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LA TERCERA VELA
EL TESTIMONIO DE UNA SUPERVIVIENTE

La ciudad es un purgatorio. Noche tras noche, el mismo sueño, EN LA CIUDAD OCUPADA, noche tras noche, el mismo sueño:

SOY LA SUPERVIVIENTE

Y por supuesto, lo sé: es pura suerte

que haya sobrevivido a tantos amigos.

Pero noche tras noche

en un sueño

tras otro

oigo a esos amigos decir de mí: «Los supervivientes son más fuertes». Y me odio a mí misma.

Me odio a mí misma.

EN LA CIUDAD OCUPADA, me despierto. En la Ciudad Ocupada hace frío. Es lunes y no quiero levantarme de la cama. No me quiero vestir. No quiero ir a trabajar. Pasa algo malo. Quiero pasarme el día acostada bajo esta colcha. Dormir y soñar, soñar con comida y calor, con el hombre que vendrá y me sacará del frío y del hambre, con el hombre montado en un caballo blanco que me salvará de la Ciudad Ocupada. Pero tengo que levantarme. Tengo que vestirme. Tengo que desayunar e irme al trabajo. Porque es lunes.

Lunes 26 de enero de 1948.

En la Ciudad Ocupada, camino por el barro y el aguanieve, barro en los zapatos y aguanieve en el pelo. Pasa algo malo. Tal vez hoy el banco cierre temprano. Tal vez hoy nos podamos marchar temprano. Tal vez hoy me pueda volver a casa temprano. Tal vez me pueda volver a acostar bajo mi colcha. Porque pasa algo malo. Pero sigo andando por el barro y el aguanieve, paso por delante del templo y subo la colina.

La calle está abarrotada de gente, gente que viene a trabajar a Shiinamachi y gente que se va de Shiinamachi para trabajar. Un jeep americano hace sonar la bocina y nos obliga a todos a apartarnos de un salto. Las ruedas del jeep americano giran y nos salpican a todos de barro.

Sé que pasa algo malo.

Abro la puerta corredera de madera. Entro al genkan del banco. Me quito los zapatos sucios. Me pongo las pantuflas heladas. Me adentro en el pasillo del banco. Le doy los buenos días a la señorita Akuzawa y a la señorita Akiyama. Hablamos del fin de semana y hablamos del tiempo mientras nos ponemos los uniformes azules. Nos preguntamos si acaso hoy el banco cerrará temprano. Nos preguntamos si acaso hoy nos podremos marchar temprano. Volvernos a casa, con nuestras colchas. Luego cogemos el pasillo que lleva a la sala principal del banco.

Al calor de la estufa, bajo la luz de las lámparas, ocupo mi silla tras el mostrador y espero a que abra el banco, a que empiece la jornada de trabajo, la semana laboral.

Justo antes de las nueve y media, el señor Ushiyama pronuncia su discurso de costumbre, con el que siempre empieza la semana. Los demás le hacemos una reverencia, el reloj marca las nueve y media, el banco abre y empieza la jornada laboral, otra semana de trabajo.

Llegan los clientes, procedentes del barro y del aguanieve, yo los saludo y me pongo a su servicio, y pienso en mi almuerzo y escucho cómo el aguanieve se convierte en lluvia y cae sobre el tejado del banco. Recién pasadas la doce y media, el señor Yoshida me dice que puedo ir a buscar mi almuerzo. Me cambio de sitio con la señorita Akiyama. Me alejo por el pasillo. Me siento en el cambiador. Saco mi bento. Abro la caja del almuerzo. Me como el arroz frío y el encurtido. Bebo té caliente de mi taza. Escucho cómo cae la lluvia sobre el tejado del banco y sé que hoy no me podré marchar temprano. Y cuando ya casi es la una, vuelvo a mi sitio detrás del mostrador, saludo a los clientes y me pongo a servirlos.

Luego, justo antes de las dos, el señor Ushiyama nos dice que no se encuentra bien, que no se encuentra nada bien. Nos dice que se tiene que ir temprano. Se disculpa con nosotros, hace una reverencia y se marcha.

—Pobre señor Ushiyama —susurra la señorita Akiyama—. Lleva enfermo desde la semana pasada. Debe de ser grave. Tendría que ir al médico. Podría ser… podría ser…

Me quedo mirando el mostrador y asiento con la cabeza. Pasa algo malo.

—¿Y qué pasa si es contagioso? —dice la señorita Akiyama—. Puede que todos lo hayamos cogido. Puede que todos vayamos a enfermar. Puede que todos…

Me quedo mirando el mostrador y asiento con la cabeza. Algo muy malo.

Pero me vuelvo al trabajo. Me vuelvo a mis pensamientos.

¿Es que nadie me va a salvar de la Ciudad Ocupada?

Son casi las tres y cuarto y el banco ya ha cerrado sus puertas y a mí solamente me quedan treinta depósitos por cuadrar. Podré hacerlos en diez minutos. Dentro de diez minutos me podré marchar.

Dentro de diez minutos me podré volver a casa, podré volver con mi colcha y volver con mis sueños. Pero algo va mal, muy mal. Hoy hay algo que no va bien…

Y entonces oigo que llaman a la puerta lateral. Solamente me quedan veinticinco depósitos por cuadrar. Veo que la señorita Akuzawa se levanta para abrir la puerta lateral. Solamente me quedan veinte depósitos por cuadrar. Veo que la señorita Akuzawa va a la trastienda del banco. Quince depósitos. Veo que la señorita Akuzawa va a la antesala del banco. Catorce depósitos. Veo que la puerta principal se abre y entra un hombre. ¿Acaso es el hombre? Trece depósitos. Veo que el hombre se quita las botas y se pone el par de pantuflas que le ofrece la señorita Akuzawa. ¿El hombre que me va a salvar? Debe de andar por los cuarenta y tantos años, pero tiene una cara ovalada y bien parecida. ¿El que me va a salvar de la Ciudad Ocupada? Oigo que la señorita Akuzawa le dice al hombre que el director ya se ha marchado pero que nuestro subdirector lo recibirá.

Confío en que esto no comporte trabajo extra. Confío en que esto no me impida marcharme pronto. Veo que la señorita Akuzawa lleva al hombre por un lado de mi mostrador y hasta la trastienda del banco. A continuación la señorita Akiyama se levanta del asiento contiguo al mío y yo me vuelvo a mis depósitos:

Doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis depósitos. Ya he terminado.

Pero hay algo que va mal, muy mal…

La señorita Akiyama regresa a su silla detrás del mostrador. Me da un codazo y me dice en voz baja:

—¿Has visto a ese hombre? Es un médico del Ministerio de Salud y Bienestar. Acabo de oír que le decía al señor Yoshida que el Ministerio de Salud y Bienestar ha descubierto un brote de disentería en Shiinamachi. El Ministerio de Salud y Bienestar ha localizado un brote en ese pozo que hay delante de la casa del señor Aida. ¿Conoces al señor Aida?

Levanto la vista de mi montón de depósitos. Asiento con la cabeza.

—Ese médico del Ministerio de Salud y Bienestar le acaba de decir al señor Yoshida que le han diagnosticado disentería a uno de los inquilinos del señor Aida. Y que ese inquilino ha venido hoy al banco y ha hecho un depósito…

—¿Cómo se llamaba? —le pregunto yo.

La señorita Akiyama está negando con la cabeza, hojeando el montón de depósitos que tiene sobre el mostrador.

—No lo he oído, pero si es verdad, entonces es por eso que el señor Ushiyama ha estado tan enfermo. Y eso quiere decir que todos podemos estar contagiados. Puede querer decir…

Vuelvo a mirar mi montón de depósitos, todos cuadrados y terminados. Me pongo a hojearlos, en busca de la dirección de Aida.

—El médico va a tener que vacunar a todo el mundo contra la disentería —susurra la señorita Akiyama—. Y va a tener que desinfectar todo lo que pueda haber sido infectado. Todas las salas, todo el dinero. Nadie va a poder marcharse hasta que haya terminado…

Miro los depósitos y vuelvo a asentir con la cabeza. Por fin sé que ya no me podré marchar temprano. Por fin sé que algo va muy mal. Por fin sé que no me podré volver a mi casa, volver a mi colcha, volver a mis sueños, porque por fin sé que esos sueños se han ido para siempre.

El señor Takeuchi se acerca al mostrador. El señor Takeuchi suspira y dice:

—Tenemos que reunirnos todos junto a la mesa del señor Yoshida, en la trastienda del banco. Vamos a tener que tomar todos una medicina…

—Te lo dije, te lo dije —susurra la señorita Akiyama, mientras nos levantamos de nuestras sillas tras el mostrador y vamos a la mesa que tiene el señor Yoshida en la trastienda del banco.

La señorita Akuzawa ha traído todas nuestras tazas de té en una bandeja a la mesa del señor Yoshida. El médico del Ministerio de Salud y Bienestar está abriendo un frasquito. Debe de tener cuarenta y tantos años.

Ahora lo miro a la cara.

La tiene redonda, muy redonda.

Como un huevo. Y de pronto lo sé: no olvidaré nunca esa cara.

Luego miro el frasco que tiene en la mano. Miro las palabras FIRST DRUG que hay escritas en inglés en la etiqueta.

—¿Ya está todo el mundo? —pregunta el médico.

El señor Yoshida nos echa un vistazo rápido a todos, contándonos las cabezas. Han venido hasta los dos hijos del señor Takizawa. El señor Yoshida asiente con la cabeza.

—Bien —dice el médico, y coge una pipeta.

El médico nos echa unas gotitas de líquido transparente en las tazas. Luego nos dice que cojamos cada uno nuestra taza. Yo cojo la mía.

Me la llevo a los labios pero me detengo.

El médico ha levantado una mano a modo de advertencia. El médico nos dice:

—Este suero es muy fuerte, y si les toca los dientes o las encías, puede dañárselos gravemente. De manera que, por favor, escuchen y miren con mucha atención mientras les hago una demostración de cómo tragarse el suero de forma segura.

Ahora el médico saca una jeringa. Hunde la jeringa en el líquido. Extrae una medida del líquido con la jeringa. Abre la boca. Se apoya la lengua en los incisivos inferiores y la recoge bajo el labio inferior. Se echa el líquido sobre la lengua. Echa atrás la cabeza y deja que la medicina le caiga hacia la garganta.

A continuación se mira el reloj de pulsera, con la mano derecha en alto, suspendida en el aire. De pronto baja la mano y dice:

—Como esta medicina puede dañarles las encías y los dientes, tienen que asegurarse de tragársela deprisa. Exactamente un minuto después de tomarse la primera, les administraré una segunda medicina…

Vuelvo a mirar la mesa del señor Yoshida. Veo otro frasco, este con las palabras SECOND DRUG en letras inglesas en la etiqueta.

—Después de tomarse la segunda medicina, podrán ustedes beber agua y enjuagarse la boca.

Todos asentimos con la cabeza. Yo asiento con la cabeza.

—Ahora levanten las tazas —dice el médico.

Yo cojo mi taza.

—Ahora échense el líquido en la lengua.

Me llevo la taza a los labios y me bebo el líquido. Es horrible. Tiene un sabor muy amargo, muy pero que muy amargo.

—Echen la cabeza hacia atrás.

Echo la cabeza hacia atrás.

—Ahora traguen.

Y trago.

—Les administraré el segundo fármaco dentro de exactamente sesenta segundos, de manera que vuelvan a dejar las tazas sobre la mesa.

Vuelvo a dejar la taza en la mesa del señor Yoshida. Levanto la vista para mirar al médico. El médico se está mirando el reloj de pulsera. Todavía tengo el sabor del líquido en la boca.

—Sabe un poco a ginebra —dice el señor Yoshida, riendo.

—Creo que no me he tragado nada —dice el señor Tanaka—. Tal vez tendría que tomarme otra dosis. Por si acaso…

»Para estar seguros.

Pero el médico niega con la cabeza, sin dejar de mirarse el reloj de pulsera.

—Tiene un sabor asqueroso —dice la señorita Akiyama—. ¿Puedo hacer unas gárgaras de agua, por favor?

Pero el médico vuelve a negar con la cabeza, sin dejar de mirarse el reloj de pulsera.

—Pero es que da mucho asco —vuelve a decir la señorita Akiyama.

A continuación el médico empieza a verternos el segundo fármaco a cada uno en nuestra taza. Luego levanta la vista y nos mira a todos. Y nos dice:

—Por favor, cojan sus tazas otra vez.

Vuelvo a coger mi taza.

El médico se vuelve a mirar el reloj de pulsera. Por fin nos hace una señal para que bebamos.

Y me vuelvo a llevar la taza a los labios y me bebo el segundo líquido y noto el sabor del segundo líquido en la boca, en la garganta, y también es horrible, y necesito beber agua, agua, agua, y oigo a gente que se queja y a gente que tose, y oigo que el médico dice:

—Ya se pueden enjuagar la boca…

Y veo que todo el mundo se va a toda prisa hacia el fregadero, hacia el grifo, hacia el agua, y yo voy a toda prisa hacia el fregadero, hacia el grifo, hacia el agua, y ahora veo a gente que cae al suelo, y veo que la señorita Akiyama está tumbada en el suelo, y trato de ir con ella, pero necesito el fregadero, el grifo, el agua, y estoy pensando en llegar primero al fregadero, el grifo y el agua y después ir con la señorita Akiyama, oigo a gente que tose, a gente con náuseas, a gente que vomita. Y ahora siento a gente que me aparta a empujones, a gente que me pasa por encima para llegar al fregadero y al grifo y al agua, y yo estoy bebiendo y bebiendo y bebiendo, pero ahora la luz se está apagando y apagando y apagando, la luz nos está abandonando, nos está abandonando aquí, aquí en la Ciudad Ocupada, y siento que se avecina algo gris, que me adentro en lo gris.

Y caigo, y caigo, y caigo.

Y caigo, y caigo.

Y caigo

en lo gris, caigo,

caigo y me desplomo,

alejándome de la luz,

de la Ciudad Ocupada a un lugar gris,

un lugar que no es ningún lugar. Pero luego la luz

me aferra, me agarra fuerte, fuerte,

fuerte, y tira de mí hacia atrás

por los pasillos del banco, hasta el genkan del banco. ¡Socorro! Por las puertas y hasta la calle. Camino a cuatro patas por la Ciudad Ocupada. Adentrándome en la luz y en el aguanieve. Socorro, digo. Está borracha, está loca. En el barro y en el aguanieve, a cuatro patas, en la Ciudad Ocupada. Socorro…

—¡Socorro, por favor!

EN LA CIUDAD OCUPADA oigo botas en el barro, oigo sirenas en el cielo. Pero vuelvo a caer. En la Ciudad Ocupada, la gente me pregunta cómo me llamo. Sigo cayendo. En la Ciudad Ocupada, no sé cómo me llamo. Porque estoy cayendo. En la Ciudad Ocupada, me muevo. Caigo. En la Ciudad Ocupada, estoy en una habitación blanca. Pero sigo cayendo. En la Ciudad Ocupada, la gente no para de preguntarme cómo me llamo. En la Ciudad Ocupada, no sé cómo me llamo. Porque estoy cayendo. En la Ciudad Ocupada, la gente me pregunta qué ha pasado. Sigo cayendo. En la Ciudad Ocupada, no sé qué ha pasado.

Y luego me detengo. Paro de caer,

EN LA CIUDAD OCUPADA, una joven. Socorro. Camina a cuatro patas por la Ciudad Ocupada. Socorro, dice. Por el barro y el aguanieve, a cuatro patas, por la Ciudad Ocupada.

Socorro, por favor.

EN LA CIUDAD OCUPADA hay monjas que me meten un tubo por la garganta, hay médicos que me hacen un lavado de estómago, y yo toso y tengo arcadas, fluidos y bilis, deliro y desbarro. Pero puedo hablar otra vez. Y estoy hablando. Hay hombres sentados junto a mi cama. Hay hombres de pie junto a mi cama. Hombres que me cogen la mano. Hombres que me susurran al oído.

Y yo hablo, hablo con los hombres que hay junto a mi cama. Con los hombres que me cogen la mano, que me la cogen bien fuerte, fuerte, fuerte.

—La bebida —les susurro—. La bebida…

—Pero ¿qué ha comido usted? —me preguntan.

—Ha sido la bebida. La bebida…

—¿Y qué ha bebido?

—Era medicina…

—¿Medicina?

—Un médico…

—¿Qué médico?

—Disentería…

Los hombres que hay junto a mi cama me sueltan la mano. Los hombres que hay junto a mi cama se ponen de pie. Los hombres que hay junto a mi cama dicen:

—Esto no es un caso de intoxicación alimentaria, detectives.

Los hombres que hay junto a mi cama se marchan, gritando:

—¡Es un caso de asesinato! De robo…

Y luego los hombres ya no están y yo me quedo sola, en la habitación blanca, vuelvo a estar sola, en la Ciudad Ocupada.

Y tengo miedo.

Mucho miedo.

Esa noche, el sueño, EN LA CIUDAD OCUPADA, esa noche, por primera vez, el sueño: SOY LA SUPERVIVIENTE.

Y, por supuesto, lo sé: es pura suerte

que haya sobrevivido a tantos amigos.

Pero noche tras noche

en un sueño

tras otro

oigo a esos amigos decir de mí: «Los supervivientes son más fuertes». Y me odio a mí misma.

Me odio a mí misma.

En la habitación blanca, me vuelvo a despertar. Es un hospital. Hay monjas, hay enfermeras y hay médicos. Me están dando medicinas. Me están dando remedios. Pero yo tengo miedo.

Me da miedo este sitio, este sitio, este hospital. Me dan miedo las monjas. Me dan miedo las enfermeras.

Me dan miedo los médicos.

Me dan miedo sus medicinas. Me dan miedo sus remedios.

Pero en este lugar, en este hospital, cierro los ojos y, por segunda vez, tengo el mismo sueño: SOY LA SUPERVIVIENTE.

Y, por supuesto, lo sé: es pura suerte

que haya sobrevivido a tantos amigos.

Pero noche tras noche

en un sueño

tras otro

oigo a esos amigos decir de mí: «Los supervivientes son más fuertes». Y me odio a mí misma.

Me odio a mí misma.

EN LA CIUDAD OCUPADA abro los ojos. Vuelvo a estar despierta en la habitación blanca. En el hospital. Pero hay un hombre con bata blanca que me coge la mano, que me habla en voz baja al oído, que está sentado junto a mi cama. Y tengo miedo, así que me aparto de ese hombre con bata blanca que hay junto a mi cama, de ese hombre que me está hablando en voz baja al oído y cogiéndome la mano, y le digo:

—¡Váyase! ¡Váyase! ¡Déjeme en paz!

Y el hombre me suelta la mano y yo me vuelvo a quedar a solas en la habitación blanca, en este lugar

EN LA CIUDAD OCUPADA, una joven. Socorro. Camina a cuatro patas por la Ciudad Ocupada. Socorro, dice. Por el barro y el aguanieve, a cuatro patas, por la Ciudad Ocupada.

Socorro, por favor.

—Yo la puedo ayudar. Créame, por favor. Yo la puedo ayudar…

EN LA CIUDAD OCUPADA vuelvo a estar despierta, en compañía de alguien que me tiene cogida la mano y de una voz que me vuelve a susurrar al oído:

—Yo la puedo ayudar. Puede usted confiar en mí…

—¿Quién es usted? ¿Es médico?

—No, esta bata blanca la llevo solo para hablar con usted. Nada más. Solo quiero hablar con usted. Solo quiero ayudarla.

—Pero ¿por qué? ¿Quién es usted?

—Me llamo Riichi Takeuchi. Soy periodista.

En este lugar, en esta habitación blanca, en este hospital, tengo ganas de llorar, pero me echo a reír:

—¿Es usted periodista?

—Sí, del Yomiuri.

Tengo ganas de reírme, pero me echo a llorar.

—¡Déjeme en paz!

Y una vez más, la mano desaparece, y los susurros vuelven a desaparecer, y me vuelvo a quedar a solas en este lugar, en esta habitación blanca, en este hospital, y vuelvo a tener miedo de este lugar, y otra vez

EN LA CIUDAD OCUPADA, una joven. Socorro. Camina a cuatro patas por la Ciudad Ocupada. Socorro, dice. Por el barro y el aguanieve, a cuatro patas, por la Ciudad Ocupada.

Socorro, por favor.

—Yo puedo ayudarla. Créame, por favor. Yo puedo ayudarla. Puedo hacer que se le vaya ese sueño.

En este lugar, abro los ojos. En esta habitación blanca, le aprieto la mano. En este hospital, le pregunto en voz baja:

—¿Cómo puede ayudarme?

—Puedo salvarla de este sitio, de estos sueños.

—Hasta ayer —le digo—, yo creía que una taza era una taza. Hasta ese momento, una mesa era una mesa. Yo creía que la guerra se había terminado. Yo sabía que habíamos perdido. Sabía que nos habíamos rendido. Sabía que ahora estábamos ocupados.

»Pero yo pensaba que la guerra se había terminado. Pensaba que una taza seguía siendo una taza. Que la medicina era medicina. Creía que mi amigo era mi amigo, que un colega era un colega. Y un médico, un médico.

»Pero la guerra no se ha terminado. Y una taza no es una taza. Y la medicina no es medicina. Un amigo no es un amigo y un colega no es un colega. Porque una colega mía que estaba ayer con nosotros, sentada en la silla de al lado de la mía detrás del mostrador, esa colega ya no está. Porque un médico no es un médico.

»Un médico es alguien que mata. Un asesino.

»Porque la guerra no se ha terminado.

»La guerra no se termina nunca.

—Lo sé —dice el hombre con bata blanca que hay junto a mi cama, ese hombre que no es médico, que es periodista, ese hombre llamado Riichi Takeuchi, ese Riichi Takeuchi que ahora me aprieta la mano bien fuerte, fuerte, fuerte, y que no para de decirme una y otra vez: «Lo sé».

—Yo todavía estaba repasando los treinta depósitos de ese día cuando llegó el asesino. No vi qué hora era cuando entró, pero el banco había cerrado como de costumbre a las 15.00, y yo me había puesto de inmediato a contar los depósitos. Y en contar los depósitos nunca tardo más de diez minutos, de manera que el asesino debió de llegar entre las 15.00 y las 15.10.

»Cuando el asesino se puso a repartir el veneno, yo le miré a la cara. No me olvidaré nunca de esa cara. La reconocería en cualquier parte.

—Lo sé —dice él—. Lo sé.

—Soy una superviviente —le digo—. Y, por supuesto, sé que es pura suerte que haya sobrevivido a tantos amigos. Pero noche tras noche, en un sueño tras otro, oigo a esos amigos decir de mí: «Los supervivientes son más fuertes». Y me odio a mí misma.

»Me odio a mí misma.

—Lo sé —repite él—. Pero yo la ayudaré.

EN LA CIUDAD OCUPADA es 4 de febrero de 1948.

Hay flores y hay regalos, hay fotógrafos y gente que me desea una pronta recuperación. Las monjas, las enfermeras y los médicos se ponen en fila para hacerme reverencias y desearme que todo me vaya bien. Y yo les devuelvo la reverencia y les doy las gracias y me marcho de este lugar, de este hospital, me voy.

Pero todavía hay algo que va mal…

EN LA CIUDAD OCUPADA hace frío y todo es gris, y hay más flores y más regalos, más fotógrafos y más gente que me desea una pronta recuperación. El señor Yoshida, el señor Tanaka y la señorita Akuzawa también están aquí, y nos saludamos por primera vez desde aquel día, intentando sonreír entre los flashes de las cámaras y los gritos de los reporteros, pensando en nuestros colegas que no están aquí, que nunca estarán aquí para recibir esas flores y esos regalos, y las sonrisas se nos despegan de los labios y se caen al suelo de esta fría y gris Ciudad Ocupada.

Y ahora nos llevan por entre las multitudes hasta los coches, esos coches que están esperando para llevarnos de vuelta, de vuelta al banco y a la escena del crimen. De manera que nos sentamos en los asientos de atrás de esos coches y contemplamos por la ventanilla la fría y gris Ciudad Ocupada, la fría y gris Ciudad Ocupada que a su vez contempla el interior de estos coches donde estamos nosotros y nos susurra a través de las ventanillas: «A su tiempo, a su debido tiempo…».

Los coches pasan por delante del templo de Nagasaki y por fin se detienen delante de la sucursal de Shiinamachi del Banco Teikoku, y yo no quiero salir del coche, no quiero salir del coche, pero un policía ya me ha abierto la portezuela y me tiene cogida la mano mientras yo salgo del coche y camino por el barro y bajo el aguanieve, y tengo ganas de dejarme caer al suelo y alejarme a cuatro patas de este sitio, de alejarme de esta ciudad, pero ¿adónde voy a gatear, adónde voy a ir, si aquí no hay caballos blancos, no hay nadie que me vaya a salvar de la Ciudad Ocupada, y ahora estoy plantada en el genkan del banco, quitándome los zapatos del hospital, poniéndome mis pantuflas congeladas y adentrándome por el pasillo del banco con los ojos cerrados bien fuerte, fuerte, fuerte, fuerte, fuerte y fuerte, porque SOY LA SUPERVIVIENTE.

Y, por supuesto, lo sé: es pura suerte

que haya sobrevivido a tantos amigos.

Pero noche tras noche

en un sueño

tras otro

oigo a esos amigos decir de mí: «Los supervivientes son más fuertes». Y me odio a mí misma.

Me odio a mí misma.

EN LA CIUDAD OCUPADA me despierto. Hace frío, en la Ciudad Ocupada. No sé qué día es y no me quiero levantar. No me quiero vestir. Porque algo va mal. Pero no me quiero pasar todo el día acostada debajo de esta colcha. No quiero dormir porque no quiero soñar. De manera que me levanto y pienso: Algo va mal. Hace frío en la habitación y yo sé: Algo va muy mal. Recorro la casa pero no hay nadie. Abro armarios y abro cajones. En la basura encuentro el periódico y lo abro y busco su nombre: Riichi Takeuchi. Y encuentro su nombre y veo el artículo que ha escrito, un artículo que trata de una carta, de una carta que ha recibido el periódico, y leo el artículo, leo sus palabras:

Querido Banco Teikoku, Shiinamachi, Distrito de Toshima.

Siento haber causado un alboroto el otro día. Al principio me produjo una sensación desagradable ver a tanta gente convulsa y retorciéndose de agonía, pero luego dejó de afectarme. Dejé con vida a la señorita Masako Murata porque puede que me sea útil en el futuro.

A su debido tiempo, la visitaré por segunda vez.

Firmado: Jiro Yamaguchi.

Y ahora oigo los golpes en la puerta principal y atravieso la casa y abro la puerta, deseando por lo más sagrado encontrármelo a él, que sea él quien viene a llevárseme, a salvarme de la Ciudad Ocupada, pero no es más que otro policía, no es más que otro coche, otro coche que viene para llevarme a comisaría, a contestar otro interrogatorio y examinar otro álbum de fotografías, de manera que ocupo el asiento de atrás del coche y vuelvo a contemplar por la ventanilla la fría y gris Ciudad Ocupada, la fría y gris Ciudad Ocupada que a su vez contempla el interior del coche donde estoy y me susurra una y otra y otra y otra y otra vez por la ventanilla: «A su tiempo, a su debido tiempo…».

EN LA CIUDAD OCUPADA, en la Comisaría de Mejiro, los detectives dicen:

—El hombre se llama Shosuke Hibi. Lo detuvo hace dos días la Policía Municipal de Toyohashi por hurtar en una tienda. Cuando lo llevaron a comisaría, la policía de Toyohashi le encontró encima varios recortes de prensa relativos al incidente de Teigin, así como un mapa del Distrito de Itabashi, 10.000 ¥ en metálico y billetes de lotería por valor de 1.000 ¥. Las investigaciones posteriores han revelado que Hibi se pidió cuatro días de vacaciones del Gabinete de Ingeniería Eléctrica y de Comunicaciones donde trabaja, del 24 al 28 de enero. Hibi también compró bonos de ahorro por valor de 10.000 ¥ el 31 de enero. De acuerdo con su empresa, Hibi tiene acceso fácil al cianuro potásico en el trabajo. Y finalmente, la policía de Toyohashi cree que los rasgos de Hibi concuerdan exactamente con los de nuestro sospechoso de Teigin.

Ahora los detectives me ponen un papel delante, sobre la mesa, y me dicen:

—Así pues, nos gustaría que examinara usted con atención esta telefoto del sospechoso que nos han mandado desde la oficina de la agencia Kyodo en Nagoya.

Me quedo mirando el papel que me han puesto delante, sobre la mesa, deseando por lo más sagrado encontrármelo a él, que sea él quien viene a llevárseme, pero me limito a negar con la cabeza y a repetir:

—Cuando el asesino se puso a repartir el veneno, yo le miré a la cara. No me olvidaré nunca de esa cara.

»La reconocería en cualquier parte.

—Lo sabemos —me dicen.

—Pero esta no es esa cara. Esta no es su cara. Lo siento.

Los detectives se llevan el papel de la mesa y me dicen:

—Gracias por su tiempo. La llevaremos a casa en coche.

Y la policía vuelve a desaparecer, y las preguntas vuelven a desaparecer, y vuelvo a estar a solas en mi habitación, a solas en esta ciudad, y vuelvo a tener miedo en esta ciudad, a tener miedo en este lugar

EN LA CIUDAD OCUPADA, una joven. Socorro. Camina a cuatro patas por la Ciudad Ocupada. Socorro, dice. Por el barro y el aguanieve, a cuatro patas, por la Ciudad Ocupada.

Socorro, por favor.

EN LA CIUDAD OCUPADA, me despierto. Ahora hace calor, es primavera en la Ciudad Ocupada. Pero es lunes y no me quiero levantar. No me quiero vestir. Porque todavía hay algo que va mal. Pero hoy no me puedo pasar todo el día debajo de esta colcha. Hoy me tengo que levantar. Me tengo que vestir. Pero no quiero desayunar. Hoy no puedo desayunar. Porque hoy es el día en que vuelvo al trabajo.

Trabajo. Trabajo. Trabajo.

En la Ciudad Ocupada, camino por el barro y bajo la llovizna, barro en los zapatos y llovizna en el pelo. Algo sigue yendo mal. Pero yo camino por el barro y bajo la llovizna, dejo atrás el templo y subo la colina, por la calle abarrotada de gente, gente que viene a trabajar a Shiinamachi y gente que se va de Shiinamachi para trabajar. Un jeep americano hace sonar la bocina y nos obliga a todos a apartarnos de un salto. Las ruedas del jeep americano giran y nos salpican a todos de barro.

Algo va mal siempre.

Abro la puerta corredera de madera. Entro al genkan del banco. Me quito los zapatos sucios. Me pongo las pantuflas heladas. Me adentro en el pasillo del banco. Le doy los buenos días a la señorita Akuzawa. Pero no hablamos del fin de semana ni tampoco hablamos del tiempo mientras nos ponemos los uniformes azules. Nos preguntamos si acaso hoy el banco cerrará temprano. No decimos nada. Luego cogemos el pasillo que lleva a la sala principal del banco.

Al calor de la estufa, bajo la luz de las lámparas, ocupo mi silla tras el mostrador y espero a que abra el banco, a que empiece la jornada laboral, la semana de trabajo.

Justo antes de las nueve y media, el señor Ushiyama pronuncia su discurso de costumbre, con el que siempre empieza la semana. Los demás le hacemos una reverencia, el reloj marca las nueve y media, el banco abre y empieza la jornada laboral, otra semana de trabajo.

Porque la policía viene todas las semanas, todos los días, a llevárseme del banco, de regreso a Mejiro, a contestar más interrogatorios y examinar más álbumes de fotografías. Y luego vienen la prensa y los fotógrafos. Y yo paso más tiempo con la policía y con la prensa que trabajando en el banco. Y a veces viene él, Riichi Takeuchi del Yomiuri. Y a veces me lleva a tomar un café. Y a veces me trae flores. Y a veces me invita a cenar. Pero todas las noches me vuelvo a mi habitación, me vuelvo a mi colcha, y todas las noches cierro los ojos fuerte, fuerte, fuerte, y recuerdo que SOY LA SUPERVIVIENTE.

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