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Pecado al tablero

La fila para confesarse con el padre Fabio se alargaba por el corredor, doblaba la esquina de la enfermería y llegaba hasta el bosquecito donde jugábamos canicas. En condiciones normales, la hubiera hecho. No solo para capar clase y alargar el momento de la confesión, sino porque el padre Fabio, el cariñoso Pafabio, era comprensivo y laxo a la hora de sentenciar las penitencias. Esta vez, sin embargo, las piernas me temblaban de miedo: en mi pecado estaba involucrado un compañero del salón que, de todo el estudiantado, era su consentido, su monaguillo honoris causa. En especial me asustaba que Pafabio me pidiera hacer público lo sucedido.

El problema era que la medalla dorada ya estaba colgada en mi pieza, junto a otras viejas medallas futboleras de plata y bronce. La única de oro era aquella con un caballo en relieve que me acreditaba como campeón absoluto del interclases de ajedrez a costillas de Carlito, la ñaña de Pafabio y uno de los alumnos más admirados por los profesores. Estaba en el top tres de los mejores del salón y era el único que cargaba con el sufrimiento prematuro de haber perdido a su madre. No sé cómo hacía para aguantar ese inmenso dolor en su cuerpito de pluma, yo no lo hubiese resistido.

Al principio pensé que mi sentimiento de culpa sería vencido por mis rezos y monólogos nocturnos dedicados a dios y la virgen, pero al seguir atormentado había decidido acudir a la confesión. Y para no mencionar a Carlito ante Pafabio, me incliné a hablar de mi pecado con el temido padre Aníbal. Su fama era muy distinta, no lo tomaba a uno por la barbilla, ni le apretaba con cariño un brazo para anunciar la pena, sino que hablaba distante y pausado, repetía los pecados que uno decía, como para rumiarlos en su boca, y luego, con el tono de un papá molesto que se priva de darle correa al hijo, preguntaba algún detalle que permitiera conocer las razones de la debilidad y dictaba la dura penitencia.

Era la oportunidad de desahogarme sin zalamerías y al mismo tiempo esquivar roces con Pafabio. Con las manos sudando frío crucé al corredor donde estaba Aníbal confesando a la profesora de Sociales. No había nadie más en la cola. Esperé mi turno mientras repasaba mentalmente el parlamento que más o menos tenía preparado para este difícil momento.

—Cu én ta me tus pe ca dos, hi jo... –me dijo por fin el padre Aníbal desde un pupitre que sacaban al corredor para las confesiones.

Como uno se confesaba parado, quedaba a la misma altura y muy cerca del padre. Años atrás me había confesado con él para la primera comunión pero no recordaba bien el tamaño de su cabeza. Lo miré y fue como descubrirlo en realidad, tenía tanta cantidad de piel entre los ojos, la nariz y la boca que para apreciar su rostro entero debía hacer recorridos con la mirada.

—Padre, es que he estado diciendo muchas groserías –dije, como para empezar con un pecado estándar.

—¿Di ci en do mu chas gro se rí as, eh?... –replicó el padre Aníbal en su costumbre de recapitular los pecados–. ¿Qué ma las pa la bras has es ta do di ci en do?

—Eh, padre, las que oye uno por ahí... güevón... cacorro...

—¿Qué más?

—Pues padre, carechimb, malpari, hijueput, las conocidas...

El padre Aníbal me echó un sermón sobre la limpieza del alma y del manantial o el pantano que brota de los labios y otras cosas que no recuerdo porque yo estaba esperando para avanzar con el pecado importante. Aunque no haberme confesado después de varios días de decir groserías me impedía comulgar, no era una cosa que me atormentara, en la familia y en la unidad era común el insulto como muletilla permanente. Antes de que el padre Aníbal indagara por más fallas en mi comportamiento, tomé la iniciativa.

—Padre, otra cosita es que... hice trampa en la final del interclases de ajedrez –solté la frase y ardí por dentro como si tuviera el corazón ampollado.

Quedé a merced del padre, desprotegido, listo para ir a la guillotina o a la horca. En ese caso hubiera pedido como último deseo que me dejaran estar a solas con Teresita, mi directora de grupo, para darle un beso y abrazarla, y quizás también para despejar dudas sobre si hubo algún tipo de amor entre nosotros. Pero más que un verdugo, lo que quería el padre Aníbal era conocer detalles y yo sabía que si lo conmovía era posible obtener una pena que así fuera dura me permitiera conservar la medalla, un oro que me había representado premios adicionales en la familia y ahora lucía con orgullo en una pared de mi cuarto. Estaba dispuesto incluso a ser su monaguillo el resto de año con tal de permanecer con esa gloriosa medalla de oropel.

Amplié mi confesión tratando de lacerarme pero a la vez con piedad. Primero acepté haber cometido una “canallada”. Utilicé la palabra a propósito, la conocía por mi papá y me parecía que podía surtir un buen efecto porque parecía provenir de los tiempos de la Conquista y la evangelización. Así fue. Aníbal movió su cuello de cebú para mirarme de soslayo. Aproveché entonces para decirle que había tenido una infancia muy dura, que la separación de mis padres me había devastado, y que una de las cosas que le había heredado a mi papá y a mi abuelo era el gusto por el ajedrez. Le conté que era el mejor de los primos, que ya le ganaba a mi papá y al tío abuelo Alfredo. A veces yo mismo me interrumpía para decir que estaba arrepentido por no haber denunciado, pero que no sabía hasta qué punto había pecado. Eso lo improvisé sobre la marcha para generar curiosidad. Hizo efecto. Me pidió que avanzara, que qué era lo que había pasado. Ahí fui más solvente y le conté despojado de cualquier sentimiento que todo había ocurrido en el interclases de ajedrez, que había sido el primero en superar la primera ronda con un jaque pastor a mi contrincante y que eso me había convertido automáticamente en uno de los favoritos para llevarme la medalla de oro. Al igual que Carlito, cuando fue pasando de rondas. A medida que los dos íbamos venciendo a los contrincantes de séptimo y octavo, el entusiasmo se fue apoderando de la gente del salón. Eran nuestros primeros interclases en bachillerato y dos compañeros estábamos peleando contra los grandes por una dorada. En los demás deportes no teníamos posibilidad de arañar siquiera un bronce. Cuando mencioné a Carlito, el padre Aníbal borbolló sutilmente, cualquier otro nombre o apodo habría pasado desapercibido. Su interés creció cuando le dije que los dos habíamos llegado a la final: el salón celebró que ya teníamos aseguradas dos medallas y aunque en el bajo bachillerato Carlito era favorito indiscutido para llevarse el oro, los más amigos míos y algunos rebeldes pensaban que yo podía dar la sorpresa.

Pero en el fondo sentía que era imposible ganar. La sola presencia consumida y silenciosa de Carlito me intimidaba, pocos eran más flacos que yo en aquella época. Con su pelito de paja oscura parecía ir levitando todo el tiempo, imperturbable. Había ganado dos veces la Copa del Mejor Carácter y era considerado uno de los más inteligentes del colegio mientras que los profesores veían mi faceta ajedrecista como un chiste del destino. Si hubieran abierto apuestas para aquella final, todo el mundo habría apostado por Carlito, quien además de mazo despertaba la simpatía de todos por su vulnerabilidad física y fortaleza mental, y también por la terrible realidad de tener la mamá en el cielo.

El día de la final me hallé sin mentalidad ganadora, como si ya hubiera llegado muy lejos. Atrás habían quedado los jaque mate maravillosos con los que derroté a pelaos de séptimo y octavo. Ahora veía a Carlito meditando como un gigante frente al tablero, como si fuera Gandhi con el cerebro de Gasparov. El padre escuchaba atento mi relato. Le conté que había salido súper defensivo, especulando con los caballos, con miedo a adelantar los peones, luego Carlito atacó y ya enfrentado a la bestia tuve que defenderme, abrirme, atacarlo.

La partida, programada en horas de clase para poder jugar en silencio, se alargó. Como Carlito parecía en una mejor posición, me demoraba eternidades en hacer mis jugadas, y así, de tanto pensarle, equilibré el juego hasta que ambos quedamos con el rey y un par de peones. Le propuse que le dijéramos a Jairo, el profesor de Educación Física, que habíamos quedado en tablas, que nos diera el oro a los dos. Carlito accedió pero Jairo dijo que era imposible, había una medalla de oro, una de plata y una de bronce. Jueguen hasta que haya un ganador, dijo, y tuvimos que volver a armar el tablero, padre. Ahora me tocaba con las negras y el miedo me volvió al cuerpo pero decidí jugar lo más concentrado posible. Pensé que la medalla de plata ya era ganancia y jugar contra Carlito, casi un privilegio.

El juego final comenzó parejo y muy pronto me le comí un caballo sacrificando una de mis torres. Eso lo azaró y en un momento le vi cara de preocupado. Luego cometió un error infantil que puso la partida a mi favor. A punto de despejar el camino por donde iba a empezar a desgastarlo con jaques sonó el timbre del descanso y la gente llegó a ver quién había ganado las finales. A unos metros de nosotros acababa de terminar la final del alto bachillerato entre un pelado de once y la vencedora, una pelada de décimo. Todos los que estaban fueron a ver entonces el desarrollo de nuestro partido; se abarrotaron alrededor del tablero y los de once y décimo gritaban encima de nosotros y les tiraban chitos a las piezas. Jairo trató de poner orden pero la mayoría se quedó sin parar de reírse, ni de comentar jugadas imposibles, ni de burlarse de nosotros sin conocer los dolores humanos que había padecido, por ejemplo, Carlito.

Mi pecado, le dije finalmente al padre Aníbal, fue guardar silencio frente a lo que hizo uno de los pelaos de once, apoyado al lado del tablero: en medio de la bullaranga y la chanza de los espectadores agarró la torre que me habían comido y ocultándose la mano con el otro brazo la colocó en el tablero. Esperé a que Carlito alegara para llamar a Jairo y suspender el juego, pero hizo su jugada como si nada hubiera pasado. Yo me hice el bobo y moví cualquier otra pieza inofensiva. Carlito volvió a jugar. Me parecía increíble que no se hubiera dado cuenta, de pronto había estado cegado creando jugadas en la mente.

La trampa no descubierta por mi rival hizo que los espectadores se carcajearan contenidos y permanecieran expectantes alrededor del tablero. No sé por qué sentía que debía corresponderles aquel gesto con un triunfo liderado por aquella torre resucitada; si lo hacía no solo podía ganar, sino que era una forma de congraciarme con gente que ya estaba curtida del bachillerato. Así que satanás tomó mi mano y usé la torre maldita para romper la defensa de Carlito. Le di jaque mate en cinco jugadas y en medio de la actuación, los de once me montaron en hombros, me tiraron para arriba varias veces y casi me dejan caer.

Le expresé al padre Aníbal que desde eso me sentía muy mal, habían hecho trampa en mis narices, a mi favor, y no fui capaz de decir nada, y lo peor es que había llevado la medalla a la casa y le había dado una felicidad a mis padres. Traté de volver a conmoverlo con la historia del divorcio y la herencia del ajedrez, lastimero le dije que mi padre ya no vivía con nosotros y que eso era muy duro, y como un dato suelto le confié que me había regalado unos tenis por haber obtenido ese oro. Acudí a esta artimaña con el único fin de que no me condenara a devolver la medalla, pero pensé en Carlito, el perjudicado, y le dije al padre que nada de lo que yo había sufrido se comparaba con la muerte de la mamá de mi compañero, y que tal vez eso era lo que más me dolía, pero que a religión cierta no sabía si había engañado o mentido, ni cuál era el pecado exactamente.

—¿A sí que co me tis te u na ca na lla da, eh? –retomó el padre y resumió los hechos. Su sotana emanaba un aroma a libro mohoso y su aliento amargo revelaba que había estado tomando café en la mañana.

Al final, me dijo que hiciera lo que me dictara el alma, me habló del arrepentimiento y de la paz que obtendría si hablaba con Carlito. También me dijo que si no lo hacía, no iba a quedar tranquilo y yo sabía eso, pero la posibilidad de devolver la medalla me angustiaba y agradecía que no me obligara a hacerlo. De penitencia dictó siete padrenuestros y cinco avemarías por el tema de las groserías y, como mi drama había funcionado de una manera protectora, dejó en mis manos el asunto que me agobiaba.

Salí contento de donde Aníbal pero al día siguiente los mismos tormentos me asaltaron la conciencia. Si me miraba los tenis nuevos me sentía sucio mientras que Carlito caminaba en paz, ajeno a la corrupción que me había tocado presenciar y que había alimentado con cobardía. El viernes de esa semana, cuando ya no aguantaba más la situación, fui a buscar a Pafabio en la capellanía. No podía creer que tuviera tanto miedo de enfrentarme al padre más bondadoso que conocía. Al abrir la puerta se sorprendió de verme allí asustado en lugar de estar disfrutando el descanso. Le dije que era importante y le conté lo sucedido. Cuando le mencioné a Carlito sonrió con los ojos cerrados, lo amaba desde adentro porque, además de ser el único herido por la vida, era tierno como una mascotica. Emití unos lloriqueos y entonces Pafabio me tomó de la barbilla y acercó su cara rosada y redonda, sonriente como la de Ziggy, para susurrarme.

—Tranquilo, pequeño, a veces hacemos travesuras pero lo importante es que estás arrepentido, haz lo que te deje tranquilo, pero no llores por eso, eres un buen niño –me dijo Pafabio ocasionándome unas lágrimas sinceras.

Gracias a esas lágrimas de las que me sentía orgulloso tuve un fin de semana de paz. Había superado la confesión con los sacerdotes del colegio. Sin embargo, el lunes al ver a Carlito me volví a sentir en deuda conmigo y con él. En medio de mis reflexiones entendí que no era un asunto de arrepentimiento, sino de honestidad, y que era urgente confrontarlo. En la tarde, a solas en mi cuarto, descolgué la medalla de oro y la metí en un sobre. Había estado casi mes y medio en la pared de mi cuarto, pero la indulgencia de los padres frente a mi pecado quizás había surtido un efecto de desapego hacia ella.

El martes, emocionado, busqué a Carlito en el primer descanso y conversamos. Cuando le entregué el sobre y sintió la dureza y la forma de la medalla, pareció incomodarse. Yo hubiera querido salir corriendo y cambiarme de colegio pero ya estábamos ahí, frente a frente como aquella vez de la final. Como empecé a gaguear, tomó la palabra y me dijo que él se había dado cuenta de la trampa, pero que al igual que yo no había sido capaz de reaccionar. Los dos habíamos sido ratones de laboratorio de los grandes de bachillerato.

Como un felino con su presa, Carlito había olfateado mi miedo desde que supe que la final era contra él, y los dos lo sabíamos. Por eso estaba resignado a recibir mi medalla de plata, pero en un acto de su grandeza Carlito me propuso repetir la partida a puerta cerrada, en la biblioteca, en el descanso largo. Sería nuestra final secreta. Me correspondieron las blancas y desde la salida hice un trabajo digno, con movimientos bien pensados. En los primeros minutos la partida fue pareja y con el paso de las jugadas se desarrolló como era de esperarse: Carlito me fue maniatando con su estrategia ofensiva. Las piezas que dispuse para proteger mi retaguardia se tuvieron que ocupar de otras labores y descuidé lo más preciado. Después de una masacre progresiva, que pudo haber detenido antes, por fin me dio jaque mate. Ni resucitando mis dos torres y mi reina a tiempo lo hubiera podido impedir.


El último vuelo de la Araña

El paseo comenzó normal, con el acostumbrado madrugón a las tres de la mañana. El silencio y la penumbra que en días de colegio me abrumaban y ejercían sobre mi morral un peso insoportable en estos días eran cómplices de la emoción por viajar al mar. Salir de la casa en medio de la pureza de la noche, transitar las calles vacías, sentir el silencio expandido, uno que otro ladrido a lo lejos, uno que otro loco arrastrando una cobija, uno que otro carro fantasma. Todo resultaba hermoso cuando íbamos para la cabaña del tío Fernando.

El encuentro alegre con los primos y el resto de la familia fue en Los Ruiseñores, la fonda que también funcionaba como fortín político de los tíos. Allí nos recogió el pulman que alquilaron para uso exclusivo de la familia. Las últimas imágenes antes de partir, tías en sudadera con el rostro desfigurado por haber dormido poco, primitos sin bañarse, primas con los párpados hinchados, termos de tinto, fiambres, maletas en el suelo, la contentura de los familiares. Era extraño estar en Los Ruiseñores a esa hora; los recuerdos en este lugar eran en campaña, haciendo sánduches en días de elecciones, repartiendo propaganda, despachando carros, festejando el triunfo en las urnas, pero ahora también lo recordaríamos como nuestra pequeña terminal privada.

El imponente Rey Dorado se fue llenando de a poco. En las sillas de adelante se hicieron los familiares más adultos mientras que los más bullosos y fiesteros, que llevaban radio con pilas y botas llenas de aguardiente, colonizaron la banca y las sillas de atrás. Los primos de mi edad, Andresayo, Caliche y yo quedamos en el medio del bus, cerca de primas que acapararon sillas dobles para acostarse en posición fetal y dormir todo el viaje sin quitarse sus walkman.

Como Colombia recién había sido sensación de la Copa América de Argentina, estábamos afiebrados con el fútbol; desde que arrancamos empezamos a hablar del partido que solíamos armar contra los nativos, o sea, contra los hijos de Peyo, el mayordomo, y los hijos de otros mayordomos de la zona. La idea era entrenar todos los días para preparar y ganar el partido como si de eso dependiera nuestro propio triunfo en la Copa. Esa posibilidad de entrar en concentración como unos futbolistas profesionales nos sedujo y nos generó un sentido de pertenencia por nuestro equipo.

Tras una hora de viaje, el bus se quedó en silencio y desde la banca de atrás apenas si se sentía un murmullo o alguna carcajada solitaria. Las luces se apagaron y fuimos arrullados por el ruido del motor que prometía un largo viaje. Yo miraba de reojo a Sayo y lo veía con sus ojos entrecerrados, tratando de dormir con sus manitos de rata entrelazadas en el regazo y no sé por qué sentía como si fuésemos la selección Tamayo yendo a jugar una decisiva semifinal a tierras cordobesas, tal como lo había hecho ese año la selección Colombia ante Chile. Durante largas horas rumié esa expectativa, teníamos toda la infraestructura para jugar nuestro juego: hospedaje, alimentación, balones y playas para entrenar.

También quería que los primos, además de vivir en torno al gran partido, tuviéramos un buen comportamiento, que estuviéramos a la altura del reto, y quizás esto lo pensaba influenciado por las novedosas enseñanzas que el Loco Marroquín y Pacho Maturana le impartían a los futbolistas criollos para obtener triunfos: usar bien los cubiertos, vestirse bien, tener buen gusto, ser respetuoso, expresarse correctamente, pensar en la persona humana antes que en el jugador.


Enterrar los pies en la arena y derrumbar las dunas daba placer, pero jugar fútbol era como luchar contra la gravedad en guayos de plomo. Los negros, en cambio, dominaban el terreno. Como jugábamos descalzos podíamos ver las plantas de sus pies tan claras como las nuestras, como si sus abuelas se las restregaran con blanqueador antes de los partidos. Pisaban la pelota para protegerla y con su fortaleza iban avanzando veloces. Este panorama nos obligaba a reforzarnos con algún primo mayor o algún tío y a prepararnos muy bien si queríamos ganarles.

Al principio el plan diseñado en el pulman se cumplió a cabalidad. Con ayuda de Peyo improvisamos el arco de siempre, entre una palmera y un almendro, para ensayar jugadas, cobrar penaltis y tecniquiar. La disciplina era notable, nos levantábamos a la misma hora y nos manteníamos juntos, enfocados en el partido. Al comienzo me sentía feliz. Sayo y Caliche me empezaron a decir Araña Negra, por petición mía, pues suplantar la identidad del portero ruso me inspiraba para volar de palo a palo. A ellos también los veía contentos y comprometidos. Toda actividad, en el mar, en la playa, en la piscina, tenía la segunda intención de prepararnos. Si nadábamos y jugábamos con las olas, estábamos fortaleciendo los brazos; si íbamos a cazar cangrejos, practicando agilidad; si corríamos jugando chucha con las primas, era velocidad lo que estábamos trabajando; si nos excedíamos en chocolatinas americanas, nos estábamos recargando de energía.

Aún no sabíamos pero eran los últimos momentos de concentración e inocencia, porque días más tarde, cuando la cotidianidad del paseo adquirió personalidad y surgieron objetivos y dinámicas en el subgrupo de las primas o de los primos mayores, aparecieron nuevas distracciones y como un ser insensible que se toma confianza y te da mal ejemplo, el paseo empezó a dañar la disciplina del plantel de cara al desafío y de paso me sembró inquietudes indiscretas relacionadas con las primas y en general con las mujeres con las que desde entonces tuve que lidiar.

***

Una tarde, antes del entreno vespertino, nos dimos cuenta de que Mauro y Jimi planeaban subir a la terraza donde estaban los tanques de agua dulce. Según ellos, tenían información de que algunas primas habían cogido la costumbre de broncearse allá arriba durante horas, desnudas, con conchitas de mar cubriendo sus pezones para protegerlos de los lengüetazos del sol. Yo sí había visto que algunas se embadurnaban con aceites de coco y zanahoria, y esa fragancia tropical me gustaba porque era exclusiva de las vacaciones en la costa, pero ahora imaginarlas empelotas era motivo de angustias tentadoras. Si años antes las tetas de Jenny fueron causal de algún desafortunado chiste infantil, ahora me generaban una atracción diferente, incómoda, como una gula de carne viva alimentada por la imaginación.

Mauro y Jimi treparon por la escalerilla y los concentrados fuimos detrás. Los tanques ocultaban la vista hacia las primas. Sigilosos nos acercamos y escuchamos algunas voces, reconocimos a Paula, a Jenny y a una de las primas de Bogotá. Bordeamos los tanques para buscar el ángulo de visión y cuando lo íbamos a alcanzar, la voz de mi mamá y las risas de la tía Marta nos produjeron un cortocircuito de pánico. Mauro y Jimi ni se mosquiaron y para Andresayo y yo fue como recibir una puñalada de esos ganosos que iban a gatear a nuestras madres. Como un acto de supervivencia y dignidad, abandonamos la misión haciendo bulla para prevenir a las mujeres.

—¡¿Quién está ahí?! ¡¿Mauricio?! ¡Aquí solo suben mujeres! –gritaron varias y mientras Sayo y yo bajábamos era imposible no imaginárselas levantándose de las toallas tendidas, las conchitas cayendo y ellas cubriéndose las tetas con un brazo o los dos para echar los improperios.

Abajo, escondidos entre las camionetas, Sayo se acercó demasiado a una esquina y alborotó un panal de abejas. Salimos corriendo pero las abejas lo alcanzaron y se encarnizaron. Eran unas abejas pequeñitas picándole toda la garganta. El primo corría y chillaba agarrándose del cuello, como si quisiera ahorcarse con sus propias manos. Daba gritos desgarradores de auxilio mientras los demás huíamos con fuerza hacia la mar. El escándalo y el llanto alertaron aún más a las mujeres, que nos vieron pasar como alma que lleva el diablo.

—¡Corran! ¡Por hijueputas! ¡Corran! –gritaron desde la terraza.

Me fui a caminar por la playa lleno de preguntas y tormentos. Era difícil asimilar que en mi primera incursión para ver una mujer empelota estuviera involucrada mi mamá. Habría sido fatal haber llegado con esa hambre lasciva y al mirar encontrarme con la desnudez de mi progenitora. Agradecí que todo hubiera pasado así, pero me debatía entre si estaba creciendo muy rápido y no le estaba dando tiempo a mi mamá para que fuera una señora más parecida a una madre, o si era culpa de ella por haberme tenido tan joven, y que más que mi mamá pareciera mi hermana mayor, amiga de mis primas grandes y con un cuerpo como el de ellas. Nunca lo había pensado pero desde esa vez me atormentó la idea de que mis primos vieran buena a mi mamá. Y a la vez me sentía mal por ver buenas a las primas, pues si yo morbosiaba, era probable que los primos grandes usaran a mi madre en sus mentes.

Cuando regresé a la cabaña, Sayo gimoteaba con lágrimas secas en los ojos. Le estaban haciendo curaciones y solo la abuela con sus dedos regordetes pudo extraer los aguijones. El primo tenía fiebre y en su huida se había caído lastimándose un tobillo y una rodilla. Era una baja sensible para el equipo; jugaba de diez y a pesar de su minúscula presencia se echaba el equipo al hombro, escurriéndose entre los rivales. Lo mejor era que su piernitas flacas sacaban unos riflazos impresionantes. Era increíble ver cómo había crecido en apenas un año, sobre todo porque hacía muy poco todavía arrastraba su cobijita de bebé. Con el borde refilado se hacía cosquillas todo el día en el labio y no la soltaba por nada del mundo. Con artilugios y engaños por fin las tías lograron que se deshiciera de ella lanzándola al mar. Le prometieron y lo convencieron de que, en las profundidades, la cobija iba a quitarle el frío a una ballena bebé. Sayo se conmovió con la historia pero cuando el mar se fue tragando la cobija sin misericordia hacia sus entrañas, hizo pucheros y pareció arrepentirse. Si no lloró fue porque los primos estábamos con él animándolo en esa despedida.

***

Con la veta de las primas recién descubierta y Sayo lesionado, nos olvidamos del balón. Fue el momento de integrarnos al paseo con más libertad y nuevas motivaciones. En un parpadeo pasamos de ser unos futbolistas en concentración a ser la base envenenada de una pandilla comandada por dos enfant’s terribles. Ahora no nos despegábamos de Mauro y Jimi y comenzamos a hacer cosas inéditas, salir a la playa de noche, tomar brandy que robábamos al escondido y buscar en la playa viejas de otras cabañas. Como los primos no habían podido pasar a la universidad, se mantenían aprendiendo cosas en la calle y no solo nos contaban sus historias y nos enseñaban sus tácticas, sino que nos confiaban las manías exóticas de algunos tíos.

Yo quería que localizáramos unas pelaítas a ver si conseguía novia y hacía realidad mis ensoñaciones cuando me acostaba en la cama a escuchar el mismo casete de Camilo Sesto mientras imaginaba una futura vida en pareja. Pero este deseo iba a ser truncado por un episodio que le daría un vuelco al paseo. Íbamos a jugar voleibol en la piscina con las primas, el tío Leoncho estaba armando los equipos cuando de pronto llegó una visita a la cabaña. Eran los Ramírez, una familia de médicos muy prestigiosa. Venían el señor y la señora, ya lentos y canosos, con un puñado de hijos grandes: dos varones y dos mujeres con sus esposos, cada una con un bebé de brazos, y dos niños que ya hablaban. También estaba la hija menor de los Ramírez, como de veinte años, y una amiga suya que a leguas se notaba que no era de la familia.

—Eh, ¿quién pidió pollo? –dijo Jimi.

Aunque no tenían la presión de ir a saludar, él y Mauro fueron al encuentro de la visita. Deslumbrados por la presencia de las chicas, caminaron con esa vehemencia de ellos cuando algo realmente les interesaba. Sin duda era carne fresca de su edad, pero lo que más llamaba la atención, y tal vez lo que nos motivó a todos a ir a recibirlas, era que la amiga parecía desnuda. Vestía un diminuto bikini color curuba que hacía muy poco contraste con su piel bronceada, y como el bikini era tejido en croché y encima llevaba apenas un camisón blanco y delgadito, dejaba poco a la imaginación: mi mirada se rebelaba y se enfocaba fugazmente en la entrepierna de la amiga para ver allí una sombra felpuda atrapada en una telaraña.

Mauro y Jimi tenían gafas oscuras pero ni así lograban disimular sus miradas libidinosas hacia las señoritas. Saludaron de beso y se quedaron cerca aprovechando que las primas ya les habían puesto conversa. No les daba ni un pelo de vergüenza con el doctor Ramírez y su esposa, los primos no dejaban de mirar esas carnes tostadas y generosas a través de las transparencias. Una tía se dio cuenta y mandó a Mauro por hielo. Separados, ya no tenían el mismo poder y Jimi se opacó a pesar de que las chicas estaban receptivas y coquetas.

El tío Fernando con su infaltable termito de whisky y el tío Lucio con su sonrisa congelada de candidato en campaña iban a conversar a solas con el doctor Ramírez, que no solo era médico, sino un aliado político que trabajaba por votos en el sector de la salud. Se sentaron en una mesita apartados del resto con una jarra de agua, el viejo Peyo les puso un ventilador para ellos mientras las tías atendían al resto de visitantes.

Como Mauro se estaba demorando, Jimi fue a buscarlo. Las chicas estaban conversando con mis primas, los niños jugaban por ahí y yo, a una distancia prudente, observaba a la amiga, eclipsado más que por su belleza, por su desparpajo. A mis primas no las dejaban fumar pero ella sacó un cigarrillo de una carterita y lo prendió ante las miradas inquisidoras de las tías y la abuela; yo no quitaba la mirada por si le decían algo y también para ver cómo controlaba cada movimiento de sus manos, de sus piernas, de sus caderas, de su boca.

De pronto Jimi llegó corriendo atascado de risa y se acercó a un grupito donde estaban los más cansones, el tío Leoncho y unos primos grandes. Sin medir el tono de voz ni parar de reír contó que había visto a Mauro en el baño haciéndose la paja. Como la gente se carcajeó con dejos de incredulidad, Jimi lo juró y empezó a agitar el puño semicerrado en su entrepierna con cara de simio excitado. Y la gente más se reía, no tanto por lo que contaba Jimi, sino porque su mímica inspirada confirmaba que efectivamente lo había visto.

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