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Dejaron su cadáver en la habitación hasta el regreso de las hermanas menores, que en compañía del resto de la familia y los criados la llevaron a la explanada de las cremaciones. Y cuando llegaron a ese lugar de humo y cenizas, cuando intentaron descargar el ataúd del carro para realizar los tradicionales ritos funerarios, notaron que el ataúd era extrañamente liviano y tenía la tapa entreabierta. ¡Sí, el cuerpo había desaparecido! Se quedaron atónitos, pues era imposible que el cadáver se hubiera caído por el camino. A pesar de todo, desanduvieron sus pasos para asegurarse. Por supuesto, no encontraron ni rastro. Pero cuando llegaron a la casa, cuando entraron en su habitación, allí estaba, sola en la habitación, yaciendo como si nunca se hubiera movido.

Durante toda la noche la familia y los deudos discutieron qué hacer. Al salir el sol volvieron a meter el cuerpo en el ataúd, sellaron la tapa con cuidado y esperaron a que anocheciera para intentar llevar a cabo la cremación. Pero cuando por fin empezó a caer la noche, de nuevo encontraron abierta la tapa del ataúd y el cuerpo yaciendo en el suelo de su antigua habitación. Entre los miembros de la familia y los deudos cundió el terror. Y cundió más aún cuando intentaron mover el cadáver. No podían. Era sencillamente imposible. No importaba cuántos lo intentasen, no importaba cómo lo intentasen. El cuerpo no se movía. Porque sus brazos eran raíces, porque sus piernas eran raíces, los huesos de sus costillas, los huesos de su espalda. Plantada en el suelo, arraigada en el suelo. Su cabello un torzal, su cabello una enredadera.

Allí estaba, donde debía estar. «Te gusta este lugar», dijo una de las hermanas. «De acuerdo entonces, si ese es tu deseo, aquí te dejaremos. ¡Pero no podemos dejarte a la vista!». Y entonces desclavaron las tablas del suelo y cavaron una fosa, y sí, entonces la bajaron a la tierra y era liviana como el aire.

Allí mismo la enterraron, bajo el suelo, con un buen túmulo sobre su cuerpo. Pero entonces la familia y los criados se mudaron porque nadie quería vivir en una casa con un cadáver. Y así, al tiempo, la casa se convirtió en ruinas y acabó por desaparecer. Tan solo quedó el túmulo. Pero ni el vulgo quería vivir cerca de la tumba. La gente murmuraba que allí sucedían cosas horribles. Y así, pronto, muy pronto, solo el túmulo quedó en pie. Y con el tiempo, con el tiempo, construyeron sobre él un templo y dicen que el templo sigue allí, sobre el cadáver enraizado.

En su dormitorio, siempre en su dormitorio, tras el biombo, siempre tras el biombo, con tu cara aún enterrada en su pecho, tus lágrimas ya secas en su ropa, sus brazos aún ciñendo tu espalda, sus manos ahora alisando tu cabello, Fuki susurra y susurra, —Estas son las historias que debes aprender, Ryūnosuke, estos son los cuentos que yo te contaré. Para enseñarte cómo es el mundo de los hombres, para prevenirte de su mundo de mentiras. Y es que los hombres son demonios, Ryūnosuke, y este mundo es su infierno. Pero no llores, Ryūnosuke, no llores, que yo te protegeré, yo te salvaré. Yo te protegeré de esos demonios, yo te salvaré de su infierno. Porque yo nunca te abandonaré, Ryūnosuke, nunca te abandonaré, nunca te abandonaré…

Adoras a tu tía Fuki. La amas más que a nadie. Ella nunca se casará, ella vivirá contigo el resto de tu vida. Reñirás con ella, discutirás con ella. Pero nunca dejarás de amarla—

—Nunca te abandonaré, te lo prometo, te lo prometo…

No dejarás de amarla durante el resto de tu vida—

—¿Me lo prometes tú también, Ryūnosuke? Prométeme que no me abandonarás, que no me abandonarás durante el resto de mi vida…

En su dormitorio, siempre en su dormitorio, tras el biombo, siempre tras el biombo, en sus brazos, siempre a su alcance, asientes y dices: —Lo prometo.

5. La casa de libros

En su dormitorio, tras el biombo. Eres un niño malcriado, débil, enfermizo. Siempre estreñido, siempre con fiebre. Aquejado de convulsiones, torturado por el dolor de cabeza. Convulsiones constantes, dolores de cabeza perpetuos. Un niño nervioso, un niño atemorizado. Siempre asustado, siempre con miedo: miedo de la oscuridad, miedo de la luz. Del sol y de la luna. De las estrellas de la noche, de las nubes del cielo. Del cielo y del mar, del agua y de la tierra. Del suelo bajo tus pies, de la tierra sobre tu cabeza. Del aire que respiras, del mismo aire que respiras. Miedo de los vivos, miedo de los muertos. Siempre aquí, siempre allá. De los que un día te precedieron, de los que aún te preceden. De los vivos y de los muertos, de los muertos y de los vivos. De la gente, de la gente. Miedo de la gente, mucho miedo de la gente. De la gente y del mundo, de su mundo y de todo. Miedo, miedo, miedo, miedo de todo—

No tengas miedo, Ryūnosuke…

En la casa, en las demás habitaciones. Tienes miedo, aún más miedo. Miedo de las puertas, miedo de los suelos. De ese hueco, de aquel desnivel. Del polvo del techo, del polvo del suelo. Miedo del tatami, miedo de las lámparas. El viejo tatami, las lámparas mortecinas. Del altar familiar, de sus tablillas funerarias con el pan de oro ennegrecido. Del santuario familiar con sus dos tanuki de barro sobre cojines rojos. Están guardados en un oscuro almacén con una vela encendida. Cada noche, cada día. Tienes miedo, tienes miedo. Miedo de los biombos, de su papel despegado. Miedo de las ventanas, de sus amenazantes sombras. De las sombras y de los susurros, de los susurros del exterior y de los del interior—

No tengas miedo…

Menos en una de las habitaciones, solo una de las habitaciones. En las paredes, sobre la puerta. Hay grabados y pergaminos. De otra época, de una época mejor. Y en las hornacinas y por el suelo. Hay libros. Muchos libros. De otro mundo, de un mundo mejor. Y en esa habitación, solo en esa habitación. Tienes menos miedo, mucho menos miedo. Al principio curioso, intrigado. Después emplazado, ahora seducido. Por las imágenes, por los pergaminos. Y por los libros, por todos esos libros—

No tengas miedo, susurran. Te llevaremos a otra época, te llevaremos a un mundo diferente. A montones, a hileras. A una época mejor, a un mundo mejor, susurran. Acércate, Ryūnosuke. Acércate y mira. Caminas hacia los montones de libros, caminas hacia las hileras de libros. Seremos tu escolta, seremos tu escudo. Y alargas el brazo y tomas un libro. Tu escolta y tu escudo. Y abres el libro, abres el libro y miras. Otra época, otro mundo. Y ves, ves. Una época mejor, un mundo mejor. Este es el principio, el principio de todo…

Bajo la luz mortecina, sobre el tatami raído. Primero las imágenes, las vistosas ilustraciones. En los Kusazōshi, los libros de cuentos de Edo. Tan vívidos, tan mágicos. Con sus imágenes de fantasmas, con sus imágenes de monstruos. Los ojos desorbitados, el corazón al galope. Bajo la luz mortecina, sobre el tatami raído. Después las palabras, los crípticos signos. En el Saiyūki, en el Suikoden, los clásicos chinos en traducciones abreviadas. Tan intensos, tan fascinantes. Con sus leyendas de héroes, con sus relatos de aventuras. Los ojos se te abren como platos aún más, el corazón se te acelera aún más. Bajo la luz mortecina, sobre el tatami raído. Palabra tras palabra, oración tras oración, párrafo tras párrafo, página tras página. Lees y lees. Bajo la luz mortecina, sobre el tatami raído. Te conviertes en esos héroes, corres sus aventuras. Otra época, un mundo diferente. Una época mejor y un mundo mejor. La mortecina, mortecina luz es ahora la pálida luz de la luna. El tatami raído es ahora el suelo del bosque. El grifo que gotea, un río estruendoso. Las escarpadas escaleras, un paso de montaña. Tus sábanas, una piel de oso. Leer y leer, aprender y aprender. Te aprendes los nombres de los ciento ocho héroes del Pantano de Liangshan, todos sus nombres, sus nombres de memoria. Tu corazón ya en calma, tus ojos ya entreabiertos. Tu espada de madera, una hoja de metal helado. Luchas con la hermosa guerrera Diez Pies de Acero, te bates con el salvaje, audaz monje Lu Zhishen. Contra crueles bandidos, contra brujas nocturnas. Con bastones ensangrentados y con silbantes flechas. Personajes vivos, héroes de verdad. Los personajes son tus amigos, los héroes son tus maestros. Te enseñan valentía, te dan coraje—

No tengas miedo, gritan. Sé fuerte, Ryūnosuke, sé fuerte…

Así que lees y lees. Página tras página, página tras página. Lees y lees más y más. Leyendas y cuentos, relatos y después novelas. Libro tras libro, más y más. Lees y lees, Sin miedo, sin miedo. Ya sin miedo. Lees y lees. En casa y luego en la escuela. En tu escritorio y por la calle. Lees y lees. Bashō y Bakin. Izumi Kyōka y Kunikida Doppo. Mori Ōgai y Natsume Sōseki. Libros japoneses y libros extranjeros. La Biblia y Esopo. Shakespeare y Goethe. Pu Songling y Anatole France. Libro tras libro, personaje tras personaje. Vives cada libro, te conviertes en cada personaje. Hamlet y Mefistófeles, Don Juan y Julien Sorel, el Príncipe Andréi e Iván Karamazov. Cada libro una revelación, cada personaje una transformación. Tantos personajes y tantos, tantísimos libros.

Nosotros te guiaremos, Ryūnosuke. Nosotros te ayudaremos…

Te susurran, te llaman. Dentro de casa y ahora desde fuera de casa. Tantos libros, tantísimos libros. Pero tan poco dinero, tan poquísimo dinero. Tu padre adoptivo es un hombre culto pero frugal. Sin embargo, hay bibliotecas, siempre hay bibliotecas. Y tú tienes tu propia austeridad y tu propia astucia. Las bibliotecas públicas del otro lado del río quedan muy lejos, demasiado lejos para un niño de primaria. Pero cerca de la Gran Acequia, muy cerca de casa, realmente a mano, hay un negocio de alquiler de libros. La dulce señora que lo lleva te sonríe, la dulce señora que lo lleva te llama hijito. Así que día tras día, durante horas y horas. Finges cazar, finges rebuscar. Día tras día, durante horas y horas. Ella no se da cuenta, no sospecha. Hijito siempre está leyendo a escondidas, hijito casi nunca alquila nada. Día tras día, durante horas y horas. Con tu propia austeridad, tu propia astucia. Día tras día, durante horas y horas. En el mostrador la dulce señora hace horquillas ornamentales para el pelo, la dulce señora te llama hijito cuando entras. Día tras día, durante horas y horas. Lees y lees, libro tras libro. Gracias a tu propia austeridad, gracias a tu propia astucia. Días tras día, hora tras hora. Hasta que devoras todos sus libros, hasta que te zampas todo lo que tiene. Gracias a tu propia austeridad, gracias a tu propia astucia. Hasta que ya no te queda nada que leer, nada que hacer allí. Hasta que llega el día y por fin llega la hora—

Debes cruzar el río, Ryūnosuke…

Te llaman, te llaman. Más allá del puente, más allá del río. Los cuadernos escolares bajo el brazo, la tartera del almuerzo bajo el brazo. Cruzas el puente de Ryōgoku, cruzas el Sumida. Después del colegio y en vacaciones, cruzas el río y recorres las calles. Tienes doce años y una misión. Se ha decretado la movilización, hay farolillos en las comisarías. Primero a la Biblioteca Ōhashi en la colina de Kudanzaka, después a la Biblioteca Imperial en el Parque Ueno. Entre botas que desfilan, bajo ondeantes banderas. A través de las acogedoras librerías que se amontonan en la Avenida Jimbōchō con un sol cegador que se alza tras la colina de Kudanzaka. La ida al amanecer, el regreso al anochecer. Dos horas de ida y dos de vuelta. Bajo el sol y bajo la luna. Sea la estación que sea, haga el tiempo que haga. Con los vientos primaverales, flores de ciruelo y luego pétalos de cerezo. Con las lluvias estivales, hortensias en flor y luego lotos florecidos. Sobre alfombras de hojas, sobre alfombras de nieve. Con botas que regresan, bajo banderas de victoria. En la Biblioteca Ōhashi, en la Biblioteca Imperial. Te llaman, te llaman—

Te esperamos, te estamos esperando…

Las primeras veces tienes miedo. Los altos techos, las enormes ventanas. Las escaleras de hierro, los archivos del catálogo. El comedor del sótano y la sala de lectura. Pero después comienzas a leer. A leer y leer, página tras página. Pasas las páginas y lees, libro tras libro. Biblioteca tras biblioteca, año tras año. La Biblioteca Ōhashi y la Biblioteca Imperial, y luego la Biblioteca de la Escuela Superior y la biblioteca de la universidad, la Biblioteca de la Universidad de Tokio. Biblioteca tras biblioteca, durante años y años, préstamo tras préstamo, libro tras libro, cientos de libros, los amas, los amas, amas esos libros, esos libros prestados, esos libros prestados te aman—

Por favor, no nos devuelvas, Ryūnosuke, por favor…

La despedida, esas despedidas te parten y te parten, te parten por la mitad. Quieres quedarte los libros, tener los libros contigo, esos libros prestados, para abrazarlos y acariciarlos durante el resto de tu vida y leerlos de nuevo y de nuevo, una y otra vez. No devolverlos nunca, nunca dejarlos ir. Nunca separarte de ellos, nunca separarte de ellos. Así que con tu austeridad, con tu ingenio. Con tu devoción, con tu disciplina. Te mantienes alejado de los cafés y das clases a media jornada. Matemáticas, incluso matemáticas, tres días a la semana. Ganas dinero y ahorras. Y después compras y compras. En la Avenida Jimbōchō, en las librerías de segunda mano. Libro tras libro, libros usados. Los amas, los atesoras, los acaricias, los abrazas. Los tienes, los posees. Libro tras libro. Tus propios libros, tu propia biblioteca. Libro tras libro. Construyes tu biblioteca, una biblioteca para ti solo. Libro tras libro. Pero quedan aún tantos libros, tantos libros que deseas. En la Avenida Jimbōchō, en las librerías de segunda mano. Tantos libros, tantísimos libros. Te invitan, te tientan—

Llévanos contigo, llévanos, por favor…

Siempre tantos libros y tan poco dinero. Y por eso… Al fracasar todo lo demás, y como último recurso. Con el corazón dolorido, con los ojos arrasados en lágrimas. Sordo a sus protestas, sordo a sus gritos. Después de todo lo que te han enseñado, después de todo lo que te han dado. Sordo a sus protestas, sordo a sus gritos. Tus víctimas asfixiadas con un paño, tus víctimas estranguladas con un cordel. Como si asistieras a un funeral, como en una tragedia antigua. Cruzas el puente, cruzas el río. Tropiezas con un adoquín, te caes en la calle. Te manchas de polvo, te incorporas. Con pies pesados, a paso lento. Por las calles hacia Jimbōchō, caminas, caminas—

No, Ryūnosuke, no lo hagas…

Entras en la librería, la librería de segunda mano. Colocas el fardo sobre el mostrador, deshaces el nudo frente a la dueña. Retiras el paño, sacas los libros. Y preguntas a la mujer, preguntas. ¿Cuánto? ¿Cuánto por estos? Te ofrece menos de la mitad de lo que pagaste, incluso por los que están aún completamente nuevos. Suspiras, asientes. Aceptas la oferta y coges el dinero. Y te das la vuelta y sales de allí volando. Sordo a sus protestas, sordo a sus gritos. Huyes del crimen, de la escena del crimen. Sus protestas y sus gritos—

¿Por qué, Ryūnosuke…?

Porque aún quedan muchos libros, muchos más libros que quieres. En la Avenida Jimbōchō, en las librerías de segunda mano. Tantos libros, tantísimos libros. Que te incitan, que te tientan. Tantos libros, tantos remordimientos. Remordimientos y amores perdidos:

¿Ryūnosuke?

Dos meses más tarde, a la hora del crepúsculo. De vuelta en la Avenida Jimbōchō, de vuelta por las librerías de segunda mano. Ligeramente cubierto de nieve, envuelto en tu capa. Abriéndote paso de tienda en tienda—

¿Te acuerdas de mí, Ryūnosuke?

En la Avenida Jimbōchō, ligeramente cubierto de nieve. Envuelto en tu capa, golpeando el suelo con los pies. En el exterior de las librerías, los libros en la calle. Te incitan y te tientan. Pero ante una librería, ahora ante sus libros. Una librería que conoces, unos libros que conoces. Encuentras un ejemplar de Zaratustra, pero no un ejemplar cualquiera de Zaratustra. Un libro bien leído, un libro bienamado. Leído por ti, amado por ti. El mismísimo ejemplar que vendiste hace apenas dos meses, el mismísimo ejemplar, aún manchado de la grasa de tus dedos. Tu antiguo libro, tu antiguo amante. Lo coges, lo abres. Parado delante de él, relees y relees. Párrafo tras párrafo, página tras página. Y cuanto más lo lees, más lo extrañas. Este libro, este libro, tú—

Ryūnosuke, por favor…

Entras en la librería, la librería de segunda mano. Colocas el libro sobre el mostrador y preguntas, preguntas. ¿Cuánto? Un yen y sesenta sen, sonríe la dueña. Pero por ser tú, te lo dejo en uno cincuenta…

Llévame contigo Ryūnosuke, por favor, llévame contigo…

Se lo vendiste por setenta miserables sen y solo consigues que te lo rebaje a uno cuarenta. Pero extrañas ese libro porque amas ese libro. Así que suspiras y asientes. Y le entregas el doble de la cantidad por la que lo vendiste. Siempre igual, nunca aprendes…

Gracias, Ryūnosuke, gracias…

Sales de la tienda, de vuelta en la calle. Los edificios oscuros, la calle blanca. Todo en silencio, todo en un extraño silencio. La Avenida Jimbōchō cubierta de nieve, tú envuelto en tu capa. La portada gris acero del Zaratustra apretada contra el pecho, una sonrisa de burla a ti mismo en los labios agrietados. Caminas y caminas fatigosamente. A través de la noche, sobre la nieve. De vuelta a casa, de vuelta a tu biblioteca, tu propia biblioteca, para ti solo…

La casa de libros…

Libro tras libro, libro a libro, montón a montón, estante a estante, biombo a biombo y pared a pared, construyes y construyes una casa de libros, tu propia casa de libros. Hecha de papel, hecha de palabras. Una casa de libros, un mundo de palabras: todo lo que sabes del mundo, todo lo que aprendes del mundo lo sabes y lo aprendes de los libros, con los libros. No se te ocurre nada que de una forma u otra no le debas a los libros. Crees primero en los libros y después en la realidad: «de los libros a la realidad», esa es tu verdad inmutable; no eres de los que tratan de aumentar su conocimiento de la vida por medio de la observación de los viandantes. No; tú lees acerca de la vida de los hombres en los libros para observar mejor a los viandantes. Sí, las personas reales no son más que meros viandantes. Para entenderlos de verdad, con todos sus amores, todos sus odios, sus vidas y sus muertes, para conocerlos de verdad cuando pasan por delante de ti, te sientas en tu casa de libros, en tu mundo de palabras, y lees y lees, libro tras libro, y observas y anotas sus peculiaridades en el habla, en el gesto, sus expresiones faciales, la línea de una nariz y el ángulo de una ceja, la forma en que se agarran de la mano, esbozos groseros y bocetos, en Balzac, en Poe, en Baudelaire, en Dostoievski, en Flaubert, en los hermanos Goncourt, en Ibsen, en Tolstoi, en Strindberg, en Verlaine, en Maupassant, en Wilde, en Shaw y en Hauptmann. Un día serás el hombre más leído de tu generación. Pero de momento cada libro que lees es un manual para la vida, una instrucción en el arte de vivir. Te enamorarás de ciertas mujeres. Pero ninguna te mostrará qué es la verdadera belleza; solo gracias a Balzac, gracias a Gautier, gracias a Tolstoi, solo gracias a ellos reparas en la belleza de la oreja femenina, traslúcida al sol, o en la sombra de unas pestañas cayendo sobre unas mejillas. Si no hubieras leído acerca de tal belleza en los libros no habrías visto nada en ninguna mujer excepto a la hembra de tu especie. Sin libros, sin palabras, la vida sería insoportable, tan insoportable, tan fea, tan sumamente fea—

No vale un solo verso de Baudelaire…

Pero tu casa de libros, tu mundo de palabras, con sus biombos y sus paredes, con sus ventanas y sus puertas, está fabricada con libros ajenos, palabras ajenas, prestadas y compradas, siempre, robadas y usadas; en tu casa de libros de segunda mano, en tu mundo de segunda mano de palabras, tu vida es siempre de segunda mano, tu vida es ya de segunda mano.

6. Un puente, un portón; de camino al trabajo…

Un día, en el colegio, sueñas despierto mirando por la ventana, sin pensar, simplemente soñando, el viento sopla muy muy fuerte, el viento sacude las ramas de los árboles, las hojas susurran, cada hoja, cada hoja, detiene tus ensueños, atrapa tu mirada, te hechiza, te embruja, te hace ver, te hace sentir, ver por ti mismo y sentir por ti mismo, la hermosura de la naturaleza, la maravilla de la creación, el secreto, el misterio, el fluir, la luz; siempre recordarás este día porque este es el día, el momento, en que descubres a qué quieres dedicarte, qué quieres hacer en la vida, durante toda la vida—

Consagrarás tu vida a la literatura, a la creación literaria, consagrarás el resto de tu vida a la escritura.

En japonés existe la voz kaku, que significa «escribir, dibujar o pintar», en otras palabras, «componer, representar o describir». Kaku se escribe con la raíz de mano a la izquierda y el carácter de brote a la derecha. Por su parte, el carácter de brote está compuesto a su vez por dos raíces: la de hierba y la de campo. Cuando los unes todos, tienes kaku o egaku: la imagen de una mano plantando una semilla. Para ti, el arte se origina en el germen de una idea, y después es necesario plantar la semilla y cultivarla y nutrirla a mano. Eso es para ti la escritura y es a eso a lo que piensas dedicarte.

Abandonas la espada de madera, tomas la fina pluma y empiezas a garabatear, empiezas a escribir, copias los antiguos cuentos que relata Fuki, apuntas las historias que se cuentan las criadas, cuentos e historias de fantasmas y meteoros, de viudas obsesionadas con sus difuntos esposos, de ancianas torturadas por sus nueras, llenas cuadernos con esos relatos, editas pequeñas revistas con tus amigos, cuentas y recuentas, compones, representas y describes, escribes y escribes, historia tras historia, aprendes el oficio, construyes puentes entre relatos, entre los relatos de los demás y tus relatos, tus propios relatos, ese portón que buscas por encima de esos puentes.

Traduces una página de Poe al día, estudiando primero la composición de los relatos, después la construcción de las oraciones, los secretos ocultos, los misterios ignotos, el equilibrio entre belleza y verdad, entre pasión y terror, humor y sarcasmo, la melancolía de los sueños, la alquimia de la poesía, lo preciso de las oraciones, lo conciso de la narración, la maravilla de todos esos elementos, el efecto del conjunto; su devoción por la artesanía, su dedicación al oficio. Eso es lo que aprendes de Poe, esa es tu educación, tu etapa de aprendizaje.

Es un aprendizaje sin fin de la escritura, de la lengua. Porque la literatura es un arte de palabras cuya expresividad depende de la lengua. Por eso trabajas infatigablemente para mejorar la calidad de tu lengua, la calidad de tu escritura. Y la cualidad que persigues en la escritura de otros es la misma que persigues en tu propia escritura: la claridad. Quieres escribir con tanta claridad como sea posible. Quieres expresar lo que está enterrado en tu mente en términos precisos. Y eso es lo que intentas conseguir una y otra vez. Sin embargo, cuando tomas la pluma, rara vez logras escribir con la claridad y la fluidez que deseas. Siempre acabas amontonando oraciones. Todos tus esfuerzos, si es que pueden denominarse así, se centran en la claridad de tu arte.

Sabes, sin embargo, que la novela es el menos artístico de los géneros literarios. El único que merece el nombre de arte es la poesía. La novela es parte de la literatura tan solo por la poesía que encierra. Por lo demás, en poco se diferencia de la biografía o de la historia. Para ti los novelistas son biógrafos o historiadores que dan cuenta de la vida humana en una determinada época y en un determinado país. En Japón, la prueba de ello es la obra de la dama Murasaki y de Ihara Saikaku. Pero al mismo tiempo los mejores novelistas son siempre poetas, aunque siempre poetas impuros, forzados a la biografía o a la historia, siempre a caballo, siempre desgarrados, siempre partidos en dos, el historiador y el poeta, el poeta y el historiador.

Así que siempre vuelves a los relatos, los relatos del pasado, los cuentos del Uji Shūi Monogatari y del Konjaku Monogatari que te contaba tu tía Fuki, a la poesía del Manyōshū, a la lengua del Hōjōki, siempre vuelves al pasado, al remoto, remoto pasado… Mukashi, mukashi…

Porque supongamos que tienes un determinado tema que quieres convertir en un relato: para poder expresarlo con tanta fuerza y tanto arte como sea posible es necesario un acontecimiento extraordinario e inolvidable. Pero cuanto más extraordinario y memorable lo imaginas, más difícil es de describir convincentemente si lo encuadras en el Japón actual, porque no suena natural y terminas por abandonar el tema en la cuneta y ya todo está perdido. No obstante, la dificultad de situar un acontecimiento extraordinario en el Japón contemporáneo tiene fácil solución: lo único que hay que hacer es encuadrarlo en el pasado remoto o en el futuro lejano, o en un país que no sea Japón, o las dos cosas al mismo tiempo. Sin embargo, si simplemente comienzas con un érase una vez… y dejas fluir la historia, habrás fracasado. Hay que enmarcar la trama en un momento y un lugar histórico concreto e introducir e incluir detalles del entorno y las condiciones sociales de la época para que el relato suene natural y verosímil, para atrapar la atención de lector, cogerle de la mano y llevarlo de vuelta, de vuelta al pasado, para hacerle ver el pasado, hacerle sentir el pasado, hacerle vivir, eso es, vivir el pasado otra vez, de nuevo…

Sí, desde tu escritorio, pluma en mano, tú devolverás la vida a las historias del pasado, las historias una vez contadas, tú resucitarás a los muertos levantando el velo, arrancando el velo, rasgando el velo, el velo en dos….

Mukashi, mukashi, estás de pie bajo un portón, el Portón de Akamon en la Universidad de Tokio, bajo ese portón ves caer la lluvia, la ves caer ahora y la ves caer entonces, y piensas en otro portón, un portón distinto en otra ciudad, una ciudad diferente, en otra época, una época diferente: La Puerta de Rashōmon en Kioto, la gran puerta que antaño se alzaba al principio de la avenida Suzaku; no queda ni rastro, ni la piedra angular siquiera. Pero tú conoces esa puerta, tú has leído sobre esa puerta en el Konjaku Monogatari, y por eso la ves.

Hace mucho, mucho tiempo, un hombre viajó desde la provincia de Settsu a la capital con la intención de robar. Como al llegar aún era de día, se ocultó bajo la Puerta de Rashōmon…

Ves el portón en tu mente, la antaño gran puerta de Kioto, como si vieras un cuadro, un cuadro móvil, vivo, que respira; el portón abandonado y derruido, bajo un cielo cuajado de cuervos que graznan y dan vueltas, madriguera de tejones, zorrera, de pie en el crepúsculo, el crepúsculo ahora, el crepúsculo entonces…

A esa hora aún estaba atestada de gente, así que esperó pacientemente bajo la puerta a que la ciudad se calmara. Entonces oyó una multitud que se aproximaba…

—Ryūnosuke —dice tu amigo—. Siento haberte hecho esperar. Pero tengo buenas noticias: tenemos el lugar entero para nosotros…

Tu amigo estudia en la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokio. Te conduce hasta el edificio, te guía por las escaleras, te conduce por un pasillo y te guía hasta la sala…

Para evitar ser visto, se apostó sigilosamente en el piso superior de la puerta, donde había una habitación. Una luz mortecina iluminaba las tinieblas. ¡Qué extraño! El hombre se asomó por la celosía de las ventanas y vio ante sí el cadáver de una joven…

Tarjetas de cartón con finos alambres cuelgan del dedo gordo del pie de cada cuerpo, cada tarjeta con un nombre, una edad y una fecha. Tu amigo se inclina sobre uno de los cadáveres y comienza a despellejarle el rostro con un escalpelo descubriendo una capa de grasa amarilla mientras el cabello del muerto cuelga del borde de la mesa.

La luz junto a su cabeza, una horrible vieja arrancaba el cabello del cadáver a tirones. En opinión del aterrorizado ladrón, aquella vieja debía ser un demonio o un fantasma…

Tienes miedo, de nuevo tienes miedo. No quieres mirar, pero debes mirar, debes hacerlo. Quieres escribir una historia situada en el período Heian, una historia de cadáveres. Pero no has sido capaz de terminarla, no has sabido encontrar el equilibrio entre lo fantástico y lo auténtico, Por eso has pedido estar aquí; has pedido observar un cadáver —¡Mira, Ryūnosuke, mira! No puedes apartar la cara ante el horror, no puedes apartar la vista de la muerte. No puedes esconderte, debes mirar. Así que mira, Ryūnosuke. Mira y verás…—. Y entonces miras y sí, ves. Ves el cadáver y ves el cabello. Y estiras el brazo para tocar el cabello, pero entonces te detienes, te detienes. Un olor sofocante, un hedor de melocotones podridos. Y te armas de valor y te acercas un paso…

El ladrón abrió la puerta, sacó su daga y se lanzó a la carga con un grito. La aterrorizada vieja unió las manos en una desesperada súplica de clemencia, clemencia…

—Tienes suerte —ríe tu amigo mientras trabaja con el escalpelo—. La verdad es que nos estamos quedando sin cadáveres decentes.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —rugió el ladrón…

Estiras el brazo de nuevo y tocas el cabello, el cabello del cadáver. El pelo se desliza por tu mano sin dificultad…

—Mi ama ha muerto, señor, y ya que no había nadie que hiciera lo debido por ella, la he subido hasta aquí. Como verá, señor, tenía la cabellera más larga que el cuerpo, así que lo estoy cortando para hacer una peluca. ¡Por favor, señor, no me mate!

Pluma en mano, en tu escritorio, bajo la puerta, estás bajo la puerta, en la habitación superior, estás en esa habitación, en ese lugar y en esa época. El hedor de la muerte, el sonido de la lluvia. El resplandor de un relámpago, el fragor de un trueno. Le arrancas las ropas a la vieja, le arrebatas el cabello de las manos. Ella se aferra a tus piernas, te agarra de los tobillos. La pateas, la pateas violentamenta, violentamente, la arrojas con las piernas por alto entre los cadáveres, entre los muertos, y te das la vuelta, te giras, te giras y desciendes por las escarpadas escaleras, escalón a escalón hacia la oscuridad, hacia la noche…

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9788418994197
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