratificado, otra vez, con el correspondiente banquete.


Blasco con el presidente V. Carranza (Fundación C. E. Blasco Ibáñez).

Con los fastos organizados en honor del novelista quedaba patente el afecto que se le profesaba. Además de visionar el lago de Xochimilco, donde degustó un pipián de pato, como estaba estipulado, el 29 de marzo se celebró la comida a la que le había invitado el presidente Carranza183. Fue quizá esta la ocasión en la que, según la rumorología popular, a Blasco le robaron su reloj, despertando en él cierto resentimiento hacia el pueblo mexicano. Hubo, sin embargo, otras circunstancias que seguramente le molestaron mucho más. En algunos círculos capitalinos causó extrañeza el comportamiento de la colonia española con su compatriota, mucho menos efusivo que el demostrado por los mexicanos. Probablemente, esta reacción tibia pueda explicarse por el hecho de que la mayoría de españoles afincados en el país no compartían las ideas republicanas del escritor184.

En cualquier caso, aún le aguardaban numerosas sorpresas. De ahí que, desde la capital, se trasladó a Jalisco, llegando a primeras horas de la mañana del 31 de marzo a Guadalajara. Allí le esperaba una banda de música junto a representantes municipales y del Gobierno. El Ayuntamiento le nombró «huésped de honor», le ofreció otro ágape, dedicando la tarde a visitar el museo del Estado, el palacio de Gobierno, el Hospicio y el teatro Degollado185. Sin apenas tiempo para recuperarse, el día siguiente salió con rumbo a hacia Chapala. En su lago, Blasco pudo pisar, según consta en su cuaderno de notas, las islas del Presidio y de los Alacranes.

No obstante, fue una visita rápida, porque el 2 de abril ya estaba de regreso en Guadalajara, donde se instaló en el hotel Fénix186. Pese a desmentir declaraciones anteriores, un día más tarde ofreció la conferencia «La Madre España» en el Club Español. La tarde del 4 de abril, después de atender en su hotel la visita del gobernador del Estado don Luis Castellanos y Tapia, volvió a encaramarse al ferrocarril de vuelta a México D. F. Conforme manifestó públicamente en la capital, estaba encantado de su estancia en la Perla de Occidente, ya que allí había encontrado gran «variedad de tipos regionales, típicos, y de difícil estudio por las diferentes expresiones de sus semblantes»187.

Las atenciones que recibió, de nuevo, en la capital podían seguir colmándole de satisfacción. Carranza lo invitó a comer otra vez. El 6 de abril, en la Escuela Nacional Preparatoria, institución educativa de la Universidad Nacional, impartió la charla que llevaba por título «La novela y su influencia social»188 y que no se había podido llevar a cabo días antes por coincidir con la Semana Santa189. Tratándose de una velada literario-musical, al término de su conferencia tuvo lugar un concierto sinfónico en su honor.

La prensa de la época todavía publicitaba otra plática del escritor, esta vez de paga, a celebrar en el teatro Principal. Con el dinero recaudado iba a contribuir al proyecto tan ansiado por el elemento estudiantil consistente en un monumento en homenaje al maestro Justo Sierra, por quien Blasco confesó sentir un profundo respeto y una admiración justificada190. Por otra parte, la ciudad albergaba interesantes tesoros artísticos y arquitectónicos que podían saciar la curiosidad del novelista. La antigua Villa de Guadalupe y su famosa basílica, el templo de San Hipólito y la casa de Pedro de Alvarado (sede actual de la Fonoteca Nacional), por ejemplo, son lugares que figuran en las anotaciones manuscritas del autor y que, por tanto, cabe suponer que visitó como observador privilegiado.

Algunos meses después, Blasco declaró para quienes habían sido sus lectores de El Pueblo que durante su periplo mexicano «fueron varias las ciudades importantes que visité y en casi todas ellas pronuncié conferencias relacionadas con diversos temas, entre otras que recuerdo, están la ciudad de Méjico, Guadalajara, Puebla, [P]achuca, Saltillo, Tampico y Veracruz»191. En esa ocasión su memoria era excesivamente sintética. A partir de la vaguedad de las referencias de que disponemos sobre sus desplazamientos, es posible asegurar que, al menos, aún recorrió cuatro estados más y estuvo en muchas más ciudades y municipios, quedando relegada a mera hipótesis la posibilidad de su estancia en estados, como el de Michoacán, donde fue solicitada su presencia.

En Hidalgo, estuvo en su capital, Pachuca de Soto, donde se levanta la famosa torre del Reloj; y también en la zona minera de Real o Mineral del Monte.

De Tlaxcala visitó las localidades de Panzacola, Santa Ana de Chiautempan y la ciudad de Tlaxcala, en la cual se adentró en el convento de San Francisco y la catedral de Nuestra Señora de la Asunción, allí donde siglos antes se había erigido el primer púlpito de Nueva España.

Penetró en Puebla por Sebastián de Aparicio, para pasar luego a la capital del estado, deteniéndose en la casa de Alfeñique, rememorando la leyenda de la china poblana, esto es, de Catarina de San Juan, de Mira, y siendo homenajeado con un gallo por los estudiantes de la Universidad. En Cholula pudo pasear junto a la gran pirámide y admirar, después, la majestuosa capilla Real o de los Indios, con sus nueve naves y sesenta y tres bóvedas. Luego, estaría en la iglesia de San Francisco de Acatepec, en San Andrés de Cholula, saliendo del estado de Puebla por la localidad de San Felipe Xochiltepec.

Hacia el 22 de abril, inauguraba una nueva etapa en su itinerario, la que le condujo al estado de Veracruz, por Maltrata, Orizaba y Córdoba, ciudad esta última donde fue recibido por el gobernador, lic. Juan J. Rodríguez. Un día después llegó a Veracruz, actuando como anfitriones el alcalde y el capitán de navío Carlo M. Carranza, para navegar a continuación hasta la isla de Sacrificios192.

A lo largo de esta larga gira, se mencionan como acompañantes del novelista los nombres de Ricardo Adalid, el general Francisco José Múgica (gobernador de Michoacán) y el profesor y secretario de la Universidad Nacional don Alfonso Herrera193, sin que nos sea posible precisar hasta dónde se desplazó cada uno de ellos. Sí, en cambio, puede ampliarse la información sobre los vínculos establecidos por el escritor con los dos últimos. Conforme a las afirmaciones de Javier Varela, el general carrancista Múgica, jefe del Departamento de Aprovisionamientos Generales, «había tenido una parte destacadísima en la decisión acerca de la visita del escritor, luego de conocerle en Nueva York»194. Con respecto al señor Herrera, cabe mencionar una anécdota de la que fue protagonista y que, si desde la distancia se antoja simpática, a buen seguro debió de molestar a Blasco. Se cuenta que el novelista para documentarse y poder escribir El águila y la serpiente no solo confiaba en el testimonio ocular, en el tópico de la adtestatio res visae, sino que aprovechaba el tiempo que le dejaban los homenajes y las contingencias propias del viaje, para hurgar en «las bibliotecas, públicas y privadas, por los museos, por las colecciones, por las pinacotecas, por todos los sitios en donde le fuese dado encontrar algo de México viejo, del México que había menester conocer íntimamente»195. Urgiéndole una vez la consulta de un texto de la época colonial, Blasco le pidió al profesor Herrera que le ayudara a encontrar la Crónica de la Nueva España, de Francisco Cervantes de Salazar. Cuál sería la sorpresa de aquel al oír por boca del secretario de la Universidad que Salazar hacía mucho tiempo que no escribía crónicas. Como desconocía la obra del humanista castellano, lo había confundido con un reporter de apellido Salazar que realizaba las crónicas del Ayuntamiento de la capital196.

Aparentemente, esta nota amable bien puede ser utilizada para marcar un antes y un después en el itinerario mexicano del escritor. Mientras hasta aquí ha sido posible hablar de una gira donde la obtención de información diversa estaba vinculada a aspectos folclórico-turísticos, el nuevo destino al que Blasco dirigió su singladura sería de relevancia especial, según se verá más adelante. Discurrían los días postreros del mes de abril cuando el novelista desembarcó en Tampico, estado de Tamaulipas. En su cuaderno de notas, destacan dos observaciones: «rodeado de lagunas» y «pozos de petróleo». En especial, esta segunda observación reviste un notable interés, considerando que a Blasco salieron a recibirlo tanto las autoridades locales y miembros de la colonia española, como el cónsul de los Estados Unidos, señor Claude I. Dawson. Esa misma noche tuvo lugar una fiesta en el Casino Español, donde el escritor ofreció una charla improvisada. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, el cónsul estadounidense y el gerente de la Huasteca Petroleum Company le recogieron en su hotel para transportarlo en automóvil hasta los campos petrolíferos de la zona. Terminada la excursión, la colonia americana organizó diversos festejos hasta que Blasco tuvo que coger el tren para marchar de regreso a Veracruz. Allí arribaría el 2 de mayo, después de haber consignado en su libreta unas mínimas alusiones a espacios como la laguna Tamiahua, Tuxpan y la isla del Ídolo. Probablemente, como anunciaban los periódicos197, todavía pudo prolongar su trayecto recalando en las ciudades de Progreso y Mérida, en el estado de Yucatán, puesto que fue el día 7 de mayo cuando se dató su estancia en La Habana, ya de camino de vuelta a Nueva York en el Morro Castle. En todo caso, ¿cabe intuir algún interés o alguna complicidad oculta en la visita del escritor a un lugar como Tampico, donde fue tan bien acogido por la colonia norteamericana?

Señálese de momento que Blasco abandonó el país ampliamente colmado por las ovaciones atronadoras, el respeto de la intelectualidad mexicana y la efusividad del sector estudiantil. Partió llevando consigo como muestras palpables de generosidad la enciclopedia México a través de los siglos, un volumen de México y su evolución social, de Justo Sierra, y otros libros de costumbres nacionales198. Sin embargo, a su paso por La Habana, ciertas actitudes y declaraciones del escritor ya dejaron entrever que sus impresiones sobre México no eran plenamente satisfactorias. Desde luego, la brevedad de la visita solo le permitió dar un paseo por la capital cubana, en compañía del director de Cuba Contemporánea y del escritor Tulio M. Cestero, subdirector del diario Heraldo de Cuba. Ni tan siquiera fue posible complacer a un grupo de literatos de la isla que ansiaban festejarlo, y que deberían ver aplazado su propósito por unos cuantos meses199, ya que Blasco anunció su intención de realizar una nueva visita a principios de 1921200. Aun así, realizó declaraciones a la prensa habanera en las que demostraba estar preocupado por los sucesos turbulentos que sacudían México, mientras que sus simpatías hacia dicho país parecían chocar con las alabanzas dedicadas a los Estados Unidos201.


La Prensa, 11-5-1920

De nuevo en Nueva York

El 12 de mayo de 1920 Blasco Ibáñez desembarcó del Morro Castle en la metrópoli estadounidense, procedente de La Habana. Allí permanecería todavía unas pocas semanas, que serían aprovechadas para dar nuevas conferencias202. Su objetivo inmediato era empezar a escribir la extensamente publicitada El águila y la serpiente. Ante las preguntas de un periodista de la American New Association sobre México, se mostró remiso a mostrarse tan expansivo como era habitual en él. Consignaba que su salida de aquel país no obedecía al estallido de otro movimiento revolucionario contra Carranza, sino al simple hecho de haber redondeado su visita como tenía previsto. Acto seguido, la insistencia del entrevistador por saber su opinión sobre la nación vecina, le terminó arrancando dos afirmaciones más: la primera, su satisfacción por hallarse otra vez en Nueva York, donde se sentía «tan confortablemente»; la segunda, un argumento que comenzó a manejar de modo reiterado a partir de entonces, provocando la reacción hostil de gran parte de la sociedad azteca:

México es enteramente diferente de los demás países hispanoamericanos. En Sur América, el hombre blanco domina, esto es, forma la mayoría de la población, en tanto que en México forma la minoría. Solamente habrá millón y medio de hombres blancos, por catorce millones de indios y de mestizos203.

No era este, sin embargo, el único motivo que provocó en Blasco un profundo malestar después de su experiencia de casi dos meses en México. Mientras allí se precipitaban los sucesos y el presidente Carranza se vio obligado a huir de la capital, hasta ser asesinado el 21 de mayo en Tlaxcalantongo, el escritor modificó su plan de actuación. En lugar de dar curso a su proyecto narrativo inspirado en la realidad mexicana, emprendió una tarea periodística cuyas repercusiones serían más mediáticas que las que pudo alcanzar El águila y la serpiente. Días antes del asesinato de Carranza, esto es, solo cuatro días después de su llegada a los Estados Unidos, empezó a publicarse una serie de diez artículos en la prensa norteamericana que Blasco reuniría pocos meses después en El militarismo mejicano. Aunque tales escritos vieron inicialmente la luz en el Chicago Tribune y en The New York Times, en realidad mediaba un contrato con un sindicato periodístico que los publicó al unísono hasta «en 700 periódicos diarios a la vez»204. Ahora bien, si ya en las páginas de El Sol, del 14 de mayo, se informa de la firma de un contrato con el Chicago Tribune para escribir varios artículos sobre México, puede sospecharse al menos que la decisión de aceptar el encargo no fue simplemente una «feliz casualidad», conforme lo relataba él mismo en el prólogo a El militarismo mejicano:

De no ocurrir la reciente revolución, no habría publicado en los diarios de los Estados Unidos mis opiniones sobre Méjico […] Pero hay que darse cuenta de la situación, para comprender cómo no pude resistirme a las invitaciones de la prensa norteamericana.

La comunicación entre los Estados Unidos y Méjico estaba casi suspendida; circulaban por Nueva York las más disparatadas y contradictorias noticias; era indudable que el presidente Carranza había sido derribado del poder y andaba fugitivo por lugares desiertos… Y en estos momentos de incertidumbre, de mentiras sensacionales y de informaciones disparatadas, llegué yo a Nueva York.

Los noticieros de los periódicos se conmovieron ante esta feliz casualidad que les brindaba el destino.

—¡Una revolución en Méjico, y Blasco Ibáñez que llega de allá, a tiempo para contarla!…205

¿Por cuánto tiempo estuvo resistiéndose Blasco a «las invitaciones de la prensa norteamericana»? Pese a declarar que, como estaba retirado del periodismo, «le fue forzoso publicar los artículos»206, puesto que de esa manera no habría lugar a que se tergiversaran sus declaraciones a las preguntas de los periodistas207; a pesar de la contrariedad de tener que recurrir a unos materiales que estaban destinados a transformarse en sustancia novelesca, no es menos cierto que dichos artículos podían reportarle buenos dividendos, a la vez que colmaban su orgullo al entrar en contacto «con los editores de algunos de los principales diarios de Nueva York, Chicago y otras grandes ciudades americanas»208, y le garantizaban una difusión masiva a sus opiniones. Aún más, este ejercicio periodístico no tenía por qué interferir en su labor literaria: «Luego pensé que los artículos de periódico son muy distintos a los capítulos de una novela, y por más que dijese en ellos, siempre quedaría mucho nuevo y completamente inédito para El águila y la serpiente»209; y trascendiendo el ámbito personal, su natural combativo consideraba estar prestando un servicio a los mexicanos que no se habían dejado arrastrar por el vendaval militarista que había puesto al país patas arriba y merecía, por tanto, ser retratado de una forma crítica.

Desde la distancia cronológica, podemos imaginar a Blasco en su hotel neoyorkino, acompañado de su secretario, hurgando en su memoria reciente para verter a un ritmo frenético unas impresiones sobre México que no habían quedado registradas en su libreta de notas y que quizá eran mucho más relevantes, pues trascendían la escueta referencia a lugares típicos o la explicación sobre el significado de cualquier vocablo indígena, para recuperar a personajes mexicanos con los que trató o de cuyo papel en la revolución le informaron. Para algunos la visión de México ofrecida por Blasco iba a transformarse en el testimonio autorizado y fundamental para entender la situación por la que atravesaba el país. Era reconocido su poder analítico como periodista y, además, tenía ciertas ventajas sobre cualquier periodista norteamericano, porque al estar vinculado racialmente con el pueblo mexicano, hablar su misma lengua y entender su psicología, podía obtener fácilmente una información de primera mano más fidedigna210. Por eso mismo y por la reputación internacional de la que gozaba, no solo había tenido ocasión de conocer la verdad, sino que cada uno de sus juicios sobre el país se difundiría en todos los idiomas: «no hay quien pueda ahogar su voz y por eso es tan grave su responsabilidad»211.

Si era o no plenamente consciente de los efectos posteriores de sus crónicas, la realidad es que Blasco escribió dos series de artículos: «La caída de Carranza», «El ejército mexicano», «La situación de México», «El silencio de México», «El ciudadano Obregón»,… hasta completar un número de diez, que se publicaron en veinte días. De lo que en ellos constató, bien valdrá evocar dos anécdotas por cuanto implican a sendos protagonistas de este turbulento período y permiten dar una imagen ilustrativa de lo que ocurría en aquel país. Allí todo el mundo llevaba un revólver, incluso el mismo presidente:

Cuenta el fotógrafo admirable de La barraca que alguien le dijo que en México portaba pistola hasta el Presidente de la República. Quiso él cerciorarse de esto hecho singular, y una vez, al despedirse de Carranza, le tendió los brazos familiarmente, con señales de gran afecto. Don Venustiano aceptó el abrazo, y le dio oportunidad al novelista español para que explorase su cintura, y encontrase en ella la pistola de marras212.

Pese a resultar obvio el peligro que comportaba la familiaridad con las armas de fuego del pueblo mexicano, tanto o más deplorables vendrían a ser las prácticas y desmanes de un líder revolucionario como Obregón. Blasco tuvo oportunidad de entrevistarse con él en la famosa cantina del casco histórico de la capital conocida como el salón Bach. Entre los temas que en ella se trataron, el escritor contribuiría a relanzar la popularidad de una anécdota de la que se reía el propio guerrillero. Por expreso deseo del novelista, para evitar malas interpretaciones, ambos conversaban en un lugar público, cuando el opositor a Carranza hizo gala de su buen humor ante la opinión de sus adversarios para los que era considerado como un ladrón. Para demostrar lo poco que le importaba el juicio ajeno, explicó Obregón:

Se cuenta, o se ha contado hasta el cansancio, que cuando en el combate de Olaya perdí mi brazo derecho, mis amigos se empeñaron en buscarlo, pero las pesquisas resultaron inútiles porque el brazo no parecía entre el montón de cadáveres. Entonces recurrieron a un medio que resultó eficaz, con una bolsa llena de monedas de oro recorrieron el campo. Al ruido de las monedas mi brazo se levantó de entre los cadáveres de los soldados y fue posible entonces recogerlo213.

Ampliada esta anécdota con el relato de muchos otros aspectos reprobables del personaje, en el artículo «El ciudadano Obregón», Blasco vino a poner el acento, a través de unas simples pinceladas, en lo que estimaba los dos signos caracterizadores del proceso revolucionario: el militarismo y el desorden propiciado por el afán de lucro indiscriminado de los guerrilleros. Aunque él no era precisamente un admirador del régimen instaurado por Porfirio Díaz, llegó a establecer diferencias sustanciales entre las prácticas de saqueo de los «científicos», hombres en que se apoyaba en dictador, y los métodos de los nuevos revolucionarios:

If the cientificos were really thieves they differed from their successors in a particular well worthy of consideration. The former were constructive in their thieving, while the latter have been nothing but vandals. The cientificos did not squeeze their money from private individuals; they enriched themselves with the commissions received from public works which rendered good service to the country. Moreover, they got rich slowly214.

Conmocionado por el descontrol que campeaba a sus anchas en la nación vecina, Blasco se aupaba como analista, a la vez que especulaba sobre los posibles remedios a los que recurrir para superar una situación demasiado enquistada. Así, frente al imperio de la barbarie, demandaba la necesidad de «a public opinion that will end the rule of the gun»215 y propiciara la formación de un gobierno de civiles. Mucho más peligrosa para su enfoque sería la vinculación de la anarquía actual con unos precedentes raciales remotos, aquellos que apelaban todavía a la admiración hacia el «azteca antropófago sacador de corazones»216. La mordacidad con que se aplicó en diversos lugares de sus artículos, se encargó muy bien de puntualizarlo, no iba dirigida a la totalidad del pueblo mexicano. Sin embargo, tales escritos desataron una reacción muy adversa.

Según The New York Times, acaso como parte implicada en la publicación de los polémicos artículos, tanto estos como su posterior recopilación en El militarismo mejicano, venían a ser como «a flash of lightning in the dark»217. Blasco los había escrito persuadido por la creencia de que México estaba avergonzando al continente sudamericano. Eso sí, podían provocar el mismo efecto que una espada afilada, sembrando la preocupación de los gobernantes de México, ante el peligro de que los Estados Unidos llegaran a tener una visión clarificadora de lo que allí acontecía.

Completamente diferente fue la percepción que se extendió en la prensa y en diversos sectores del país azteca218. Sobre Blasco recayeron críticas e improperios, que obviaban el contenido específico de sus escritos, para transformarse en juicio sumarísimo sobre su personalidad. Así, por ejemplo, el poeta Rodrigo Gamio, evocando los fastos organizados en la capital mexicana en honor de Blasco, trazó un retrato caricaturesco de este último, al que irónicamente identificaba como un semidiós, inclinado a las poses teatrales219. Pero esta apreciación casi resultaba infantil en comparación con aquellas otras que cuestionaban la radical falta de credibilidad de sus artículos. El escritor español no había dado cuenta exacta de la causa principal de los desmanes revolucionarios220, sobre todo, porque juzgaba a la totalidad del país a partir de aquellos dirigentes con los que se relacionó221. Si, además, sus fuentes de información estaban condicionadas por apasionados antagonismos, su visión de la realidad solo podía estar adulterada. Había que desmentir la idea de que México era causa de humillación para los países de habla hispana222. Sin embargo, quienes tronaban contra Blasco apenas ofrecían unos argumentos precisos para rebatirle: no era «justo juzgar ahora a México por un régimen impuesto a nuestro país por influencias extrañas», pero no se concretaba el origen de tales influencias.


The New York Times, 16-5-1920

Por eso, porque no logró colmar su ambición monetaria, su interés por la «talega», dejó a un lado el sentimiento de solidaridad que para con Sudamérica tanto pregonaban los españoles, para buscar otras vías de ingresos. En opinión de Arenales, Blasco no era un verdadero intelectual, sino un mal novelista y, como persona, una auténtica comadreja. El también escritor Heberto Rodríguez Moguel reincidía en esquemas muy similares. El cuestionamiento de las afirmaciones de Blasco sobre la hipotética incultura del pueblo mexicano resultaba una objeción secundaria cuando iba acompañada de descalificaciones sobre la condición antiespañola de Blasco, «vil rufián cosmopolita», exclusivamente interesado por obtener «unas monedas al servicio de intereses extranjeros»223.

En suma, la objeción principal que se le hizo a los artículos blasquistas tuvo su origen en su naturaleza de escritos al servicio de la causa intervencionista. «Vendido al dólar americano», sería la expresión con que podría resumirse la perspectiva que sostenían las opiniones adversas al escritor. Hubo diario incluso que le vinculó a nombres y poderes fácticos que estaban detrás de sus colaboraciones periodísticas: «Blasco Ibáñez se vendió al senador Fall y a los imperialistas de Wall Street, llegando a pedir para México, de los Estados Unidos el mismo protectorado que para Cuba ejerce el gobierno americano»224. No era posible, pues, reconocer en sus artículos y en su libro una objetividad plena, ya que la realidad observada se filtraba al dictado de los reyes del petróleo y la minería estadounidenses:

sus impresiones sobre Méjico, frívolas, incomprensivas del fondo dramático del país, del profundo proceso histórico en que este pueblo de nuestra lengua lucha tan rudamente por la busca de su libertad, contra enemigos interiores y exteriores, sin un dato ni una reflexión sobre el problema capital: la riqueza del petróleo225.

Malinterpretada o no la intención de Blasco, sus escritos tuvieron una repercusión arrolladora. Inmediatamente después de aparecer en la prensa norteamericana tales impresiones, se le replicó en libros como Pluma falsa (1920), de Jorge Rueda; Las imposturas de Vicente Blasco Ibañez: verdades sobre México (1922), de Román Rosas y Reyes, y en Las glorias del pueblo mejicano: repeliendo la agresión de B. Ibánez (1924), de Juan Posada Noriega. Pero el asunto pudo resultar incluso dramático para Blasco cuando quien se vio aludido en sus artículos quiso lavar su imagen con la pistola y no con la pluma.

Nos referimos, en concreto, al episodio protagonizado por el general Juan Barragán o que quizá fue solamente fruto de un bulo difundido por los amigos de este. Corría el mes de agosto de 1920 cuando los diarios se ocupaban del supuesto conflicto entre el antiguo jefe del Estado Mayor de Carranza y Blasco Ibáñez. En uno de sus artículos, el escritor había hablado en tono sarcástico del joven general, empleando el diminutivo «Johnny» para referirse a este «Apolo de la revolución» de tan solo veintisiete años. Según parece, Barragán encajó mal la mofa con que hablaban de él y mucho más las acusaciones vertidas sobre sus cuantiosos regalos a actrices llegadas a México. A consecuencia de ello, el atildado enfant gaté de don Venustiano, acaso huido a Nueva York tras el cambio de gobierno, reaccionó airado y se hablaba de un hipotético viaje a París para retar en duelo a Blasco226 o del envío a la capital gala de un cartel de desafío227. Si bien los amigos de Barragán aplaudían su decisión de tomar cumplida venganza, había quien veía en dicho gesto una actitud ridícula y no esperaba una respuesta por parte del novelista. Un mes más tarde, el propio Blasco fue quien quiso desmentir la veracidad de la noticia: no había sido desafiado y, por tanto, no tuvo que negarse a batirse en duelo. Tal vez, todo había sido invención de un allegado a Barragán, que terminaba acentuando la imagen peyorativa que de él había ofrecido en sus artículos:

Cuando era se lo debía a Carranza que lo trató como un padre y, sin embargo, Carranza fue asesinado cerca de él sin que supiera defenderlo ni morir juntamente con él. Tiene asuntos más serios en que pensar que en defender su nombre228.


The Evening World. Daily Magazine, 17-8-1920

El águila y la serpiente

La redacción de esta novela está envuelta de una serie de enigmas, propiciados sobre todo, por las sucesivas y contradictorias declaraciones que el autor realizó al respecto a su vuelta a Francia. En la actualidad, entre los fondos de la biblioteca del MuVIM se localiza el texto mecanografiado de El águila y la serpiente, compuesto de ochenta y cuatro folios llenos de tachaduras y correcciones efectuadas, de su puño y letra, por Blasco (señálese que por aquellas fechas, a causa de los problemas oculares derivados de la diabetes, el escritor dictaba a su secretario y luego hacía las revisiones oportunas)229. El original en cuestión contiene cuatro capítulos y sirve para demostrar que, en efecto, la labor creadora había empezado a desarrollarse y que fue suspendida en algún momento impreciso, quizá porque, como el escritor le confió a su biógrafo Emilio Gascó Contell, a través de una carta de 15 de agosto de 1925, «dijeron tantas necedades algunos mejicanos en contra mía, que a guisa de venganza decidí no terminar la novela». Sin embargo, otros diversos aspectos quedaban en el aire.

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