Читать книгу: «El mejor mundo posible», страница 2

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Amor posmoderno: Él se sube al avión. Ella regresa a casa. Nunca más convivirán en la misma ciudad.

Amor posmoderno:

Las distancias apartan las ciudades,

las ciudades destruyen las costumbres.

Te dije adiós

y pediste que nunca, que nunca te olvidara;

te dije adiós

y sentí de tu amor otra vez la fuerza extraña.

Y mi alma completa se me cubrió de hielo.

Y mi cuerpo entero se llenó de frío.

y estuve a punto de cambiar tu mundo,

De cambiar tu mundo por el mundo mío.

De loshijosdelamonada.com acabó conformándose un grupo nutrido de filósofos. Él no lo puede creer porque a partir del segundo semestre juró que la profesión era inservible y se rindió. David publicó una breve refutación de las teorías kantianas sobre los animales basándose en los escritos de su héroe Maturana y retomando algunos de los argumentos de Bartra. Marcos se volvió un filósofo estrella cuando su libro de ensayos, Ontología y metafísica del crimen; una historia lingüística de la frontera española, fue reseñado por el periódico El País. Pepe se volvió bestseller entre el público adolescente con su didáctica Guía juvenil a la filosofía; un primer acercamiento al pensamiento occidental. Héctor publicó un breve ensayo sobre la filosofía en la obra de Octavio Paz, que tituló “Paz en Paz”. Y Miguel encontró éxito con su libro teológico: El señor de los señores. De tal forma que él se reprocha haber sido el único de ese grupo que nunca logró nada en el campo. Le da pena encontrarse a sus viejos compañeros y platicarles de su nueva vida como empleado en la aseguradora alemana. ¿Qué pensarían David y Pepe de ver al cofundador de Los Hijos de la Mónada negociando pólizas? Parece increíble pero del viejo grupo sólo él fracasó en la filosofía. Sólo él y Teo; Teo y su monadismo bruniano se fueron a la chingada.

Amor posmoderno: Él regresa a México y es inmediatamente ascendido en la empresa. El cambio de puesto no le desagrada. Los puestos de dirección están fuera de su alcance por su desconocimiento y, francamente, desinterés por la lengua germana, pero la subdirección de procesos no paga mal y quizá con un poco de suerte podrá pedir vacaciones para ir a visitarla.

Ella también se regresa a su país natal. Se va a vivir a casa de sus papás en Guayaquil.

Amor posmoderno: Mucho Skype, mucho WhatsApp, mucho Facebook. Muchos leds en los ojos, muy poca realidad en las manos. En eso se convierte su relación.

Amor posmoderno:

@Ella: Te extraño

@Él: Yo también

@Ella: Te amo

@Él: No me gusta que me digas eso por aquí

@Ella ¿Por qué?

@Él: Porque no estamos juntos y pretender que lo estamos va a acabar con todo

@Ella: Eso es un contrasentido

@Él: Parece que lo es pero no. Tú y yo no podemos amarnos en el presente, no nos podemos ver ni tocar, ¿entonces para qué pretendemos amarnos?

@Ella: Porque nos amamos

@Él: Lo que quiero decir es que si no te puedo tener aquí conmigo, prefiero mi libertad.

@Ella: ¿Tu libertad? ¿De qué cárcel me hablas?

@Él: De que quiero que mi libertad vuelva a encontrar tu amor cuando estemos juntos otra vez

@Ella: ¿De qué carajos hablas? Tanto Leibnitz te ha jodido el cerebro

@Él: Yo también te amo. Pero ¿no crees que la distancia nos va a acabar?

@Ella: No. Creo que esto nos va a acabar

@Él: Leibniz

@Ella: ¿?

@Él: Leibnitz es una ciudad, sólo estuve una vez

@Ella: Entonces venme a ver

@Él: Iré pronto. Lo prometo

@Ella: Entonces ¿qué somos?

@Él: Dos seres libres

@Ella: ¿Novios?

@Él: Tan solo en el mejor de los mundos

@Ella ¿? ¿No dijiste que este era el mejor de los mundos?

@Él: Si lo fuera, tú estarías aquí

@Ella: O tú aquí

@Él: Allá hace mucha humedad

@Ella: Confio en ti. En la decisión que estás tomando por los dos

Ella no está convencida. Ella no cree en este tipo de arreglos. Él tampoco pero ha perdido antes por aferrarse a la distancia.

Ella hace sonidos agudos con la boca cuando está contenta. Los sonidos son su manera de expresar afecto y ternura. Agudos y graves, chillidos y murmullos. Gárgaras de ruido. Muchos de ellos son monosilábicos. Otros simplemente son mecánicos. Ella embarra los sonidos en el aire cuando él juega con ella. Cuando se construye su complicidad. Él ha pensado en hacer un diccionario de esos ruidos, construir etimología y significado para cada uno de ellos. Luego, podría armarlos como rompecabezas, ir construyendo todo un lenguaje nuevo. Quizás algún día ellos puedan comunicarse enteramente en su idioma de ruidos: traducir a Dante, discutir a Leibniz, tener conversaciones eróticas en medio de una cafetería, gritar y cantar a su propia medida.

Amor posmoderno: se hablan todos los días en WhatsApp. Ella le manda notas de voz; con un tono dulce y aquellos sonidos agudos; es un signo de amor. Él le escribe, le cuenta de sus días en la oficina. Clientes, pólizas, primas, todos esos términos absurdos. Sus conversaciones se vuelven superficiales, más un hábito que una convivencia. ¿Habría Divina comedia si Dante hubiera tenido WhatsApp? ¿Habrían perdido Texas si el general Díaz le hubiera mandado una nota de voz a Santa Anna? Y, sobre todo, ¿por qué le mintió Leibniz sobre el mejor de los mundos? ¿Será que Teo tiene razón y Bruno fue el que inventó lo de la Mónada?

Amor posmoderno: Algunos meses después ella lo visita, pasan una semana juntos, les da gusto volverse a ver. Se abrazan y se besan. Comen tostadas de aguacate. Igual que antes, pero algo está a punto de quiebre.

Él quiere guiarla por su mundo, llevarla a comer cocodrilo en el mercado de San Juan, evadir a los guardias y escalar de noche el esqueleto de hierro del Museo del Chopo, gritar desde su cima, o jugar al doctor y la enfermera como hacen los niños o los soldados en la guerra. Cree fervientemente en estas nimiedades: acampar en Chapultepec sin que nadie se dé cuenta, volar papalotes en la tarde liviana, meter un gol que enamore a alguien. Cree también en la gastronomía y su potencial afrodisíaco, en la fruta madura embarrada en el cuerpo como mermelada. Él quiere llenar su cuerpo de un mole espeso en chocolate, cubrir sus senos de chicozapote, sus labios de guanábana, su sexo de la consistencia galáctica de la pitahaya. Él quiere bailar toda la noche en el Salón Los Ángeles, ganar la subasta de un Tamayo y salir corriendo antes de pagarlo. Él quiere llevarla a pescar al Río Churubusco, donde nadie ha pescado en más de 500 años, asar el pez gato que atrapen y morir de una salmonela milenaria. Él quiere tomarla y decirle que la ama, que quiere que se quede aquí con él, que aún hay muchas cosas que hacer, que pueden robarse un pavo real de la casa de Dolores, tomar un helado de vainilla o una nieve de zapote, que aún pueden ser algo, mucho, todo. Pero él es vendedor de seguros y, aunque esa no es excusa, le gusta refugiarse en ello para expiar la culpa de no haber hecho nada de lo que quería hacer.

Una noche antes de irse, ella encuentra un libro de Leibniz sobre su buró. Lo abre y lo huele. Una mezcla de humedad y polvo. Luego pasa su mano por las páginas como acariciándolo lentamente. Es áspero pero no opone resistencia. En el margen de una página él escribió con lápiz. “¿El mejor de los mundos o la peor de las ilusiones?”. Ella se pregunta si lo escribió pensando en ella.

Ella regresa a Guayaquil. Está tranquila, pero no sabe por qué.

En 1666 el físico inglés Isaac Newton descubrió el cálculo infinitesimal pero decidió no publicar su logro. Nadie se enteró de que el mundo había cambiado para siempre.

En 1674 el filósofo alemán Gottfried Wilhem Leibniz descubrió el cálculo infinitesimal. Tras una larga revisión de su descubrimiento, publicó sus resultados en 1684.

En 1693 el físico inglés Isaac Newton publicó su descubrimiento del cálculo infinitesimal, y acusó a Gottfried Wilhem Leibniz de haberlo plagiado. Leibniz argumentó que era imposible haberlo plagiado si su trabajo nadie lo había leído.

¿Pueden dos mentes inventar lo mismo al mismo tiempo de forma independiente? Él siempre ha creído que Leibniz inventó el cálculo y que Newton es un charlatán.

¿Se puede amar en la distancia? ¿O se están construyendo dos amores diferentes, únicos, cuya invención es independiente una de la otra? ¿A quién ama ella que no lo tiene a él? ¿A quién ama él qué no la tiene a ella? ¿Cuál es la fórmula de su amor? Su amor responde a un mismo cuerpo, pero fue inventado de manera independiente por dos mentes distintas, por dos procesos diferentes que, en la distancia, no pudieron plagiarse porque no pudieron verse.

Amor posmoderno: Finalmente él compra un boleto de avión para ir a verla. Se sube a un Boeing 767, y después de una escala en Panamá llega por primera vez a Guayaquil. Él observa la ciudad mientras aterriza: los brazos del río se reparten y la mancha urbana se alza hacia el cielo. Es un caos casi conmovedor.

Ella lo espera en la terminal; su pelo alaciado y su rostro impecable. Él nunca la ha visto más bella. Ahí sigue su marca, ahí sigue su lunar. Es perfecta. Ella trae flores en la mano y él un abrazo. Se ríen. Ella le da las flores. “Ten, para que digas que tú me las trajiste.” Él vuelve a sonreír, le gustan este tipo de complicidades. Le gusta el absurdo. Le gusta que lo entienda. La ama. Si pudiera, él sería su seguro de vida. Ellos se abrazan nuevamente. A él le cuesta trabajo imaginarse el mundo que está a punto de descubrir. ¿Cómo será su familia? ¿A qué olerá su cuarto? Mientras se suben al jeep, él la observa cuidadosamente. No sabe cómo llegó aquí, pero esto tiene un extraño sabor a casa. Nadie nace suponiendo que acabará enamorado en Guayaquil.

Prioritätsstreit: Con ese nombre impronunciable se conoce a la disputa entre Leibniz y Newton sobre el descubrimiento del cálculo infinitesimal. La controversia empezó en 1699 y aún no tiene fin. Newton y Leibniz entraron en un cruel duelo intelectual por la autoría y con el paso del tiempo ambos bandos fueron nutriéndose de allegados y enemigos. La batalla ha durado muchos siglos pero ha sido menos álgida en tiempos recientes. De hecho ya a nadie le importa. A él si. Se considera orgullosamente uno de los últimos duelistas del Prioritätsstreit. Él piensa que el mundo se divide en dos: los newtonianos y los leibnizistas, y ha construido una teoría compleja alrededor de esta dicotomía. Es lo más cercano que ha estado de hacer filosofía. En su teoría, las divisiones entre estos dos prototipos son claras y establecen muchos factores y atributos sobre las personalidades humanas. Por ejemplo, un newtoniano es rígido y frío; un leibnizista, espontáneo y caluroso. Un newtoniano es cerrado y miedoso; un leibnizista, descuidado y alegre. Las categorías son aplicables a muchas áreas del quehacer civilizatorio. El futbol inglés es newtoniano: defensivo y a contragolpe. El brasileño es leibnizista: alegre y descarado. La manzana es claramente newtoniana, sobra decir por qué, pero la guanábana seguro hubiera encantado a Leibniz si la hubiera conocido. Washington es una ciudad newtoniana, pero Guayaquil y la Ciudad de México son leibnizistas. En ese sentido, para un leibnizista no hay peor ofensa que ser newtoniano. Por eso una vez que andaba pasado de copas acusó a Teo de ser un “escuálido newtoniano”. El asunto sólo generó risa en Teo, quien después fue víctima de un conato de puñetazo. El golpe falló y nuestro querido leibnizista acabó en el piso, tieso cual newtoniano.

Ella lo lleva a casa de sus papás. Ahí estarán unos días. Él deja sus maletas en el cuarto, está agobiado de lo que pueda venir, pero al menos ella está ahí. En la casa el ambiente no es tan espléndido como afuera en la ciudad. El papá lo observa con una inquieta desconfianza, lo saluda con distancia y lo observa con desencanto. La mamá es amable y los hermanos también, pero se siente como bicho en refractario de vidrio. Alguna vez él coleccionó insectos en un frasco. Esa es la sensación. Todo mundo lo observa de lejos, pero nadie quiere abrir la tapa y jugar con él. Los bichos causan interés y curiosidad momentánea, pero todos saben que muy pronto van a morir y nadie está muy dispuesto a hacer nada para evitarlo. Si fuera un hurón o un gatito en una jaula, otro gallo cantaría. Pero no lo es, y aquí su reciente ascenso en la compañía de seguros es irrelevante. Aquí su malsana afición por Leibniz es inoperante. ¿Habrá Dante conocido a los papás de Beatriz?

Amor posmoderno: según Wikipedia, se considera que el cálculo infinitesimal fue inventado de forma independiente por Isaac Newton y Gottfried Wilhem Leibniz con unos años de diferencia. En enero de 2018 el artículo dice:

Cuando Newton y Leibniz primero publicaron sus resultados, hubo gran controversia sobre qué matemático (y por ende qué país) merecía el crédito por la invención de esta disciplina. Newton llegó primero a sus resultados, pero Leibniz publicó primero. Newton acusó a Leibniz de robar sus ideas de sus notas inéditas, las cuales Newton había compartido con unos cuantos miembros de la Royal Society. Esta controversia dividió a los matemáticos de habla inglesa de los matemáticos continentales por varios años, causando un retraso de las matemáticas inglesas. Un cuidadoso examen de los papeles de ambos matemáticos demuestra que ellos llegaron a sus resultados independientemente, con Leibniz empezando primero con la integración y Newton con la diferenciación.

Hoy, se les da crédito a ambos matemáticos por desarrollar el cálculo independientemente. Fue Leibniz, sin embargo, quien le dio el nuevo nombre a su disciplina. Newton llamó su cálculo el “método de las fluxiones”. La simbología usada por Newton, tal como x1 (derivada primera), x2 (derivada segunda), no fue funcional, lo que entrampó el avance del cálculo en Gran Bretaña. En cambio, la simbología de Leibniz fue manejable y apuntaló el progreso del cálculo en Europa.

Hoy se da crédito a ambos por desarrollar su amor independientemente. Sin embargo, la fórmula de él (1/2x+x²=xy) no fue funcional, lo que entrampó el avance del amor en México. En cambio, la simbología de ella fue manejable y apuntaló el progreso del amor en Guayaquil.

El mundo de ella es muy distinto al de él. Vaya, es parecido en lo básico (hay coches, hay casas, hay muebles bonitos y un idioma reconocible), pero la estructura arquitectónica de su mundo es distinta. No tiene que ver con ninguna construcción física. Cierto, el agua del baño no gira hacia el mismo lado y de esa misma forma el mundo metafísico tampoco parece hacerlo, pero las diferencias no recaen en lo estético sino en lo psicológico y lo funcional. No es que un mundo sea mejor que otro, es que cada uno representa concepciones distintas. Él se pone un ejemplo a sí mismo: la estructura familiar es parecida, pero las configuraciones sociales en torno a ella no lo son. Hay más jerarquía aquí, más verticalidad. Él exagera. Quizá sólo es una casa nueva y distinta para él y confunde eso con la otredad. Pero su mente insiste, ahora en una analogía. Piensa en cómo el mundo de Leibniz era diferente al de Newton. Eso lo tranquiliza; Newton y Leibniz tenían diferentes conceptos de la religión, el arte, la gravedad, las matemáticas y muchos otros temas, pero ambos pudieron coincidir en una cosa, inventaron lo mismo de forma independiente. Aun si los mundos y el entendimiento de ellos son opuestos, el resultado puede ser el mismo. El amor, como el cálculo infinitesimal, puede nacer al mismo tiempo desde dos mundos distintos, no importa qué tan diferentes sean. A él no le gusta mucho Newton pero la idea lo reconforta. Ella no sabe todo lo que él está pensando, pero quiere llevarlo a conocer el malecón. Él se pregunta cómo un vendedor de seguros puede ser tan impráctico, se pregunta si algún otro vendedor alguna vez comparó el amor con el cálculo infinitesimal. Él cree que no, pero en el mundo de los seguros hay gente rara.

Ellos toman el jeep y van al malecón. Hace calor. Él la toma como si fuera su mejor amiga. Lo es. No es el abrazo dulce, elegante y envolvente de los novios. Este abrazo refleja la liviandad de una relación que ha trascendido los estereotipos del romance. Aquí hay complicidad. Le gusta sentir que pueden amar sin los aspavientos típicos que envuelven a la cuestión. ¿Será que Hollywood nos impuso cómo se debe abrazar al ser amado? ¿Hay algún canon de cómo debe entrelazarse uno con una chica? Lo que sí hay es una rueda de la fortuna en el borde del agua; más arriba un puñado de casas de colores ensalzan el atardecer. “Así era todo Guayaquil antes del incendio”., le dice ella y le toma la mano para llevarlo a ver a las iguanas junto a la catedral. “¡Ven! ¡Vamos!” Hay mucha humedad en el ambiente. Él se acerca con cautela. Al ver a los reptiles reposando despreocupados en medio de la plaza piensa en David y su estudio filosófico sobre estos bichos. Estas iguanas desparramadas le encantarían. David está obsesionado con reptiles, anfibios e insectos pero odia fervientemente a Kant. Ahora que lo piensa, es posible que David no esté asegurado. Sería bueno preguntarle. Ella lo lleva hacia la catedral. Él no es muy adepto al turismo religioso pero al menos allá habrá sombra. Él no puede dejar de pensar en sus amigos filósofos, ella se hinca para rezar y él piensa en Miguel y El señor de los señores. ¿Cuántas copias vendió ese maldito libro? ¿Será que algún día podrá dejar los seguros y escribir un tratado sobre Leibniz?

Nadie nunca ha disfrutado cenar con los suegros. Esta no es ninguna excepción. Hay una tensión apabullante en la mesa. El papá no le dirige la palabra, la mamá lo atiende con dulce pero lejana amabilidad. Nadie le pregunta quién es o de dónde viene. Menos mal, le da pena decir que vende seguros. Pero si bien ser ignorado lo alivia, el asunto crea una tensión indisoluble. ¿Cómo ignorar a un grillo enorme sentado en tu propia mesa? ¿Cómo actuar con normalidad ante un evento que es claramente anormal? Él está seguro que sería más cómodo si todo mundo dejara de pretender que es cómodo. Él hace muecas que buscan parecer amables y agradecidas, revisa bien su postura y el ángulo con el que sus manos sostienen el tenedor. Ella intenta tranquilizarlo pero está sentada del otro lado de la mesa. Ella también está tensa. De pronto alguien empieza a hablar de México, eso lo tranquiliza pues significa que por fin reconocerán su presencia. El papá toma la palabra, tiene una duda sobre la pérdida de Texas ante los gringos. ¡Es su momento! Es la forma en que el papá busca crear conexión con el bicho que trajo su hija sin perder su altiva dignidad. Él intenta contestarle, pero justo cuando va a hacerlo, el papá lo amaga con su mirada, lo pasa de largo y dirige la pregunta a su esposa. Lo que sigue es francamente surreal; la familia discute álgidamente la pérdida de Texas sin consultar al único experto en el tema en la mesa. Se plantean hipótesis. La mamá cree que fue vendida. La tía afirma que Texas nunca fue de México. Y el papá, que siempre tiene la palabra final, se decide por arreglar la historia de México en un término medio: México hizo un negocio redondo porque vendió lo que nunca fue suyo. Al menos en esta versión Santa Anna no se queda dormido.

Amor posmoderno: ellos toman un autobús y se van de excursión por el país. Llegan a Cuenca en la tarde; los violáceos de la catedral caen sobre el pueblo, se mecen sobre las cúpulas, y se observan entre las ranuras de los muros. Amor posmoderno: cenan comida china. Sabe a mierda. Pero se van felices al hotel; abrazados, juguetones. Tendrán toda la noche para abrazarse. Si es que logran digerir ese lo-mein. Leibniz fue el primer filósofo moderno en reintroducir el pensamiento chino al mundo occidental. A muchos otros filósofos lo de Leibniz les fue indigesto.

Ella lo despierta a las 8 de la mañana. Él odia despertarse antes de las 9. Ningún filósofo se levanta a esas horas. Quizá Kant, pero Kant siempre le ha parecido aburrido y tedioso. Los vendedores de seguros sí se levantan temprano. Pero él está de vacaciones. “¡Carajo! ¡Por qué me despiertas tan temprano! ¡Déjame dormir!”, le reprocha. Después se reirán de la dureza con que la trató esa mañana. Nunca quiso lastimarla. Pensó que todo era un juego; pero la gente crece y se aburre de jugar.

Amor posmoderno: Pasan la mitad del día en autobuses. Ella lo toma de la mano y le presta su almohada para descansar. Luego se enrolla en él como un pliego de papel. Sus cuerpos han hecho simbiosis. Se pegan uno al otro como un tóper cuando por fin encuentras la tapa que le corresponde. Las manos de ella son pequeñas pero fuertes. Se cierran en un puño que alza en el aire cuando algo la exaspera. Se ajustan como tela por su cuerpo cuando lo acaricia. Ella es muy dulce. Él juega a ser áspero y poroso. No la ama menos, sólo le es más difícil expresarlo. Tiene miedo. Se duerme contra la ventana del camión pensando que con ella es feliz. No es fácil que un vendedor de seguros encuentre la felicidad. Pero tiene miedo de perder esta felicidad. Es el resultado de años de vender seguros. Siempre está pensando en lo que puede perder. ¿Hay algún seguro que le garantice su permanencia? Seguros de amor: ahí está una idea millonaria.

Ella lo jala del brazo para que se apure. Ya es de noche y el pueblo de Baños parece mecerse silencioso contra la oscuridad. El camión que los acaba de traer cierra sus puertas y continúa su camino hacia la selva. Ella le promete que mañana todo será muy bonito. “Eso negro que ves son montañas”, le dice, “y hay agua por todas partes”. Él se pregunta cómo Bruno logró imaginar tanto universo, mientras él, por su parte, confunde las montañas con el cielo. Ella lo lleva a una esquina a comer empanadas. Tienen hambre y éste es el lugar que ella considera su favorito. ¿A cuántos más habrá llevado? Van al hotel y dejan sus cosas en el cuarto. “Amo esta ciudad”, le dice ella, mientras sale una araña enorme por debajo del tapete. Ella grita y se refugia encima de la cama. Él viene cansado pero tiene una debilidad por los raros momentos que reclaman su heroísmo. “Yo te salvo” le grita como un Robin Hood contemporáneo. ¿Habría Beatriz cambiado de opinión si Dante la hubiera salvado del embate de un arácnido? Él la salva heroicamente. “Que ningún otro insecto se atreva a medrar los confines de tu cama. Siempre te protegeré” —bromea triunfante. Lo dice en serio. ¿Protegerla de él mismo? Eso es más difícil.

El heroísmo debe festejarse y él propone salir a tomar un trago. La ciudad está apagada, callada. A lo lejos se escucha agua y un poco más cerca, música. Se dejan guiar por la melodía y acaban en un bar donde son los únicos clientes. Él pide una cerveza. Ella una piña colada. En el bar suena “Harvest Moon”, una canción de Neil Young. Él la toma en sus brazos. Ella lo sigue. Se balancean lentamente, meciéndose contra la oscuridad como una llama que se rehúsa a ceder ante el viento. La canción es suave y apacible, su abrazo también lo es, como una gran caricia. Vuelven a sentir esa conspiración de sus cuerpos. Las guitarras andan serenas, ellos también. Sus cuerpos se aferran a la melodía romántica como los últimos resquicios de las brasas en la chimenea. Aun apagado el fuego, el carbón no deja de arder. “Del zapateado norteño en Haydee’s a ʻHarvest Moonʼ en Baños, nuestro amor fue un baile al que nunca supimos ponerle ritmo.” Eso le escribirá unos meses después. No mucho después, pero ya demasiado tarde.

Ella lo despierta temprano para que vea las montañas. “¿Ves que es verdad?”, le dice mientras él observa la muralla de cerros que circundan la ciudad. Allá arriba se ven cascadas y riachuelos, y ella alza las manos como queriendo agarrarlos en la distancia. Ella lo lleva a escalar. Él se queja pero lo disfruta. Quejarse es parte de su personaje. Le parece divertido y dramático. Un vendedor de seguros en la montaña. Suben por la vereda hasta que logran una vista de todo el valle y minutos después se lanzan de un parapente. Para ser un vendedor de seguros anda en plan aventurero. ¿Estará asegurado contra caídas de parapente? Sería bueno que releyera su propia póliza. Baños resplandece allá abajo como esmeraldas que brillan con el sol. Baños es la transición perfecta entre la montaña y la selva amazónica. El río fluye desde la montaña hacia el Amazonas dejando una secuela de mundo verde que casi fosforece. Él la ve volar cerca de él. La observa. Él se pregunta si no haría mejor en dejarle su libertad. ¡Es que se ve tan bien así! El miedo a perderla lo apabulla. Entre más se ama, más duele perder. ¿Por qué piensa así? Porque se dedica a vender seguros. Porque la señora que le compró el plan de vida a sus hijos sólo por precaución fue en llanto a reclamar el seguro unos meses después. Porque el señor que compró el plan más barato acabó peleándole las medicinas para su quimioterapia. Porque si algo te enseña vender seguros es que todos acaban cobrando. Tarde o temprano todo se acaba. Él la observa y no quiere que se acabe. Ahí, sobrevolando el Amazonas, entiende qué tan profundamente la ama. No hay amor más vertiginoso que el de los pájaros. “Rentemos una cabaña y mudémonos aquí”, le dice él cuando aterrizan. Ella lo ve con ilusión pero sabe que no lo dice en serio. Vivir en Baños con él le encantaría. Algún día. Él quisiera pero no se atreve. ¿Qué haría él en Baños?

Ellos cenan pasta y se van a dormir. Entre las sábanas su cuerpo busca enrollarse en el de él. Siente su respiración y sus manos pequeñas trabajando en la mejor geometría para un abrazo. De pronto siente algo en la cabeza. Algo le ha brincado encima. Él grita. Ella prende la luz. Un grillo del tamaño de su mano reposa sus patas alámbricas sobre su pelo. “¡Quítamelo de encima!”, grita él, y ella, muerta de la risa, le da un almohadazo. Se ríen un rato pero él quisiera asegurarse de que el grillo no regrese. No le gustan mucho los insectos. “Ya no te debo nada”, le dice ella. “Estamos a mano.” ¡Qué palabras! ¡Qué pusilanimidad! ¡Qué newtoniana! Él no deja de pensar en el maldito grillo, pero finalmente se enroscan y duermen.

Amare autem?

Felicitate alterius delectari.

Amor posmoderno: Es el último día y ellos caminan por Baños despidiéndose. Se toman de la mano de forma elocuente. Al principio ríen mucho, se acuerdan del grillo y del día en que le gritó en la mañana. “Yo me sentí como ese grillo en tu casa”, le confiesa. Ella sonríe. “Les caíste bien, no te preocupes.” Amor posmoderno: se toman una selfie frente a la iglesia, a lo lejos se ven las montañas que los han rodeado en estos días de simpleza y complicidad. Unos pasos más adelante se detienen frente a un muro. Él ya no puede más, la toma entre sus brazos y la besa. Nunca se han besado así. Él la recarga contra el muro, ella siente todo el calor de su cuerpo. Se besan por un tiempo indeterminado y, cuando las dos bocas se retraen, él le dice a ella: “No olvidemos nunca este muro que nos dio este beso.” Ella le responde con una sonrisa: “Es el mejor de los muros posibles.” Ríen. “El mejor de los besos posibles en el mejor de los muros posibles.” Luego siguen caminando pero ya no hablan. Están pensando en lo que viene. Así es el amor posmoderno: frágil y escurridizo. El mundo digital será su única casa compartida. No habrá Baños sino lo que permita el Skype. No habrá cabaña pero sí WhatsApp. Acabarán enredados en un abrazo digital hasta que la batería se les acabe. El amor posmoderno aguanta lo que dura un iPhone. Después llega un nuevo modelo.

Ellos se despiden en el aeropuerto. Están condenados a estos lugares de tránsito. Amor posmoderno: ella no está dispuesta a seguir con eso. Él aún no lo sabe. Es posible que ella aún tampoco lo sepa.

Él regresa a México cambiado. Quiere estar con ella. Esa certidumbre le brinda una nueva energía. Un ímpetu intelectual sin precedentes en el mundo de los seguros. En sus tiempos libres lee y analiza a Leibniz. Le interesa la teoría del mejor de los mundos. Leibniz dijo que vivimos en el mejor de los mundos posibles. ¿Será que él tiene que construir también el mejor de sus mundos? Reflexiona en torno a ello. Si Dios creó el mejor de los mundos, entonces, haga lo que haga, pasará lo mejor. Se detiene en este pensamiento. Dante nunca se atrevió a construir un mundo con Beatriz. La dejó ir para siempre en aras de hacer de ella una musa perpetua. La humanidad se benefició pero Dante no. Nunca tuvo lo que más quiso. ¿Mejor de los mundos para quién? Él piensa en ella. Es posible que el mejor de los mundos requiera un esfuerzo de su parte. Vale la pena. No quiere que ella se convierta en su Beatriz. Le interesa la posteridad pero no tanto como para sacrificar su felicidad. Quizá cada individuo es una especie de deidad dentro de su propio universo. Quizá cada individuo debe procurar crear el mejor de sus mundos. Quizá la acumulación de estos pequeños mundos es lo que permite que vivamos en el mejor de los mundos posibles. Más vale no dejarle todo al destino.

Amor posmoderno: se imagina con ella en su departamento de la colonia Juárez. Se imagina pasando las tardes en cafés; ella con su computadora y él por fin dedicado a escribir un texto sobre Leibniz. Él no le revela sus pensamientos. La hace esperar en la distancia. Ella se desespera. Lo ama pero sabe que está condenada a amar a un fantasma. Él no está y no vendrá. Francamente cada vez está más ausente. El amor nunca ha resistido a la distancia. Esa es una lección para los que sobreestiman el cerebro y desestiman el cuerpo. Hay muchos descerebrados que aman, pero hay pocos amores que resisten la ausencia del cuerpo. Él pasa los fines de semana en la cantina donde se juntaba con Los Hijos de la Mónada. Se lleva un ejemplar de los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano y se sienta en la mesa de siempre. Solo. La piensa. Escribe.

Ella se queda en Baños unas semanas más. Lo extraña más que nunca. La ciudad no es la misma sin él. Todos los recuerdos se aglutinan, la arquitectura parece conspirar contra su estabilidad emocional. Ella siente que es injusto que después de todo lo que han pasado, no quede rastro alguno de su presencia. Un día ella pasa por el muro y decide tomar acción. Dejar huella. Pide permiso a la gubernatura para pintar la pared en la que se besaron. Ella es una artista reconocida y el gobernador pregunta cuánto va a cobrar. “Nada, sólo quiero que me dejen pintarlo.” El gobernador accede y promete incluso regalarle pintura.

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9786078564491
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