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Los pescadores

I

Despuntaba el día cuando Pedro llegó frente á la casa de Julia. Acercóse á una de las dos ventanas que daban á la carretera y escuchó atentamente; después llamó con repetidos golpes de los nudillos. Como nadie respondiera, volvió á escuchar y volvió á llamar, esta vez, más fuerte y con mejor fortuna: una voz fresca y juvenil respondió desde dentro con un – «ya voy» – dicho en tono un tanto desabrido.

Pedro, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, empezó á pasear, con la cabeza baja, por delante de la casa.

Era Pedro un guapo mozo, pescador, como su padre, con quien vivía; alto, robusto, ancho de hombros, de entre los cuales salía un recio cuello delator de no pocas fuerzas.

Mirando su rostro, que aunque curtido por el sol y el aire del mar, bien claramente decía no ser más de diez y ocho ó diez y nueve años los que tenía, sentíase una viva simpatía por aquel muchacho. Los ojos, grandes y azules, tenían un mirar noble y sincero, incapaz de expresar nada que fuera contrario al sentir de su dueño; nariz recta y afilada, boca grande, labios finos y pómulos un poco pronunciados; espesas cejas, abundante y rizada cabellera de color castaño muy obscuro, que, desbordándose por debajo de la boina, encasquetada en la coronilla, servía de juguete al fuerte norte que reinaba. No tenía pelo de barba, lo cual le daba una expresión un poco aniñada, y el bigote apenas se revelaba por una ligerísima sombra que aun no había hecho necesaria la intervención del barbero.

Vestía pantalón y blusilla de lienzo; los pies los llevaba descalzos; las mangas de la blusa, remangadas hasta el codo, dejaban ver las de una camiseta á rayas azules y blancas, que también asomaba por el pecho.

Muy contrariado parecía el mozo, á juzgar por la actitud meditabunda con que paseaba. Detúvose haciendo intención de repetir la llamada, cuando la llave, chirriando en la cerradura, anunció á Pedro que la puerta se abría. Julia, hermosa aldeana, arrogante moza que apenas hacía un mes cumpliera los diez y siete años, apareció en ella pugnando por ahuyentar de sus ojos el perezoso sueño, que heroicamente se defendía para seguir acurrucado bajo aquellos párpados que durante la noche le cobijaran.

– ¡Buenos días! – dijo Pedro.

– ¡Buenos!.. – respondió la muchacha en medio de un bostezo que dejó ver su blanca dentadura.

Retiró con ambas manos algunos rizos de su hermoso pelo negro que acariciaban la tersa frente, y, dando un nuevo bostezo, retiróse al interior de la casa, diciendo con tono seco:

– ¡Ahora vuelvo!

– ¡Bueno! – replicó Pedro, reanudando su paseo.

Dos años haría para San Juan que Julia y Pedro tenían relaciones. Nada, hasta entonces, había turbado la paz de aquéllas; porque si es cierto que Julia, con su carácter altanero daba lugar á frecuentes disgustillos, Pedro sabía perdonarlos y suavizar las querellas. Pero he aquí que en aquellos últimos tiempos habíase metido el diablo por medio, y esta vez Pedro, por más que hacía, no encontraba forma de dar al olvido ni de disculpar las cosas que estaban pasando, y que muy pronto sabremos.

Julia, en vida de su madre, que del padre nada podemos decir, por desconocerlo, como lo desconocían en la aldea, iba con ella al mercado de la ciudad, que de allí á poco más de una legua se encuentra, á vender leche, manteca y huevos; después, cuando la madre murió, siguió ella sola con el comercio, no por voluntad, sino porque era el único medio de ganar el sustento; medio que á Julia le parecía harto incómodo y molesto.

El rápido desarrollo de su exuberante hermosura hizo que, desde muy niña – catorce años tenía cuando murió la madre – se viera asediada y pretendida por todos los muchachos, en su mayoría pescadores, de la aldea. Tampoco en la ciudad faltaban pretendientes á la bella aldeana; y bien fuera esto, bien que en su predispuesto temperamento germinara demasiado pronto el envanecimiento, ello es que á todos rechazaba, desdeñosa é indiferente. Tan sólo Pedro, al cabo de mucho penar, y de repartir muchos golpes para quitar rivales de en medio, consiguió ser recibido con buena cara; y esto hay quien dice que fué, no porque Julia pensara que aquél llenaba por completo sus deseos y ambiciones, sino por dejar con tres palmos de narices á todas las mozas que en la aldea se pirraban por él; que pescador más bueno, más guapo, honrado y trabajador, no le había en cien leguas á la redonda de Rodaleda, que así se llama la aldea donde nos hallamos.

Decir que Pedro quería á Julia, sería no dar idea de la intensidad de su cariño; Pedro la idolatraba, sentía por ella una verdadera adoración, y su solo deseo era casarse cuanto antes; pero ella siempre daba largas al asunto diciendo que había tiempo.

No tan gustoso como el muchacho era su padre en aquel matrimonio; mas viendo á su hijo tan enamorado, si al principio le hizo algunas observaciones, pronto dejó de sermonear, pensando que lo que fuera ello había de ser.

Pedro, siempre que el trabajo de la pesca, que hacía con su padre, se lo permitía, iba á buscar á Julia para acompañarla al mercado; si no podía hacerlo, salía á esperarla al regreso; y, en fin, cuando ni una ni otra cosa era posible, aguantaba marea hasta el anochecer.

Mostrábase él siempre cariñoso y solícito con ella; Julia, por el contrario, casi siempre aparecía indiferente á estas atenciones. Pedro, no obstante, no se quejaba, y si alguna vez ella se mostraba algo cariñosa, creía haber alcanzado el reino de los cielos.

Salió Julia de la casa llevando en sus manos un cántaro de barro y una cesta, objetos ambos que dejó sobre una gran piedra rectangular que, adosada á la fachada de la casa, hacía las veces de asiento.

Pedro cogió el cántaro y lo puso sobre el hombro; Julia, después de cerrar la puerta con llave, se puso el cesto en la cabeza, sujetándolo con una mano para que el fuerte viento que reinaba no lo derribase.

Operación muy acostumbrada debía ser esta en ellos, por cuanto su ejecución no dió lugar á discusión alguna. Emprendieron la marcha. Julia, desnuda de pie y pierna, caminaba rápidamente con paso menudito; el viento agitaba su falda de percal, ciñéndola unas veces sobre los muslos, levantándola otras lo necesario para que se pudieran ver las soberbias pantorrillas de la muchacha. Completábase el traje de Julia con una chambrilla blanca, y, cruzada sobre el pecho, modelando los turgentes senos, una pañoleta de vivos colores que enlazaba sus puntas sobre la cintura, en la espalda. El pelo, de un negro brillante, con reflejos acerados, caía peinado en dos grandes trenzas que unían sus extremos por una ancha cinta negra.

En su rápido caminar, la pareja iba adelantando á unos y á otros que, ya solos, ya en grupos de dos ó tres, se dirigían también al mercado; ésta, para vender lo que en la aldea sobraba; aquél, para comprar lo que no había. Aquí encontraban una que, cantando, se acompañaba en su camino; más allá, un grupo alegre y contento, del que salían francas risas y frases intencionadas. Julia y Pedro saludaban á todos al pasar.

– Vaya con Dios, Julia y la compaña– dijo una fornida moza, que llevaba sobre la cabeza un cesto con algunas gallinas, cuyas cabecitas asomaban espantadas.

– ¿Vas al mercado, Pepa? – preguntó Julia por decir algo.

– Voy á vender media docena de gallinas que ya se van haciendo viejas.

– A ver si tienes suerte y las vendes todas – añadió Pedro.

– ¿Quieres venir con nosotros? – interrogó Julia sin detener su rápido andar.

– Gracias. Bien acompañados vais los dos, sin necesidad de estorbos.

– No, mujer; por eso no lo hagas…

– Vosotros vais más de prisa.

– Pues hasta luego, Pepa.

– Id con Dios.

Siguió la pareja su marcha, y pronto dejaron á Pepilla muy atrás.

– Sí que se figuraría la Pepa que nos iba á estorbar la conversación – dijo al fin Julia con tono irónico.

– No será por falta de asunto para sostenerla – contestó Pedro.

– Pues habla, hombre; mira que es malo dejar que las cosas se pudran en el cuerpo.

– Peor es, á veces, hablar de ellas.

– No serán muy buenas.

– Tampoco serán malas, cuando se da lugar á que las haya.

– Vamos, hombre; habla ya de una vez…; aunque de memoria me sé el asunto que, desde ayer, te está recomiendo.

– ¡Mira cómo lo sabes!

– ¿Cómo no he de saberlo, si desde ayer tienes una cara que parece un libro abierto?

– Porque no soy como otros que ocultan lo que sienten.

– Eso no lo dirás por mí.

– Bien sabes que tú eres la única persona que me trae con cuidado en este mundo.

– ¿Y en qué te fundas para pensar de mí de ese modo?

– ¡En que dices que me quieres y no es cierto!

– ¿Que no es cierto? ¡Pues quién me iba á obligar á decírtelo, si ello no fuera mi voluntad? Si yo no te quisiera, ¿por qué ibas á estar ahora á mi lado?

– ¡Bah!.. También están á tu lado otros…

– ¿Volvemos?

– ¡Ya lo creo que volvemos!

– ¡Pues sí que es tormento!

– Tormento, el que tú me estás dando, Julia.

– El que tú te proporcionas por cosas que no tienen fundamento.

– ¡Que no tienen fundamento!

– ¡Ninguno!

– ¿De modo que no tiene fundamento el que ese señor que antes pasaba todas las tardes en el automóvil, sin detenerse, de poco tiempo á esta parte se haya parado tres veces frente á tu casa… para verte y para hablarte?

– ¡Eso lo dices tú!

– ¡Eso lo dice todo el mundo en la aldea!

– En la aldea no se pierde la ocasión de hablar mal del primero que se presenta.

– Difícil es hablar mal de nadie, cuando no hay algún motivo, por pequeño que sea.

Al oir esto, Julia, parándose en seco y encarándose fieramente con Pedro, exclamó:

– ¿Y cuál es el motivo que he dado yo, si puede saberse?.. ¿Me lo quieres decir?

– Yo no digo que tú hayas dado motivo; pero sí digo que tú ves esas detenciones con agrado, que si así no fuera… ¡ya sabrías evitarlas!

– ¿Yo? Ni á mí me preocupan esas visitas, ni yo tengo por qué evitarlas… ni sé cómo podría hacerlo. – Y al decir esto, Julia reanudó la marcha.

– Tampoco yo puedo decirte cómo; pero sí puedo decirte que si tú quisieras, te sería muy fácil evitar esa casualidad de que, siempre que pasa, estés en casa.

– Demasiado sabes que no salgo casi nunca de ella; y, después de todo, no creo que ese señor sea el coco, para que yo tenga miedo de que me coma. Pararon allí el primer día, porque necesitaban agua; me la pidieron y yo se la di. Después, las otras dos ó tres veces, sabiendo que yo vendía leche, paró para pedirme un vaso; se lo di y me lo pagó de modo que con media docena de vasos que vendiera diarios á ese precio, no necesitaría darme esta caminata para ir al mercado. ¿Tengo yo la culpa de esto? ¿Voy á negarme á vender una cosa que es mi comercio?

– ¡Porque tú quieres!

– ¡Porque yo quiero! – replicó Julia con tono zumbón.

– Ni más ni menos; que si por ti no fuera, ya estaríamos casados hace mucho tiempo.

– ¡Ya salió el casorio! ¿Y qué hacemos con eso?

– Que tú no tengas que pensar en otra cosa que en tu marido.

– Y que donde dos lo pasan malamente, seamos tres para empeorarlo.

– ¡Julia!.. ¡A ti nada ha de faltarte!

La muchacha, comprendiendo que sus palabras habían sido demasiado crueles, trató de suavizarlas, y dulcificando un tanto el tono acre y destemplado que empleara, dijo:

– No he querido yo decir que me vaya á faltar lo más indispensable; pero si porque á mí no me falte, ha de faltarle á los demás, es lo mismo.

– ¿Y quién te dice que vaya á faltarnos á los demás? A mi madre nunca le faltó lo necesario; y eso que entonces mi padre era solo á ganarlo.

– Siempre conformándose con lo indispensable – murmuró Julia entre dientes, de modo que Pedro no pudo entenderla.

– ¿Qué dices? – preguntó éste.

– Nada, nada; no digo nada, hombre, no digo nada… ¡Que estoy muy cansada es lo que digo!

– Como que ya estamos llegando. Ven, vamos á sentarnos en aquellas piedras; no quiero separarme aún de ti; siento deseos de hablarte, y, sobre todo, de que me hables, Julia; de oirte, de escucharte…

– Se nos hará tarde.

– No. Sin darnos cuenta, hemos traído un paso tan rápido, que seguramente habremos ganado más de quince minutos. Mira: el Sol aparece ahora por la cima del monte Padruco, y otros días ya está más de una cuarta por encima de él. Ven, Julia, vamos á sentarnos un poquito.

Julia, no atreviéndose á contrariar á Pedro, dejóse llevar por él y fueron á sentarse en unas grandes piedras que, algo distantes del camino y próximas al mar, bajo unos árboles estaban.

Desde allí vieron pasar, poco á poco, á todos los que en el camino habían dejado atrás. Pepilla, dándoles una voz, hubo de decirles con semblante risueño: – ¡Eh!.. ¿Veis cómo no por mucho correr se llega antes? – Y dando una alegre carcajada, siguió adelante.

Pedro, sin hacer caso de nadie, hablaba á Julia.

El viento había calmado, y la mañana se anunciaba tranquila y apacible. El mar, á pocos metros de distancia, saltaba blandamente sobre las rocas formando blancas cascadas de espuma y humedeciendo el ambiente. El Sol, lentamente, con temor, como chico que jugando al escondite asómase tras de una esquina, aparecía por detrás de la cima del monte Padruco, que separa á Rodaleda del valle de Santa Feliciana, y que forma el último eslabón de la cadena de montañas que cubre aquella región.

Pedro hablaba cada vez más apasionadamente; Julia, con la mirada perdida en el espacio, como si contemplara un algo muy lejano que su imaginación forjara, parecía no prestar atención á lo que Pedro le decía.

– Tengo ya ahorrado lo que necesitamos para casarnos y aún más. ¿Por qué retrasar nuestra felicidad? – decía Pedro.

– Porque es cosa que debe pensarse mucho.

– ¿Que debe pensarse? ¿Para qué dudar en coger la dicha, cuando sólo depende de nuestra voluntad? No, Julia de mi alma, no esperemos más; no hagas que ahonde en mi corazón la espina que llevo clavada en él, al pensar que no me quieres.

– Pues si esas espinas se te clavan ahora, ¿no son de temer las que se te puedan clavar luego?

– ¿Luego? – exclamó Pedro con asombro. – ¿Y por qué se me ha de clavar ninguna, siendo ya mi mujer? Si te casas conmigo, ¿á quién vas á querer sino á mí?

– Tampoco quiero á nadie ahora más que á ti… y sin embargo…

– Ahora aún eres libre para que yo pueda perderte, y la idea de que alguien pueda robarme tu cariño me enloquece hasta el punto de hacerme pensar que el que lo lograra no gozaría mucho tiempo de su robo.

Y tal entonación de fiereza dió Pedro á sus palabras, que Julia, asustada, hubo de exclamar:

– ¡Ay! Por Dios, Pedro, no pongas esa cara ni hables de ese modo… que no viene á cuento.

– Es que tú no sabes lo que te quiero, Julia; es que tú no sabes que por ti ni vivo ni sosiego.

– Pues vaya un modo de querer… ¡Por Dios!

– ¡Si vieras, Julia, qué deseos tengo de verte allí, en nuestra casita, en aquella que mi madre llenó de felicidad y de alegría, mientras vivió; en aquella que ahora permanece triste y silenciosa, comunicándonos á mi padre y á mí su tristeza y su silencio! Ven, Julia, ven allí, á nuestra casa, á la que albergó el amor de mis padres y que dará albergue al nuestro; ven á ocupar el puesto que dejó vacío mi madre, á ser el consuelo de mi padre y mi alegría.

Julia, emocionada por las tiernas y cariñosas palabras de su novio, había inclinado la cabeza sobre el pecho.

Pedro rodeó con un brazo la cintura de su novia y la estrechó contra su pecho con amor.

– ¿No me respondes nada? – decía acercando su cara á la de ella y acariciándola apasionadamente las manos que cruzadas sobre la falda tenía.

– Qué quieres que te responda, Pedro; ya iré, ya seré tuya… ya te lo he dicho mil veces; pero ¿qué falta hace precipitarse?

– Pero ¿me quieres?.. ¿Verdad que me quieres mucho?

– ¡Qué tonto!.. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga?

– Muchas, Julia querida, muchas; porque cuando te lo oigo, yo no puedo decirte qué es lo que siento, pero me dan ganas de reir, de bailar…

– ¡Qué chiquillo eres! Pero vámonos ya, que lo menos hemos estado aquí una hora, y voy á llegar tarde á casa de las parroquianas.

– Espera un momento.

– ¿Para qué?

– Para una cosa.

Y Pedro, risueño, contento, alegre como un niño, sacó con gran misterio un pequeño envoltorio del bolsillo del pantalón.

– ¿Qué es eso? – preguntó Julia con curiosidad.

– Una cosa que tengo para ti hace varios días.

– ¿Hace varios días? ¿Y por qué no me la has dado antes?

– Porque… porque…

– ¡Porque ya estarás convencido que eres un solemne tonto! ¿Qué es?

– Mira – dijo Pedro con aire de triunfo, desenvolviendo lentamente el paquetito.

– ¡Un collar de corales! – exclamó la bella aldeana dando palmadas con infantil alegría.

– De corales, eso; de corales finos; los mejores que pude encontrar, que por algo eran para ti. Hace tiempo que tenía metido en la cabeza que su color rojo había de sentar muy bien sobre la blancura de tu cuello, y el otro día los compré.

– Trae… trae acá que me lo ponga.

– No; te lo he de poner yo.

– Tú no sabes.

– ¿Que no? Vuélvete un poco.

Julia volvióse de espaldas á Pedro y con ambas manos retiró la pañoleta, dejando al descubierto la blanca nuca. Pedro, pasando con una mano el collar por delante de Julia, lo abrochó, ajustando el torneado cuello; al mismo tiempo, temblando de emoción y con sumo cuidado para que ella no lo advirtiese, se inclinó, conteniendo la respiración, y dió un beso en aquellas divinas carnes.

Julia, estremeciéndose, se levantó rápidamente dando un ligero grito: era el primer beso que su novio se había atrevido á darla.

Rojo, como los corales del collar, se puso el muchacho, quedando sin atreverse á levantar la vista hasta Julia, de la que esperaba algún duro reproche; pero ésta nada dijo. Después de un breve silencio cogió la cestita, exclamando con alegre tono:

– ¡Vamos, Pedro, vámonos ya!

Pedro, al ver que Julia no le reñía por su atrevimiento, levantóse alegremente, púsose el cántaro de leche al hombro y empezó á caminar junto á su novia.

Al llegar á la ciudad despidiéronse en el sitio acostumbrado. Pedro entregó el cantarillo á Julia, y ésta se fué á recorrer las casas de los clientes, quedando en reunirse en el mercado, donde Julia iba á vender los restos de su mercancías, cuando los había, lo cual no solía suceder.

Pedro, alegre, feliz, sintiendo aún en sus labios el cálido contacto de la carne de Julia, la vió marchar, diciéndola adiós con la mano.

Cualquiera que hubiese estado á mal con su pellejo, no tenía más que haberse puesto delante de Pedro y haberle dicho: «Julia no te quiere.» «¡Que Julia no le quería! ¿Podía habérselo dicho más claro? ¿Podía haberle dado una prueba mayor de su cariño? Ella, que siempre se había mostrado esquiva y despegada; ella, que nunca le había consentido la menor confianza, no se había incomodado, no había protestado al sentirse besar… ¿Qué más prueba de cariño? Es verdad que cuando ella hubiera querido protestar, ya no habría tenido remedio; pero, de todos modos, podía haberse enfadado, podía haber afeado la conducta traidora de su novio, y no lo había hecho; luego señal era esto de que no le había desagradado el atrevimiento de Pedro.

»Bendito collar, que había dado lugar á la realización de aquel deseo, por tanto tiempo anhelado… Si lo hubiera sabido, ¿cuánto tiempo no haría ya que lo llevaría ella puesto? Y no uno, sino veinte; que si por collares era, por eso no había de quedar; ahorrado tenía él para poder estarse besando á Julia una semana entera; y esto siendo pescador, que si fuera banquero, de brillantes como puños los compraría él para ponerlos en aquella garganta que… ¡vamos!.. no sabía con qué compararla, porque él no había estudiado ni sabía de esas cosas; pero que apostaba la cabeza á que no había otra más bonita ni más blanca. ¿Es que se podía pensar que el collar fuera la causa de la mansedumbre de Julia en aquel feliz momento?» Ni Pedro lo pensaba, ni quisiera Dios que á nadie se le ocurriera suponerlo; que hacía falta ser todo lo mal pensado del mundo para poder suponer que por él no recibiera con disgusto el beso. «¡Madre de Dios! Pues si tal contento y tanto desasosiego le había producido aquel beso, ¿qué no sería cuando se le diera en la boca, en aquellos labios más rojos que los corales?»

Todo esto, y mucho más, iba diciéndose Pedro mientras se dirigía hacia la tienda en que había de comprar los menesteres de pesca que su padre le encargara el día antes.

Gran sorpresa causó al mercader la actitud alegre y feliz de Pedro; pero cuando su asombro llegó al paroxismo, fué cuando vió que no regateaba y, sobre todo, que encontraba los artículos buenos, cosa inusitada en Pedro, que todo lo encontraba malo, no porque lo fuera, sino porque así procuraba sacarlo más barato.

Aquel día no sólo lo encontraba todo de superior calidad, sino que llegó á interesarse por la marcha del negocio, deseando que éste subiera como la espuma; porque ¿qué menos merecía aquel honrado tendero que se pasaba la vida detrás del mostrador, trabajando sin descanso para mal vivir, sin disfrutar de la vida, sin tener novia – seguramente que no la tenía – y sin saber lo que eran la alegría y la felicidad?

Salió por fin de la tienda, y á pocos pasos, un pobre tullido que por piernas tenía un cajón con cuatro ruedas, le pidió limosna con voz quejumbrosa y lastimera.

Pedro echó mano al bolsillo, y sacando una perra se la dió, lamentando no ser rico para socorrerle con más largueza… «Parece mentira, habiendo gentes tan ricas!.. ¡Qué corazones más duros! ¿Y cuánto tiempo llevaba así?.. ¿Veinte años?.. ¡Qué atrocidad! ¡Veinte años en un cajón!.. Y ¿tenía familia?.. ¡Claro!.. ¡El ser pobre y carecer de piernas no tenía nada que ver para tener familia! Ya… ya… ¡pobrecillo!.. No era necesario que le contara sus desdichas, para hacerse cargo de ellas… ¡Cuánto sentía no poderlas remediar! Si fuera banquero en vez de pescador, al mismo tiempo que compraba un collar de brillantes para Julia, le compraría á él un silloncito con ruedas, para que fuera cómodamente á pasear».

Pedro, ya que aquello no era posible, sacó otra moneda, se la dió, y deseándole muchos corazones blandos que se compadecieran de su desgracia, se alejó con paso rápido.

Apenas se había separado del pobre, cuando tropezóse con un marinero, el cual nunca ó casi nunca había cruzado más palabras con él que algún «adiós, Fulano», dicho con el tono de indiferencia propio de un conocimiento que no llega á la categoría de amistad. Verle y pararle, todo fué uno. «¿Cómo van los negocios?.. Y ¿quieres refrescar? ¿No?.. Bueno, pues adiós, chico; que te conserves tan bueno.»

Y Pedro siguió su camino sin poder explicarse que las gentes puedan pasar unas junto á otras sin saludarse siquiera, por el solo hecho de que no se conocen… ¿Qué falta hace conocerse para saludarse, para abrazarse… para decirse unos á otros si son felices?

A poca distancia suya acertó á pasar una parejita muy acaramelada. «Mira ése qué tonto – pensó Pedro – ; lo menos se ha figurado que su novia es guapa… ¡Qué sabrá ése lo que es una mujer bonita!»

Así divagando, Pedro llegó hasta el faro del puerto, que era el paseo que se daba siempre que acompañaba á Julia, para entretener el tiempo y dar lugar á que fuera la hora de ir á recogerla.

Aquel día, al llegar, descendió saltando por las rocas hasta una algo elevada, próxima al mar, y se sentó en ella.

Pedro, encariñado con el mar como si fuera una segunda novia, contemplábalo con arrobamiento, sonreía al ver su obstinada terquedad de combatir á la tierra como á eterna enemiga, que le mantenía encerrado dentro de sus límites. El mar, como si quisiera demostrar á Pedro la alegría que le causaba el verlo, arrojaba hasta él sus espumas, que le mojaban. Largo rato pasaba allí Pedro otros días, que no menos de dos horas tardaba Julia en despachar á sus parroquianas; pero aquél, la impaciencia hacíale tomar por horas los minutos que pasaban, y pronto emprendió el regreso; ni siquiera fijó su atención en una airosa y fina goleta que con las cangrejas de sus dos palos desplegadas, enfilaba la entrada del puerto. En aquellos momentos Pedro no podía fijarse más que en la imagen querida de Julia, que por todas partes se le representaba: reflejada en las aguas, en el ambiente, dibujada por las sombras de los árboles, de las hojas, que los rayos del Sol siluetaban en el suelo. El canto de los pajarillos, Julia decía; Julia, murmuraba el viento, y Julia, susurraba el mar; Julia, en fin, decía la Naturaleza toda, que lucía aquel día sus más bellas galas en honor de la bella aldeana.

Un rayo no hubiera cruzado el espacio con más rapidez que Pedro desanduvo lo andado.

Llegó al punto de cita, jadeante, sin aliento y, claro está, la muchacha no solamente no había llegado, sino que aún tardaría un buen rato, si es que el reloj de una tienda en que Pedro miró la hora, marchaba bien, cosa que á él le pareció muy dudosa.

Pedro empezó á pasear las calles mirando los escaparates de las tiendas, leyendo los letreros de las mismas y sacando mentalmente de ellos las letras que formaban el nombre de su novia; metióse por el muelle, volvió á la población, pasó veinte veces por el lugar de la cita y, al fin, vió á Julia que con el cantarillo y el cesto se dirigía airosa y gallardamente hacia el mencionado lugar. El corazón del pescador dió dos ó tres volteretas en el pecho.

– Creí que no venías nunca – dijo el muchacho haciendo un verdadero esfuerzo para despegar los labios.

– ¿He tardado?

– No; pero es que los minutos hoy me han parecido siglos, siglos interminables que he pasado sin verte.

Nada digno de mención ocurrió en el regreso á Rodaleda, si no es la alegría creciente de Pedro al verse nuevamente al lado de ella, y un cierto azoramiento, algo así como inquietud y sobresalto, en Julia. Esto, bien se echaba de ver al primer golpe de vista; pero no se hallaba el enamorado pescador en condiciones de ver nada que pudiera ir en detrimento de su novia.

Poco, ó nada, hablaron por el camino; pero, á juicio de Pedro, esto era lógico: si él sentía todavía la vergüenza de su atrevimiento, ¿qué no le pasaría á ella? No obstante, no sería muy aventurado afirmar que el pensamiento de Julia hallábase muy distante de aquel acontecimiento. Su mirada dirigíase constantemente hacia el mar, por el que vagaba con ensueños ignorados.

Despidiéronse frente á la casa de Julia, situada á la entrada de la aldea entre la carretera y el mar, y Pedro se fué á la suya dando saltos y cabriolas como un chiquillo; actitud que produjo no poco contento á su padre, el señor Jaime, que desde hacía tiempo siempre le veía triste y taciturno.

Sentáronse á comer padre é hijo; durante la comida, Pedro habló sin dar tregua ni descanso á la lengua. – Había que ir pensando en agrandar la casa y en arreglarla un poquillo, porque la boda sería ya pronto, muy pronto; sólo era cuestión de un par de meses el que Julia estuviera allí, entre ellos. Ahora que el tío Roque, el albañil, no tenía nada que hacer, era cosa de aprovechar la ocasión para poner la casa blanca como una paloma que se hubiera posado en lo alto del acantilado en que aquélla se hallaba situada.

Comía el padre lentamente, pensando para sus adentros sabe Dios qué cosas, y dejaba decir á su hijo, asintiendo á todo, gozoso de verle tan alegre y satisfecho.

Aquel día fué para Pedro un día único en su vida; jamás, en sus pocos años, había pasado otro mejor ni más risueño.

Bien hemos hecho en decir que este día fué único en la vida del pobre Pedro; porque es lo cierto que desde el siguiente empezó para él una era de pesares y tormentos, que acabó para siempre con su breve alegría.

Al día siguiente le faltó tiempo al hijo de la Pepona para irle con el cuento á Pedro. El hijo de la Pepona, que aunque había cumplido los once años apenas representaba siete, según lo encogido y raquítico que estaba, era el encargado de dar al pescador las malas noticias.

El pilluelo, dedicado á vagar todo el día por la aldea, sin ocupación de ningún género, enterábase de todo lo que pasaba en ella, y era sabedor de lo que le ocurría á todo bicho viviente. Su madre, dedicada unas veces á lavar ropa, otras á llevar pesadas cargas al mercado de la ciudad, otras, en fin, á pedir limosna, no podía ocuparse gran cosa de él, y, atendiendo al aspecto enfermizo del mucho, mandábale á la carretera á implorar la caridad de los que pasaran; pero Pascualín, que este era el nombre del chico, no se tomaba esta molestia y agradábale más enterarse de todo lo que no le importaba; por eso estaba tan al corriente de los asuntos de Pedro.

El asunto de aquel día era un asunto que se repetía por cuarta ó quinta vez: el automóvil había estado parado frente á la casa de Julia; el señor se había apeado y había estado sentado en la piedra aquella que estaba junto á la casa, hablando con la muchacha y bebiendo un vaso de leche.

Lo peor de todo esto es que ello sucedía siempre cuando Pedro, con su padre, estaba en la mar… ¡Parecía que alguien le avisaba al maldito señorón aquel!

Aquella situación no podía continuar, y Pedro, resuelto á que terminara, se encaminó á casa de su novia. Se hacía indispensable que ella fijara una fecha definitiva para la boda, ó Pedro no respondía de tirarse de cabeza al mar, ya que no lograba echarle la vista encima al bandido que venía á turbar su felicidad.

Resistióse la muchacha cuanto pudo á la pretensión de Pedro; dió evasivas que bien á las claras demostraban la batalla que se libraba en su alma; pero Pedro estaba ciego. Por último, viéndose ya acorralada por la insistencia de su novio y no queriendo, al parecer, dar respuesta alguna categórica, en aquel día, quedó acordado que al siguiente, cuando Pedro regresara de la pesca, resolvería en definitiva.

Inquieto y nervioso durmió Pedro aquella noche; la bella aldeana no pegó los ojos ni un solo momento.

Llegó el nuevo día… y llegó el momento en que padre é hijo regresaran de la pesca. Pedro, no bien puso el pie en tierra, dirigióse precipitadamente á casa de Julia. A pocos pasos de distancia, y sentado en el suelo, vió á Pascualín que con un dedo hacía exploraciones en las narices. Pedro no pudo reprimir el gesto de desagrado que provocara en él la vista de aquel chiquillo que siempre le anunciaba malas nuevas.

Llegó á la casa; la puerta estaba abierta; acercóse á ella y con voz apagada llamó: – «Julia… Julia…» – Nadie le respondió. – «¡Julia… Julia!» – volvió á llamar con voz más recia. Por respuesta obtuvo el mismo anterior silencio. Pedro sintió que el corazón se le paralizaba y que la sangre, al huir de él, se le subía á la cabeza.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
11 августа 2017
Объем:
160 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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