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Читать книгу: «Los Ungidos», страница 7

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Profeta valiente, rey culpable

El rey y el profeta están frente a frente. En la presencia de Elías, Acab parece acobardado y sin poder. En las primeras palabras que alcanza a balbucear: “¿Eres tú el que le está creando problemas a Israel?”, reveló inconscientemente los sentimientos más íntimos de su corazón y procuró culpar al profeta de los gravosos castigos que apremiaban la tierra.

Es natural que el que obra mal tenga a los mensajeros de Dios por responsables de las calamidades que son el seguro resultado que produce el desviarse del camino de la justicia. Cuando se los confronta con el espejo de la verdad, los que se colocan bajo el poder de Satanás se indignan al pensar que son reprendidos. Cegados por el pecado, consideran que los siervos de Dios se han vuelto contra ellos, y que merecen la censura más severa.

De pie, y consciente de su inocencia, Elías no intenta disculparse ni halagar al rey. Tampoco procura eludir la ira del rey dándole la buena noticia de que la sequía casi terminó. Lleno de indignación y del ardiente anhelo de ver honrar a Dios, le declaró intrépidamente al rey que eran sus pecados y los de sus padres lo que atrajo sobre Israel la terrible calamidad. “No soy yo quien le está creando problemas a Israel –asevera audazmente Elías–. Quienes se los crean son tú y tu familia, porque han abandonado los Mandamientos del Señor y se han ido tras los baales”.

Necesidad de reforma hoy

Hoy también es necesario que se eleve una reprensión severa; porque graves pecados han separado al pueblo de su Dios. La incredulidad se está poniendo de moda. Miles declaran: “No queremos a este por rey” (Luc. 19:14). Los suaves sermones que se predican con tanta frecuencia no hacen impresión duradera; la trompeta no deja oír un sonido certero. El corazón de los hombres no es conmovido por las claras y agudas verdades de la Palabra de Dios.

Muchos dicen: ¿Qué necesidad hay de hablar con tanta claridad? Podrían preguntar también: ¿Qué necesidad tenía Juan el Bautista de que provocase la ira de Herodías diciendo a Herodes que era ilícito de su parte vivir con la esposa de su hermano? El precursor de Cristo perdió la vida por hablar con claridad.

Así han argumentado hombres que debieran haberse destacado como fieles guardianes de la Ley de Dios, hasta que la política de conveniencia reemplazó la fidelidad, y se dejó sin reprensión al pecado. ¿Cuándo volverá a oírse en la iglesia la voz de las reprensiones fieles?

“¡Tú eres ese hombre!” (2 Sam. 12:7). Es muy raro que se oigan en los púlpitos modernos, o que se lean en la prensa pública, palabras tan inequívocas y claras como las dirigidas por Natán a David. Los mensajeros del Señor no deben quejarse de que sus esfuerzos permanecen sin fruto, si ellos mismos no se arrepienten de su amor por la aprobación, de su deseo de agradar a los hombres, lo cual los induce a suprimir la verdad.

No es el amor a su prójimo lo que induce a los ministros a suavizar el mensaje que se les ha confiado, sino el hecho de que procuran complacerse a sí mismos y aman su comodidad. El verdadero amor se esfuerza en primer lugar por honrar a Dios y salvar las almas. Los que tengan este amor no eludirán la verdad, para ahorrarse los resultados desagradables que pueda tener el hablar claro. Cuando las almas están en peligro, los ministros de Dios no se tendrán en cuenta a sí mismos, sino que pronunciarán las palabras que se les ordenó pronunciar, y se negarán a excusar el mal.

¡Ojalá que cada ministro revelase el mismo valor que manifestó Elías! A los ministros se les ordena: “Corrige, reprende y anima con mucha paciencia, sin dejar de enseñar”(2 Tim. 4:2). Deben trabajar en lugar de Cristo animando al obediente y amonestando al desobediente. Las políticas del mundo no deben tener peso para ellos. Deben ir adelante con fe, recordando que los rodea una nube de testigos. No les toca pronunciar sus propias palabras, sino que su mensaje debe ser: “Así dice el Señor”. Dios llama a hombres como Elías, Natán y Juan el Bautista; hombres que darán su mensaje con fidelidad, indiferentes a las consecuencias; hombres que dirán la verdad con valor, aun cuando ello exija el sacrificio de todo lo que tienen.

Dios llama a hombres que pelearán fielmente contra lo malo, contra principados y potestades, contra los gobernantes de las tinieblas de este mundo, contra la impiedad espiritual en las altas esferas. A los tales dirigirá las palabras: “¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel! [...] ¡Ven a compartir la felicidad de tu señor!” (Mat. 25:23).

Capítulo 11
Dios es reivindicado en el Monte Carmelo

Este capítulo está basado en 1 Reyes 18:19-40.

Estando delante de Acab, Elías ordenó: “Ahora convoca de todas partes al pueblo de Israel, para que se reúna conmigo en el monte Carmelo con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y los cuatrocientos profetas de la diosa Aserá que se sientan a la mesa de Jezabel”.

Acab obedeció enseguida, como si el profeta fuese el monarca y el rey, un súbdito. Mandó veloces mensajeros con la orden. En toda ciudad y aldea, el pueblo se preparó para congregarse a la hora señalada. Mientras viajaban hacia el lugar designado, en el corazón de muchos había presentimientos extraños. ¿Por qué se los convocaría en el Carmelo? ¿Qué nueva calamidad iba a caer sobre el pueblo y la tierra?

El Monte Carmelo había sido un lugar hermoso, cuyos arroyos eran alimentados por manantiales inagotables, y cuyas vertientes fértiles estaban cubiertas de hermosas flores y lozanos vergeles. Pero ahora su belleza languidecía bajo la maldición. Los altares erigidos para el culto de Baal y Astarté se destacaban ahora en bosquecillos deshojados. En la cumbre de una de las sierras más altas, se veía el derruido altar de Jehová.

Las alturas del Carmelo eran visibles desde muchos lugares del reino. Al pie de la montaña había sitios ventajosos desde los cuales se podía ver mucho de lo que sucedía en las alturas. Elías eligió esta elevación como el lugar más adecuado para que se manifestase el poder de Dios y se vindicase el honor de su nombre.

Temprano por la mañana del día señalado, las huestes de Israel se reunieron cerca de la cumbre. Los profetas de Jezabel desfilaron en un despliegue imponente. Con toda la pompa real, el monarca apareció y ocupó su puesto a la cabeza de los sacerdotes, mientras los clamores de los idólatras le daban la bienvenida. Pero los sacerdotes recordaban que a la palabra del profeta la tierra de Israel se había visto privada de rocío y de lluvia durante tres años y medio. Se sentían seguros de que se acercaba una terrible crisis. Los dioses en quienes habían confiado no habían podido demostrar que Elías fuera un profeta falso. Esos objetos de su culto habían sido extrañamente indiferentes a sus gritos frenéticos, sus oraciones, sus lágrimas, su humillación, sus ceremonias repugnantes, sus sacrificios costosos.

Frente al rey Acab y a los falsos profetas, y rodeado por las huestes congregadas de Israel, Elías estaba de pie, el único que se había presentado para vindicar el honor de Jehová. Aquel a quien todo el reino culpaba de su desgracia se encontraba ahora delante de ellos, aparentemente indefenso en presencia del monarca de Israel, los profetas de Baal, los hombres de guerra y los millares que lo rodeaban. Pero en derredor de él estaban las huestes del cielo que lo protegían, ángeles excelsos en fortaleza.

Sin avergonzarse ni aterrorizarse, el profeta permanecía en pie delante de la multitud, reconociendo plenamente el mandato que había recibido de ejecutar la orden divina. Con ansiosa expectación el pueblo aguardaba su palabra. Mirando primero al altar de Jehová, que estaba derribado, y luego a la multitud, Elías clamó en los tonos claros de una trompeta: “¿Hasta cuándo van a seguir indecisos? Si el Dios verdadero es el Señor, deben seguirlo; pero, si es Baal, síganlo a él”.

Nadie tiene el coraje de apoyar a Elías

El pueblo no le contestó una palabra. En toda esa vasta asamblea, nadie se atrevió a revelarse leal a Jehová. El engaño y la ceguera se habían extendido sobre Israel, no de repente sino gradualmente. Cada desviación del recto proceder, cada negativa a arrepentirse, había intensificado su culpa, y los había alejado aun más del cielo. Y ahora, en esta crisis, seguían rehusando decidirse por Dios.

El Señor aborrece la indiferencia y la deslealtad en tiempo de crisis en su obra. Todo el universo contempla con interés indecible las escenas finales de la gran controversia entre el bien y el mal. ¿Qué podría resultar de más importancia para los hijos de Dios que el ser leales al Dios del cielo? A través de los siglos, Dios ha tenido héroes morales; y los tiene ahora en quienes, como José, Elías y Daniel, no se avergüenzan de ser conocidos como parte de su pueblo. La bendición especial de Dios acompaña las labores de los hombres de acción que no se dejan desviar de la línea recta ni del deber, sino que con energía divina preguntan: “¿Quién está por Jehová?” (Éxo. 32:26). Son hombres que piden a quienes decidan identificarse con el pueblo de Dios que se adelanten y revelen inequívocamente su fidelidad al Rey de reyes y Señor de señores. Tales hombres no consideran preciosa su vida. Su lema es ser fieles a Dios.

En el Carmelo, mientras Israel dudaba, la voz de Elías rompió de nuevo el silencio: “Yo soy el único que ha quedado de los profetas del Señor; en cambio, Baal cuenta con cuatrocientos cincuenta profetas. Tráigannos dos bueyes. Que escojan ellos uno, lo descuarticen y pongan los pedazos sobre la leña, pero sin prenderle fuego. Yo prepararé el otro buey y lo pondré sobre la leña, pero tampoco le prenderé fuego. Entonces invocarán ellos el nombre de su dios, y yo invocaré el nombre del Señor. ¡El que responda con fuego, ese es el Dios verdadero!”.

La propuesta de Elías era tan razonable que el pueblo “estuvo de acuerdo”. Los profetas de Baal no se atrevieron a disentir. Elías les indicó: “Ya que ustedes son tantos, escojan uno de los bueyes y prepárenlo primero”.

Con terror en su corazón culpable, los falsos sacerdotes prepararon su altar, pusieron sobre él la leña y a la víctima; y luego iniciaron sus encantamientos. Sus agudos clamores repercutían por los bosques y las alturas cercanas: “¡Baal, respóndenos!” Con saltos, contorsiones y gritos, arrancándose el cabello y lacerándose la carne, suplicaban a su dios que los ayudase. Transcurrió la mañana, llegó el mediodía, y todavía no se notaba que Baal oyera los clamores de sus seducidos adeptos. El sacrificio no era consumido.

Mientras continuaban sus frenéticas devociones, los astutos sacerdotes procuraban de continuo idear algún modo de encender un fuego sobre el altar y de inducir al pueblo a creer que ese fuego provenía directamente de Baal. Pero Elías vigilaba cada uno de sus movimientos; y los sacerdotes, esperando en vano que se les presentase alguna oportunidad de engañar a la gente, continuaban ejecutando sus ceremonias sin sentido.

“Al mediodía Elías comenzó a burlarse de ellos: ‘¡Griten más fuerte!’ les decía. ‘Seguro que es un dios, pero tal vez esté meditando, o esté ocupado o de viaje. ¡A lo mejor se ha quedado dormido y hay que despertarlo!’ Comenzaron entonces a gritar más fuerte y, como era su costumbre, se cortaron con cuchillos y dagas hasta quedar bañados en sangre. [...] Pero no se escuchó nada, pues nadie respondió ni prestó atención”.

Gustosamente habría acudido Satanás en auxilio de aquellos a quienes había engañado, y que se consagraban a su servicio. Gustosamente habría mandado un relámpago para encender su sacrificio. Pero Jehová había puesto límites y restricciones a su poder, y ni aun todas las artimañas del enemigo podían hacer llegar una chispa al altar de Baal.

Por fin, enronquecidos por sus gritos, los sacerdotes cayeron presa de la desesperación. Perseverando en su frenesí, empezaron a mezclar con sus súplicas terribles maldiciones de su dios, el sol, mientras Elías continuaba velando atentamente; porque sabía que si mediante cualquier ardid los sacerdotes hubiesen logrado encender fuego sobre su altar, lo habrían despedazado a él inmediatamente.

Los profetas de Baal se rinden

La tarde seguía avanzando. Los sacerdotes de Baal ya estaban cansados y confusos. Uno sugería una cosa y otro sugería otra, hasta que finalmente, desesperados, se retiraron de la contienda.

Durante todo el día el pueblo había presenciado las demostraciones de los sacerdotes frustrados. Había contemplado cómo saltaban desenfrenadamente en derredor del altar, como si quisieran asir los rayos ardientes del sol con el fin de cumplir su propósito. Había mirado con horror las espantosas mutilaciones que se infligían, y había tenido oportunidad de reflexionar sobre las insensateces del culto a los ídolos. Muchos estaban cansados de las manifestaciones demoníacas, y aguardaban ahora con el más profundo interés lo que iría a hacer Elías.

A la hora del sacrificio de la tarde, Elías invitó así al pueblo: “¡Acérquense!” Se puso a reparar el altar frente al cual hubo una vez hombres que adoraban al Dios del cielo. Para él, este montón de ruinas era más precioso que todos los magníficos altares del paganismo.

En la reconstrucción del viejo altar, Elías reveló su respeto por el pacto que el Señor había hecho con Israel cuando cruzó el Jordán para entrar en la Tierra Prometida. Elías “luego recogió doce piedras, una por cada tribu descendiente de Jacob [...]. Con las piedras construyó un altar en honor del Señor”.

Los desilusionados sacerdotes de Baal, agotados por sus vanos esfuerzos, aguardaban para ver lo que haría Elías. Sentían odio hacia el profeta por haber propuesto una prueba que había expuesto a sus dioses; pero al mismo tiempo temían su poder. El pueblo, con el aliento en suspenso por la expectación, observaba. La calma del profeta resaltaba en agudo contraste con el frenético fanatismo de los partidarios de Baal.

Una vez reparado el altar, el profeta cavó una trinchera en derredor de él, y habiendo puesto la leña en orden y preparado el novillo, puso esa víctima sobre el altar. “ ‘Llenen de agua cuatro cántaros, y vacíenlos sobre el holocausto y la leña’. Luego dijo: ‘Vuelvan a hacerlo’. Y así lo hicieron. ‘¡Háganlo una vez más!’, les ordenó. Y por tercera vez vaciaron los cántaros. El agua corría alrededor del altar hasta llenar la zanja”.

Recordando al pueblo la larga apostasía, Elías lo invitó a humillar su corazón y a retornar al Dios de sus padres, con el fin de que pudiese borrarse la maldición que descansaba sobre la tierra. Luego, postrándose reverentemente delante del Dios invisible, elevó las manos hacia el cielo y pronunció una sencilla oración. Desde temprano por la mañana hasta el atardecer, los sacerdotes de Baal habían lanzado gritos y espumarajos mientras daban saltos; pero mientras Elías oraba, no repercutieron gritos sobre las alturas del Carmelo. Elías rogó con sencillez y fervor a Dios que manifestase su superioridad sobre Baal, con el fin de que Israel fuese inducido a regresar hacia él.

Dijo el profeta en su súplica: “Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que todos sepan hoy que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo y he hecho todo esto en obediencia a tu palabra. ¡Respóndeme, Señor, respóndeme, para que esta gente reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que estás convirtiéndoles el corazón a ti!”.

Sobre todos los presentes pesaba un silencio opresivo en su solemnidad. Los sacerdotes de Baal temblaban de terror, conscientes de su culpabilidad.

Fuego del cielo responde la sencilla oración de Elías

Apenas terminó Elías su oración, del cielo bajaron sobre el altar llamas de fuego como brillantes relámpagos y consumieron el sacrificio, evaporaron el agua de la trinchera y devoraron hasta las piedras del altar. El resplandor del fuego iluminó la montaña y deslumbró a la multitud. En los valles que se extendían más abajo, donde muchos observaban, se vio claramente el descenso del fuego, y todos se quedaron asombrados por lo que veían.

La gente que estaba sobre el monte se arrojó al suelo. No se atrevía a continuar mirando el fuego enviado del cielo. Convencida de que era su deber reconocer al Dios de Elías como Dios de sus padres, gritaron a una voz: “¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!” El clamor resonó por la montaña y repercutió por la llanura. Por fin Israel se despertaba, desengañado y penitente. Por fin el pueblo veía cuánto había deshonrado a Dios. Quedaba plenamente revelado el carácter del culto de Baal, en contraste con el culto racional exigido por el Dios verdadero. El pueblo reconoció la justicia y la misericordia de Dios al privarlo de rocío y de lluvia hasta que confesara su nombre.

Los impenitentes sacerdotes de Baal

Sin embargo, aun en su derrota y en presencia de la gloria divina, los sacerdotes de Baal rehusaron arrepentirse. Querían continuar siendo los sacerdotes de Baal. Demostraron, así, que merecían ser destruidos.

Con el fin de que el arrepentido pueblo de Israel se viese protegido de las seducciones de aquellos que le habían enseñado a adorar a Baal, el Señor indicó a Elías que destruyese a esos falsos maestros. La ira del pueblo ya había sido despertada; y cuando Elías dio la orden: “¡Agarren a los profetas de Baal! ¡Que no escape ninguno!”, el pueblo estuvo listo para obedecer. Los llevó al arroyo Cisón y allí, antes que terminara el día que señalaba el comienzo de una reforma decidida, se dio muerte a los ministros de Baal.

Capítulo 12
El profeta pierde la fe y se deja llevar por el pánico

Este capítulo está basado en 1 Reyes 18:41-46; 19:1-8.

Una vez muertos los profetas de Baal, quedaba preparado el camino para realizar una poderosa reforma espiritual. Los juicios del Cielo habían sido ejecutados; el pueblo había confesado sus pecados y había reconocido al Dios de sus padres, y ahora iba a retirarse la maldición del Cielo y la tierra iba a ser refrigerada por la lluvia. Elías dijo a Acab: “Anda a tu casa, y come y bebe, porque ya se oye el ruido de un torrentoso aguacero”. Luego el profeta se fue a la cumbre del monte para orar.

El profeta no veía nubes en los cielos; ni oía truenos. Durante todo el día había revelado su confianza implícita en las profecías de la palabra de Dios; y ahora sabía que el Cielo otorgaría libremente las bendiciones predichas. El mismo Dios que había mandado la sequía había prometido abundancia de lluvia como recompensa del proceder correcto. En actitud humilde, Elías suplicó a Dios en favor del penitente Israel.

Vez tras vez, mandó a su siervo a un lugar que dominaba el Mediterráneo, para saber si había alguna señal visible de que Dios había oído su oración. Cada vez volvió el siervo con la contestación: “No se ve nada”. El profeta no perdió la fe, sino que continuó intercediendo con fervor. Seis veces el siervo volvió diciendo que no había señal de lluvia. Sin desanimarse, Elías lo envió nuevamente; y esta vez el siervo regresó con la noticia: “Desde el mar viene subiendo una nube. Es tan pequeña como una mano”.

Esto bastaba. En esa pequeña nube vio por fe una lluvia abundante, y de acuerdo con esa fe obró: mandó a su siervo que fuese prestamente a Acab con el mensaje: “Engancha el carro y vete antes de que la lluvia te detenga”.

Por el hecho de que Elías era hombre de mucha fe, Dios pudo usarlo. Su fe se aferraba de las promesas del Cielo; y perseveró en su oración. No aguardó hasta tener la plena evidencia de que Dios lo había oído, sino que estaba dispuesto a aventurarlo todo al notar la menor señal del favor divino. Y lo que él pudo hacer bajo la conducción de Dios, todos pueden hacerlo en su esfera de actividad mientras sirven a Dios. “Elías era un hombre con debilidades como las nuestras. Con fervor oró que no lloviera, y no llovió sobre la tierra durante tres años y medio” (Sant. 5:17).

Una fe tal es lo que se necesita en el mundo hoy: una fe que se aferre a las promesas de la palabra de Dios, una fe que nos imparta fuerza para luchar contra las potestades de las tinieblas. Por la fe los hijos de Dios “conquistaron reinos, hicieron justicia y alcanzaron lo prometido [...] sacaron fuerzas de flaqueza; se mostraron valientes en la guerra y pusieron en fuga a ejércitos extranjeros” (Heb. 11:33, 34).

La fe es un elemento esencial de la oración que prevalece. “Cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan”. Con la persistencia inflexible de Elías, podemos presentar nuestras peticiones al Padre. El honor de su Trono está empeñado en el cumplimiento de su palabra.

Las sombras de la noche se estaban asentando en derredor del Monte Carmelo cuando Acab se preparó para el descenso. “Las nubes fueron oscureciendo el cielo; luego se levantó el viento y se desató una fuerte lluvia. Y Acab se fue en su carro hacia Jezrel”. Mientras viajaba hacia la ciudad real a través de las tinieblas y de la lluvia cegadora, Acab no podía ver el camino delante de sí. Elías lo había humillado delante de sus súbditos y había matado a sus sacerdotes idólatras, pero el profeta todavía lo reconocía como rey de Israel. Ahora, como acto de homenaje, corrió delante del carro real para guiar al rey hasta la entrada de la ciudad.

En este acto misericordioso del mensajero de Dios hacia un rey impío hay una lección para todos los que aseveran ser siervos de Dios. Hay quienes vacilan en cumplir los servicios necesarios, temiendo que se los sorprenda haciendo trabajo de sirvientes. Elías había sido señaladamente honrado por Dios cuando el fuego había fulgurado del cielo y consumido el sacrificio; y su deseo había sido atendido cuando pidió lluvia. Sin embargo, después de los excelsos triunfos con que Dios se había complacido en honrar su ministerio público, estaba dispuesto a cumplir el servicio de un criado.

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