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Volvió a apagar la radio. Se sintió aliviada de que no estuvieran hablando de Hans Blær y sus cualidades humanas, o de sus cualidades femeninas, o masculinas, o trans, pero se quedó extrañamente disgustada. Estaba preparada para algo que sabía que resultaría difícil, pero que nunca llegó a ser. Y ahora estaba como abrigadísima a pleno sol, le sudaba el alma, y la naturaleza animal esperaba solo el ataque, esperaba el momento de morder. Golpeó con la mano abierta en la placa de la mesa y se puso en pie. Respiró hondo, cerró los ojos y levantó los brazos por encima de la cabeza.

A continuación, encendió el ordenador y entró en Facebook. Todos a los que usted conocía poco habían empezado ya a discutir el tema, y todos a los que conocía mejor callaban piadosamente por respeto a los sentimientos de usted mientras engullían los cereales del desayuno, la primera taza de café del día acompañado de vitaminas y aceite de hígado de bacalao, leían las noticias e intentaban montar mentalmente una imagen global de aquella violencia incomprensible. Estaba claro que la nación también había estado escuchando las discusiones en la radio y cada uno se había hecho alguna idea al respecto, algo y bastante más sobre lo que había querido decir el representante del Ministerio de Bienestar Social con eso de los «exobsesos» de las casas de reposo, pero de momento se pusieron a hablar de otras cosas.

Se pasó un buen rato sin apartar los ojos de Facebook ni de la ventana hasta que de pronto miró el reloj. El mundo seguía existiendo. El tiempo. En veinte minutos empezaba su grupo de yoga para menopáusicas. Y usted ahí clavada a la silla junto a la mesa del desayuno, con una rebanada de pan con queso a medio comer, en blusa y pantalones del chándal. Sin peinar. Sin pintar. Ni siquiera se había cepillado los dientes. No le apetecía nada salir de casa, pero estaba decidida a hacerlo porque la soledad no era con ella menos dura que la compañía de otras personas. Tardaba como un cuarto de hora en coche hasta el centro y no tenía tiempo que perder si no quería llegar tarde.

Dejó con cuidado la taza de café, se limpió el queso que le había caído encima y se fue pitando a la entrada a pasitos rápidos, metió los pies directamente en las botas de invierno y cogió la bufanda de la balda de los gorros.

¿Las llaves del coche? ¿Dónde estaban las malditas llaves del coche? Descolgó el chaquetón de la percha y volvió a entrar sin quitarse las botas. Tenían que estar en la cocina. No debía descargar su enfado con los muebles. Ni dar patadas en el suelo. Ni rechinar los dientes. A la mierda el suelo, solo tendría que limpiarlo después. A la mierda, daba igual. Concentrarse. ¿Dónde vio las llaves por última vez?

Cinco minutos después encontró las llaves debajo de una montaña de caramelos en el bote de las golosinas, en el salón. Ahora ya estaba claro que llegaría un poco tarde, pero probablemente no importaría mucho. De todos modos, la gurú Guðlaug nunca empezaba a la hora exacta. Salió corriendo, llamó el ascensor y miró la luz que se movía por el contador de pisos, del uno al doce. Era un ascensor Kone nuevecito, hecho en Finlandia, que instalaron la primavera anterior, y que no tardaba nada en subir. Cuando entró y apretó el botón del piso cero para bajar al garaje, disponía aún de 12 minutos.

Hans Blær Viggósbur

«Es necesario ser fuerte para moverse entre imbéciles, e inteligente para quitar de en medio a los imbéciles. Quien no ha aprendido a dominar lo pequeño —las mariposas, las hojas de los árboles, el reflejo de las estrellas en los ojos de la persona amada— nunca aprenderá a conocerse a sí mismo y nunca comprenderá la esencia del mundo. Será rechazado por los imbéciles». Hepatitis B, El puño y el músculo.

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ILMUR ÞÖLL

El 11 de septiembre de 1984, y unos días antes y después —cinco años más o menos— el mundo era al mismo tiempo asexuado, sexófobo y paralizado por un irresistible temor a la muerte. Vigdís Finnbogadóttir era presidenta de Islandia. Reagan era presidente de los EE. UU. Y a la familia de la avenida de Snorrabraut no podrían haberles sido más indiferentes otros presidentes. Por todo el país surgían videoclubs, las películas X las tenían en la trastienda, debajo del mostrador había un libro de registro y las revistas porno adornaban las estanterías de todas las librerías. Porque no existía internet, pero la gente necesitaba algún remedio para masturbar su impotencia. Los habitantes del planeta se mostraban con poca ropa en la televisión, con el pecho desnudo en las playas, y prácticamente todos habían perdido el impulso sexual por miedo al invierno nuclear y al sida; las mujeres asistían a cursos de autoprotección para defenderse de los violadores y compraban silbatos y espráis de pimienta, y de vez en cuando cocaína y cócteles, porque no existían medidas de seguridad suficientemente radicales para detener una guerra nuclear, ni había silbatos suficientemente grandes para asustar a los violadores, y de alguna forma había que aguantar tanto horror.

Cuando las mujeres dan a luz un niño es siempre una especie de milagro. Pero Lotta Manns, cuando aún disfrutaba de vitalidad, los milagros los hacía igual que lo hacía todo. Bufó un poco, levantó los brazos como si los cielos corrieran peligro de derrumbarse, salmodió como un religioso musulmán, se encogió de hombros, luego puso los brazos debajo del cuerpo y se quitó el mundo de en medio. Porque, digo yo, ¿qué otra cosa podía hacer? Nada.

Hans Blær nació (por primera vez) cinco años después de que Lotta cumpliera los veinte, el gran día 11 de octubre de 1984, el mismo día en que caminó por el espacio la primera mujer. En cuanto llegó a la tierra, se arañó hasta hacerse sangre y berreó para apoderarse del mortificado cuerpo de su madre, Karlotta Hermannsdóttir, exacto, y se acurrucó sobre su esternón entre los dos pechos gigantescos que colgaban hacia los lados como dos ballenas varadas en sus sudorosas axilas. Elle se había aferrado a la vida y no tenía ninguna intención de soltarla.

Todo esto había sucedido en forma muy repentina. Lotta Manns pugnaba por recuperar el aliento. Su ancho rostro estaba enrojecido, tenía el rubio cabello pegado a las sienes por el sudor, la barbilla estaba llena de moco, y los ojos, inyectados en sangre por el esfuerzo; recordaba al mismo tiempo a una pobre tonta y a un ufano guerrero. Volvió a cerrar los ojos y recogió del vacío sus pensamientos, volvió a ponerlos a cada uno en su casilla. Luego cogió los bracitos de Hans Blær, le levantó y estudió su entrepierna, arrugó las cejas, se mordió el labio, le acercó, alejó, acercó, volvió a ponerle entre sus pechos, cerró los ojos y dijo: «Niña». Luego exhaló y añadió al inhalar: «Gracias a Dios».

Eso no era nada especial, nada anómalo. Exactamente así asigna sexo la gente, así viene haciéndolo desde tiempos inmemoriales, y no podríamos afirmar con fundamento que eso tuviera la más mínima importancia en este caso concreto, aunque haya sido el primer error en una causalidad más bien banal.

Cuando Lotta hubo descansado un poco y el padre, Viggó Rúnarsson, hubo cortado con habilidad aprendida el cordón umbilical y la comadrona le hubo limpiado a elle toda la sangre y todo volvió a ser feliz tranquilidad, se decidió que Hans Blær recibiría el nombre de Ilmur Þöll. Porque olía muy bien, que es lo que significa Ilmur.

Siempre volvemos a empezar. Todo vuelve a empezar. No tenemos ningún interés en poner el punto final al otoño, que dure toda la eternidad, que las palabras no se agoten nunca, escribe elle, apretándose la nuca con la mano.

Primero no tenía nombre y luego se llamaba Ilmur, escribe elle en una página nueva, vacía y de color crema, a la luz fluctuante de una vela, con una oscura tormenta en un vaso, 34 años y 16 días después de venir al mundo, y era, como ha quedado dicho, una niña, o algo parecido. El proceso del parto fue larguísimo, pero se aceleró en cuanto empezó la expulsión, Ilmur pesó tres kilos y cuarto. Tres y cuarto, casi tres y medio. Una criatura sana, dijeron los médicos. Una criatura sana, murmuraron a media voz al cuello de sus batas blancas mientras se movían nerviosos por el linóleo que cubría los suelos de la planta de neonatos. ¿Pero qué?, preguntó la madre de la criatura. Preguntaba expectante. ¿Pero qué? Nada, una cosa sin importancia, dijeron los médicos. *Tos* *Tos*. En realidad no es nada. Y puede esperar, añadieron. Descansa y mañana por la mañana lo hablamos.

La madre de la niña no pegó ojo en toda la noche, había examinado la entrepierna de Ilmur con tanta atención que no vio nada, no quiso ver nada. Nada de lo que podía verse a simple vista. Cosas que pasan a veces.

El padre de la niña cortó el cordón umbilical y se fue al bar y luego al barco y no volvió a ver a su hija en estado sobrio hasta que desembarcó meses después. A Ilmur le daba igual, aunque a veces pensaba que quizá a su madre le resultaba muy molesto.

Tres kilos y cuarto. Casi tres y medio. No sé lo que significa, escribe elle. Me parece poco. No sabría deciros cuál tiene que ser el peso de un recién nacido por término medio. ¿Un kilo? ¿Dos kilos? Probablemente, Ilmur era una niña pequeña, tan insignificante como grandiosa llegaría a ser más tarde. Lo cierto es que cuando era pequeña, todo era pequeño. Su padre era pequeño. Apenas llegaba al manillar del cochecito de bebé. Su madre era pequeña. Metro y medio, y tal vez 40 kilos en un buen día, de los que diez correspondían a los pechos.

Karlotta Hermannsdóttir, a quien siempre llamaron Lotta Manns, era una exsecretaria de veinticuatro años y, pese a su baja estatura, se la consideraba perfectamente capaz de procrear. Se había graduado en la escuela de artes domésticas, era muy bonita de cara e insistía en trabajar en casa, a diferencia de sus compañeras de escuela, y a tal fin había pillado un hombre «mayor» muy sensato, que andaba por la treintena, nada menos.

Lotta Manns pretendía ser ama de casa, escribe elle, y nada más, aquello era su raison d’être, como dicen en Francia los poetas románticos, su este y oeste, como dicen en Inglaterra los poetas románticos, porque eso era lo que había sido la madre de Lotta y la madre de su madre también, y antes de esa época no existía sociedad civil en Islandia, no había amas de casa que trabajaran en casa, porque todo el mundo trabajaba a tiempo completo para no morirse de hambre. Al menos en la familia de Ilmur.

Lotta Manns decidió trabajar en casa en el siglo de la supermujer, cuando según el espíritu de los tiempos debería trabajar al menos en dos empleos en la ciudad, aparte de criar a los niños, cocinar, hacer tartas y limpiar, si hacemos caso a los semanarios, sin mencionar el curso de artes marciales, la peluquería semanal, las horas de bronceado, gimnasia y visitas a locales de esparcimiento (¡porque solo tenía veinticuatro años!).

El padre de Ilmur, Viggó Rúnarsson, tenía 32 años y era capitán del pesquero de altura Herdís Guðbjartsdóttir, que tenía Akranes como puerto de cabecera. El Herdís era un buen empleo, si se puede llamar «empleo» a capitanear un barco, como si fuera un empleo como cualquier otro. En los años ochenta era estupendo salir al mar, aunque no podía compararse con lo que era salir al mar en los setenta, por eso de las cuotas de pesca, pero siempre es estupendo salir al mar cuando tú eres el pez gordo, sobre todo si el año viene mal dado, y el padre de Ilmur era el pez gordo y por eso la familia de la avenida de Snorrabraut siempre andaba sobrada de dinero, fuera el año bien o mal dado, aunque, bueno, para el capitán, el año siempre va bien dado. Y lo cierto es que estaba siempre embarcado, lo que probablemente no es tan grave, o en casa de su amiguita de Akranes, para gran felicidad de todos.

Igual que otras mujeres que habían salido ya de la primera juventud y aún no habían tenido hijos, Lotta Manns metió uno de los dedos de sus pies, de uñas elegantemente pintadas, en el sucio pozo del mercado de trabajo. Asistió a clases de caligrafía el verano después de acabar la escuela intermedia y luego trabajó de secretaria en la agencia de viajes Þorbjörn hasta que conoció a Viggó, un año antes de que naciera Ilmur, el cual era unos seis años mayor que ella. A veces, cuando quería que Viggó sintiera que la necesitaba, fingía echar de menos la agencia, aunque, en realidad, lo único que deseaba era que la dejaran quedarse en casa oyendo la radio y cuidando del hogar, con los rulos puestos y unas rodajitas de pepino sobre los ojos, cocinando pescado al horno, leyendo La casa de los espíritus con los pies metidos en el masajeador mientras los niños dormían. Bebiendo demasiado café, haciendo estiramientos con el vídeo (Betamax) de Jane Fonda y comiendo bizcocho a escondidas. Después llegó el Segundo Canal y los seriales de la tarde. Mein Gott!, como dicen en Alemania los poetas románticos. Lieber Gott im Himmel! Y el resto ya se sabe.

Lotta Manns era una mujer agraciada por naturaleza, pues ningún hombre con unos ingresos como los de Viggó se habría conformado con una tía cualquiera de tres al cuarto. Era rubia, de ojos verdes y delgada, y durante todo el decenio de los ochenta y hasta bien avanzados los noventa llevaba el pelo recogido en una trenza que le llegaba hasta media espalda y que iba dando saltitos al caminar como una cola de pura luz del sol. Los primeros años no iba nunca encorvada, nunca estaba cansada ni fastidiada ni agotada, o por lo menos no se notaba desde fuera. Lotta vestía siempre con elegancia, y habitualmente llevaba vestido. No seguía la moda, pero tenía un estilo clásico que estaba en una extraña línea intermedia entre el de un ama de casa americana retro y una campesina nórdica de antes de 1970. Lo presentaba todo como cosas neorrománticas: faldas de volantes, hombreras, colores pastel y neón, pelo cardado y líneas bien marcadas en el maquillaje que envolvían las orejas, o los ojos, o todo a la vez. Colores terrosos naturales, un poquitín de colorete en las mejillas para tener un aspecto más fresco, un breve toque de lápiz aquí y allá y un porte poderoso a la vez que modesto. No necesitaba nada más.

Lotta era a veces un poco inflexible, un poco brusca, con quienes tenía más cerca, sobre todo con sus amigas. Pero no era porque estuviera angustiada. Lotta sabía mirar a la gente —incluso de pronto, inesperadamente— con tal furia que los varones adultos se arrodillaban ante ella y se ponían a pedir excusas sin saber qué era lo que habían hecho. Fue perdiendo esa fuerza según se fue haciendo mayor, y cuando se cansaba, parecía fundirse con la eternidad, de donde procedía, igual que pasaba con tantas otras cosas.

Pero antes de llegar a lo que enseguida contaremos —como corresponde a nuestra desacreditada lentitud, no tenemos prisa—, antes de que estallase la feroz tormenta y los vasos se llenaran, nació Ilmur, y al día siguiente de nacer Ilmur llegaron los médicos y dijeron a la madre recién parida que su hija tenía «falo» (porque eran personas demasiado educadas para decir «polla» a la luz del día), o al menos algo parecido a un «falo». Fue un auténtico golpe para Lotta. Ciertamente, el falo estaba contraído, dijeron los médicos, era pequeño y en realidad no era más que un clítoris demasiado grande —la criatura tenía lo que se denomina «clitoromegalia», probablemente como consecuencia de la inmadurez de las glándulas suprarrenales—, pero no dejaba de ser un falo. Un falo y nada más, o ambas cosas, aunque no era un falo propiamente, menos aún un clítoris, sino un dedito índice o un hombrecito calvo que estaba ahí encogido y rojo e intentaba asomar por el glande, pero que no podía porque tenía los hombros sujetos, como si Ilmur estuviera pariendo un niño diminuto. Su propio hijo, justo de un día de edad, un niño del tamaño de un muñeco de Lego.

Al principio, Lotta no conseguía distinguirlo, su educación había sido tan esmerada que era incapaz de ver cualquier cosa que perturbara su mundo, a menos que alguien le exigiera terminantemente que reconociera su existencia.

Pues claro, escribe elle al tiempo que alarga la mano hacia el vaso, toma un sorbo y hace crujir las cervicales. A Lotta Manns, la madre de elle y de ella, a usted, mamá, le administraron óxido nitroso, oxígeno y tranquilizantes, y a punto estuvieron de rodearla de enfermeras con abanicos, pero nadie se preocupó de ayudar a Ilmur con ninguna de esas cosas hasta mucho después. También ella era demasiado necia para tomarse el asunto demasiado a pecho. Viggó seguía embarcado, siempre estaba embarcado, excepto cuando estaba con alguna puta en algún puerto. Mamá lloraba cuando no había visitas, pero tenía el máximo cuidado para que nadie viera a Ilmur sin pañal. Pero fue más tarde, ya en la casa de Snorrabraut, y con Ilmur con el culo al aire, cuando el gusarapo se dejó ver claramente como un brillante faro de carne en la oscuridad; el nombre latino de clítoris es landica, lo oculto o escondido, pero no había nada oculto o escondido en el clítoris de Ilmur Þöll Viggósdóttir.

Al tercer día, Lotta Manns dejó de suspirar lastimera y se quitó la mascarilla de oxígeno, con gran alivio de la comadrona. Entonces le preguntaron si le interesaría que le extirparan «aquello» a la niña. Estaba pálida por el exceso de preocupación, la falta de alimento, los medicamentos y el estrés en general, y no se consideraba en condiciones para ocuparse de aquel horror, había empezado a llover y la temperatura había subido ocho grados; Ilmur ya pesaba tres kilos y medio, o algo así, lo cierto es que ya estaba creciendo, pues, aunque la madre aún no hubiera puesto el pezón en su boquita, las enfermeras se habían ocupado de alimentar a la criatura.

Lotta volvió a ponerse la mascarilla de oxígeno mientras reflexionaba sobre el asunto. Faltaban aún quince o veinte años para que la expresión «ablación de clítoris» se hiciera de uso común. Y entonces se utilizaba, en realidad, para hablar de otra cosa, pero da igual, ¿estaba ella dispuesta a permitir que unos energúmenos armados de bisturí hurgaran en el sexo de la niña? ¿O debía dejarla ir por la vida deformada por la mano de Dios? El médico, que saltaba a la vista que había estudiado en el extranjero, aseguró que no tendría por qué ser nada especial, ni reducir el falo para transformarlo en un falo de bebé normal y corriente, ni dejarlo como estaba, sin más. «La complejidad de la naturaleza dista mucho de estar sobrevalorada —dijo el médico, henchido de su propia importancia y de una amplitud de miras importada—. Puede decirse que un micropene o macroclítoris, según se mire, es una deformación. Pero nadie tiene por qué convertirse en una molestia para uno mismo. Los genitales del hombre son complejos».

Lotta volvió a quitarse la mascarilla de oxígeno e iba a decir algo de que los genitales de su hija no eran los genitales de ningún hombre, aunque el médico lo sabía perfectamente, claro, y había querido decir otra cosa, pero se sintió tan mareada que se sujetó la mascarilla y aspiró con fuerza sin decir nada.

El personal cambió la bombona de oxígeno y Lotta pidió un poco más de tiempo para reflexionar. Pensaba pedir consejo a Halla, su amiga de la agencia de viajes.

Viggó Rúnarsson se había ido del paritorio al bar directamente, y de ahí a Akranes, de donde navegó rumbo a Groenlandia, donde estaba ayudando a unos marinos portugueses a pescar bacalao para los groenlandeses, con escaso éxito, según supe más tarde, y los marinos portugueses le dieron la enhorabuena y abrieron muchas botellas en su honor y fumaron puros y jugaron a diversas cosas aprovechando la ausencia de bacalao durante varios días seguidos, mientras Viggó mandaba mensajes a casa explicando su alegría por todo aquello. Los mensajes eran todos del mismo tenor: «Espero que estés bien de salud, amor mío. No puedo esperar para estar otra vez con vosotras. Tu Viggó».

Ya hemos visto que quedaba totalmente excluida la posibilidad de intentar consultar nada con él. La amiga Halla había tenido cinco hijos de dos hombres distintos, pero en estos momentos de la historia estaba sola, aparte de los niños, claro. Lloró un poco al borde de la cama de hospital de Lotta. En cambio, Lotta rio. Era por culpa de los medicamentos, y luego lloró ella también, ¿no sería también cosa de los medicamentos? Finalmente pidieron que trajeran a Ilmur, le quitaron el pañal y examinaron el animalillo que había debajo del clítoris.

—Es casi como si se fuera a salir por su cuenta para escaparse —dijo mamá. Y añadió, tras un breve silencio y unos cuantos suspiros—: Pero no lo hará, claro.

—Te voy a contar una cosa —dijo Halla—. Una vez vi a una mujer. —Enarcó las cejas—. En la piscina. —Era como si quisiera que Lotta terminara la frase—. Con una cosa como esa. —Abrió mucho los ojos y señaló el monstruo de Ilmur—. Solo que más grande y más de adulto, claro. Igualito que un pene pequeño, es que exactamente igual. Primero pensé que aquella mujer llevaba una jaula absurda. Aquello recordaba más que nada a un pollito.

—Naturalmente, después crecerá el pelo —dijo mamá.

—Y se quedará más arrugado. ¿Lo de abajo está bien abierto?

—Sí, sí. Es como tiene que ser.

—¿Como en una mujer? ¿Sale la orina?…

—No estoy segura. Tiene que estar por aquí arriba. —Examinaron los genitales y tiraron con cuidado de la piel que rodeaba la vulva, si se podía hablar de vulva, cada una con un dedo índice.

—¿Y la vagina?

—¡No mea por la vagina, y tú tampoco!

Ya lo sé. ¿Qué te crees que soy?

Y justo a punto, Ilmur empezó a mear. Por la uretra. Lotta y Halla se encogieron cuando el hombrecito estiró la cabeza, sacó un hocico rojo oscuro y de él brotó con fuerza un chorro considerable, fino y de color claro, y tan fuerte que primero lamió la cabecera de la cama por fuera, luego bajó al hombro de Lotta, que ni chistó, atontada como estaba por las medicinas, luego a la rodilla de la preciosa criatura y finalmente las últimas gotitas le cayeron entre las nalgas y en la cama.

—Es para no creérselo —dijo Halla llena de admiración de lo bien que había regado Ilmur el mundo. Se puso en pie, se secó las lágrimas y miró a Lotta con gesto serio—. Esto es obra de Dios.

Y con eso quedó todo decidido.

* * *

No nos precipitemos, escribe elle. Naturalmente, quedan muchas cosas que os gustaría saber, pero lo sabréis todo al final. Probablemente podríamos dar todo esto por concluido en doscientas palabras más o menos —como una confesión de longitud promedio— y dejarnos de discusiones sobre el moméntum. Pero la verdad no está ahí. También tenemos que aprender a dejar tiempo a las cosas. Tal vez no importe que esto no se lea nunca, aunque sea ilegible. No por eso hay que ser descuidados.

Usted y vosotros, escribe elle, Lotta y Viggó, prepararon para su hija única, Ilmur Þöll —que es como se llamaba entonces, aunque ya no se llama así—, un lindo hogar en una casa unifamiliar al lado mismo de la plaza Hlemmur, en Reikiavik. La casa estaba pintada de blanco, mientras que todas las casas de la zona estaban revestidas de arena de conchas. Dos pisos y montones de metros cuadrados, todo repleto, quién conoce de verdad un sitio así, mayor que la inmensa mayoría de las casas, porque el capitán Viggó tenía un enorme arrastrero congelador con base en el puerto de Akranes, donde Viggó, por esa misma razón, pasaba mucho tiempo, en un piso a cargo del armador, y en la ciudad tenía sus amantes desde hacía tiempo, aunque ellas no le hacían ninguna sombra a Lotta, a quien mantenía también con generosidad. Pero Viggó pasaba poco tiempo en casa y quizá fuera lo mejor, porque era un tanto desabrido y fastidioso cuando estaba en casa, mientras que en Akranes resultaba ser el amo de todas las fiestas, de modo que probablemente lo mejor era que no se moviera de allí.

Lotta Manns y Viggó Rúnars tuvieron su primer hijo, que en cierto sentido resultó ser dos hijos, o muchos, en otoño, como ya sabemos. Los padres suelen reconocer, al menos los padres que saben del asunto —los que leen libros sobre educación, madurez, la diferencia entre primera y segunda infancia, etcétera, tal vez no los que piensan que educar consiste solamente en dar de comer al retoño y esperar a que pueda comunicarse (nada más pasar la pubertad) para mandarlo a trabajar, aunque sí otros padres, más listos desde el nacimiento—, que lo mejor es tener hijos en otoño. El motivo es que el primer medio año de la vida no es, en realidad, más que medio año de reclusión. La criatura pasa la mayor parte del tiempo en el interior de la casa, o de las casas, además, como es natural, de en su propio interior, pero cuando la criatura por fin se hace consciente de la existencia del mundo, digamos en abril, la naturaleza rompe a cantar. El retoño aprende a caminar por la hierba antes del regreso del otoño. Va a la piscina de bebés al aire libre. Conoce el mundo desnudo y en flor.

Parece algo muy deseable y no debería extrañar a nadie. Ni siquiera hay quien lo discuta.

Viggó desembarcó, cogió a su hija en brazos, le hizo el caballito sobre las rodillas, le quitó el vómito de los muslos y luego se embarcó otra vez, o se fue con sus putas, lo uno por lo otro. Los portugueses no habían encontrado ni un pez, pero como él cobraba por asesorarlos y había ido en su temporada libre, ese hecho no afectaba a sus ganancias, que eran ingresos extra; Viggó había perdido ya la capacidad de decir no al dinero cuando Lotta le informó de que estaba esperando —no solo por Ilmur, pero perdió el deseo sexual hacia «la madre»—, de modo que tuvo que consolarse en Kjalarnes con una querida, que costaba lo suyo, y ahora tuvo que hacer dos mareas seguidas con Herdís de Akranes, lo que duró los dos meses siguientes, con una breve parada, como llevaba haciendo más o menos en los tres últimos.

No se hablaba de relaciones de cama con mujeres que apenas conseguían levantarse sobre las dos piernas después del parto en ninguno de los libros que tenían en la casa de Snorrabraut, y, naturalmente, Viggó no estaba necesitado, con todas las mujeres que tenía, y solo Dios sabe si Lotta estaba necesitada o no, pero alguna necesidad debió de haber porque, cuando Viggó se volvió a marchar al día siguiente, Lotta estaba embarazada de Davíð Uggi, y Viggó se enteró por un mensaje justo antes del siguiente periodo de libranza, y al saberlo se presentó de inmediato para otra marea y no se le vio el pelo en cuatro meses, con excepción de algún día suelto. En esa época no existía el túnel de Hvalfjörður y para viajar entre Akranes y Reikiavik había que tomar el ferri Akraborg y, si desembarcaba tarde, se tenía que quedar a dormir en Akranes, igual que, casi sin excepción, el día antes de hacerse a la mar, y otras veces más para el «mantenimiento del buque», como lo llamaba él con un juego de palabras muy hábil, porque en esos días se dedicaba a follar con la mantenida. «El capitán tiene que ser el primero a bordo. Sin excepciones», decía cuando Lotta protestaba. Había tantas cosas que las mujeres eran incapaces de entender.

La primera cosa memorable que hizo Ilmur en la vida, cuando por fin se encendió la luz en su cerebro —llegó la primavera y vio el mundo florecer—, fue, como queda dicho, mirar a su madre embarazada, nada más nacer ella. Lotta Manns fue engordando como manda la ley, caminaba con andares de pato y se dejaba mimar por sus amigas. Estaba de un humor un tanto raro, que oscilaba entre los accesos de llanto y una determinación rocosa, tenía antojos de cosas raras a horas extrañas del día y le salieron edemas y ampollas, olía a queso viejo, a arenque rancio, a bandeja vieja con trozos de tiburón fermentado, ya sabéis cómo es eso, cuando no olía a mañana de primavera o incluso a cerdo confitado de Navidad, se odiaba a sí misma y pensaba que la vida era un maratón de danza sobre rosas, sobre espinas de rosas, etcétera, etcétera. Todo en perfecto acuerdo con el bendito libro.

Ilmur tenía cinco años, como mucho, cuando Lotta le pidió por primera pero no última vez que, por lo que más quisiera, no le enseñara el gusarapo a nadie. No tenía ocasión de hacerlo, Ilmur no lo había hecho nunca, no se dedicaba a jugar a los médicos con sus amigos ni nada de eso, y probablemente, Lotta solo quería evitar antes del parto, simplemente evitar, prudentemente, que pudiera llegar a suceder que la niña se pusiera a hablar con otras personas, sin darse ni cuenta, sobre sus genitales y se descubriera la anormalidad de la familia, porque era culpa de la madre, fueron sus hormonas las que dejaron a Ilmur en ese estado. No se avergonzaba de su hija, se avergonzaba de sí misma, de haber fracasado, le resultaba embarazoso y no quería verse en la tesitura de tener que explicar nada, pero le pasó el tema a Ilmur. «Tampoco nosotras hablamos de los genitales —le dijo a su amiga Halla cuando se lo preguntó—. ¿O es que tú vas por la ciudad hablando de tu coño?».

A Ilmur, aquello le importó un pito, no le afectó en lo más mínimo. Muchas personas trans estaban destrozadas desde que llegaban al uso de razón, pero Ilmur no era así, ni lo es, nunca lo ha sido, era de constitución demasiado fuerte, demasiado madura, siempre jugaba con lo que le apetecía y se vestía con lo que le apetecía y se comportaba como le parecía, no entendía ni entiende ahora a quienes no lo hacen así, no era nada complicado, era la gente quien lo hacía complicado.

Ilmur no habría dejado de hablar del monstruo con Lotta, ella no tomaba decisiones por su cuenta por vergüenza ante los demás, pero prefería callar, se preocupaba de que no se le viera mucho en la ducha después de clase de natación en la escuela primaria, no se ponía pantalones demasiado ceñidos como para que se notara el gusarapo y no hacía alardes. No sabía por qué era así, y solo quería guardárselo para ella. Era asunto suyo.

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9788416537648
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