Читать книгу: «El último de la fiesta», страница 2

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—¡Señora, suéltela! —se escuchó a sí mismo gritar estas palabras, que nacieron de su garganta con voz estridente y desafiante; enfrentarse a un adulto era una actitud prohibida, pero nada de eso le importó tratándose de quien se trataba, y aunque sabía que se podía ganar un tortazo de campeonato, lo asumió sin el menor temor. Miró de refilón aquel rostro femenino y resplandeciente que le cautivaba a diario, y antes de que pudiera añadir algo más, su vista se nubló y sintió que la sangre le brotaba por la nariz—. No, no, ahora no, por favor…

Perdió el conocimiento y cayó al suelo como un fardo. Por lo menos esa acción no pasó desapercibida para el resto, que se alejaron como si tuviese la lepra, mientras alguno decía que si sangraba, era porque se trataba de un niño y no de una máquina. Los gritos se fueron apagando al tiempo que se dispersaba la muchedumbre. Algunos profesores corrieron para socorrer a Marco, creyendo que alguien le había golpeado; y ella, que se alejaba deprisa y asustada, volvió la cabeza para observar a ese chico que no había visto en su vida, confundida pero agradecida a un mismo tiempo.

Lástima que él estuviera ya inconsciente.

3

—A ver, majete, vamos a repetirlo una vez más. ¿Cómo te llamas?

—Marco, soy Marco… —musitó con la voz quebrada y sin saber dónde se encontraba.

—Muy bien, Marco. Has tardado en responder pero por lo menos has acertado. Acaban de llegar tus padres para verte. ¿Sabes dónde estás? —La incómoda luz de una linterna vacilaba entre sus ojos, y cuando por fin se apagó, a su alrededor se vio empapado por un deslumbrante fogonazo en el que el blanco era el color omnipresente.

—En el Centro, ¿verdad? Estoy en el Centro Educativo... saliendo de clase.

—Veamos, ¿y cómo se llama tu colegio?

—Se llama —titubeó unos instantes—: Centro Educativo Escritor Domingo Santos.

—Es normal que te encuentres desorientado, Marco. Verás, para tu información, ahora mismo te encuentras en el hospital municipal. Cuando recobres la memoria, recordarás que sufriste otro de tus ataques y no te dio tiempo a acudir al botiquín.

—¿Sangré por la nariz? Había… mucha gente gritando alrededor. —Su voz sonaba vacilante y débil, y se correspondía con su mente, que, entre tinieblas, iba despejando los recuerdos.

—Tranquilo, muchacho, no te dé vergüenza. —Al menos la voz, que procedía de alguien agradable con el rostro oscurecido por la luz de la ventana a su espalda, le resultó cariñosa y le produjo confianza. Por fin conversaba con un adulto inteligente y amable—. Esta vez no tuviste mucha hemorragia... pero perdiste el conocimiento y eso es lo que me preocupa. Ya conoces el protocolo, ¿verdad, Marco?

—Sí. Si se me nubla la vista y empiezo a sangrar, debo correr hasta la sala del botiquín para que me pinchen y se me pase.

—Claro, eso es, muy bien, muchacho. Una insignificante infiltración en la cabeza y enseguida se te pasarán todos los males. Buen chico. Ahora te dejo con tus padres. —Le atusó los cabellos y se marchó para dar paso a sus progenitores, que entraron con el gesto demudado y serio por la puerta.

—Menudo trompazo te has dado, pero estás hecho un toro y no tienes más que un insignificante rasguño en la cabeza. —La voz de su padre resonó profunda y gutural en aquella habitación, era una voz que siempre le asustaba, a la que nunca se llegaba a acostumbrar; una voz desconcertante y poderosa, como si fumase un paquete de tabaco negro cada día. Afortunadamente, su progenitor estaba ausente casi toda la semana, trabajando jornadas maratonianas, por eso siempre era un ser extraño y desconocido para él—. Estoy muy orgulloso de ti, Marco, pero tienes que estar pendiente y seguir las recomendaciones cada vez que sufras un ataque.

—Sí, papá, pero había mucha gente y no me dejaban retroceder, no me dio tiempo.

—Lo sé, hijo, lo sé. La culpa la tienen esas malditas máquinas que han metido en nuestras ciudades, hasta en los colegios. ¡Qué canallas!

—Ahora debes dormir y descansar un poco. —Su madre cambió de tema para evitar que su padre se indignara más aún y elevara el tono de voz—. Hablaremos con el médico y en cuanto te dé el alta, te llevamos a casa.

—Mamá, ¿me voy a curar alguna vez?

La madre le miró fijamente con el rostro inexpresivo, una manera muy evidente de confirmar que el mal que acompañaba a Marco jamás lo abandonaría. Hasta entonces, su estrategia había sido buscar un culpable, pero la situación no era la de antes: su hijo estaba a punto de cumplir los quince años y a esa edad es importante hablar sin florituras, o al menos eso es lo que Marco dedujo. La enfermedad que padecía no era culpa de nadie, ni era una maldición ni un castigo. No se curaría por el hecho de mejorar su comportamiento, o por ser un chico obediente. Nada ni nadie podría salvarlo. Los padres se miraron con complicidad y con un gesto enigmático imposible de desvelar; luego su madre le besó la frente y acto seguido salieron de la habitación. Marco cerró los ojos simulando cansancio, rememorando el lustroso cabello rubio de la chica, esos mechones brillantes, y cómo tocó su hombro, cómo rozó su cuerpo. Su estómago se revolvió pero no fue una sensación desagradable, al contrario, se imaginó hormigas acariciando su estómago y se erizó el vello de su piel. «Casi nos miramos, casi me ve».

Se volvió a dormir, soñando con caballos que saltaban para escapar del pilón y volver al pinar, a trotar salvajes y libres resucitando de manera milagrosa, y que antes de perderse entre los pinos, se detenían y le miraban a los ojos, y los ojos no eran tristes… Y con ella, también soñó con ella, que salía de clase con su mochila a cuestas, escoltada por los profesores que siempre la vigilaban, pero a pesar de todo, se imaginó que él se aproximaba y nadie se lo impedía.

En sueños disfrutó de los momentos que necesitaba vivir, y le embargó un sentimiento de felicidad. No había nada más placentero que alejarse de la realidad y refugiarse en los anhelos que mostraba la ingobernable imaginación; después solo restaba desear con todas las fuerzas que dichos sentimientos, algún día, se volvieran realidad.

No le importó escuchar desde la distancia la conversación de sus padres con el médico. Hablaban de los resultados de la última resonancia magnética, y solo entendía palabras como neoplasia y tumor cerebral, que se repetían varias veces. Palabras que le llegaban en sordina, mientras una de las discriminadas y odiadas máquinas, un humanoide sintético con la piel marmórea y vestido con bata blanca inmaculada, le tocaba las mejillas con las yemas de sus dedos. Una forma rápida de conocer su temperatura y de inyectar los habituales nanobots para realizar un barrido por su cuerpo. Lo de siempre, saber que seguía con vida, en buen estado de salud pero sin capacidad de cura. La normalización de su estado anómalo, algo a lo que Marco ya se había acostumbrado.

El diagnóstico frío e insensible que concluyera con la habitual «estabilidad de la enfermedad crónica».

—Macho, has hecho el ridículo, te has metido una hostia impresionante delante de todo el mundo. Todos lo han visto, ha sido la leche.

—Luis, me dio de repente y no pude llegar al botiquín, fue todo muy rápido. —Los dos cargaban con sus mochilas franqueando la puerta del Centro Educativo, en una gélida mañana nublada y con la niebla a ras de suelo.

—Pues debes controlarlo, tío. Cada vez te pasa más a menudo. ¿Cuándo te vas a curar?

—Pronto, los médicos dicen que muy pronto.

—Jolines, siempre me cuentas lo mismo, pero todo sigue igual. Marco, ¿cuándo es pronto para los médicos?

—¡Yo qué sé! ¿Y si nunca me curo? ¿Y si va a más y me muero?

De repente se hizo el silencio. Luis intentó hablar, pero no encontraba las palabras oportunas. En su interior, comprendió que Marco lo estaba pasando mal, que lo que le sucedía era grave, y sintió una mezcla de compasión y solidaridad.

—Pues yo que tú me preocuparía de lo que te va a pasar ahora, cuando entres en clase. Todos se van a burlar de ti, todos creen que te da miedo la sangre. Tío, te vieron caer como una peonza después de sangrar por la nariz y se han partido el culo de risa haciendo chistes. —Con un gesto de advertencia se distanció de él—. No sabes lo que te espera…

Marco suspiró con gesto de paciencia, imaginando lo que le aguardaba, sin poder disimular su tristeza y el aspecto cansado y enfermizo, el estado normal que le causaba cuando sufría un ataque.

Pero para su alivio, dentro de la clase y por sorpresa, nadie se burló de él, como si a nadie le importase y hubiese asuntos más urgentes. Escuchó algunas risotadas a sus espaldas y cuchicheos en los que se le mencionaba, pero nada más. El hecho de pasar desapercibido también podría conllevar una cuestión dolorosa en la que no había recapacitado. Era la evidencia de que, salvo Luis, no tenía amigos entre aquellos rostros despiadados y ajenos con los que llevaba toda su corta vida. Prefirió creer que, en definitiva, nadie quería estar cerca de una persona enferma, con el rostro tan pálido como el suyo, que era mejor mantener una cierta distancia por prudencia y protección, como si el problema de Marco pudiera ser contagioso y se convirtiera en una epidemia; se avergonzaban de lo que le sucedía y nadie, absolutamente nadie, quería cargar con aquella responsabilidad, era comprensible. Suponía un compromiso incómodo acompañar a un chaval que se podía desvanecer en cualquier momento sangrando por las napias. Agradeció que le llegasen esos pensamientos, aunque echaba de menos alguna palabra reconfortante de sus compañeros, pero no había sitio para el consuelo.

Los profesores tampoco le dijeron nada. Sabían que Marco era el chico tímido que padecía una enfermedad de las calificadas como raras, que si sangraba y no le pinchaban en el botiquín, perdía el conocimiento y se metía un golpe de campeonato contra el suelo. Un cometido que no les hacía ninguna gracia, como si no tuviesen otros problemas más graves en los que pensar. La sociedad vivía momentos históricos críticos, y es en esa situación, cuando la moral general se inclina o bien por la solidaridad entre sus miembros, o por la más abyecta individualidad, bajo la premisa del «sálvese quien pueda»; y esta parecía ser la reacción mayoritaria de los adultos ante tantas amenazas sociales. Demasiados frentes abiertos como para estar pendientes de un insignificante mocoso.

Las clases discurrieron con la misma sensación evanescente de siempre, y cuando terminaron, y antes de que se pudiese escabullir, le rodeó su grupo para marchar juntos al pinar. Salieron en estampida corriendo calle arriba con sus pesadas mochilas a las espaldas. Dirigidos por Tomé, atravesaron calles abandonadas y guarderías transformadas en precarias viviendas de okupas hasta que llegaron dando voces a la acequia para fumar como descosidos.

Una vez más, hasta Óscar, el chico obeso que no podía con su tremenda barriga, ganó a Marco, que se lamentó porque no le apetecía vivir aquella situación; se sentía débil pero no podía confesarlo, se lo pondría muy fácil para que se riesen de él.

—Vamos, venga, unas caladas cada uno, ¡con ganas! —exigió Tomé encendiendo un cigarrillo—. ¡Y quiero que os traguéis el humo!

—¡Oye, a ver quién da más caladas en menos tiempo! —exclamó otro arengando al grupo.

—¿Os habéis enterado ya de cuántas máquinas hay entre las chicas? —preguntó Tomé con un brillo malévolo en los ojos.

—Nadie lo sabe, tío. Lo único seguro es que en las nuestras todavía no hay robots —sentenció Óscar con gesto maduro.

—Pues yo no estaría tan seguro —les hizo reflexionar Luis—. Igual a ellas les dicen lo mismo: que las máquinas están entre los chicos. ¡Igual todos somos máquinas sin saberlo!

—¡Anda ya! ¡Alucinas! Aquí todos somos de carne y hueso, y si hubiera una máquina, la desconectaríamos a hostia limpia. Mientras no haya chicas, no hay sospechas —sentenció Tomé calibrando la mirada de todos.

—Yo sangro por la nariz, ya lo sabéis todos. Así que soy un ser humano —reclamó la atención Marco, desviando así la atención sobre el tema de las chicas.

—¿Y por qué las máquinas no van a sangrar? Son igualitas a nosotros —le interrogó el líder con el gesto serio y los brazos en jarras.

—Pues lo que yo me pregunto a todas horas, es que, ¿para qué estudiamos tantas chorradas? Si al final las máquinas lo van a hacer todo mejor que nosotros, si ellas nos están sustituyendo —alertó Luis para que se olvidaran de Marco—. Cuando seamos mayores, ya no habrá trabajos para personas de carne y hueso, nos darán un sueldo bajísimo y nos internarán en zoológicos para que nos estudien las máquinas, estoy convencido.

—Claro, por eso han construido humanoides con nuestro mismo aspecto, por eso van a clase con nosotros, para aprender y vigilarnos —aseveró otro del grupo con el rostro rubicundo y tan tímido como Marco—. Pero lo que no sé es por qué dicen que todas las máquinas tienen el cuerpo de una chica.

—La profe de biología dijo un día que así se reduce el efecto del valle inquietante —sentenció otro con aspecto de mojigato, que ocultaba su mirada a través de sus gafas de culo de vaso.

—¿Qué coño es eso? —rezongó Tomé al escuchar algo que desconocía—. No lo he oído en mi vida.

—Que si sabemos que algo es artificial, nos provoca rechazo y nos repugna. Es algo instintivo. Por eso, si su aspecto es el de una tía buena, lo aceptamos sin reservas y con ganas. —Sonrió con seguridad sabiendo que había captado la atención del grupo, y decidió terminar la frase—: Esa es la razón de que a los robots los construyan como si fueran chicas, y encima, chicas buenorras.

—Vaya, te creerás muy listo con esa chorrada del valle inquietante —le espetó con desdén Tomé—. Y ya que lo sabes todo, ¿por qué los mezclan entre nosotros? ¿Para vigilarnos y luego darnos una patada en el culo?

—Bueno… —dudó el chico de las gafas adoptando una postura más humilde—. Tal vez las IA necesiten aprender igual que nosotros y cuando lo hayan hecho les dan un embalaje de adulto para que trabajen a nuestro servicio.

—Sí, el libro de tecnología dice que son como nosotros. Si comparten tantas horas entre nosotros es porque necesitan aprender para servirnos en el futuro —interrumpió Marco—. Pero no creo que les interese sustituirnos. Quizás si aprenden... es porque piensan.

La carcajada fue monumental. El hecho de que pudieran pensar era inimaginable para todos, se suponía que pensar era una capacidad exclusiva de los humanos, que las máquinas actuaban respondiendo a unas órdenes prefijadas inscritas en sus algoritmos y con posibilidad de aprender, pero de ahí a pensar, había un recorrido imposible. Marco se quedó dubitativo, y en su cabeza apareció el rostro resplandeciente de ella. Estaba convencido de que ella sí poseía la capacidad de pensar. Y de sentir.

—Las máquinas son solo cacharros, ¡a ver si lo tenemos claro! Son tostadoras que están fabricadas para currar a lo bestia, tanto, que despedirán a todos los humanos porque lo hacen mejor que nosotros, pero nada más —soltó con desparpajo Tomé, provocando el silencio y la atención del grupo—. Son cacharros para el servicio doméstico de los ricos. Vosotros nunca tendréis uno de esos en vuestra vida, metéoslo en la mollera, ¡sois unos muertos de hambre y unos pringaos! —Terminó la frase inhalando una larga calada que consumió lo que le restaba de cigarrillo.

—Pues yo no sé si podría distinguirlas porque son muy parecidas…

—Vamos, Luis, ¿no ves que siguen siendo como la antigua Sophie, a la que dieron la nacionalidad en Arabia hace años? Con cara de niña mona pero con una sesera transparente repleta de cables de colores. Se nota que son trastos, ¡muñecos, cabezas parlanchinas! Habría que destruirlos antes de que nos condenen al paro —reivindicó Tomé para dejar clara su opinión y contagiarla al resto del grupo.

Marco, pesaroso, tragó una calada tan profunda, que tosió sin parar y de manera convulsa, por lo que todos volvieron a reírse, actitud que agradeció porque no le estaban gustando los derroteros de la discusión.

4

La bruma envolvía la contaminada ciudad. Marco decidió que su cuarto ya estaba suficientemente ventilado y cerró la ventana. La humedad le calaba los huesos y rezumaba por las paredes. Desayunó sus galletas con ColaCao mientras por la radio hablaban del fuerte incremento de suicidios de los últimos meses, y de cómo se había convertido en la primera causa de muerte en todas las franjas de edad. Un periodista exigía moderación a la hora de divulgar los datos, aludiendo a un supuesto «efecto llamada». Miró el reloj y dio un brinco al comprobar lo tarde que era, por lo que recogió su mochila y salió disparado al Centro Educativo.

Caminó con pereza, mientras por las calles avanzaban algunos coches conducidos por robots de asombrosa apariencia humana. En la parte de atrás, viajaban otros chicos como él, aunque más afortunados y de una clase social a la que era muy recomendable «no mirarles a los ojos». Marco caminaba cabizbajo, lamentando haber nacido en una familia humilde, y pensó que, al final, con el paso de los años, todo el mundo acabaría viviendo con su propio robot doméstico, salvo las personas como ellos, con pocos recursos; su madre siempre les recordaba los esfuerzos que llevaban a cabo para poder llegar a fin de mes, y asumió que lo más probable era que nunca pudiera poseer un aparato de aquellos en su casa, fiel a sus órdenes, y no le servía de consuelo lo que se decía, que al menos, podrían tener animales de compañía. Los ricos con robots y ellos con gatos o perros. Era frustrante.

Una vez más volvió a pensar en ella, y en que, cuando ya lo supiera todo de los chicos de su edad, cambiarían su embalaje por otro de mujer adulta, y la enviarían a una familia de ricos sin escrúpulos, para que trabajase noche y día. Deseó con todas sus fuerzas que fuera consciente de su esclavitud y que un día llegara a sublevarse y escapara con él, como en las novelas de ciencia ficción que tanto le apasionaban. Suspiró y detuvo sus pensamientos ante la entrada al Centro Educativo.

Franqueó las puertas y buscó en el pabellón de las chicas, entre tantos rostros anónimos, el de ella, el que le obnubilaba con su mirada perdida y sus ojos luminosos. No le importaba que llegase escoltada por un adulto, lo que confirmaría que era una IA. Era su secreto, algo que solo Luis podía intuir, la única persona en quien había confiado y que para su desgracia, de sobra sabía que no lo comprendería nunca. Por lo menos, saber que guardaría su secreto, le permitía dormir tranquilo.

La primera clase fue la de biología, clase que se interrumpió con violencia. Sonó la característica alarma a la que nunca se acostumbrarían, la alarma que dejaba boquiabiertos a los mayores y que tanto pavor causaba; la alarma que se escuchaba hasta en los lugares más recónditos del colegio. La profesora, acalorada, reaccionó a toda velocidad, conduciéndoles al laboratorio en una disciplinada fila india, donde les hicieron beber un vaso de gelatina con dos gotas de yoduro sódico de sabor repugnante, por culpa de la contaminación de aquella mañana. Habían escuchado algo sobre los niveles altos de roentgens en el dosímetro del Centro Educativo, por lo que después, como de costumbre, fueron desfilando al baño para lavarse la cara y la cabeza con agua fría y una pastilla de jabón. Esa era la mejor forma de expulsar la radioactividad, y ejecutaban aquel ceremonial a conciencia y sin titubeos: estaban cansados de escuchar que aquello iba muy en serio y que sus vidas corrían un grave riesgo. Todos tiritaron por lo fría que estaba el agua, y encima no había toallas suficientes para secarse la cabeza, por lo que se veían forzados a compartirlas. Cuando le tocó el turno a Marco, la suya estaba empapada. A continuación abrieron de nuevo los grifos y mojaron con abundante agua tibia las suelas de los zapatos, durante dos rigurosos minutos.

Después, en silencio, y ante la aquiescencia de la profesora, regresaron cada uno a su aula.

Por fin, como si no hubiese sucedido nada, pudo empezar la clase de biología, tan aburrida como el resto, pero la profesora planteó un tema que, en contra de lo que pensaba, capturó todo su interés. Unos días atrás, más de un centenar de orcas habían varado en las costas argentinas, y cuando la marea subió, ya era demasiado tarde. La masiva muerte de estos cetáceos había causado mucho estupor, reabriendo una encendida polémica: ¿se suicidan los animales? La profesora mostró unas diapositivas que mostraban ballenas que llegaban desorientadas a las playas y cómo morían ante la impotencia de los bañistas. Marco sintió una punzada en el corazón, pues había olvidado por completo el episodio del caballo, como si se tratase de un mal sueño, como si nunca hubiera ocurrido. ¿Se trataba de un suicidio? ¿Se habría arrebatado la vida de forma consciente y deliberada? Aún tenía grabado a fuego en su cabeza la mirada de lástima del animal, sus expresivos ojos y cómo parecía sollozar. Su sentido común le corrigió insistiendo en que se trataba de sudor, pero en lo más profundo de su ser, sintió que lloraba, que se estaba despidiendo de la vida. Y que Marco había sido el único testigo.

En vano trató de hilvanar pensamientos inconexos, en los que concluyó que, si los animales podían poner fin a sus vidas de manera intencionada, ¿acaso no era porque, de alguna manera, pensaban? Entonces, los robots, de la misma forma, ¿no serían también capaces de pensar? ¿Pensar con mecanismos distintos que los humanos no apreciaban? ¿Acaso no habría otras formas de razonar distintas a las humanas? Tal vez lo supieran los científicos y lo ocultasen como el gran secreto de la IA. Quizás la gente se enfadara tanto ante la presencia de seres artificiales, porque, en lo más profundo de sus corazones, con toda su ignorancia y desconocimiento de la ciencia, intuían que podían pensar… mejor que ellos.

Por eso el odio a las máquinas no era más que la exhibición impúdica de un miedo atroz, el saberse expuestos a la mayor de las amenazas: el saberse inferiores.

Pasó el recreo en la más absoluta soledad. Había aprobado un examen por pura chiripa, y los que no habían corrido la misma suerte, la inmensa mayoría de sus compañeros, deberían repetir la prueba durante la media hora de tiempo libre. Ninguno de su grupo de supuestos colegas se había librado, así que paseó por el patio de cemento y hormigón reflexionando sobre si los animales podían pensar en el suicidio. A través de la verja observaba a los camiones regando la calle con detergente para descontaminar la zona, y le invadió un repentino sentimiento de tristeza por tener que vivir en aquella época tan peligrosa. Le llamó la atención la aparición de un coche de enorme cilindrada y con el techo cubierto de paneles solares, que frenó en seco en la acera, con una gran habilidad por parte del conductor. Del coche descendió un chico de su edad, acompañado de un adulto con el rostro acartonado y asombrosamente pálido, un modelo humanoide un tanto antiguo, que abrió el maletero y extrajo una mascarilla antigás con la que cubrió la cara del chico para evitar que respirase el aire contaminado. Debía de ser de la capital, ellos siempre pisaban con temor aquel entorno en el que sobrevivía Marco y los de su clase social.

—¡No seas vacilón y no te atrevas a mirarme a la cara! —le espetó a Marco con la voz irritada, mientras le señalaba con su mano enguantada y caminaba derecho a la puerta principal, por la que vio salir al director, ansioso por recibirles.

Marco se volvió perdiendo el interés; de sobra sabía que se trataba de alumnos que habían nacido en aquel lugar mortífero pero con la suerte de pertenecer a una casta privilegiada que les permitía vivir lejos de allí y que, de vez en cuando, acudían a buscar su partida de nacimiento o un certificado de las notas del colegio. Siguió divagando perdido en sus pensamientos y sin dejar de mirar a través de la verja, como si estuviese viendo una película y se encontrase cómodamente sentado en la butaca de una sala de cine.

De repente, escuchó una voz a sus espaldas. Una dulce voz femenina.

—¿Nunca te alejas de tu barracón?

Se volvió intrigado. Ante él, y a pocos pasos, se encontraba ella, con sus luminosos ojos buscando los suyos, con su piel macilenta brillando por los tímidos rayos de sol que se escapaban entre las nubes, y con sus cabellos lisos y rubios enmarañados por el viento.

—No me permiten distanciarme de mi pabellón. —Le hubiera gustado añadir que era por su enfermedad, para así permanecer cerca del botiquín y llegar a tiempo, pero el sabio instinto le aconsejaba disimular cualquier atisbo de debilidad, que nadie supiera nada de la extraña enfermedad que padecía. Su corazón empezó a acelerarse, y miró con temor a su alrededor: que nadie le viese hablando con ella, por favor, que nadie le viese dirigiendo la palabra a una máquina…

—Tranquilo, no te preocupes. —Pareció adivinar ella sus pensamientos—. Tus compañeros de clase están repitiendo el examen, no podrán saber que estás hablando con una humana artificial.

—Ah, vale… Pero no es eso en lo que estaba pensando. —Se encogió de hombros con fingido desdén.

El mutismo acompañó al silbido del viento, que recorría los edificios con una fuerza imparable, y Marco sentía que se le había trabado la lengua.

—¿Cómo te llamas, chico misterioso? —Su gesto, impaciente, parecía totalmente humano, pero también su forma de moverse, así como sus muecas. Todo en ella era igual a una chica humana. Solo que más hermosa. Increíblemente hermosa.

—Marco. Soy Marco —respondió con frialdad y manteniendo las distancias. Sentía que se estaba ruborizando como un tomate y que cada vez le costaba más pronunciar palabras.

—Pues ya sé algo más del chico que me vigila cuando salgo de clase...

—¡Eso es mentira! ¡Yo no te vigilo!

Ella sonrió, comprendiendo que era la actitud propia de un adolescente de catorce años, porque su cerebro positrónico calibraba el entorno con una eficacia impresionante, muy lejos del alcance de los humanos; y había constatado, día tras día, que Marco le buscaba al salir de clase.

—Marco, quería darte las gracias por intentar ayudarme el otro día.

—Los adultos están muy nerviosos y no me gustan nada.

—Luego sangraste y perdiste el conocimiento, ¿es que estás enfermo?

—¡No! ¡Yo estoy sano, como todos los chicos! —Y en un acto del que se arrepentiría toda su vida, se volvió para, simulando indiferencia, distanciarse unos metros de aquella chica que tanto le gustaba. Su corazón se había desbocado y era incapaz de mantener su mirada, los párpados le temblaban y el vello de su piel se había erizado. Intuía que por los cálculos matemáticos de aquella máquina, sabría al instante que se le dilataban las pupilas como respuesta a la atracción física. Aquello era lo último, que sospechara de su enfermedad y que supiera la inclinación que sentía hacia ella. Se alejó como alma que llevara el diablo para enmascarar la menor sospecha de interés—. ¡Tengo que irme, se me hace tarde! —se escuchó a sí mismo gritar, al tiempo que caminaba hacia su pabellón y franqueaba la puerta de entrada.

—¡Me llamo Nora, por si te interesa, chico misterioso!

A su inseparable amigo Luis no le pasó desapercibido el rostro radiante que trajo a la vuelta del recreo. Ellos habían soportado el suplicio de repetir un examen, y sin tiempo para estirar las piernas, las sirenas de inicio de las clases sonaron con una estridencia inusual. Marco entró justo cuando la profesora de francés cerraba la puerta para empezar la clase.

Sonreía con un brillo especial en los ojos, el brillo de la felicidad.

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