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—Positivo, mi general.

Desayuno, diciembre 1975.

—Mi general lo está esperando, coronel —le dijo el sargento abriendo la puerta con solicitud.

El general le estaba echando mermelada a su pan tostado. Se veía de buen semblante. El olor a limón de su colonia permeaba el ambiente. El coronel respiró aliviado.

—Buenos días, coronel. Me alegro de que haya llegado temprano —dijo el general con la mirada puesta en el pan, sin levantar la cabeza—. Vamos a despachar este asunto rápidamente porque tengo tres reuniones, una detrás de la otra. Necesito los detalles de la reunión para el Plan Cóndor y lo primero es asegurarnos del completo secreto de esta operación. ¿Se tomaron todas las medidas?

Ahora alzó la cabeza y le clavó los ojos azules.

—Todas, mi general. Positivo.

—Cuando me refiero a todas quiero decir todas. Los otros miembros de la Junta no deben enterarse. ¿Entendido?

—Entendido, mi general.

—Vamos al grano, entonces. Siéntese y explíquese.

—Asistieron los jefes de Inteligencia de Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay, mi general. El plan quedó establecido. Se llegó a un acuerdo para el intercambio de informaciones y prisioneros. Se creó el Operativo Cóndor que quedará a cargo de la búsqueda y toma de los subversivos en el Cono Sur. Para efectos de subversivos chilenos en Argentina y argentinos en Chile, vamos a entendernos directamente con la SIDE y con el Batallón de Inteligencia 601, mi general. Todas las operaciones serán ordenadas y luego informadas en reunión secreta, mi general. La Alianza Americana Anticomunista de Colombia y Venezuela también están dispuestas a colaborar con el Plan Cóndor. Nos lo hicieron saber aunque no quisieron participar de la reunión del 25, mi general.

—No quisieron. ¿Y eso?

—No le sabría decir, mi general.

—Bueno, pero averigüe. No vamos a quedarnos de manos cruzadas sin saber las razones.

—En cuanto sepa algo lo informo, mi general.

—De acuerdo. Vamos a dejarlo hasta aquí. Tengo que reunirme con los economistas.

—Hasta mañana, entonces, mi general.

Desayuno, diciembre 1975.

El general tenía buenos amigos en Inglaterra. Su amigo Chaad le había presentado a importantes empresarios, su amiga Thatcher le había dicho que contara con su ayuda para lo que fuera y ahora que ellos querían la ayuda de él, él estaba dispuesto, por supuesto que sí. No le gustaba la idea de liberar a esa doctora marxista, pero los ingleses estaban presionando.

—Este jugo de naranja no es natural —le dijo al sargento que entró a su despacho llevándole El Mercurio.

—¿Se lo cambio, mi general?

—Si me hace el favor. ¿Llegó el coronel?

—Viene entrando, mi general.

Momentos después el coronel se cuadraba frente a su escritorio. El coronel está ganando demasiado peso, pensó el general dándole una mirada de desaprobación.

—Tome asiento —le dijo y fue directo al grano—. ¿Dónde se encuentra esa doctora inglesa, Cassidy, la que andaba escondiendo y atendiendo a terroristas?

—La teníamos en Villa Grimaldi.

—¿La teníamos? ¿Dónde está hora?

—La soltamos ayer en la tarde, mi general.

—Bien.

—¿Eso nomás, mi general?

—Hay algo más. Está bien que la hayan soltado, porque mis amigos ingleses me estaban pidiendo justamente eso. Pero no dejen de seguirle los pasos, no quiero que esa mujer ande alborotando el gallinero.

—Entendido, mi general.

Desayuno, julio 1976.

El coronel había pasado la noche encerrado en su escritorio escribiendo el informe del presupuesto para la Dina. Llegó con la carpeta debajo del brazo.

—Le traigo listas las platas, mi general —le dijo con un tono alegre. Había sido un buen mes para la Dina. Diecisiete empresarios, peces gordos, todos, habían hecho suculentos aportes en dólares. La lucha contra el terrorismo estaba financiada y bien financiada.

—Después hablaremos de las platas, coronel. Ahora quiero saber cómo funcionó la Brigada Mulchén. El informe del sargento Ayala es tan confuso, que no entendí nada. ¿Quién quedó a cargo de esa misión, coronel?

—Le encargué la misión a Townley, y como el gringo es medio loco ordené al capitán Martínez, al suboficial Donoso y al teniente Ríos que vigilaran toda la operación. Donoso y Ríos interrogaron al español en la casa del gringo en Lo Curro. Lo dejaron listo para la foto. El accidente se lo prepararon para la medianoche. Hundieron el Volkswagen en un canal, mi general. Este asunto está terminado, mi general. Lo desbarrancaron en un canal y el informe dice que murió ahogado.

—¿Lo desbarrancaron? ¿Y en cuál canal?

—En el que corre debajo de La Pirámide, mi general. Le dieron alcohol y le pusieron una botella vacía en el auto, en el bolsillo de la chaqueta dejaron una nota de un amigo suyo avisándole que su esposa le pone el gorro. Conclusión, el hombre iba borracho, desesperado con el adulterio de la esposa, perdió el control del volante y el auto se le fue al canal. Pero este operativo, aunque haya salido como fue previsto, me preocupa, mi general.

—Por qué le preocupa.

—Porque el español tenía inmunidad diplomática, mi general.

—Los diplomáticos también tienen accidentes de auto, coronel. Si se ha hecho de manera prolija no tiene por qué traernos más problemas.

Desayuno, septiembre 1976.

El general estaba esperando al coronel de pie. Por la expresión de su rostro se notaba que estaba ansioso. Y lo estaba. Esto se les había ido de las manos. Él no había calculado que las cosas pudieran escalar hasta este punto. Tenía a toda la comunidad encima. El gobierno de Estados Unidos le iba a quitar el apoyo. De eso estaba seguro. El senador Kennedy lo había amenazado abiertamente por la prensa y le había enviado un recado de cuero del diablo.

El coronel se cuadró ante él.

—Misión cumplida, general. Letelier está muerto.

—Eso lo he podido leer en el diario —le dijo el general con sorna—. Mire que no voy a saber que está muerto. Mire que no voy a saber el tamaño de la cagada que me dejaron en Washington. Mire que no voy a estar preocupadísimo por lo que se nos viene encima. Lo que necesito ahora mismo son los detalles de cómo se hicieron las cosas. Y también necesito detalles de las medidas de resguardo que se han tomado.

—Se lo traigo todo por escrito, mi general. Le dejo la carpeta.

—Está bien. Voy a estudiarla y luego me vuelvo a reunir con usted. Pero va a ser esta misma tarde. El embajador de Estados Unidos ya ha pedido audiencia y tengo que saber qué es lo que voy a decirle. ¿Ha preparado bien ese material? ¿Está contemplado en su informe lo que debo decirle al embajador?

—Por supuesto, general.

—Bien, coronel. ¿Tienen bien amaestrados a los cubanos? Que no se vayan a ir de boca esos jetones.

—Imposible relacionarlos con Townley.

—¿Dónde se encuentra Townley?

—Está bien escondido, mi general.

—Me imagino que estará bien escondido, pero dónde.

—Esa información la tiene el coronel Espinoza, mi general.

—Usted es su superior. ¿No sabe dónde lo tienen?

El coronel se quedó callado.

—Oiga, coronel, yo no quiero medias palabras. Este es tal vez el asunto más serio con el cual debamos enfrentarnos. Tenemos que cubrirnos muy bien las espaldas. Usted comprende eso, ¿verdad?

—¡Cómo no lo voy a comprender, mi general! —se ofuscó el coronel—. Pero usted tiene que entender también que hay cosas que yo, como jefe de Inteligencia, no le puedo decir a nadie, ni siquiera a usted, mi general.

—¡Lo que usted tiene que entender, coronel, es que en este país no se mueve una hoja sin que yo lo sepa! ¿Me oyó?

—Positivo, mi general.

Desayuno, noviembre 1977.

El coronel sabía que lo esperaba un trago amargo. Hugo Salas Wenzel le advirtió que mejor se preparara para cualquier cosa. “El cielo se nos está cayendo encima, coronel, estamos hasta las masas”, le dijo.

Entró raudo al despacho del general. Se cuadró ante él como hacía a diario pero sabiendo que, esta vez, la reunión sería diferente.

El general le dirigió una mirada inquieta y le hizo un gesto señalándole el sillón de terciopelo negro.

—Tome asiento, coronel.

—Si me va a dar la mala noticia prefiero escucharla de pie, mi general.

—Mala por un lado y buena por el otro, pues. Escuche lo que voy a leerle, es parte de mi informe que califica su conducta profesional entre agosto de 1975 y la fecha. Incluye, entre otros actos de servicio, la misión Letelier en Washington. Le leo: “Jefe que se destaca por sus extraordinarias condiciones de planificador y amplios conocimientos de sus funciones. Leal y abnegado en todo momento. Muy idóneo. Jefe de selección”.

—Gracias, mi general.

—No me dé las gracias todavía. Después de la reunión con el secretario de Estado Adjunto para Asuntos Interamericanos, Terence Todman, he resuelto derogar el decreto 521 de 1974 que creó la Dina.

—Y yo debo dar un paso al lado, mi general.

—Esa es la mala noticia, coronel. La buena es que a finales de este año usted y otros siete coroneles del Ejército serán ascendidos a generales de brigada. Lo que voy a decirle a continuación es solo para usted, no lo comente con nadie, ni siquiera con la María Teresa, ¿entendido?

—Positivo, mi general.

—En noviembre recibirá de mis manos la condecoración presidente de la República en el grado de gran oficial y la Estrella Militar de las Fuerzas Armadas del Ministerio de Defensa.

—¡Muchas gracias, mi general!

4

Con pesar recordaría Juan su actitud de esos primeros momentos del golpe, cuando al escuchar un disparo en la calle le dijo a su mujer “un comunista menos, Inés”. Él dijo eso. Era cierto que él lo dijo y tal vez no solamente lo dijo sino que lo pensó, un comunista menos era algo bueno para el país. Es lo que creía. Hay que añadir que lo dijo medio en chanza, que él no se tomaba en serio el izquierdismo de Inés, lo veía como un izquierdismo a la Jesucristo, una opción por los pobres, que él mismo compartía. Pero en ese momento no estaba pensando en los pobres sino en el Partido Comunista chileno, marxista leninista, que había amenazado con hacer añicos la tranquilidad de su familia.

Con el paso de los días y a pesar del bombardeo a La Moneda, del color que fueron tomando las cosas y del ambiente represivo, Juan intentaba encontrarle alguna justificación al golpe militar, verlo con otros ojos.

—La jornada del 11 de septiembre quedará en mi espíritu como el día más triste en la historia de mi país. Siempre lamentaré que se haya debido llegar a esos extremos, sin embargo, me alegra este cambio de gobierno que permitirá recuperar la estabilidad. Quiero creer que este golpe está inspirado en el bienestar de Chile y que yo mismo, desde los tribunales, podré aportar mi granito de arena —le decía a Inés.

—Yo me alegro tanto de que ejerzas tu profesión de abogado como juez, porque, sea adonde sea te lleve tu carrera, los más abandonados te van a necesitar. De lo que pueda pasar en el país quisiera pensar lo mismo que tú, Juan, pero me cuesta, es cierto que los militares han pacificado la situación y ahora podemos vivir tranquilos, pero no podemos seguir eternamente sujetos a este tipo de controles.

—Esto no va a durar eternamente. Ten por seguro que antes de que nos demos cuenta van a llamar a elecciones.

Como muchos otros, Juan creía que los militares iban a ordenar la casa, dejarla limpia y lista para una vuelta a la democracia, y que ese proceso no tomaría más que unos cuantos meses. Él sentía un gran respeto por los militares, eran profesionales, bien intencionados, eficientes. Y honrados. En Chile nunca se había visto robar a un militar. Una vez que consolidaran la paz y el orden, se retirarían a sus cuarteles, llamarían a elecciones y los civiles volverían a gobernar.

Inés no estaba en esa página. La primera vez que volvió a Francia, después del golpe, se reunió con un grupo de amigos en París. Eran todos de izquierda y la imagen que tenían de lo que estaba pasando en Chile era para dejar los pelos parados de punta. Pinochet era un dictador sanguinario, estaba asesinando a los opositores, le hablaron de cadáveres flotando en el río Mapocho, fusilamientos, torturas y campos de detenidos donde iban a parar mujeres embarazadas, jóvenes y hasta niños.

Por las noches, alarmada con estas noticias que corrían por Europa, le escribía a su marido. Pero Juan desconfiaba de esas acusaciones. La prensa nacional las desmentía a diario y pintaba a los exiliados como oportunistas, marxistas derrotados a quienes se había visto en la Costa Azul viviendo a lo grande. Gente que desaparecía, aparecía en el ascensor de un hotel en Niza. Otros se habían aprovechado del pánico para abandonar a una esposa que ya no soportaban. Todas esas acusaciones eran falsas, estaban orquestadas por los enemigos de Chile, carecían de fundamento, pura propaganda de los comunistas, decía la prensa oficialista.

Antes del golpe Juan había solicitado un trabajo como juez en Panguipulli. Se le iluminó la cara cuando le dijeron que lo habían aceptado. Se estaba cumpliendo su antiguo sueño de ser un juez de provincia, dirimir casos de gente pobre, poner encima de la mesa la máxima que guiaría todas sus decisiones: el hambre y la pobreza son atenuantes, siempre. La vida en provincia era sosegada, tendría que ver casos sencillos, uno que se robó una vaca, otro que estafó al vecino, el que corrió los lindes, cosas de esas, y dispondría de tiempo libre para gozar de la maravillosa naturaleza del sur de Chile y escribir.

Los meses que estuvo viviendo a una cuadra del lago, en un pueblito de una calle con siete comercios, cinco de los cuales eran bares, y una iglesia formidable, fue un tiempo que recordaría con nostalgia. La vida social en el pueblo se limitaba a una que otra comida en la casa del profesor de la escuela, el médico y el dentista. Las mañanas se le iban en el tribunal viendo casos de robos de bienes y ganado, explicación de tierras, agresión sexual, y visitando a los presos, en su mayoría mapuches, que solo hablaban mapudungun y pasaban los días tirados en una pieza con piso de tierra, a la espera de una resolución. Por las tardes se dedicaba a sus dos grandes pasiones: leer y escribir. Se instalaba en el patio de su casa, a la sombra de una higuera y se hundía en el teatro de Chéjov, las novelas de Pushkin, Balzac y Dostoievski.

5

El general corrió el sillón de la terraza hacia la mesa de centro, acomodó los cojines, sacó la fuente de porcelana verde con la fruta de madera para hacerles espacio a los papeles. Tenía lista la carpeta con sus ideas. Quería demostrarle a Jaime Guzmán que él sabía perfectamente cuáles eran las necesidades del país, que no era un milico ignorante como creían los civiles. Había estudiado el asunto. Y bien.

Su mujer no estuvo de acuerdo con invitar a Guzmán a la casa; es una imprudencia, le dijo. Estas cosas era mejor conversarlas en el Diego Portales y a puertas cerradas, los empleados tenían las orejas largas.

—¿Y si los otros miembros de la Junta se enteran de que lo invitaste sin consultar con ellos?

—¿Cómo van a enterarse? Justamente no quiero que ellos se enteren, por eso lo cité aquí. Las orejas de los empleados no son tan largas como las de las paredes del Diego Portales. Yo tengo un profundo respeto por Jaime Guzmán, y confío en él, es inteligente, bien preparado y discreto —dijo el general. Lo que no le dijo a su esposa —porque, hasta no estar seguro de qué es lo que se acabaría promulgando, no le gustaba ventilar asuntos de Estado con ella— es que lo más importante era ordenar la casa, su casa de gobernante, la casa de la Junta. Su objetivo primordial, y quería hablarlo con Guzmán, era que el Ejército tuviera poder sobre las otras ramas de las Fuerzas Armadas. El Ejército, o sea él. No era conveniente que todos tuvieran las mismas prerrogativas. Aquí nadie iba a mandarse solo ni pretender escalar posiciones que no correspondían; alguien tenía que estar a la cabeza y eso le correspondía al Comandante en Jefe. Pero era preciso estipularlo, dejarlo claro.

La voz un tanto aguda de Jaime Guzmán interrumpió sus pensamientos.

—Buenas tardes, general.

—Llega temprano, me alegro, así tendremos más tiempo para conversar —le dijo el general estirándole una mano—. Diles que nos traigan jugo —le indicó a su mujer alzando una ceja, que significaba que fuera a dar la orden a la cocina pero que no volviera a la terraza—. Entiendo que usted no toma nada fuerte… bueno, yo tampoco. Siéntese, Jaime.

—¿Quiere que le explique primero y después lee la documentación o prefiere leerla antes? —preguntó Jaime.

—Explíqueme primero.

En los veinte minutos que siguieron, hablando pausadamente y sin interrupciones, Jaime Guzmán le explicó que, desde un tiempo atrás, aun antes del pronunciamiento militar, él era de la idea de hacer una nueva Constitución.

El general asintió con la cabeza. Vamos bien, pensó. Eso significa que hay que refundarlo todo y él estaba de acuerdo.

A continuación Guzmán le anticipó que la idea, en este momento, era tirar las líneas básicas, las ideas madres de lo que sería esa nueva Carta Fundamental. La tarea sería larga y tediosa, necesitarían tiempo, y en ese sentido era conveniente empezarla cuanto antes.

—Lo que corresponde es plantear un nuevo orden constitucional y no la restauración del orden quebrantado —le dijo Guzmán. Debían pensar en este nuevo ordenamiento presidencialista y democrático pero con ciertos resguardos, y el primer punto sería impedir el uso de la presidencia para desarrollar políticas populistas.

—¡Ahí sí que estamos de acuerdo! —sonrió el general, contento de haberlo citado a su casa—. Lo primero que debe quedar fuera en una nueva Constitución son las fuerzas de izquierda marxista, esos son los más populistas de todos, y también estaba pensando que debe haber una jerarquía de poder muy clara en la Junta, de manera de evitar que cada quien se mande solo y se deje llevar por sus aspiraciones de poder. ¿No le parece?

Jaime Guzmán asintió con la cabeza.

—Efectivamente es de suma importancia dejar claro quién detenta el poder en la Junta de Gobierno, general. También es importante que la Constitución que realicemos tenga tres etapas. La idea es dejar bien estipulados los plazos, la continuidad constitucional entre el periodo autoritario y la transición a la democracia.

Esto último no entusiasmó demasiado al general. Cuando los civiles se ponían a hablar de democracia es cuando quedaba la cagada. Se les entregaba la famosa democracia y a la vuelta de la esquina la estaban pisoteando y pasándosela en bandeja a los marxistas para su destrucción.

—¿A ver? ¿Y cómo sería eso?

—Las tres etapas serían la Constitución transitoria; la Constitución permanente, entendida como de una democracia protegida, y la Constitución democrática.

—¿Cómo quedaría yo en esas etapas?

—En la Constitución transitoria usted quedaría como Comandante en Jefe de las Fuerzas y presidente de la República. En la Constitución permanente usted quedaría como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y como presidente de la República, pero luego de la realización de elecciones libres. Vale decir, se contemplarían dos periodos presidenciales para usted, uno que comenzaría a regir en el momento en que se promulgue la nueva Constitución, de acuerdo con su propia letra, y otro que estará sujeto a elecciones.

—Bien. ¿Y qué hay de la parte económica?

—General, todo eso se discutirá con los expertos en materia económica. Y a propósito, hay un economista muy joven pero muy brillante que quiero presentarle, y es un gran amigo mío, Luciano Sander. Acaba de llegar a Chile luego de un máster en la Escuela de Chicago, es del grupo de Pablo Baraona, Sergio de Castro, Álvaro Bardón, y le aseguro que Luciano es tan imbatible como ellos en la materia. Es un seguidor de las ideas de Hayek y será el hombre clave para conciliar autoritarismo con liberalismo y plasmarlo en una nueva Constitución.

—Muy interesante. ¿Y qué hace ese joven, ahora?

—Está en el sector privado y vamos a dejarlo ahí por el momento. Acaba de empezar, pero que promete, promete. Yo doy fe. Sería bueno ponerlo en Odeplán, yo me encargaría de que acepte pasar al sector público, usted sabe que hay que hacer varios sacrificios, pero Luciano estaría dispuesto. Volviendo al texto grueso de la Constitución, general, también estoy pensando en la formación inmediata de una comisión constituyente.

—¿Integrada por? —preguntó el general ladeando la cabeza como un pájaro.

—Iremos paso a paso —sonrió Jaime—. Lo primero será redactar un preámbulo de la Constitución con don Jorge Alessandri, don Gabriel González Videla y don Juvenal Hernández.

—¡Ah! Eso me parece muy bien. Caballeros respetables todos. Los ubico a los tres.

—Para la redacción del texto definitivo hemos pensado en una comisión integrada por Alejandro Silva Bascuñán y Enrique Evans —ambos fueron profesores míos, los conozco y confío en su experiencia—; Enrique Ortúzar, que es alessandrista; Sergio Diez y Gustavo Lorca, del Partido Nacional; Jorge Ovalle, de la democracia Radical, y Alicia Romo y yo mismo, por el mundo gremialista. Como puede ver, la representación es amplia, general.

—El gremialismo ha sido un ariete del pronunciamiento, es muy importante que esté ahí. Y que ronque fuerte, Jaime —lo apoyó el general.

—Ni la debilidad ni la mediocridad son sellos nuestros, general, pierda cuidado.

—¿Y usted va a tener tiempo para todo esto? No quisiera que abandonara la organización de la propaganda de la juventud en la Secretaría General de Gobierno.

—Habrá tiempo para todo, general. Y si no lo hubiera, me lo inventaría. Mi intención es seguir con mis clases en la Universidad y al mismo tiempo cooperar a full con su gobierno.

El general asintió con la cabeza y miró su reloj de oro.

6

Luciano Sander salió del auto cerrando la puerta con suavidad. Se encaminó hacia la entrada de su casa a paso cansino. El ofrecimiento de Jaime Guzmán revoloteaba por su cabeza. Estaba entusiasmado con la propuesta, más entusiasmado de lo que había estado en mucho tiempo.

Entró a la casa y se fue directo a la cocina.

Graciela estaba pelando las papas que iba echando en un bol con agua.

—¿Está la señora, Graciela? ¿Me puede preparar un café?

—La señora está en la terraza, don Luciano. ¿Se lo llevo para allá?

—Sí, por favor.

Pasó al baño de visitas y se lavó las manos. Dos minutos por mano. Bastante jabón en la palma, entremedio de los dedos, hasta las muñecas. Lo hacía con la prolijidad de un cirujano. Una costumbre que le había inculcado su mamá desde los tiempos del colegio. Tomó la toalla por el medio y se secó las manos con toda parsimonia.

Después se fue a la terraza.

Irene lo saludó con un gesto de hastío. Estaba tejiendo un chaleco de guagua.

—Lo he empezado tres veces. Definitivamente esto no es para mí —dijo tirando el tejido al sillón de al lado.

—No sé por qué te empeñas en hacerle tú la ropa. ¿Por qué no vas a una tienda y la compras hecha?

Irene sonrió.

—No te imaginas lo que acaba de ofrecerme Jaime Guzmán —le dijo Luciano—. Quiere que trabaje para el gobierno. Lo habló con Pinochet y me han propuesto entrar a Odeplán, con Miguel Kast. Yo acepté.

—¿Aceptaste? ¿Y la compañía de seguros?

—La compañía de seguros puede esperar. Quieren que me sume al equipo de economistas que va a trabajar para el gobierno. Es un desafío muy interesante y me van a dar poder para hacer las cosas y hacerlas bien, Irene. Lo que yo quiera. Desde implementar lo que he aprendido con Friedman hasta idear nuevos mecanismos para sacar a Chile del subdesarrollo. ¿Te imaginas lo que es para un economista estar involucrado en el salto de su país al desarrollo?

—Vas a trabajar para una dictadura militar. ¿Eso no te complica?

—¿Y por qué habría de complicarme? Además, no nos adelantemos, esto no es una dictadura como son las comunistas, tal como ha dicho Pinochet es una dictablanda, aquí tenemos plena libertad para hacer lo que queramos, viajar y vivir donde queramos, comprar lo que queramos.

—Siempre y cuando seas partidario del gobierno —dijo Irene.

—Y si no lo eres, ¿qué?

—Te matan, pues, Luciano.

—Pero, ¿de dónde sacas esas cosas?

—Tendrías que hablar con mi papá y mi mamá. Ellos saben lo que está pasando.

—¡Ah, claro! Tu papá es filocomunista y tu mamá… yo no sé… mejor no digo nada. No, Irene. Estás muy equivocada. No metas la política en todo. La economía corre por otros carriles. Nosotros vamos a dejar que los militares se ocupen de ordenar el país, pero tal como dijo Sergio de Castro, en economía, el mango de la sartén lo tenemos nosotros.

—Me abisma tu ingenuidad, Luciano. Pase lo que pase, en una dictadura, el mango de la sartén lo va a tener siempre el dictador.

—Yo no lo veo así. Estos milicos no son como los de las repúblicas bananeras. Esta es una gran oportunidad para mí, para mi familia, para todos nosotros. El gobierno militar está haciéndolo bien. Están empeñados en sacar a Chile del subdesarrollo y eso significa dar un tremendo salto. Un antes y un después. Le han entregado el manejo de la economía a Sergio de Castro, Pablo Baraona, Álvaro Bardón, Carlos Cáceres, gente de primer nivel, y yo voy a trabajar con ellos. Vamos a hacer de Chile una economía floreciente. El tiempo me dará la razón. Vas a ver.

Irene se quedó mirándolo. Después de un rato le dijo:

—¿Y vas a estar en la prensa día por medio?

—Tú me conoces, Irene. Cómo se te ocurre que voy a estar en la prensa, ni día por medio, ni nunca. A mí no me interesa que mi nombre aparezca en el diario, o mi foto, lo que me interesa es colaborar para sacar este país adelante y la mejor manera de hacerlo es callado, por dentro, con disciplina y seriedad. Tú estarás conmigo en esto, ¿verdad?

—No creo que me necesites para algo que decidiste antes de preguntarme —dijo Irene.

Luciano pensó que tal vez tenía la razón. Tal vez debió haberlo consultado con ella antes de aceptar el cargo, pero si no lo hizo es porque sabía lo que Irene opinaría. Nunca iban a ponerse de acuerdo. Irene no había apoyado al gobierno de la Unidad Popular, pero menos le gustaba el gobierno militar, y sus suegros no hacían otra cosa que llenarle la cabeza de pájaros.

7

Estaba empezando el año 1975 cuando le avisaron que lo habían ascendido a juez del Crimen de Menor Cuantía en Santiago.

Juan se despidió con pena del pueblo de una calle, sus amigos mapuches, las conversaciones con el dentista y esas tardes apacibles que podía dedicar a la lectura y dar caminatas a la orilla del lago.

Aunque en ese primer momento no lo vio así, a los pocos meses de estar en la capital se dio cuenta de que había cambiado la buena vida a la orilla del lago por un camino pedregoso por el cual tal vez nunca le hubiera gustado transitar.

En Santiago empezó a ocuparse de delitos menores y había pocos delitos. En el país regía el toque de queda, las poblaciones estaban controladas; hombre que salía de su casa después de las diez de la noche, era hombre arrestado o muerto. La delincuencia había descendido a cifras históricas. Cada rincón de la ciudad estaba vigilado por militares montados en camiones y tanquetas, y el gobierno confiaba en la obsecuencia de los tribunales de justicia. Si aquello era la paz, podría decirse que vivían con tranquilidad, pero sus noches no perdonaban la creciente inquietud que lo acosaba.

Lo que veía en las cortes, durante el día, lo perturbaba profundamente. No sabía qué pensar ni en quién confiar. La desidia que veía en los tribunales de justicia era alarmante. Vivía con la sensación de encontrarse a la orilla de un río que se desbordaría en cualquier momento. Intentó conversarlo con un par de amigos con quienes solía tomarse una copa, pero no fueron de gran ayuda.

—Déjate de buscarle las cinco patas al gato, Juan, hay que nadar con la corriente —le dijo uno.

—Es que Juan piensa demasiado —acotó el otro.

—Esto me inquieta, Inés. Me gusta cada día menos. Si en un país se corrompe la justicia acaba corrompiéndose todo.

Su primera decepción la sufrió al ver la actitud de los jueces, la dejadez con que actuaban. Se los veía aburridos, sin el menor idealismo, dictando sentencias según quien fuera el cliente, exasperados ante el litigio de una mujer pobre, por ejemplo, y mucho más diligentes para resolver conflictos entre dos grandes empresas. Servilismo frente a los poderosos, indiferencia ante los débiles. Observaba alarmado cómo llegaban a la Corte Suprema unos jueces vendidos, serviles y rastreros, corroídos por la envidia, la rabia, la ambición. Unos seres miserables. Día a día iba comprobando la sumisión ciega de los antijueces a la Junta, los artilugios legales que empleaban para rechazar los recursos de amparo. Por las noches regresaba a su casa caminando de prisa. Necesitaba tomar distancia del mundo de los tribunales, alejarse. La cabeza gacha, mirando al suelo, las manos en los bolsillos de su eterno abrigo de tweed gris con blanco. Quería llegar cuanto antes al refugio de su hogar. Escuchar las risas de sus niñas. Desahogarse con Inés.

—La manera como el Poder Judicial se está inmiscuyendo en política es algo muy grave, Inés. Nunca antes había ocurrido algo así. La Corte Suprema se ha alineado con la Junta. Tendrías que ver la actuación tan vergonzosa del presidente de la Corte. Enrique Urrutia Manzano ni se ha arrugado para desechar las acusaciones a los atropellos a los derechos humanos. Es una vergüenza. Están dejando a la gente desprotegida.

Cuando reemplazó al juez del Octavo Juzgado del Crimen de Santiago tuvo acceso a legajos de instrucción que lo dejaron aún más abrumado. Se encontró con fotos de decenas de cadáveres de hombres, mujeres y jóvenes. Los habían baleado. Algunos mostraban hasta veinte impactos de bala y las balas tenían el mismo calibre usado en el Ejército. Las víctimas no parecían terroristas, sino gente modesta de distintas poblaciones. Los casos terminaban archivados, las víctimas habían sido heridas por obra de terceros que no había sido posible establecer como autores o cómplices de los crímenes.

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