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Capítulo 2
UN MUCHACHO SE HACE HOMBRE

Carlos empezó a comer. Transcurrieron las semanas y su aspecto mejoró. Ya no pensaba que todo el mundo estaba en su contra y desaparecieron sus palabras poco amables y los accesos de ira. Pero se horrorizaba al ver que su padrastro empeoraba cada día. Carlos pasaba horas enteras leyéndole a Rodolfo, escuchándolo hablar de su niñez y aconsejándolo para ser feliz y tener éxito en la vida.

Todas las noches antes de acostarse oraba por Rodolfo, pidiéndole a Aquel que lo había ayudado que lo salvara también a él. Las delgadas paredes de la casa le permitían escuchar la tos carrasposa y persistente de Rodolfo, y la voz susurrante de su madre que trataba de consolar a su esposo en las largas vigilias. Carlos estaba seguro de que Rodolfo era un hombre demasiado bueno para morir. Seguramente Dios lo sanaría. ¿No había intervenido para salvarlo a él mismo de la muerte? ¡El pobre Rodolfo ni siquiera pensaba en morir!

Una noche, próxima a la Navidad, Carlos se despertó al escuchar unos fuertes sollozos. Saltando de su tibia cama corrió al cuarto contiguo y encontró a su mamá arrodillada en el piso, sosteniendo una mano gris de Rodolfo. Después del servicio fúnebre, él y su mamá se sentaron en la sala, mirándose el uno al otro. Nada parecía igual. En vano, Carlos buscaba dentro de sí esa sensación de paz que lo invadía las noches que oraba. Pero había desaparecido.

Por su mente desfilaban pensamientos atroces: ¿Qué había hecho Rodolfo para merecer una muerte tan dolorosa? Quizá se equivocó al pensar que Dios lo había cuidado en forma especial la noche en que había roto su ayuno. Quizá fueron las funciones corporales que lo obligaron a comer. Carlos decidió esperar para encontrar respuestas.

Pocos días después del funeral, mientras vaciaba el recipiente de la basura, su mamá le dijo:

–Bueno, ya es hora de que regreses a la escuela. El Dr. Ramírez dice que ya estás bien; además, has perdido mucho tiempo.

Carlos sabía que su mamá tenía razón, pero temía enfrentarse a una nueva realidad, acostumbrarse a maestros diferentes y empezar nuevamente el proceso de socialización. Hubiera querido volver a Bayfield con sus amigos de la infancia, pero era imposible. Esa noche lo llamó su papá.

–Cristy y yo te extrañamos mucho. ¿Por qué no vienes con nosotros? Hablé con el director de la escuela y me dijo que podrías empezar ahora mismo.

Carlos retrocedió, avergonzado de sí mismo. ¡Se había comportado en forma tan extraña en la escuela, robando, convirtiéndose en un esqueleto viviente! Sus compañeros nunca lo olvidarían. Se reirían de él en su propia cara. Sintió que se le removía el estómago de solo pensar que tendría que enfrentarlos. Mejor sería quedarse con su mamá y asistir allí a la escuela.

Abrió la boca para decirle a su papá lo que había decidido, pero se le invirtieron los términos y su respuesta lo sorprendió a él más que a nadie.

–Quiero volver a casa, papá. ¿Cuándo podrás venir a buscarme?

Aunque Carlos extrañaba a su madre, se sentía contento de estar otra vez con Cristy y su papá y, de alguna manera, el apartamento y la calle atestada ya no le alteraban los nervios como antes. Después de los primeros días de clases, Carlos sintió que se adaptaba bien, aunque al principio atrajo un poco la atención de los demás, y eso lo hizo sentirse algo incómodo.

–¿Eres el mismo Carlos Miller que estuvo aquí al principio del curso? ¿El que estaba muy flaco? ¡Cuánto has cambiado! ¡Pero... bienvenido! –le dijo un compañero cierto día en la clase de Biología.

Pronto Carlos se hizo de amigos y empezó a sentirse como si estuviera en la escuela secundaria de Durango. Todavía no practicaba deportes, dado que tenía mucho que estudiar para ponerse al día en tantas clases atrasadas, pero lo tomó con calma.

Cuando cursaba el undécimo grado, sucedió algo maravilloso: su papá conoció a Carola, una mujer cariñosa y amable, y se casó con ella. Los Miller tenían ahora un hogar de verdad y había alguien con quien Carlos podía hablar cuando llegaba de la escuela. Pero se le presentó un nuevo problema: decidir lo que haría después de terminar los estudios secundarios. Había pensado muchísimo en ello, pero hasta el momento no había decidido nada. Una mirada a sus calificaciones de Matemática lo convenció de que no era material para la universidad, y no parecía haber una carrera que le gustara. Vez tras vez trató de ignorar el problema, imaginándose que probablemente terminaría surtiendo las vidrieras de algún supermercado por el resto de su vida; pero entonces sucedió algo.

Mientras paseaba con unos amigos después de haber terminado el undécimo grado, llegaron a la oficina de reclutamiento de la marina. Siendo que no tenían otra cosa que hacer, entraron. Después de escuchar al reclutador hablar de las maravillas de la vida en la marina y de todo lo que eso podría significar para un joven, Carlos y sus amigos decidieron tomar un examen de aptitud. Cuando llegaron los resultados, Carlos no podía creer lo que veía. Aunque sus amigos fracasaron en el examen, él lo había aprobado con altas calificaciones.

–Tú tienes aptitudes nada comunes en el campo de la electrónica –le dijo el reclutador–. La marina tiene un excelente programa de entrenamiento al respecto. Y aunque no hagas de la marina la profesión de tu vida, el conocimiento que adquieras te capacitará para ejercer una profesión lucrativa.

Ilusionado con la perspectiva de adquirir una educación decente sin tener que ir a la universidad, Carlos decidió enrolarse en un programa diferido que permite a los adolescentes terminar el último año de la secundaria sin tener que reportarse a la marina. Solo había una dificultad, Carlos era muy joven para firmar los papeles. Tendría que convencer a su papá.

Para ello eligió el momento de los postres después de la cena. Miró a su padre y escogió cuidadosamente las palabras.

–He estado pensando en lo que haré cuando termine la secundaria.

Su papá lo interrumpió.

–Nunca es demasiado temprano para pensar en eso.

Carlos se reclinó en la silla.

–Hablé el otro día con un hombre en el pueblo. Tomé un examen de aptitud y parece que tengo habilidades para la electrónica.

El padre abrió exorbitantemente los ojos.

–¿De veras? ¿Eso no requiere matemáticas?

–Sí. Pero él dice que puedo.

–Pero, ¿dónde podrías estudiar electrónica?

Llegó el momento, pensó Carlos. Luego, añadió:

–En la marina.

–¿En qué...? –exclamó Carola, dejando caer el tenedor al piso. Carlos contempló la escena. Todos lo miraban asombrados.

–En la marina, puedo recibir entrenamiento y sostenerme al mismo tiempo. El reclutador dice que, dadas mis habilidades, no tendría problemas para incursionar en ese campo cuando ingrese en el cuerpo.

Los ojos pardos y tristes de Cristy lo observaban desde el otro extremo de la mesa. Carlos y Cristy se llevaban mejor que muchos otros hermanos y hermanas. Pudo notar que a ella no le agradó la idea de que se fuera de la casa y, por un instante, su entusiasmo decayó. No obstante, sentía algo en su interior que lo impulsaba a seguir adelante.

Por fin su padre firmó los papeles y el futuro de Carlos quedó finalmente bosquejado en su mente.

Carlos recordó las observaciones del reclutador en cuanto a sus notables habilidades. Estudiar nunca había sido su fuerte, pero cuando empezó el último año de secundaria decidió hacer su mejor esfuerzo para comprobar si el reclutador tenía razón o no. Su respuesta llegó en ocasión de la graduación, cuando vio las altas calificaciones obtenidas. Sus logros lo llenaron de cierto orgullo, y se sintió más seguro de poder enfrentar cualquier traba que la marina le pusiera más adelante.

Ocho días antes del cinco de junio, la fecha de su ingreso en la marina, Carlos corrió a la cocina en busca de Cristy.

–Estoy ansioso –dijo–. Tomemos la balsa y vayamos al lago en la montaña. Vámonos de paseo. Aventurémonos y llegaremos hasta el final. ¡Siempre he querido hacerlo y me parece que ha llegado el momento!

Cristy lo miró por un instante.

–Carlos, no quisiera que te fueras, pero creo que debemos sacar el mejor partido de las circunstancias.

Ella se animó.

–Voy a preparar algo para comer y tú lleva la cámara.

Fue un día magnífico, mientras los dos reían evocando el pasado y solazándose a orillas del lago. Ni por un instante tocaron el tema de la próxima partida de Carlos. Fue como si hubieran hecho un pacto secreto para que ese día fuera lo más feliz y venturoso posible.

Al caer la tarde habían remado hasta el cansancio, así que regresaron al estacionamiento, desinflaron la balsa y la metieron en el baúl del automóvil de Carlos. Cristy había quedado en salir con una amiga, por lo tanto había llevado su propio vehículo.

–¡Ha sido un día hermoso, hermano! –rió ella besándole el cabello por centésima vez–, nos veremos más tarde.

Carlos manejó lentamente mientras descendía la montaña, disfrutando del hermoso paisaje por última vez. Su abuela siempre decía que Dios era el único responsable de las cosas bellas de la tierra. Él se preguntaba si en verdad era cierto. Si era así, sin duda Dios había hecho una hermosa obra.

Sonrió para sus adentros. En las últimas semanas había orado un par de veces. De alguna manera volvía a sentirse bien. Quizá Dios tuvo algo que ver con el hecho de traer a Carola a casa, y también al ayudarlo en el examen de aptitud para el ingreso en la marina. Había pasado una época mala, pero ahora todas las tragedias habían quedado atrás. ¿Qué más podría desear?

Una hora después, guardó la balsa en el garaje y se apresuró a darse un baño. Mientras se quitaba la camisa, escuchó un chirrido de llantas en la curva. Curioso por saber quién manejaba en forma tan descuidada, fue a la puerta del frente.

En ese mismo instante, un hombre corpulento subía los escalones casi corriendo.

–¿Vive aquí la familia Miller?

–Sí.

El hombre miró sobre los hombros de Carlos.

–¿Están aquí tus padres?

Un gesto en el rostro del hombre alarmó a Carlos.

–No. ¿Qué pasa?

–¿Tienes una hermana que se llama Cristy? –el hombre no esperó la respuesta. Acaba de tener un accidente bastante serio en el desvío. Creo que debes acompañarme.

Carlos voló a su automóvil.

–No, Dios... ¡No mi hermana! –repetía en voz alta, tomando la curva a una velocidad imprudente.

Adelante se veían las luces intermitentes de los automóviles de la policía y había una ambulancia con las puertas abiertas. Carlos frenó el automóvil, saltó fuera y corrió al otro lado de la carretera en el preciso momento en que dos hombres levantaban el cuerpo de Cristy en una camilla. La sangre manaba de las heridas en la cabeza y ella hablaba en forma incoherente. ¿Podría alguien sobrevivir a esas heridas?

Los camilleros empezaban a salir de la zanja hacia la carretera. Carlos le tomó una mano a su hermana e iba dando tumbos a su lado.

–Cristy, soy yo. ¡Pronto vas a estar bien!

Ella no abrió los ojos y Carlos se acercó a sus oídos para hablarle. Pero el camillero del frente le hizo señas de que se apartara.

–Lo siento, tenemos que apresurarnos.

Carlos miró el automóvil abollado de su hermana. Tenía un hueco irregular en el parabrisas, justo frente al timón. Al verlo, tragó en seco. ¡Por allí debe de haber pasado su cabeza cuando cayó al vacío! ¿Cuántas veces le había dicho que usara el cinturón de seguridad? ¡Muchísimas veces!

Cuando la ambulancia salió a la carretera, el ulular de la sirena empezó a herir el aire de la tarde. A Carlos se le heló el corazón al pensar que eso podría significar el fin de la vida de su hermana. Mientras seguía a la ambulancia en su automóvil, confrontó de nuevo a Dios.

–¿Por qué permites que sucedan estas cosas? –demandó–. Por favor, ¡no la dejes morir también!

Poco después de llegar al hospital, aparecieron su papá y Carola. Más allá de la medianoche Cristy despertó, y apenas pudo entender lo que había sucedido. Una lágrima se le escapó del ojo no vendado. Miró a su papá y a Carola, luego fijó su vista en Carlos, apretándole los dedos de la mano.

–Podría haberme matado, ¿sabes?

Él le dio palmaditas en la mano.

–Pero estás viva.

Hizo una pausa para pensar. ¿Habrá tenido algo que ver su oración en el asunto?

Al día siguiente, Carlos fue a ver a su hermana a primera hora. Al conversar con ella, la notó diferente. Cristy, que generalmente tenía una expresión de felicidad y optimismo, yacía inmóvil y pensativa debajo de la sábana.

–Pareces algo desanimada –se aventuró a decir Carlos después de quince minutos de silencio. A Cristy le tembló un poquito el labio inferior.

–No realmente. Es que nunca había entendido, hasta ahora, lo rápido que puede acabar la vida. Uno piensa que la vida es todo juego y alegrías y de pronto, ¡zas! Estás al borde de la muerte.

Cambió de posición con cierta dificultad y luego cerró el ojo.

–Sabes, he estado reviviendo constantemente el accidente. Desperté en el volante, y traté de evadir el automóvil que venía. Fue horrible cuando di vueltas y caí a la zanja. ¡No podía hacer nada! Fue inevitable ir donde el automóvil me llevara. ¡Me sentí tan desamparada!

Su ojo destapado buscó nuevamente los de él.

–Con las heridas que tengo en la cabeza, no entiendo cómo puedo estar viva.

Carlos se puso de pie y se dirigió a la ventana.

–Yo tampoco, hermanita, pero eso mismo sentí cuando de súbito desapareció mi anorexia. Quizás es pura coincidencia, pero parecía como si alguien se estuviera preocupando por mí.

Ella calló por un instante antes de continuar.

–¿Qué piensas del destino?

–¿Qué quieres decir?

–Bueno, ¿y qué si yo estuviera destinada a morir muy joven? Si fuera así, entonces pasará alguna otra cosa, y no habrá nada que pueda hacer para impedirlo. Es como estar esperando que la vida termine de pronto. Cualquiera se asusta.

Carlos rápidamente se acercó a ella y le tomó una mano.

–No te preocupes, hermanita, ¡una muchacha tan linda como tú tiene mucha vida por delante!

Sus palabras altruistas sonaron bastante huecas, y él hubiera querido poder inspirarle confianza, pero tampoco entendía los insondables misterios de la vida.

Esa noche antes de que Carlos se retirara, Cristy le puso en las manos un papel doblado y le dijo reprimiendo las lágrimas:

–No lo leas hasta que llegues a casa.

Carlos ya se había acostado cuando se acordó del papel, así que se levantó y lo buscó en el bolsillo de su pantalón. Se acercó a una lámpara y leyó la escritura temblorosa: Por favor, por favor, no permitas que mi hermano se separe de mí.

Conmovido, Carlos se acostó de nuevo. El tiempo que pasarían juntos se les acababa. ¿Y qué si pasaba algo horrible y no se volvían a ver? Él sabía que Cristy todavía lo necesitaba, especialmente ahora, después del accidente.

Le asaltó la tentación de no ingresar en la marina y buscar más bien un trabajo en Durango. Al menos así podría seguir formando parte de la vida de Cristy y ayudarla a vencer su inseguridad. Pero aunque consideró esa posibilidad, la impresión de que debía ingresar en la marina era aún más fuerte. Existe alguna razón por la que debo irme, pensaba. No sabía por qué sentía tanta urgencia, pero lo descubriría.

Cinco días después del accidente, le quitaron las vendas a Cristy y le dieron de alta en el hospital. Con ella recostada en el sofá, la familia pasó la tarde reunida, feliz al pensar que la muchacha pronto estaría como nueva.

Contento de que su hermana se hubiera recuperado tan rápidamente, Carlos se dejó embargar por el ambiente familiar, disfrutaba de la buena comida que le preparaba Carola, para alimentarlo y engordarlo antes de que tuviera que enfrentarse con esa “comida horrible” del comedor de la marina.

Todavía Cristy tenía vendada la frente cuando todos fueron al aeropuerto a despedir a Carlos que viajaba al campamento militar de Orlando, Florida. Sintiendo como si el corazón fuera a salírsele del pecho, el joven subió por la escalerilla portátil que habían acercado al avión. En la puerta, se volvió para despedirse de su familia. Su papá sonreía con su típica actitud de “todo va a salir bien”; pero Cristy, colgada de Carola, que tenía los ojos húmedos, llevaba el rostro anegado en lágrimas.

¡Por fin!, se dijo, mientras un estremecimiento de temor le corría por la espalda. ¿Por qué se preocupaba? Él tenía por delante un gran futuro, ¿no es cierto? La próxima vez que apareciera en casa, vendría uniformado, hecho que haría sentirse orgullosos a los suyos. Tragándose el nudo que se le formó en la garganta, se hizo el valiente frente a las lágrimas que bañaban los rostros de sus amados que quedaban allá abajo, y desapareció dentro de la nave.

Capítulo 3
EL ACCIDENTE

Era casi medianoche, cuando el enorme avión se desplazaba por la pista de aterrizaje de Orlando, en el estado de Florida. Con una mezcla de sentimientos encontrados y deseos de escapar, Carlos observó las luces de la pista que parecían desfilar al costado del avión. El hábil reclutador había insistido en que la marina era la mejor organización del mundo. La gente respetaba, honraba y admiraba a los hombres de la marina. Carlos anhelaba que el oficial tuviera razón, pues ya era demasiado tarde para retroceder.

El avión se detuvo y muy pronto el joven se encontró en la terminal, formando fila con un par de docenas de otros jóvenes.

–¡Dense prisa! –vociferó un sargento de cara redonda mientras se les acercaba–, ¡hagan fila rápido! –gruñó.

Carlos y los demás formaron una fila desigual y esperaron. Cuchicheos ansiosos iban de un extremo a otro de la hilera. ¿Por qué estaría tan molesto el oficial? ¿Pertenecería a la misma clase del reclutador amigable que los persuadió a unirse a la marina? Bueno, después de todo, ¡quizá no deberían haberse ilusionado!

Carlos rió para sus adentros. ¿Quién podría sentirse halagado al tener que levantarse a una hora en que los demás seres humanos duermen? Tras una buena noche de descanso todo sería diferente. Aunque él no lo sabía, la áspera bienvenida del sargento iba a ser la primera de una larga sucesión de sorpresas desagradables.

Por fin se les ordenó a los hombres que cargaran su equipaje y salieran marchando de la terminal, rumbo a la calurosa noche de Florida. A Carlos le embargó una sensación de temor, mientras se dirigía dando traspiés junto con los demás hacia un viejo autobús. El vehículo arrancó dejando atrás una estela de vapor nauseabundo, no sin que algunos jóvenes que caminaban por la acera les gritaran en son de burla:

–Buena suerte, mentecatos, ¡la van a necesitar!

Carlos miró de reojo al corpulento pelirrojo que iba sentado a su lado.

–Esos tipos no aprecian la marina.

Su compañero de asiento le contestó con una risita ahogada y los ojos entrecerrados.

–No importa lo que piensen. Solo importa lo que nosotros pensamos. ¡Yo he estado anhelando este momento durante años!

A Carlos le cayó bien el trato de su compañero.

–Yo también, aunque dicen que el entrenamiento inicial es muy fuerte.

–Eso no importa, creo que a los dos nos va a ir bien.

Carlos y Bernardo –como dijo llamarse el joven– se mantuvieron juntos las siguientes dos horas. Casi inadvertidamente fueron sacados del autobús y les arrebataron los últimos vestigios de individualidad que les quedaban. ¡Fue una experiencia humillante!

Primero fueron conducidos a un salón vacío.

–¡Bueno, gusanos! –vociferó el sargento. ¡Dejen aquí sus bultos y pasen al otro salón!

Bernardo miró a Carlos.

–Si dejamos el equipaje aquí van a desaparecer las cosas. Yo cargo con mis maletas.

Carlos siguió a los otros reclutas, obedeciendo las órdenes con cierto disgusto, pero Bernardo avanzó por la puerta hasta el otro salón con maleta en mano. Un oficial, cuyo cuello era del diámetro de un tronco, y una mirada que iba con su personalidad, se paró en el centro del salón. Miraba a los recién llegados mientras se les acercaba.

–Me llamo Pedro. Primer sargento Pedro, para ustedes.

Dio un paso adelante.

–¡Bien! ¿Qué esperan? ¡Hagan fila! –se atragantó en la última palabra, luego, señalando a Bernardo con un dedo acusador, dijo:

–¡Hola, gusano! ¿Qué haces aquí con esa maleta? ¿Tu mami te puso allí tu osito de felpa o algo parecido? ¡Se te dijo que la dejaras en el otro salón!

Bernardo se quedó tieso.

–Yo pensé...

El sargento, con el cuello enrojecido, acercó su cara a la de Bernardo.

–¡Tú no estás aquí para pensar, barrigón! ¡Estás aquí para obedecer órdenes!

Bernardo palideció y se dirigió al otro salón. Cuando regresó se escurrió entre la fila hasta llegar junto a Carlos, a quien le dijo en tono muy bajito:

–Allí hay un par de estúpidos registrando nuestras maletas.

Desafortunadamente, el sargento oyó el comentario de Bernardo. Con una expresión sarcástica, gritó:

–¿Han oído lo que este tipo dijo? –Y miró al recluta–. ¡Sí, están revisando el equipaje! ¿Saben por qué? Porque hay barrigones que cambian de idea una vez que llegan aquí, se acobardan y se quieren ir. Hay escorias que traen drogas o cosas peores. Hay hasta quienes pueden traer objetos para atentar contra su vida cuando las circunstancias se ponen difíciles. Hay cosas que la marina prohíbe tener y la marina es la que manda. ¡Ustedes están ahora en la marina y tendrán que vivir al estilo de la marina o aguantarse!

Las dos horas siguientes parecieron interminables. Por dondequiera aparecían oficiales gritándoles como si estuvieran sordos. Los obligaron a quitarse la ropa para hacerles un rápido reconocimiento médico, como si fueran criminales. Por fin, otro oficial les tiró los uniformes en las manos.

–Pónganselos –ordenó.

Carlos miró el cepillo de dientes, la pasta y la máquina de afeitar que le acababan de entregar. Carola le había regalado un estuche de viaje con todas esas cosas, de las cuales él se sentía orgulloso; pero, por supuesto, estaban dentro de su equipaje. Ahora todos tenían cosas idénticas en las manos. Excepto por el cabello, todos parecían hechos de un mismo molde. Se paraban igual. Se sentían igual. Pronto perderían todo rasgo de individualidad.

Por fin los reclutas fueron conducidos por el oscuro campamento hacia unas barracas vacías. Dos filas de cincuenta literas contra la pared. En cada una había dos sábanas, una frazada y una almohada de listas.

–Bien –vociferó el sargento Pedro. ¡Hora de ir a la cama! ¡Más les vale dormirse inmediatamente!

Sintiéndose aliviado por no tener que ver más al sargento, Carlos tiró sus cosas en una litera de abajo. Bernardo subió a la de arriba y colgando la cabeza por el costado, miró a su compañero con una expresión conmovedora.

–Oye, me estoy muriendo de hambre y no puedo ni buscar lo que mamá me preparó de comer.

Carlos miró el enorme reloj al final del pasillo. ¡Cuatro de la mañana! ¡El día había sido de 24 horas!

–Estoy agotado –le dijo a Bernardo. Tendió una sábana en la cama y se acostó a dormir. Pero las sábanas no estaban secas ni frías como se había imaginado. Más bien las sentía pegajosas, algo a lo cual él nunca se acostumbraría en ese nuevo clima. Gruesas gotas de sudor le rodaban por las mejillas. Se las secó y se movió, tratando de encontrar una posición cómoda sobre el colchón deforme. Una hora después, una luz iluminó la barraca y llegó el sargento golpeando la tapa de un latón de basura.

–¡Bien, sanguijuelas! ¡Levántense! No van a disponer del día para vagar como bañistas por la playa. ¡Muévanse! ¡Párense firmes!

Los reclutas apenas tuvieron tiempo de vestirse. El sargento los apremiaba en la puerta para que fueran a la peluquería. Allí los cabellos largos, cabellos parados y mechones que colgaban sobre el cuello se convirtieron en cosas del pasado, mientras los jóvenes sufrían el insulto de ver afeitada su cabeza. Cuando terminaron, ninguno se reía. Se miraban unos a otros con ojos que de pronto parecían muy grandes para el cráneo. ¡Hasta la sonrisa de Bernardo había desaparecido!

Siguieron días de instrucciones sin fin. Cómo arreglar la cama, lustrar los zapatos, mantener limpio el guardarropa, marchar y cumplir órdenes al instante, así como el aprendizaje en los libros. A las diez de la noche, los hombres caían extenuados en sus literas para ser despertados muchas veces a la medianoche para una marcha o una inspección “de sorpresa”. Un par de horas más tarde, regresaban perplejos a sus camas, mirando el reloj porque tenían que levantarse nuevamente a las cinco.

Día tras día, continuaba la tortura de la capacitación. Los hombres estaban tan agotados que hasta el sueño se les alteraba. Muchas veces Carlos se despertaba con los músculos adoloridos, por encontrarse de pie en posición de “atención” o marchando a paso ligero, acostado boca arriba en la cama. Casi todas las noches algún sonámbulo en la barraca daba órdenes, “reviviendo” las experiencias del día. La rutina llegó a ser tan dura y las horas de sueño tan escasas que muchas veces dormitaban en las clases. Pero el primer sargento Pedro tenía métodos para tratar a los somnolientos. Si los descubría, los mandaba a una “sesión de ejercicios”.

Una mañana durante las clases, después de haber dormido solo tres horas consecutivas, Carlos ya no podía aguantar más. Para mantenerse despierto se pellizcaba, se mordía los labios mientras escuchaba la voz monótona que explicaba en detalle los reglamentos de la marina. Pero al fin se le cayeron los párpados y la barbilla se le hundió en el pecho. Un segundo después una mano de hierro lo sacó de su marasmo.

–Tomando la siesta, ¿eh? –Lo regañó el instructor–. Bueno, te llegó la hora de “la sesión de ejercicios”.

Un ayudante condujo a Carlos a una barraca con piso de cemento que ya olía acre por causa de los cuerpos sudorosos. El lugar estaba lleno con otros transgresores que hacían sus ejercicios de lagartijas y saltos. En una esquina, un oficial recostado en una silla observaba a los hombres. Si alguno daba señales de cansancio, el guardia lo amenazaba con imponerle más ejercicios, lo cual causaba una reacción inmediata.

El inmisericorde sol del verano irradiaba sobre el edificio de madera, transformándolo en un horno. Carlos, obediente, empezó a hacer sus ejercicios mientras observaba un mar de sudor que se ampliaba cada vez más debajo de su cabeza y su torso. El aire estaba pesado y húmedo y era casi imposible respirar. Pero debía seguir sin detenerse. Empezó a palpitarle la cabeza y, poco a poco, le surgió un dolor agudo entre los hombros. Por último no pudo más y descansó un segundo sobre el piso.

Más que verlo, escuchó al oficial levantarse de la silla. Las enormes botas se detuvieron frente a su nariz.

–¿Qué pasa, escoria? ¿Le quedan otros hijos vivos a tu mamá?

Carlos miró hacia arriba.

–Sí, señor, –dijo jadeante, con la lengua hinchada por la sed.

–Bueno, pues, avívate, no sea que te duplique el número de ejercicios.

Carlos forzó sus músculos a la acción. Todo le dolía. Ahora sabía por qué los reclutas evitaban a toda costa ese castigo. Juró que nunca más lo sorprenderían durmiendo en las clases, aunque tuviera que mantener los ojos abiertos con goma de pegar.

Cuando empezó las últimas cien planchas, vio al guardia inclinar la silla donde estaba sentado hacia atrás sobre las patas. Lo vio tomar y sorber lentamente una lata de soda helada. Se llenó de ira. ¿Qué derecho tenía la marina de tratar a sus hombres de esa manera? ¿Cómo podría alguien mantenerse despierto con tanta actividad rigurosa y tan poco tiempo para descansar? Él había ingresado en la marina para ayudar a su patria –recordaba amargamente. Quería que su patria se mantuviera orgullosa y segura. Y había ingresado en la marina para estudiar electrónica, para convertirse en un ciudadano útil. Pero, ¿qué había conseguido a cambio? ¡Ejercicios y más ejercicios en un baño de transpiración!

Poco a poco, las ocho semanas de entrenamiento y disciplina pasaron. Y endurecieron a Carlos y a los otros. Cuando terminaron, los jóvenes se dieron cuenta de que físicamente podían soportar mucho más de lo que se habían imaginado. Aprendieron a obedecer órdenes tan pronto como las palabras salían de la boca de los oficiales. Aprendieron a no hacer preguntas, sino a hacer las cosas. Aprendieron a no seguir el ejemplo de otros, sino a escuchar solamente a los oficiales. ¡Y también aprendieron lo que significaba el verdadero cansancio!

Una o dos veces por semana, justo antes de desplomarse en sus camas, varios de los muchachos se reunían en una esquina de la barraca y leían un salmo de la Biblia que la madre de uno de ellos le había enviado. Aunque Carlos no siempre entendía lo que decían los salmos, experimentaba una paz que ya le era familiar y siempre se sentía mejor después. ¡Pero la tranquilidad se esfumaba tan pronto entraba Pedro, el sargento primero!

Un solo punto brillante hacía que las semanas interminables fueran más soportables, y era que había domingos. Aunque Carlos no acostumbraba ir a la iglesia, pronto desarrolló ese hábito. A los que iban se les permitía descansar. A los demás se les asignaban deberes que realizar. Esto hacía que la invitación a los cultos fuera deseable y con tantos otros, Carlos se dirigía a la capilla donde él y sus compañeros podían sentarse durante una hora en los bancos, en un salón fresco y seco. Cuando terminaba un culto, los fatigados hombres salían del recinto y entraba un nuevo grupo a tomar su lugar. Dada su aguda perspicacia, Carlos siempre se paraba al final de la fila y entraba de nuevo en la capilla para el siguiente culto.

En la parte posterior de la capilla había un revistero empotrado en la pared. Un día, mientras Carlos revisaba su contenido, el capellán se le acercó.

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