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Des/venturas de la frontera

Una etnografía sobre las mujeres peruanas entre Chile y Perú

© Menara Guizardi, Felipe Valdebenito, Eleonora López, Esteban Nazal

Ediciones Universidad Alberto Hurtado

Alameda 1869 - Santiago de Chile

mgarciam@uahurtado.cl – 56-228897726

www.uahurtado.cl

ISBN libro impreso: 978-956-357-200-1

ISBN libro digital: 978-956-357-201-8

Registro de propiedad intelectual Nº 304.146

Este texto fue sometido al sistema de referato ciego externo.

Coordinador colección Antropología: Koen de Munter

Directora editorial: Alejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutiva: Beatriz García-Huidobro

Diseño interior: Gloria Barrios A.

Diseño de portada: Francisca Toral R.

Imagen de portada: Latinstock

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

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Índice

Prólogo, Carolina Stefoni

Introducción

Mujeres de carne y hueso

Cruzar fronteras

Indagaciones circulares

El libro

CAPÍTULO I

Llegar a la frontera: la historia de la investigación

Sincerar los trucos

Santiaguismos metodológicos

Nortes antropológicos

La aventura metodológica

Excepcionalidad fronteriza

CAPÍTULO II

Entre lo transnacional y lo transfronterizo

Teoría y praxis

Transnacionalismo migrante

Identidades (trans)nacionales y configuraciones culturales

Fronteras

El género en el transnacionalismo

CAPÍTULO III

Configuraciones históricas del patriarcado en la frontera

Etnografía e imaginación histórica

La “última” capital del Norte Grande

Modernidad, colonialismo y desigualdad de género en la formación del Estado-nación

La guerra del Pacífico: intereses confluyentes

Crear fronteras y anexar territorios

Conformaciones identitarias del nacionalismo mesiánico

Institucionalización de la violencia androcéntrica y nacionalista

Marcar a las mujeres

CAPÍTULO IV

Las complejidades de la eterna primavera

“Bienvenidos a Arica…”

Complementariedades fronterizas: el mercado laboral migrante en Arica

Los papeles: fijaciones y flujos transfronterizos en el espacio

La grafía urbana de los mercados laborales

Las condensaciones y los espacios hiperfronterizos

CAPÍTULO V

El arte de trazar perfiles

La etnografía y los números

Itinerarios migratorios familiares

Configuraciones étnicas

Experiencias migratorias de las mujeres

Razones para moverse

Responsabilidades familiares

Trayectorias de precarización laboral y violencia familiar

CAPÍTULO VI

Configuraciones del “yo” en la frontera

(Re)conceptualizar la simultaneidad

Negociaciones del “yo”

(Re)conceptualizando el “yo”

CAPÍTULO VII

Violencias liminales

Polifonía y trayectoria

Estructuras elementales de la violencia en la frontera

En casa, eres una extraña

Trayectorias liminales de la violencia

CAPÍTULO VIII

Maternidades dialécticas

Embarazos traumáticos y libertadores

Rupturas y permanencias: ausencia masculina y sobrecarga femenina

La intersección de las maternidades heterogéneas

CAPÍTULO IX

Familias en la frontera

La familia en el transnacionalismo

Hacia una ontología histórica de las familias transnacionales en la frontera

Repensar la relación entre familia transnacional y distancia

Deconstruir la transnacionalidad familiar como “desarrollo”

CONSIDERACIONES FINALES

Fronteras, género y etnografía

El fetichismo de la frontera

Condensaciones patriarcales fronterizas

Historicidad de la frontera

Enfoque etnográfico dialéctico

Autoras y autores

Referencias

Prólogo

El actual contexto migratorio nos enfrenta a un creciente número de tensiones, así como de importantes desafíos teóricos, metodológicos y políticos. La dimensión global de estos fenómenos contribuye, a su vez, al surgimiento de nuevas preguntas, muchas de ellas incómodas para las habituales formas de pensarlos. Quizá esta capacidad de cuestionar lo dado sea uno de los grandes potenciales que encierran los movimientos migratorios, algo que no es totalmente nuevo si recordamos, tal como lo hacen los autores de este libro, el cuestionamiento al nacionalismo metodológico que surge precisamente de observar las prácticas cotidianas de los migrantes, y cuyo análisis logró desafiar las tradicionales formas de pensar los contornos y definiciones del Estado-nación. Para aquellos investigadores que se acercan a los movimientos migratorios en las fronteras y despliegan toda su atención para capturar las realidades que se escapan a las categorías teóricas aprendidas, se abre una posibilidad de construcción de conocimiento que viene a aportar no solo al debate migratorio, sino que tiene alcances que trascienden este campo de estudios. Esta oportunidad es precisamente la que nos ofrece el presente libro Des/venturas de la frontera. Una etnografía sobre las mujeres peruanas entre Chile y Perú.

Sus autores –Menara Guizardi, Felipe Valdebenito, Eleonora López y Esteban Nazal– logran tensionar paradigmas, enfoques y argumentos que hacen parte a estas alturas del conocimiento más consagrado en los estudios migratorios. La labor comienza a partir de una historia de vida que condensa magistralmente los múltiples cruces de fronteras que realiza una mujer a través de sus recorridos entre el campo y la ciudad, entre la casa de sus padres y la de sus padrinos, entre su trabajo y su hogar, entre Tacna y Arica. Todos estos movimientos generan transgresión a algún orden predefinido, ya sea el de las fronteras geopolíticas propias de los Estado-nación, el de las fronteras de género, las étnicas y también las de clase. Los autores son generosos en compartir y transmitir lo que probablemente les provocó la historia de Rafaela. A partir de su relato comenzamos a comprender cómo las historias de las y los migrantes configuran, estructuran y son estructuradas por los espacios de fronteras. La perspectiva relacional y dialéctica que enuncian en el comienzo del libro y que permite comprender la articulación de los múltiples espacios que emergen a partir de los recorridos de los migrantes será una perspectiva que acompaña toda la construcción de esta publicación.

La construcción metodológica que sostiene el caso de estudio y que permite, a su vez, desarrollar una reflexión permanente de lo que se observa en el trabajo de campo, se nutre de dos herramientas clave: el extended case method y la etnografía multisituada. Ambas herramientas otorgan un peso metodológico que permite al lector adentrarse en las profundidades de la frontera sin temor a perderse en el camino o en la infinidad de información que los autores entregan. En este punto ellos ejercen un rol de guías pacientes y respetuosos, atento a las posibles preguntas que surjan en el lector cuando este se deja llevar por los intersticios de la reflexión teórica y de las potentes imágenes que nos transmiten.

Después del relato de Rafaela, los autores nos convocan a una primera provocación, esto es, qué partido tomar frente a la discusión entre dos aproximaciones teóricas que muchas veces se presentan como excluyentes al momento de estudiar las fronteras: la perspectiva transnacional o los espacios de fronteras. Antes de que podamos tomar una u otra posición, ellos nos ofrecen una agradable y creativa salida: no quedarnos en la discusión si una o la otra, sino preocuparnos del lugar desde donde debatimos estas perspectivas. Así, el enfoque de género se transforma en un locus privilegiado para pensar de una manera distinta estas dicotomías y ofrecer con ello un lugar desde donde volver a observar la construcción de las fronteras.

Otra herramienta teórica que utiliza el libro es la de las configuraciones culturales propuestas por Alejandro Grimson (2011). Recordando una vez más la configuración relacional y dialéctica que explica y produce la frontera, los investigadores cuestionan la idea de que su porosidad sea equivalente a su debilitamiento. Más bien la frontera emerge como el locus desde donde se organiza un sistema de intercambio entre múltiples grupos que se consideran distintos y que se ordenan (jerarquizan) en base a las asimetrías jurídicas, políticas, económicas, identitarias y nacionales. Sabemos que estas diferencias se transforman en los argumentos o justificaciones que sustentan las múltiples desigualdades sociales. Lo interesante es que cuando las pensamos desde el lugar de frontera, podemos observar cómo allí se condensan entonces todas estas desigualdades, complejizando con ello la dimensión exclusivamente geopolítica que ella podría contener.

Por otro lado, la recuperación de las prácticas de las mujeres en los dos lugares etnografiados (el Agromercado y el terminal de buses en Arica), nos muestra cómo ellas (y ellos) perciben ciertas ventajas en estas desigualdades, respecto de las cuales están dispuestas y dispuestos a obtener el máximo de beneficio, por ejemplo, a partir del uso estratégico de la posición de subordinación percibida para acceder a mercados laborales o actividades comerciales. Ello nos muestra el otro lado de la exclusión, aquel desde donde las fronteras son también un recurso, una oportunidad. ¿Basta entonces la idea de la inclusión a partir de la exclusión para comprender lo que nos dicen estas prácticas?

Los resultados de la investigación también avanzan hacia la comprensión de Arica como una configuración sociohistórica que permite relacionar el proceso de modernización con la formación del Estado-nación chileno, la violencia de género y la idea de identidad nacional. La relación entre estas dimensiones no es necesariamente horizontal, puesto que, y siguiendo a Rita Segato (2003), los autores sitúan la subordinación de la mujer mucho antes que la colonización, es decir, la mujer protagonista de esta frontera ocupa una posición de subordinación que responde a la conjunción de un doble patriarcado: el colonial y racista, por una parte, y el aymara indígena, por otra. La reflexión en torno a estas dimensiones aporta elementos centrales para la discusión sobre interseccionalidad.

En la medida en que desarrolla estos argumentos, el libro nos va develando y describiendo algunos puntos específicos de la ciudad de Arica, puntos que se transformarán en la fundamentación de su propuesta teórica. El terminal de buses y el Agromercado emergen como dos nodos clave para la conceptualización de los espacios hiperfronterizos. Son estos espacios hiperfronterizos los que permiten explicar la idea de condensación presente en la frontera. Espacios o locus que sedimentan las contradicciones, tensiones y los múltiples cruces de fronteras.

Para invitar a una lectura extremadamente interesante, retomo algunas de las preguntas que los autores realizan en las primeras páginas y que buscan guiar la reflexión posterior: ¿Las fronteras de las naciones son análogas a los límites que diferencian cada grupo o subgrupo social internamente? ¿Qué convierte a una persona en un sujeto fronterizo? ¿Cuál es el papel del género en la constitución de estas fronteras nacionales? ¿Qué hace de una mujer un sujeto fronterizo en este espacio?

CAROLINA STEFONI

Departamento de Sociología

Universidad Alberto Hurtado

Introducción

Mujeres de carne y hueso

Era el segundo semestre del año 2012, cuando iniciamos nuestros estudios sobre las mujeres peruanas que viven, transitan y trabajan entre las ciudades fronterizas de Arica (Chile) y Tacna (Perú)1. Entonces nos centrábamos en las migrantes circulares, aquellas que permanecían cinco o seis días de la semana en el lado chileno de la frontera. Junto a ellas visitamos los lugares donde residían en Arica. Con enorme generosidad, nos abrieron las puertas de sus casas en el barrio obrero de Juan Noé y en los campamentos (tomas de terreno) Areneros, Coraceros y Renacer del Pedregal2. En sus hogares escuchamos sus historias de vida, las de sus madres y las de sus abuelas. Aprendimos de su lucha cotidiana por enfrentar la precariedad laboral y habitacional en Arica; de su resiliencia contra las discriminaciones y violencia que experimentaban en la zona fronteriza y de su esfuerzo por hacerse cargo de las responsabilidades de cuidado de sus hijos e hijas (y, a veces, también de sus padres, madres, hermanas y hermanos), que muy a menudo recaían enteramente sobre ellas.

Acompañamos a estas mujeres en los alrededores del Terminal Internacional de buses, donde aquellas que no tenían empleo fijo se sentaban, desde la madrugada, a la espera de potenciales contratantes durante largas mañanas y tardes. Allí vimos el racismo, xenofobia y misoginia con que las trataban los empleadores chilenos que llegaban buscando mano de obra para trabajos “por jornal” (por día); y también presenciamos las redadas discrecionales realizadas por el cuerpo de agentes de la Policía de Investigaciones (PDI) de Chile, que frecuentemente circulaban por el terminal con vestimentas civiles, para no despertar la suspicacia de los migrantes indocumentados y así evitar su huida.

Aun en el terminal observamos (y por ocasiones ayudamos en) la labor de clasificación de la ropa usada que ejecutan las mujeres que cruzan esta mercancía desde Chile hacia Perú en los buses y colectivos que conectan Arica y Tacna. Fuimos a los galpones de Juan Noé, donde empresarios chilenos organizan la larga cadena que engendra el comercio (y el contrabando) de prendas de segunda mano entre los dos países, contratando a las señoras peruanas para varias de las funciones que esta actividad involucra.

Comimos con las mujeres peruanas en los dos comedores sociales de la Iglesia Católica (regentados por la Compañía de Jesús en Arica), donde ellas conseguían lo que en reiteradas ocasiones era su única comida del día: la cena. Estuvimos en las hospederías regulares y clandestinas, donde las migrantes que no contaban con recursos para arrendar un dormitorio mensualmente podían pagar por pasar la noche bajo techo, compartiendo habitación y casi siempre también el colchón, con otras migrantes. Las acompañamos en sus labores, caminando por la ciudad con las vendedoras de puerta en puerta –las “caseras”, como las llaman en Arica– mientras ellas ofrecían frutas, productos de aseo del hogar y de higiene.

Estuvimos con las mujeres peruanas que atienden los puestos “al por menor” del Terminal Agropecuario de Arica (conocido popularmente como “el Agromercado” o el “Agro”), donde ellas trabajan para los propietarios (casi siempre chilenos) en la venta de frutas, hierbas, verduras, legumbres, comestibles industrializados (de Perú, Chile y Bolivia), electrónicos, muebles, utensilios para el hogar, productos de limpieza, ropas y una variedad interminable de productos. También en el Agro estuvimos con las mujeres que trabajan picando verduras y legumbres para su venta, y con las que se desempeñan en el control y carga de camiones que hacen la distribución nacional de los productos agrícolas (tanto los producidos en Arica como los que allí llegan desde los países vecinos).

Pasamos tardes y mañanas con las mujeres que atienden en restaurantes, en el comercio; con las famosas peluqueras peruanas que, en Arica, conquistaron una clientela extensa y fiel (que incluía algunos de los miembros de nuestro equipo de investigación). Acompañamos y visitamos, además, a las mujeres que trabajaban en las casas particulares cocinando, limpiando y cuidando a niñas(os) y ancianos. Fuimos con las mujeres a los puestos públicos de salud y al hospital público acompañándolas cuando iban a atenderse. Estuvimos desde la madrugada en las filas de la Gobernación de Arica, esperando con ellas mientras intentaban conseguir turnos para los trámites de visa y otros documentos en Chile. Cruzamos con ellas la frontera, y fuimos a comer a Tacna los fines de semana, a conocer a sus familias y hogares, a ver con sus ojos cómo sentían y pensaban aquel pedacito del Perú al que regresaban cada semana.

Desde entonces la narrativa de estas mujeres, el tiempo y las escenas que ellas compartieron con nosotros, han sembrado y alimentado una persistente imaginación sobre el tema central de este libro: la relación entre violencia de género, constitución de la agencia y el “ser femenino” en mujeres migrantes que enfrentan (no siempre con éxito) las imposiciones del patriarcado en las fronteras del Estado-nación. Pero lo nuestro es un estudio de caso particular: no hablamos de todas las mujeres fronterizas (incluso cuando mucho de lo que decimos se pueda extrapolar a otros lares del mundo). Hablamos de mujeres concretas. Mujeres “de carne y hueso”, como una de ellas nos aclaró; con trayectorias cruzadas por aciertos y desaciertos, por violencias a escalas variadas, por desafíos apremiantes. Sus historias son un ejemplo contundente de fuerza y coraje. Ellas despertaron en nosotros una admiración y una gratitud que difícilmente podríamos resumir en las páginas de este libro.

Más allá de los clichés etnográficos –y no faltan aquellos que acusan a los investigadores sociales de desarrollar una excesiva simpatía por aquellos que estudian–, nuestra admiración reconoce en estas mujeres una encarnación particular de la experiencia fronteriza. Una forma de relacionarse con los espacios y situaciones sociales que, pese a constituirse con rasgos potentes de resistencia política, se articula desde la dialéctica entre el “entrar y salir” de las condiciones de violencia, subordinación y dominio patriarcal a las que nuestras protagonistas están expuestas en estos territorios chileno-peruanos. Es por esto que la relación entre la frontera y los investigadores (que interpela tanto a las situacionalidades políticas como a las condiciones de género de estos últimos), gana una consistencia epistémica central, constituyendo un eje importante del libro.

La presente obra está enteramente estructurada a partir de las narraciones de estas mujeres y tiene, por lo mismo, una deuda trascendente con sus protagonistas. Sus historias nos guiaron en la solución de intrincadas encrucijadas teóricas. Nos ofrecieron caminos para entender la continuidad contemporánea de procesos históricos de larga duración. Nos permitieron materializar, en la epifanía vital de la experiencia concreta, la relación entre patriarcado, nación, frontera y violencia de género. En otras palabras, sus historias nos permitieron “extender la etnografía”, conectándola con procesos de escalas (temporales, espaciales, coyunturales, individuales y sociales) muy variados.

Es precisamente por esto que nuestro libro comienza con una de estas historias, la de Rafaela3. Siguiendo su biografía, surcaremos los caminos entre las montañas, el altiplano y la costa entre Perú y Chile. Nos introduciremos, así, en las venturas y desventuras que las mujeres enfrentan al cruzar todas las fronteras que se les imponen en dicho territorio.

Cruzar fronteras

Rafaela nació en 1979, en la villa de Candarave, el asentamiento más importante del distrito peruano homónimo y lugar donde se ubica uno de los pocos centros médicos públicos de la región (el mismo al que acudió su mamá llegada la hora de tener a cada uno de sus nueve bebés). El distrito de Candarave pertenece al departamento peruano de Tacna, en el que desde 1929 se asienta la frontera chileno-peruana; y en cuyas montañas se encuentra, además, el “hito tripartito” que señaliza la Triple-frontera Andina (punto de confluencia entre Perú, Chile y Bolivia). Pero el distrito de Candarave se sitúa también en aquellas imponentes montañas altiplánicas entre las cuales se dividen los tres departamentos peruanos más sureños: Moquegua, Puno y Tacna, territorios que concentran la mayor parte de la población del país que, como Rafaela y sus familiares, pertenecen o descienden de grupos indígenas aymara. El padre de Rafaela nació en las montañas altiplánicas, en un asentamiento de pastores situado a unas cuatro horas por carretera de la villa de Candarave. Su mamá nació a unas tres horas de dicha villa, en Calientes, un caserío a las “espalditas” del volcán Yucamani, como Rafaela dice con cariño.

Desde muy temprano, con unos siete años, Rafaela aprendió el oficio de sus dos progenitores: el pastoreo de “alpaquitas” a través de los interminables y ancestrales caminos de las montañas. En estas largas caminatas, se acostumbró a llevar a las espaldas, en un aguayo que le regaló su mamá4, los víveres, instrumentos y alguno de los hermanos a los que solía cuidar. Sus papás tuvieron seis mujeres y tres varones. Rafaela era la tercera en edad. Su familia vivió en las montañas hasta que dos infortunios combinados cambiaron su destino. La expansión a gran escala de la industria minera a Candarave provocó la desaparición de las fuentes de agua que alimentaban a los rebaños, haciendo cada vez más difícil pastorear y engordar a los animales adecuadamente. Al mismo tiempo, el agravamiento del alcoholismo de su padre provocó la pérdida del poco rebaño que aún les quedaba y, en estas circunstancias, han debido migrar a la villa de Candarave, donde vivían los abuelos de Rafaela y algunos de sus tíos.

La situación económica de la familia en la pequeña villa fue empeorando. Ante esto, su padre empezó a enviar a las hijas a las casas de terceros –a quienes las menores debían tratar como “padrinos” y “madrinas”–, estableciendo intercambios de favores con estas familias. En estas casas trabajaban a cambio de comida y hospedaje. A los ocho años, Rafaela empezó a trabajar para otras familias en Candarave mismo, pero seguía asistiendo a las clases en el colegio. También con ocho años viajó por primera vez a la ciudad de Tacna, la capital del departamento homólogo, y asentamiento urbano más importante del extremo sur peruano. Lo hizo con su profesora y estuvo con ella, acompañándola como empleada personal, todas las vacaciones de verano. Esta fue su primera experiencia en Tacna: sola, menor y de la mano de una maestra mujer para quien trabajaba a cambio de comida.

A los diez años fue mandada por su padre al interior de Candarave, bien lejos en las montañas, a la propiedad de una “madrina”, quien le prometió a la mamá de Rafaela ponerla en el colegio. Nunca lo hizo. Cierta vez, Rafaela huyó de las tareas matinales, escondiendo en el aguayo los cuadernos y lápices que su madre le compró. Al llegar al colegio, se enteró que ni siquiera la habían matriculado. Su madrina la descubrió y, en represalia, le quemó los cuadernos, todos sus documentos escolares y la partida de nacimiento. Decía que Rafaela no tenía tiempo para tonterías. De hecho, le habían asignado más labores de las que lograba realizar: debía cuidar al bebé de la hija de su madrina, recoger la alfalfa, alimentar y ordeñar las vacas, cocinar y limpiar. Se acuerda haber pasado hambre en este período, alimentándose solamente de los restos de comidas que ella preparaba para esta familia que la recibió.

Estos “padrinos” solían salir a pastorear y dejaban a Rafaela sola por tres o cuatro días. En una de estas ocasiones, un grupo de hombres invadió la propiedad, le pegó y la violó, quemándole posteriormente la vagina con un fierro caliente5. Ella recién había cumplido once años. No le hicieron nada al bebé que estaba a su cuidado, porque Rafaela lo escondió en un matorral abundante detrás de la casa al ver desde la puerta que se acercaban aquellos hombres desconocidos y armados. Días más tarde, cuando su madrina volvió a la casa, no le creyó a Rafaela. Tampoco quiso mirarla y ver las evidencias. Rafaela tomó a escondidas una bicicleta, huyó pedaleando, con mucho dolor, toda la noche hasta llegar al pueblo más cercano. Ahí cambió la bicicleta por comida y fue caminando, por dos días, a la casa de sus padres.

Cuando encontró finalmente a su mamá, fue un alivio que duró poco. Le contó lo que había pasado, pero su madre no le quiso creer. Le dijo que era una floja, que no podía ser verdad, que estaba inventando para no trabajar. Su papá, a la vez, le dijo que, si realmente le hubieran hecho lo que relataba, no estaría allí para contarlo, hubiera muerto. Ambos le pegaron. Así, Rafaela se encontraba con una paradójica sentencia: haber sobrevivido la convertía en una mentirosa, lo que, para sus padres, les autorizaba moralmente a proferirle una paliza más. La mandaron de vuelta donde su madrina al día siguiente. Frente a las reiteradas violencias, Rafaela huyó buscando, una vez más, la ayuda de su madre que, esta vez sí le creyó (la niña llegó de vuelta a Candarave con la cara, brazos y tronco marcados por las golpizas).

Su madre consigue, entonces, enviarle a trabajar cuidando a una señora mayor (la madre del médico que trabajaba en el puesto de salud de Candarave) en Ilo, histórica ciudad portuaria de la costa del Pacífico, en el departamento peruano de Moquegua. Rafaela recuerda el período con dulzura: la trataban bien, la matricularon en la escuela nocturna (la llevaban y buscaban todos los días). La señora le quería y le decía “hija”. Pero la bonanza duró poco: enferma, su benefactora murió y Rafaela debió volver a Candarave para trabajar en el matadero de vacas (donde la remuneraban con cebo animal) y en la panadería de su tío (donde recibía el pan para ella y sus hermanos). Tenía doce años y nunca más volvió a estudiar. Pero lo tomó como una misión de vida: se propuso hacer lo posible para impedir que sus padres mandaran a sus hermanas menores a trabajar en otras partes.

Así, con trece años se fue sola a Tacna, la capital departamental, donde habría más posibilidades de trabajo, laborando como empleada doméstica, residiendo en la casa de sus empleadores y recibiendo sueldo en dinero. Pero en la ciudad las cosas tampoco serían fáciles para una niña como ella, venida de los sectores rurales:

Me levantaba a las seis de la mañana y terminaba acostándome como a las diez, once de la noche. Tenía que lavar la ropa a mano. Estando en Tacna, tuve malas experiencias en todas las casas que fui. Igual me pegaban, me tiraban con la comida. Como yo nunca había cocinado otras comidas, siempre cocinaba cosas del interior, yo no sabía cocinar comida de la ciudad. Me tiraban con la comida, me golpeaban con las llaves si ponía mal las cucharas. Yo no entendía nada de eso (Rafaela, diciembre 2012).

Una vez por mes se devolvía a Candarave y entregaba todo el sueldo a su madre. A esta altura, su padre estaba bastante deteriorado debido al alcoholismo y su mamá se encargaba de mantener a la familia como podía: pastoreaba, plantaba, cocinaba, tejía y cocía para terceros. También vendía e intercambiaba mercancías.

Cuando Rafaela tenía diecisiete años, una de sus dos hermanas mayores migró con una prima a la primera ciudad chilena del otro lado de la frontera: Arica. Entonces corría el año 1996, Chile llevaba seis años en democracia tras el final de la dictadura de Augusto Pinochet y experimentaba un momento de fuerte crecimiento económico, potenciado por la explosión de la industria minera en los territorios desérticos del norte del país. Los pesos chilenos presentaban ya una notable diferencia de rentabilidad con relación a los soles peruanos, factor que se sumaba a la inestabilidad económica vivida en Perú como resultado de la implementación de las políticas neoliberales en la presidencia de Alberto Fujimori. Esto incentivó la migración de muchos peruanos del departamento de Tacna hacia la ciudad chilena de Arica, invirtiendo así el flujo migratorio en esta frontera que, durante toda la dictadura chilena, corrió hacia Perú. Desde que supo lo de su hermana, Rafaela no pensó en otra cosa sino en irse a Chile. Alrededor suyo, la gente le intentaba persuadir, sin éxito, de lo contrario:

Es que decían que allá en… Pensé que eran otras personas, otra gente, con otra sangre diferente. Como en mi pueblito decían que los gringos… Porque allá llegaban gringos, que los gringos tenían sangre… No eran de sangre roja, tenían otra sangre. Los gringos eran del diablo, tenían los pies de gallina, decían. Entonces eso era mi curiosidad de llegar acá. Claro, también como hablaban, decían que allá en Arica… Que en Chile no se podía salir a la calle… Me imagino que, en tiempos de Pinochet, podían llegar hasta cierta hora, no podían hacer fiestas, que mataban a gente inocente, me imagino que de eso hablaban. Decían también que, si ven un peruano, te matan en la calle. Claro, hasta que cumplí dieciocho y me vine para acá, con esa intención de ganar más, de conocer cómo es la gente, de ver cómo era Chile, si era otro mundo (Rafaela, diciembre 2012).