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2. EL ESPEJISMO “VERDE”

El Vissudhimagga es un texto indio del siglo V que nos plantea el siguiente acertijo: «¿Dónde está exactamente lo que llamamos “carro”? ¿En el eje, en las ruedas, en el bastidor o en las riendas que lo conectan a la caballería?»

El texto concluye afirmando que lo que llamamos “carro” no se encuentra en ninguna parte, y sólo se refiere al ensamblaje provisional de los diferentes elementos que lo componen. Desde esa perspectiva, pues, el carro no es más que una ilusión.

Ese antiguo texto recurre a ese acertijo para ilustrar la naturaleza evanescente del yo, que no reside en nuestros recuerdos, en nuestros pensamientos, en nuestras percepciones, en nuestras sensaciones ni en nuestras acciones (adelantándose así unos mil quinientos años a la moderna deconstrucción filosófica del yo).1 Pero también podríamos aplicar el mismo análisis a una Game Boy, una licuadora o cualquier cosa compuesta, es decir, a cualquier objeto susceptible de disgregarse en una multitud de elementos y procesos constitutivos.

El llamado “análisis del ciclo vital” [LCA en inglés, de Lyfe Cycle Analysis] es un método utilizado por la moderna ingeniería industrial para desmenuzar sistemáticamente cualquier producto fabricado por el ser humano en sus elementos compositivos y en los procesos industriales subsidiarios que le dieron origen y determinar, con precisión casi quirúrgica, su impacto sobre la naturaleza, desde el momento de su producción hasta el de su eliminación final.

Los orígenes del análisis del ciclo vital fueron bastante prosaicos. Uno de los primeros estudios de ese tipo fue encargado, a comienzos de los años sesenta del pasado siglo, por Coca-Cola, para cuantificar los beneficios del reciclado y determinar las ventajas relativas de las botellas de plástico y las de vidrio. El método no tardó en expandirse a otras ramas de la industria y cada vez son más las empresas, tanto nacionales como internacionales, que, en algún que otro momento, apelan a él para tomar decisiones relativas al diseño y la fabricación de sus productos. Y lo mismo hacen los gobiernos que lo emplean para establecer las normas a las que la industria debe atenerse.

El análisis del ciclo vital fue puesto a punto por un grupo indefinido de físicos, químicos e ingenieros industriales que aspiraban a documentar los pormenores asociados a la fabricación de un determinado artículo, es decir, los materiales y la energía requeridos y el tipo de polución y productos tóxicos generados en cada uno de los pasos de su larga cadena vital. Aunque el polvoriento texto del acertijo del carro con el que iniciábamos el presente capítulo sólo enumera un puñado de componentes, el actual análisis del ciclo vital de un Mini Cooper, por ejemplo, lo desmenuza en miles de partes que llegan, por ejemplo, hasta los módulos electrónicos que controlan sus diferentes sistemas eléctricos. Estos módulos electrónicos, que regulan el funcionamiento del ventilador, de los limpiaparabrisas, de las luces, del sistema de ignición y del motor, se disgregan, a su vez –como el carro en sus partes constitutivas– en circuitos impresos, cables, plásticos y varios metales, a lo largo de toda la cadena de extracción, manufactura, transporte, etc. Y, en cada uno de los pasos, el análisis puede seguir desmenuzándose en miles de procesos industriales todavía más discretos hasta el punto de que el análisis del ciclo vital completo de ese coche puede llegar a incluir centenares de miles de unidades diferentes.

El guía que ha orientado mis pasos en este terreno ha sido Gregory Norris, un ecólogo industrial de la Harvard School of Public Health [Escuela de Salud Pública de Harvard]. Formado en ingeniería mecánica e ingeniería aeroespacial en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y en la Purdue University, respectivamente y habiendo trabajado como ingeniero aeronáutico varios años para las fuerzas aéreas, donde contribuyó a perfeccionar las estructuras aeroespaciales, sus credenciales son impecables. A pesar de ello, Norris sostiene rotundamente que «no es preciso, para llevar a cabo un análisis del ciclo vital, ser ingeniero aeronáutico. Basta sencillamente con saber rastrear los datos adecuados».

El análisis del ciclo vital es un análisis minucioso que nos permite cuantificar los impactos negativos del ciclo vital de un automóvil, desde su fabricación hasta el desguace, en términos de materia prima consumida, cantidad de energía y de agua empleada, ozono generado por las reacciones fotoquímicas, contribución al calentamiento global, toxicidad sobre el agua y el aire y generación de residuos peligrosos, por nombrar sólo unos pocos.2 Y es interesante constatar que, en lo que respecta al calentamiento global, el análisis del ciclo vital revela que el peaje total del ciclo vital de un automóvil, desde la fábrica hasta el desguace, palidece si lo comparamos con el provocado por las emisiones de gases que tienen lugar durante toda su vida útil.

Otra metáfora muy apropiada para describir la naturaleza de los procesos industriales es la red del dios Indra mencionada en un tratado chino del siglo VIII.3 En el cielo de Indra, según el texto, existe una red milagrosa que se extiende en todas direcciones y en cada uno de cuyos nudos hay una joya tan perfecta que todas sus facetas reflejan a todas las demás.

La red de Indra nos proporciona una imagen perfecta para entender la extraordinaria interconexión e intraconexión que existe tanto en los sistemas de la naturaleza como en sistemas industriales como, por ejemplo, la cadena de suministros. Cuando Norris me mostró el análisis del ciclo vital del proceso de fabricación de un tarro de vidrio, como los que se utilizan para la mermelada o la salsa para pasta, acabé perdiéndome en el laberinto de relaciones que conectan los elementos de una cadena aparentemente interminable de materias primas, distribución y energía. Tengamos en cuenta que la fabricación de un simple recipiente de vidrio para mermelada (o de cualquier cosa que pueda contenerse en un envase de esas características) requiere del concurso de productos procedentes de decenas de proveedores diferentes, como arena, sosa cáustica, caliza, varios productos químicos inorgánicos y los servicios de gas natural y electricidad, por nombrar sólo unos pocos. Y cada uno de esos distintos proveedores también depende, a su vez, de decenas de otros proveedores.

Poco ha cambiado, desde los tiempos de la antigua Roma, el proceso básico de fabricación del vidrio. Hoy en día, los hornos de gas natural se mantienen a unos 1.100 grados centígrados las veinticuatro horas del día convirtiendo arena en vidrio para ventanas, recipientes o la pantalla de nuestro teléfono móvil. Pero las cosas no acaban ahí, porque una gráfica que recoge los trece procesos más importantes utilizados en la fabricación de esos recipientes pone de manifiesto la existencia de 1.959 “unidades de proceso” diferentes. Cada unidad de proceso de la cadena está asimismo compuesta de innumerables procesos subsidiarios, que son, a su vez, a modo de regresión infinita, el resultado de centenares de otros.

Cuando le pedí detalles, Norris me dijo: «La producción de sosa cáustica, por ejemplo, requiere cloruro sódico, caliza, amoníaco líquido, combustible y electricidad, amén del transporte de todos esos productos hasta la planta de fabricación. La fabricación de cloruro sódico, a su vez, requiere de la minería, del uso del agua y del input de materiales, equipamiento, energía y transporte. Todo está conectado con todo –concluyó Norris–, lo que nos obliga a pensar de un modo nuevo».

También hay que señalar que, aunque la cadena de suministros de un recipiente de vidrio se extienda de un modo aparentemente interminable, acaba remontándose a otros vínculos anteriores. Según me dijo Norris: «Si vas más allá de los 1.959 vínculos de la cadena de suministros del envase de vidrio, incurres en repeticiones, de modo que la cadena prosigue indefinidamente, aunque lo hace de un modo asintótico».

Cuando le pedí a Norris un ejemplo concreto de esos bucles repetitivos, afirmó que «es necesaria electricidad para fabricar acero, pero también necesitas acero para construir y mantener una central eléctrica –explicó–. Podríamos decir que la cadena prosigue eternamente, pero también es cierto que, cuanto más atrás nos remontamos, menor es el impacto de los procesos».

Así pues, la versión industrial de la red de Indra se asemeja al ouroboros, la serpiente mítica que devora su propia cola, un símbolo perfecto del ciclo interminable de renovación de algo que está repitiéndose y reinventándose una y otra vez.4

En el caso de los procesos industriales, el ouroboros también representa el ideal “de la cuna a la cuna”, es decir, de que todo lo que se utiliza para la fabricación de un determinado producto debe diseñarse para que, en el momento de su eliminación, pueda biodegradarse y resultar útil para la naturaleza o reciclarse y convertirse en el input de un nuevo proceso de fabricación. Esta noción difiere mucho, por cierto, del ideal actual “de la cuna a la tumba”, según el cual, los elementos compositivos de un ítem descartado acaban arrojándose a un vertedero, filtrando toxinas al medio ambiente y generando pesadillas moleculares o de cualquier otro tipo.

Las imágenes del carro, la red y la serpiente acudieron a mi mente mientras mantenía un encuentro virtual con Gregory en el que hablábamos por teléfono mientras la pantalla de mi ordenador, ubicado en Massachusetts, mostraba lo que estaba ocurriendo en la suya, en Maine. La visión proporcionada por el análisis del ciclo vital de cada uno de los casi dos mil eslabones de la cadena de suministros del envase de cristal se convertía así en una ventana que nos permitía establecer su impacto sobre la salud humana, los ecosistemas, el cambio climático y el agotamiento de los recursos.

La fabricación de un tarro de cristal requiere del uso, en algún punto ubicado corriente arriba de la cadena de suministros, de centenares de sustancias, cada una de las cuales posee su propio perfil de impactos. A lo largo de todo ese proceso, se liberan al agua cerca de cien sustancias diferentes, la mitad aproximadamente de las cuales acaba en la tierra.

En lo que respecta a los 220 productos diferentes emitidos al aire, por su parte, la sosa cáustica empleada en una fábrica de vidrio da cuenta del 3% del impacto negativo del envase para la salud y del 6% de su peligro para el ecosistema. Por su parte, el 16% del impacto negativo sobre el ecosistema que acompaña a la fabricación de un recipiente de vidrio se deriva de la energía necesaria para alimentar el horno y el 20% de sus efectos negativos sobre el cambio climático se atribuye a la generación de la electricidad empleada por la fábrica. La mitad, hablando en términos generales, de las emisiones provocadas por la fabricación del envase que contribuyen al calentamiento global tiene lugar en la misma fábrica y la otra mitad en otros puntos diferentes de la cadena de suministros. La lista de productos químicos liberados a la atmósfera por la fábrica va desde tasas relativamente elevadas de dióxido de carbono y de óxidos de nitrógeno hasta indicios de metales pesados como el cadmio y el plomo.

El inventario de materiales necesarios para fabricar un kilogramo del embalaje utilizado en el proceso de distribución del recipiente pone de relieve, en los diferentes estadios de su proceso de fabricación, una lista de 659 ingredientes diferentes, entre los que cabe destacar el cromo, la plata y el oro, elementos químicos raros como el criptón y sustancias como el ácido isociánico y ocho isómeros diferentes del etano.

Los detalles son apabullantes. «Por ello precisamente –señaló Norris– llevamos a cabo una evaluación exhaustiva del impacto que acabamos resumiendo en unos pocos indicadores.» El análisis del ciclo vital revela también que cerca del 70% del impacto cancerígeno provocado por el proceso de fabricación del vidrio se debe a los hidrocarburos aromáticos, los más conocidos de los cuales son los VOC (es decir, los compuestos orgánicos volátiles), sustancias peligrosas responsables del olor de la pintura fresca o de una cortina de baño de vinilo. Pero ninguno de esos productos, sin embargo, se libera directamente en la fábrica, sino en otros puntos diferentes de la cadena del suministro.

Cada una de las 659 unidades de análisis reveladas por el análisis del ciclo vital constituye un punto para analizar el impacto. En este sentido, el análisis del ciclo vital revela que el 8% del impacto sobre el cáncer de la fabricación de ese envase se debe a la liberación a la atmósfera de compuestos orgánicos volátiles asociados a la construcción y mantenimiento de la fábrica, el 16% a la producción del gas natural empleado por la fábrica para calentar sus hornos y el 31% a la fabricación de HDPE, el polietileno de alta densidad utilizado para fabricar el plástico con el que se embala el vidrio.

Pero ello no significa que debamos renunciar al uso de envases de cristal para contener alimentos. A fin de cuentas, el vidrio posee virtudes que resultan inaccesibles al plástico como, por ejemplo, ser reciclable y no difundir sustancias dudosamente sanas a los fluidos.

¡Y todo eso para un envase que, según me dijo Norris mientras me ilustraba su análisis del ciclo vital, era reciclable en un 60%!

Cuando le pregunté lo que ganamos exactamente con ese 60%, replicó que el reciclado del vidrio nos ahorra la misma proporción de materia prima extraída, procesada y transportada. «Por supuesto que hay que tener también en cuenta el procesado y transporte del vidrio después de su consumo. Pero, a pesar de ello, el impacto neto del reciclado del vidrio todavía resulta beneficioso. –Y luego ilustró el caso con el siguiente ejemplo–: El 28% de vidrio que se recicla nos ahorra casi 1.900 litros de agua por tonelada de vidrio fabricado, con lo que, en consecuencia, se evita la emisión de poco más de 10 kilogramos de dióxido de carbono a la atmósfera.»

Pero el reciclaje, no obstante, no pone fin a todos los impactos ecológicos de un determinado producto. Convendría, pues, renunciar a las ideas simplificadoras sobre lo que es un producto “verde” y reemplazar los criterios dicotómicos (“verde” o “no verde”) por otros más sofisticados que pongan de manifiesto su impacto relativo en decenas de miles de dimensiones diferentes. Jamás habíamos contado, como ahora, con la metodología que nos permitiese rastrear, elaborar y desplegar las complejas interrelaciones existentes en cada uno de los pasos de extracción, fabricación, uso y eliminación de productos y resumir sus efectos sobre el ecosistema –ya sea en el medio ambiente o en nuestro cuerpo– que tienen lugar en cada uno de esos pasos.

Contemplemos, desde este punto de vista, las bolsas que, en una edición limitada de 20.000, lanzó al mercado la diseñadora británica Anya Hindmarch. La inspiración de Hindmarch le llegó cuando estableció contacto con una organización benéfica llamada Somos lo que Hacemos. Entonces fue cuando Hindmarch decidió utilizar la plataforma que le proporcionaba su fama como diseñadora de moda para dar un aldabonazo y llamar la atención del público sobre los efectos negativos del abuso de las bolsas de plástico en las tiendas.5 Y eso fue precisamente lo que hizo.

Las bolsas de Hindmarch no se vendían en las caras tiendas en que suelen encontrarse sus bolsos, sino en los supermercados, a un precio de 15 dólares. El día del lanzamiento, los ansiosos compradores hicieron cola desde las dos de la mañana en una serie de tiendas seleccionadas de toda Inglaterra y, a eso de las nueve, ya se habían agotado.6 Cuando llegaron al mercado de la tienda insignia de Whoole Foods, ubicada en Columbus Circle, en Manhattan, desaparecieron en treinta minutos y, cuando se pusieron a la venta en Hong Kong y Taiwán, hubo varios compradores heridos, lo que acabó cancelando las ventas en Pekín y en varias otras ciudades. En el caso de Inglaterra, la cuestión alcanzó una gran resonancia, llamando la atención del público sobre los méritos del reciclaje.

El chic ecológico de las bolsas de Hindmarch puso claramente de relieve el papel que, en este cambio, pueden desempeñar los hábitos y los productos inteligentes. Ése es un cambio que está a nuestro alcance. Las bolsas de plástico que utilizamos para llevar nuestras compras a casa constituyen un auténtico desastre ecológico. Sólo en Estados Unidos se emplean unos 88.000 millones al año y no es de extrañar verlas revoloteando entre los arbustos, empujadas por el viento u obstruyendo las alcantarillas de São Paulo o Nueva Delhi y siendo las responsables de la muerte de los animales que las ingieren o quedan atrapados en ellas. Pero el peor de todos sus efectos es que, según se estima, tardan entre quinientos y mil años en descomponerse.

Con ello, sin embargo, no queremos decir que las bolsas de papel sean necesariamente mejores. Según la EPA [Environmental Protection Agency, Agencia de Protección Ambiental], la fabricación de bolsas de papel consume más energía y contamina más el agua que las bolsas de plástico.

Son muchos los argumentos a favor y en contra de ambos lados del debate entre las bolsas de papel y las bolsas de plástico. Éstas últimas, por ejemplo, son completamente reciclables, aunque, en el caso de Estados Unidos, sólo se recicla, de hecho, un 1%.

Uno de los estudios pioneros del análisis del ciclo vital, publicado en la revista Science en 1991, fue un análisis de los méritos del papel frente al plástico como componente de los vasos dese chables, un caso que ilustra perfectamente la complejidad de este tipo de comparaciones.7 La fabricación de un vaso de papel, por ejemplo, requiere 33 gramos de madera, mientras que otro de poliestireno sólo emplea 4 gramos de fuel o de gas natural; ambos utilizan muchos productos químicos (cuyo impacto sobre la salud soslaya el análisis); la fabricación del vaso de papel consume 36 veces más electricidad y un volumen de agua (que no olvidemos que contiene tasas diversas de contaminantes como el cloro) 580 veces superior al que requiere el plástico. Por su parte, la fabricación del vaso de plástico libera pentano, un gas que aumenta la tasa de ozono atmosférico y libera otros gases de efecto invernadero, sin olvidar la liberación de metano de los vasos de papel que se acumulan en los vertederos. Y, cuando no limitamos el análisis de los impactos al medio ambiente y tenemos en cuenta sus efectos sobre la salud humana, la cuestión resulta bastante más compleja.

La respuesta más inteligente, pues, a la controversia entre las bolsas de papel y las bolsas de plástico es «Ninguna de las dos. Yo llevaré mi propia bolsa». Ésa es ya una práctica muy común en muchas partes del mundo, donde los consumidores se ven obligados a comprar las bolsas de plástico en los supermercados o a llevar las suyas propias, una costumbre que, por cierto, está extendiéndose rápidamente por todas las tiendas de Estados Unidos.

Pero ¿cuáles son, según el análisis del ciclo vital los impactos de esa bolsa ejemplar?

La empresa de Hindmarch hizo todo lo posible para que sus bolsas se atuvieran a los criterios ecológicamente más responsables: se manufacturaron en fábricas que pagaban salarios justos y no empleaban mano de obra infantil, se compraron carbon offsets [una aportación económica a empresas que reducen las emisiones de los gases de efecto invernadero] para compensar los impactos de fabricación y de distribución y se vendían casi a precio de coste. Hindmarch también trató de utilizar algodón procedente del llamado “comercio justo” (comprado directamente a pequeños agricultores), pero como no pudo encontrar suficiente, tuvo que conformarse con la agricultura orgánica.

Pero el lector todavía ignora lo que el análisis del ciclo vital nos dice sobre los daños provocados al medio ambiente por esa bolsa ejemplar y, en ese mismo sentido, los distintos modos en que podría ser todavía más ejemplar.

NO ES “VERDE” TODO LO QUE LO PARECE

Las bolsas de lona de Hindmarch estaban adornadas con el eslogan «No soy una bolsa de plástico”, parafraseando así el texto «Ceci n’est pas une pipe» [es decir, «Esto no es una pipa»] que acompañaba a la pintura de 1929 del surrealista belga Rene Magritte de una pipa y cuyo título, La traición de las imágenes, subrayaba la idea del autor de que la imagen no es la cosa y de que las cosas no son lo que parecen.

No hace mucho que me compré una camiseta que colgaba en un lugar prominente de una tienda en cuya etiqueta podía leerse: «100% algodón orgánico: toda una diferencia».

Pero ésa era una afirmación simultáneamente verdadera y falsa. Verdadera, porque subraya las ventajas de la renuncia a los pesticidas en el cultivo del algodón, en los que se emplea el 10% del uso mundial de pesticidas.8 Para preparar el suelo en el que las frágiles plantas de algodón puedan arraigar, los trabajadores lo abonan con organofosfatos, venenos que destruyen cualquier planta que pueda competir con el algodón y matan a los insectos que puedan devorarla…, amén de resultar también peligrosos para el sistema nervioso central de los seres humanos.

También hay que decir que, tras ese tratamiento, son necesarios otros cinco años sin pesticidas para que regresen las lombrices, un paso absolutamente imprescindible para la recuperación del suelo. Y todo eso sin mencionar al paraquat, un defoliante que se rocía poco antes de la cosecha y la mitad del cual acaba contaminando los ríos y los campos de las proximidades.

No existe la menor duda, dado el daño provocado por los pesticidas, de la bondad ecológica del algodón orgánico. Pero las cosas no acaban ahí, porque también debemos tener en cuenta sus efectos negativos. El algodón, por ejemplo, es una planta muy sedienta. Sin ir más lejos, para fabricar una camiseta, la planta de algodón requiere cerca de diez mil litros de agua. No olvidemos que fueron precisamente las demandas de agua para irrigar las granjas de algodón de la región las que acabaron convirtiendo al mar de Aral en un desierto. La preparación del suelo, por su parte, también tiene su propio impacto sobre el ecosistema, liberando dióxido de carbono.

La camiseta orgánica que compré estaba teñida de azul oscuro. El hilo de algodón atraviesa un proceso de blanqueo, teñido y acabado que usa sustancias químicas como el cromo, el cloro y el formaldehído, cada una de las cuales resulta, a su modo, tóxica. Y, lo que es todavía peor, el algodón es hidrófobo, lo que dificulta la absorción de los tintes hidrosolubles y aumenta considerablemente el consumo de agua de las fábricas, que acaba en los ríos y las corrientes de agua subterránea. Algunos de los colorantes utilizados en la industria textil son, por otra parte, cancerígenos y los epidemiólogos conocen desde hace mucho la elevada incidencia de leucemia entre los trabajadores de la industria tintorera.

La etiqueta de mi camiseta constituye un ejemplo perfecto de lo que suele llamarse “lavado verde”, que consiste en subrayar selectivamente uno o dos atributos virtuosos de un producto, pretendiendo que no hay en él nada negativo. Pero basta con analizar un poco más detalladamente la camiseta para poner de relieve los múltiples impactos ocultos que revelan que, después de todo, quizás no sea tan “verde” como parece. Y es que, aunque debamos dar la bienvenida a todas esas iniciativas, cuando los impactos adversos de un determinado producto permanecen ocultos, la dimensión “orgánica” sólo representa, en el peor de los casos, una mera estrategia de marketing y, en el mejor de ellos, el primer paso en el camino que conduce a una industria más responsable y sostenible.

Cuando la cadena de comida rápida Dunkin Donuts anunció que sus donuts, cruasanes, bollos y galletas estarían, a partir de entonces, “libres de grasas trans”, la empresa se unió a otras muchas de su ramo en la fabricación de comida un poco más sana. Pero lo cierto es que sólo es un poco más sana, porque la bollería supuestamente “libre de grasas trans” sigue siendo una mezcla antihigiénica de grasa, azúcar y harina blanca. No es de extrañar que, cuando los nutricionistas analizaron los ingredientes contenidos en decenas de miles de artículos de supermercado, descubrieran que la inmensa mayoría de los alimentos etiquetados como “sanos” no lo eran tanto.9

Desde la perspectiva del marketing, llamar la atención sobre el algodón orgánico de una camiseta o sobre la ausencia de grasas trans de un donut parece conferir al producto un aura positiva. Es evidente, pues, que los anunciantes subrayan una o dos de las facetas positivas de un producto con la intención de nimbarlo de una cualidad que lo haga atractivo para los consumidores. Y es que, como afirma el viejo dicho, «Lo que se vende no es tanto la chuleta, como el chisporroteo que hace en la parrilla».

Pero ése es un mero malabarismo que distrae la atención de los compradores sobre el impacto negativo de un determinado producto. Las camisetas teñidas son tan peligrosas como siempre y los donuts “libres de grasas trans” siguen incluyendo grasas y azúcares que disparan la tasa de insulina en la sangre. Y es que, mientras continuemos centrándonos exclusivamente en los rasgos positivos de la camiseta o del donut, seguiremos comprándolas creyendo que hemos tomado la decisión correcta.

El “lavado verde” no hace más que crear la ilusión de que estamos comprando algo virtuoso. Pero lo cierto es que muchos productos, aun pareciendo ecológicamente meritorios, sólo están revestidos de un envoltorio que lo hace “verde”.

Es verdad que cualquier cambio hacia un mercado más verde, por más pequeño que sea, es un paso hacia delante, pero no lo es menos que la moda de los productos verdes sólo es un estadio provisional que jalona el despertar –un despertar, por cierto, impreciso, vago y poco profundo– de nuestra conciencia a los impactos ecológicos de las cosas que com- pramos. La mayor parte de lo que hoy en día consideramos verde no es, en el fondo, más que un espejismo creado por la publicidad. Estamos en una fase en la que basta con uno o dos atributos virtuosos para que acabemos calificando como “verde” a un producto, pero mientras sigamos ignorando simultáneamente sus múltiples impactos negativos, continuará siendo un mero malabarismo publicitario.

Mi camiseta no es la única en ocultar, tras una fachada supuestamente verde, el impacto del producto, porque ésa es la estrategia habitual del lavado verde. Veamos ahora, por ejemplo, los resultados de un estudio de 1.753 afirmaciones medioambientales sobre cerca de mil productos diferentes procedentes de los pasillos de grandes supermercados.10 Algunas marcas de papel, por ejemplo, se centran en un reducido conjunto de rasgos de su proceso de fabricación, como el contenido en fibra reciclada o la ausencia de sustancias blanqueantes como el cloro, por ejemplo, ignorando simultáneamente otras cuestiones de gran importancia medioambiental de la industria papelera, como si la pulpa procede de un bosque sostenible o si el inmenso caudal de agua empleada se depura adecuadamente antes de volver a devolverla al río. Hay impresoras que proclaman a voces su eficiencia energética al tiempo que ocultan el impacto sobre la calidad del aire del recinto en que se encuentra o su incompatibilidad con el uso de papel reciclado o de cartuchos de impresora recargables. Dicho en otras palabras, no fue diseñada para ser verde desde la cuna hasta la tumba, sino para que sólo lo fuera uno de sus atributos.

A decir verdad, hay artículos, materiales de construcción y fuentes de energía relativamente virtuosos. Podemos comprar detergentes sin fosfatos, alfombras que exudan pocas toxinas, suelos de bambú renovable o contratar energía eólica, solar o procedente de fuentes básicamente renovables y concluir, por ello, que hemos tomado la decisión adecuada.

Pero, por más útiles que puedan ser, ese tipo de decisiones pueden aletargarnos hasta el punto de ignorar que lo que actualmente calificamos como “verde” no es más que un primer paso, una estrecha franja de virtud entre decenas de miles de otras que tienen impactos manifiestamente negativos. Es muy probable que los criterios con los que hoy en día juzgamos todas estas cosas sean considerados, el día de mañana, como ejemplos flagrantes de eco-miopía.

«Son muy pocos los productos verdes que se han visto sistemáticamente evaluados para determinar en qué medida lo son –afirma Gregory Norris–. Para ello es necesario llevar a cabo un análisis del ciclo vital, lo que todavía sigue siendo muy raro. Quizá se haya llevado ya a cabo el análisis del ciclo vital de los impactos provocados por miles de productos, pero ésa no es más que una pequeña fracción de los millones de productos que se venden cotidianamente. Además, los con sumidores todavía no se han dado cuenta de la gran interrelación existente entre todos los procesos industriales»… y menos todavía, por cierto, de sus decenas de miles de consecuencias.

«El listón que utilizamos para determinar si un producto es verde o no, todavía es demasiado bajo», concluye Norris. Solemos centrarnos exclusivamente en una sola dimensión, ignorando simultáneamente la multitud de impactos adversos que tienen los artículos aparentemente más virtuosos. El análisis del ciclo vital realizado hasta el momento de una multitud de productos muy diferentes pone claramente de relieve que casi todo lo que se fabrica está asociado al menos, en algún que otro momento de la larga cadena de suministros, a toxinas medioambientales. Todas las cosas fabricadas tienen innumerables consecuencias y centrarnos exclusivamente en un determinado aspecto no cambia todas las demás.

Un editor (que, por cierto, no es el mío) quiso, en cierta ocasión, publicar el libro más “verde” posible. Con ese objetivo, buscó papel que no hubiese sido blanqueado con toneladas de cloro, sino con un método de oxigenación respetuoso con el medio ambiente y trató de compensar la energía utilizada en su producción invirtiendo en granjas eólicas de las reservas de los nativos americanos. Pero no por ello desaparecieron los problemas. «La tinta supuso –según me dijo– un gran problema. Las tintas que suelen utilizarse en la impresión de libros están compuestas por productos sintéticos tóxicos y, cuando todo ha concluido, los rodillos de las impresoras deben limpiarse, para lo cual solían utilizarse agua que acababa en el desagüe. Hoy en día, sin embargo, se intenta recuperar el excedente de tinta, lo que, cuando la tinta es hidrosoluble, resulta relativamente sencillo. Pero, en el caso de las tintas de aceite, los rodillos deben lavarse con disolventes, la mayoría de los cuales son también tóxicos. Y por más que la tinta basada en aceite de soja se haya convertido en una moda como alternativa verde, lo cierto es que sólo contiene un 8% de soja y el resto es tan nocivo como siempre. Yo traté de utilizar tinta de soja, pero para los gráficos necesitaba cuatro colores y sólo tres de ellos cumplían con ese criterio y el cuarto tenía una proporción de aceite de soja inferior al 8%. Todos esos problemas me obligaron a utilizar la única tinta de que disponía y me impidieron, en consecuencia, lograr mi objetivo.»

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9788472457805
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