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Mantener la secuencia

Otro gastado cliché en el mundo de los deportes se refiere al jugador cuya patada, tiro o lo que fuere parece suceder sin esfuerzo. La explicación habitual de esta destreza es el “timing”. Aunque sin dudas es una parte importante, hay otros factores involucrados relativos a la velocidad y a la habilidad de controlar los movimientos en vez de hacerlos en forma arrebatada.

Si te gusta asistir a un torneo de golf, incluso si te llevan a la rastra al día de golf de la empresa, considera la diferencia entre la fluidez y suavidad del swing profesional y un novato que trata de golpear la pelota tan fuerte como puede. El novato usará sus brazos y muñecas en busca de generar potencia y la mayoría de las veces atropellará la pelota hasta cierto punto. El profesional, en cambio, con la parte inferior del cuerpo estable, al principio llevará hacia atrás el palo trazando un amplio arco mientras gira la cintura y crea tensión en la columna vertebral, dándole la espalda al objetivo. El swing a la pelota comenzará con un movimiento de piernas, luego la columna se desenrolla mientras los brazos descienden en arco y las muñecas sueltan el palo sobre la pelota que sale disparada a más de cien kilómetros por hora. Ninguno de esos movimientos es, en sí mismo, rápido, pero la suma de ellos produce aceleración y una velocidad sin esfuerzo aparente. La diferencia reside en la secuencia de los eventos individuales que configuran el swing.

En 2002, David Rath del Australian Institute of Sport realizó una investigación sobre el drop punt (la volea) en el fútbol australiano, en la que construyó una interpretación visual precisa de la secuencia de patada que produce la mayor velocidad –una herramienta que puede ser aplicada a otros deportes, como cricket, fútbol, rugby, arrojar la jabalina… y la lista sigue–. Rath sostiene que el principio básico detrás de una secuencia efectiva consiste en utilizar el grupo de músculos mayores para comenzar un movimiento, luego poner en juego el siguiente en tamaño y luego el que le sigue, para terminar con los más pequeños. Imagina que estás en un tren que viaja a 80 km/h. Corres por el pasillo a 8 km/h, lo que significa que en realidad estás corriendo a 88 km/h. Mientras corres, arrojas una bola que viaja a, digamos, 40 km/h. Teniendo en cuenta tu velocidad y la del tren, la bola entonces viaja a 128 km/h. De manera similar, cuando un lanzador rápido de cricket suelta la bola, su velocidad de carrera se alía con la de su columna y luego con su brazo y por último con la de su muñeca para determinar la velocidad de la bola.

Esta secuencia puede ser aplicada también a muchas otras cosas más allá de los deportes. Para levantar un objeto muy pesado, doblas las rodillas para usar las piernas, el grupo muscular más fuerte, enderezas la columna y solo entonces usas los hombros y los brazos como soporte.

Para que la secuencia tenga el mayor impacto resulta esencial que cada movimiento comience cuando el movimiento que lo precede haya alcanzado su velocidad máxima. Volviendo al ejemplo del tren, si comienzas a correr demasiado pronto y el tren viaja a 60 km/h en ese momento, aun si hicieras un esfuerzo extra para correr 10 km/h y arrojaras la bola a 45 km/h, solo serías capaz de lanzar la pelota a 115 km/h. Vemos esto con los novatos en cricket y en golf cuando comprometen los otros elementos de la secuencia y quieren lograr toda la potencia mediante los brazos. Solo cuando eres competente en la secuencia de eventos puedes lanzar, patear o golpear una pelota con muy poco esfuerzo aparente pero con mucha velocidad.

De todos modos, hasta un profesional experimentado puede tener problemas de secuenciación cuando está bajo presión. La rigidización y acortamiento de los músculos producto de la presión puede, como ya hemos señalado, comprometer la acción de un deportista. Cambia el movimiento y entorpece la secuencia, que entonces deja de ser tan eficiente. En vez de revisar su secuenciación desde la base, como suele hacerlo un artista, la persona afectada por la presión tiende a concentrarse en las extremidades –brazos y piernas– y, como resultado, se desequilibra y pierde tanto el control como la precisión. En efecto, vuelve a ser como una principiante que trata de derivar toda su potencia de las piernas –en caso de un pateador– o de los brazos –si se trata de un lanzador, golfista o tenista–. Una ruptura en la secuencia produce un comportamiento de novato, lo cual torna muy ineficiente a cualquier jugador.

En 2014 trabajé con cinco pateadores de élite del rugby: los ingleses Jonny Wilkinson (Toulon) y George Ford (Bath); los irlandeses Johnny Sexton (Racing Metro 92 de París) y Paddy Jackson (Ulster); y el galés Rhys Patchell (Cardiff). Cada uno de ellos estaba bajo presión por distintas razones.

Cuando un jugador bajo presión quiere pegarle fuerte a la pelota, tiende a patear a la pelota, en vez de patear a través de ella. Les pedí a los jugadores que visualicen un arco en el aire –que sería la estela dejada a su paso por el pie del pateador– que empezaba de color verde y, a medida que aumentaba su velocidad, se volvía amarillo, luego naranja y, por último, en los últimos treinta centímetros, cundo alcanzaba su mayor velocidad, viraba al rojo. Pero lo más importante era que esta “zona roja” ocurría más allá de la pelota, no antes. Los cinco jugadores manifestaron que esta imagen les resultaba de ayuda para mejorar su patada a través de la pelota, en vez de a la pelota, y así mejorar su control, potencia y precisión. Al final, se veía como una acción sin esfuerzo, a pesar de que invirtieron mucho trabajo para lograr que esa fuera su secuencia.

Conciencia: la importancia del enraizamiento

Cuando trabajaba con Luke Donald, noté una leve diferencia entre sus golpes con hierro y con madera; en estos últimos, tenía tendencia a levantarse al golpear –enderezando las piernas en el proceso–. Yo creí que era una simple cuestión de conciencia. Trabajamos momentos de enraizarse conscientemente al suelo en su rutina previa al tiro. El proceso consistía simplemente en pensar que sus pies eran solo cuatro puntos en el suelo –el talón y los dedos de cada pie–, y ser consciente de esos cuatro puntos mientras hundía sus tacos en la tierra. Esto le permitía tener una base estable para sus golpes. Es muy común ver a los golfistas haciendo algo similar. Es por lo menos un momento de toma de conciencia de la plataforma estable que van creando –y es algo que puedes hacer para centrarte antes de una situación de presión propia.

De la ansiedad al entusiasmo

El concepto C-J, aunque provenga de los deportes, es una herramienta muy útil para ayudarte a comprender y diagnosticar las potenciales presiones que pueden afectar a las personas en cualquier actividad. Mi esperanza es que te sirva de lista de control para revisar cuando tengas que hacer algo bajo presión –ya sea tu swing en el día de golf de la empresa o tu postura y lenguaje corporal cuando estás en tu escritorio con una pila de trabajo por delante que no parece achicarse.

La manera más efectiva de aprender o mejorar algo es aplicar un método que suelo llamar “el efecto dentista”. La mayoría de nosotros hemos recibido una inyección de anestesia antes de que el dentista comience a aplicar el torno y luego, cuando sentimos que tenemos un globo en la cara y no podemos beber nada sin que se nos derrame por el mentón, nos hemos dirigido al espejo solo para ver que no hay hinchazón visible. Solo es una sensación.

Para realizar un cambio en nuestro método o técnica cuando hacemos algo distinto, al principio necesitamos exagerarlo de manera que se sienta sustancial y extraño. Cambias hasta un punto más allá del que deberías. Si eres un pateador y quieres mejorar tu golpe a través de la pelota, en vez de hacer lo que haces habitualmente y luego agregarle el golpe a través, trata de tomar carrera tres o cuatro pasos más que los necesarios; si eres un golfista, trata de extender tu swing hacia el objetivo, trata de agrandarlo incluso rozando algún punto en el césped un poco más allá de tu pierna delantera –más allá de lo necesario–; si tienes que hacer presentaciones en el trabajo, durante las cuales tiendes a balbucear y mirar hacia abajo, trata de proyectar la voz más fuerte que lo necesario e inflar tu postura de mando hasta el punto en que la sientas un poco incómoda.

Si exageras estos cambios cuando practicas, luego cuando llegue el momento de hacerlo de verdad, cuando la presión muerde y los músculos se tensan, tendrás en tu memoria la sensación de llegar más lejos con tu patada o extender más tu swing o adoptar tu postura de mando y proyectar una voz fuerte en una sala llena. Puede que lo sientas un poco diferente o incómodo cuando lo haces de verdad –deberías sentirte más allá de tu zona de comodidad–, pero igual que con la hinchazón fantasma luego de visitar al dentista, el observador externo no lo notará. Cuando se trata de hablar en público, una buena idea es practicar frente a un espejo con la postura de mando: quizás te sientas raro al realinear tus hombros, espalda y cuello, pero en el espejo lucirás simplemente confiado.

Al hacer estos cambios y sentir el “efecto dentista”, te irás alejando del lado C, de los potenciales efectos físicos de la presión, hacia el lado J de la tabla, donde podrás manejar mejor el impacto físico de la ansiedad. Cuando haces ese desplazamiento, tu sensación de ansiedad, el nudo en el estómago antes del partido, tal vez se manifiesten con los mismos síntomas –piensa en Neil Jenkins vomitando antes de un partido–, pero es probable que sean esperados y bienvenidos –que se conviertan en parte del entusiasmo–. Ese entusiasmo por el que Jack Nicklaus daría todo por volver a sentir al comienzo de un major –el entusiasmo que es combustible de alto octanaje para un gran rendimiento.

La ansiedad no es una debilidad. Necesitamos reencuadrar cómo nos sentimos en torno a ella y entender que la producción de adrenalina es una respuesta natural del cuerpo a un evento pendiente cargado de presión. Es el famoso mecanismo de “luchar o huir”, un regalo que la evolución nos lega de nuestros ancestros, para quienes era una respuesta vital ante el peligro, pero que hoy se aplica a muchas situaciones modernas que no son literalmente peligrosas. Por lo tanto, mediante la práctica y la toma de conciencia podemos movernos hacia la columna derecha de la tabla C-J y tomar cierto grado de control sobre nuestros sentimientos de ansiedad. Con la práctica, podemos manejar estos efectos de la presión y convertirlos en entusiasmo, que siempre es bienvenido. Y si podemos lograr esto, podremos entonces rendir mejor, a la altura de nuestro potencial, bajo presión. Nuestra expectativa ante un evento de mucha presión no debería ser de pavor, sino más parecida a la excitación de un niño antes de Navidad.


2. LENGUAJE
La droga última para aumentar el rendimiento

Las palabras son, por supuesto,

la droga más poderosa que usa la humanidad.

Rudyard Kipling


Una nueva droga para el rendimiento se viene usando en el desarrollo de los jugadores y entrenadores de élite del cricket de Inglaterra. Se dice que es la droga más potente conocida por la humanidad. Las ventajas que se pueden lograr en el rendimiento por el uso hábil y persistente de esta droga incluyen: aumentar la autoestima, crear un notable envión en la confianza, reformular y transformar el sentido, además de los cambios de comportamiento y actitud. La “advertencia” que acompaña a esta potente droga es el hecho de que existe en abundancia, no tiene costo monetario y muchas personas no están enteradas de su existencia ni de su potencia. Por lo tanto, se puede usar mal y abusar de ella con facilidad. La mayoría de las personas no conoce su existencia y a menudo sufre perjuicios incalculables sin saber a quién echarle la culpa hasta que es muy tarde. Esto la vuelve aún más peligrosa. Incluso luego de reconocer y entender la causa (uso negligente) y el efecto, reparar el daño puede llevar años. En muchos casos, lamentablemente, la persona nunca se recupera por completo de su mal uso, y puede destruir la autoestima, destrozar la confianza y limitar severamente el potencial de rendimiento, en especial cuando ese rendimiento implica tomar decisiones.

Escribí esto en el verano de 2009 para On the Up, la revista de coaching del ECB (England and Wales Cricket Board), cuando me involucré a pleno con su Level Four Cricket Coaching Programme. El título del artículo era “La droga más potente para el rendimiento se usa ahora en el cricket inglés”. La droga es el lenguaje y la ironía es que los medios –en particular quienes escriben los titulares– se encuentran entre sus mayores manipuladores y abusadores.

El impacto del lenguaje es amplio y sus efectos se pueden sentir, por lo general de manera inconsciente, durante cualquier situación que involucra presión. Puede ser dañino y perturbador del rendimiento o puede mejorarlo en forma notable, pero, lamentablemente, el mundo del coaching deportivo ignora por lejos la habilidad de usar el lenguaje con eficacia.

Entre los aspectos del Principio de Presión, el lenguaje es único, en el sentido de que es vital para los otros siete. Ya nos hemos referido a la ansiedad y a la necesidad de transformar su impacto negativo en entusiasmo y en capítulos posteriores examinaremos la importancia de los equipos y métodos de aprendizaje y práctica, del comportamiento y el entorno. Pero lo que subyace a todos estos es el lenguaje que los impregna, los refuerza y permite acceder al inconsciente con eficacia para producir un gran rendimiento. Si los otros capítulos alimentan el motor de un gran desempeño, el lenguaje es el aceite que hace que las cosas funcionen con fluidez. Y como bien sabe toda persona que no ha mantenido el nivel de aceite de su automóvil, el motor sin él simplemente no funciona.

Una industria donde la importancia del lenguaje no pasa desapercibida para nadie es la publicidad. Grandes empresas están dispuestas a invertir millones para publicitar sus productos y enormes campañas a veces giran sobre una sola frase cuidadosamente construida. La publicidad utiliza un lenguaje persuasivo, palabras emotivas y toda clase de trucos lingüísticos para atraernos, particularmente en un nivel inconsciente; después de todo, ¿quién no se siente inmune al poder de la publicidad? Pensemos en la revolucionaria frase “Think small” (Piensa en pequeño) de los avisos del VW escarabajo de la década de 1950, o el “Think different” (Piensa distinto) de Apple o cualquier otra frase igualmente memorable (“Anytime, anyplace, anywhere –that’s Martini”). Algunas son atractivas y pegadizas, pero por detrás hay algo más. Este lenguaje está diseñado para apelar, para provocar una reacción y una respuesta, en última instancia, para cambiar nuestro comportamiento. ¿Suena conocido? No es muy diferente a lo que intentamos hacer cuando entrenamos o nos manejamos con personas.

¿Cómo, entonces, podemos medir el impacto del lenguaje cuando opera en un nivel tan inconsciente? En su libro Blink, Malcolm Gladwell describe un experimento realizado por John Bargh, psicólogo estadounidense, para observar la influencia inconsciente del lenguaje y su impacto en la actitud y el comportamiento. Le dio a dos grupos de estudiantes de Nueva York diferentes juegos de oraciones mezcladas –es decir, palabras entremezcladas que deben ser reordenadas para construir oraciones que tengan sentido. Las oraciones del primer grupo contenían palabras como “agresivamente”, “atrevido”, “grosero”, “molestar”, “irrumpir” e “infringir” dispersas entre el resto. El otro grupo recibió palabras como “respeto”, “considerado”, “apreciar”, “pacientemente”, “amable” y “cortés”. En ninguno de los dos casos la tendencia era demasiado obvia como para que los estudiantes se dieran cuenta de lo que ocurría, ya que esto anularía el poder del experimento. Luego de completar las pruebas, se les pidió a los estudiantes que las entregaran en una oficina. Allí la persona que iba a recibirlas se hallaba deliberadamente involucrada en una conversación profunda con alguien, por lo que los estudiantes debían esperar.

El propósito del experimento era observar si los grupos reaccionaban de manera diferente ante la demora. Bargh esperaba que los estudiantes que habían trabajado con un contenido más agresivo interrumpiesen un poco antes que el grupo más pasivo; pero en los hechos la diferencia fue mucho más pronunciada: el primer grupo interrumpió luego de cinco minutos, en promedio, pero 82% del segundo grupo nunca llegó a interrumpir.

Reencuadrar

Creo que el lenguaje puede influir y crear una actitud que a su vez ayuda a reencuadrar la percepción de lo que experimentamos. Tomemos un ejemplo muy simple: ¿somos del tipo vaso medio lleno o medio vacío? La actitud común es que ver el vaso medio lleno es más positivo que verlo medio vacío. Para decirlo de otro modo, medio lleno es lo que tienes y medio vacío es lo que te falta. Reencuadrar es sencillamente tomar una situación y cambiar la forma en que la ves, cambiando el marco de referencia en torno a una afirmación sin cambiar los hechos. Al usar diferentes palabras puedes cambiar el sentido y, como resultado, cambiar la forma en que te sientes.

La capacidad para reencuadrar una situación apoyará tu esfuerzo por sentirte entusiasmado en vez de ansioso. Aquí hay algunos ejemplos de cómo utilizar el lenguaje para cambiar la forma en que ves las cosas.

En el túnel con el resto de tu equipo, justo antes de salir al campo frente a una multitud:

Ansioso: Ay, espero no cometer ningún error y que la gente no se me vuelva en contra.

Entusiasta: Qué bochinche –no hay una sola persona ahí que no desee estar ahora en mi lugar.

En el pasillo en la oficina, a la espera de hacer una presentación ante un cliente:

Ansioso: Odio hacer estas cosas –si la hago mal, ¿qué van a pensar de mí?

Entusiasta: No me conocen. Voy a adoptar una postura que impresione y los voy a mirar a los ojos –son personas, como yo.

Camino a una evaluación con el gerente:

Ansioso: Espero que no me critique, odio cuando me señalan baches en mi trabajo.

Entusiasta: Va a estar bien saber en qué puedo mejorar. Traté de cubrir todos los aspectos, pero se me puede haber pasado algo.

La elección del lenguaje te da la posibilidad de reencuadrar la situación o, para ser más precisos, reencuadrar tu percepción de la situación. Esto y la postura de mando son las herramientas fundamentales que te permitirán cambiar de un estado de ansiedad (la columna de forma C) a uno de entusiasmo (la columna de forma J).

Volviéndose locos: el mal uso del lenguaje

Un uso eficiente del lenguaje puede influir y dar forma a una actitud de mejora en el rendimiento, y cuando la actitud es colectiva, crea a su vez una cultura –ya sea en un equipo deportivo, un equipo de trabajo o incluso en una familia–. En el caso de un golfista, esta cultura debe ser creada por el equipo que lo rodea –entrenadores, caddie y representante–. Tuve la fortuna de que cuando trabajé con Pádraig Harrington y Luke Donald ambos tenían excelentes caddies –Ronan Flood y John McLaren, respectivamente–, trabajamos juntos como una unidad para producir una cultura de equipo y ayudarnos los unos a los otros a encontrar los botones correctos para tocar.

Aunque resulta fácil apreciar cómo una actitud colectiva puede crear una cultura dentro de un grupo, de acuerdo con mi experiencia es mucho más difícil apreciar la importancia del lenguaje en la creación de una actitud correcta. El lenguaje puede ser una herramienta tanto para bien como para mal y por lo general es más sencillo percatarse de su mal uso que ver cuán efectivo puede ser, en especial en el mundo de los deportes. Algunos de los más apasionados malos usos del lenguaje provienen del costado del campo de juego cada fin de semana en todos los niveles del deporte –desde un partido regular de fútbol de la Premier League hasta un partido juvenil de cricket en el parque del pueblo–:

“¡No fallen los tackles!”

“¡No yerren los pases!”

“¡No se desconcentren!”

“¡Que no los saquen pronto!”

“¡No se queden cortos con los tiros!”

“¡Que no se te escapen los centros por arriba!”

“¡No dejes que te pase!”

Todos estos son ejemplos de la mentalidad “no falles” del capítulo 1, en la que el poder de pensar sobre qué no hacer contamina el cerebro con ideas de fallar y lo llena de aquello que quieres evitar. Si tienes un coach o un gerente que te dicen qué cosas no debes hacer, están plantándote la idea de la misma manera. El lenguaje es tan potente que apenas un indicio de lo que tratas de evitar puede ser fatídico, como lo demuestra el experimento de John Bargh. Aun cuando las palabras se utilicen como algo para no hacer, el cerebro las registra inconscientemente y terminamos atraídos hacia ellas. Un ejemplo trillado: ¿qué sucede si te pido que no pienses en un elefante rosado? ¿En qué piensas ahora?

Cuando alguien en la cancha de golf te dice: “Este es un simple par tres, pero no querrás ir a la derecha porque hay agua y no te gustaría meterte en el agua”, lo dice con buena intención. Pero adivina a dónde va el primer tiro. El agua se convierte en un imán para la pelota, mientras tu cerebro está lleno de pensamientos sobre qué no hacer y qué evitar.

Los pensamientos conscientes sobre qué quieres hacer, apoyados por algunos apuntes mentales básicos sobre cómo hacerlo físicamente –el proceso– construyen una mentalidad mucho más efectiva y productiva. El lenguaje es importante para una comunicación –como gerente, coach o caddie– que destaca los aspectos efectivos del proceso, como en la tabla 2.

Muchos entrenadores dirán: “Pero los jugadores saben lo que quiero decirles”. No tengo ninguna duda de que lo saben, pero se trata de la imagen mental que les proyectan a través de la elección de palabras. Si uno les dice: “No falles los pases”, el cerebro del jugador evocará una imagen de pase fallido y recién después se ajustará para verla como algo que no debe hacerse. ¿No sería más sensato proyectar en la mente del jugador solo la imagen de lo que quieres lograr?


Imaginemos un creativo publicitario, Alastair. Se le ha pedido que produzca algo brillante, innovador y original pero se acerca la fecha límite y tiene la mente en blanco. Se siente la presión cuando el gerente lo llama a su oficina para lo que, espera, sea una conversación estimulante e inspiradora. En cambio, lo que escucha es: “Quiero algo en mi escritorio para las 5 de la tarde –¡y que no sea nada parecido a lo que ofrece la competencia!”. Con la adrenalina al tope, Alastair regresa a su escritorio. ¿Se puede apurar la creatividad?, se pregunta. Se sienta y piensa un poco más sobre la idea. Con el reloj corriendo y sus niveles de estrés en aumento, en lo único que puede pensar es en la publicidad de la competencia –lo que no debería hacer. Se le ocurren algunas ideas de apuro, pero luego se da cuenta de que cada una de ellas es una reacción a la idea de la competencia –es decir, usa como punto de partida lo que no debe usar–. Rompe todas sus notas y empieza de nuevo, pero el reloj sigue corriendo… Si tan solo el gerente no hubiese plantado esa semilla.

Cuando yo entrenaba al Bath RFC, su capitán, Stuart Hooper, arengaba a sus compañeros de equipo justo antes de salir al campo de juego. Desde mi lugar de privilegio en un rincón, escuchaba un discurso apasionado sazonado con algunas coloridas palabrotas y bastantes “noes”: no fallen los tackles, que no se les caigan los pases, nada de quejas.

Luego de escuchar un par de sus arengas previas, invité a Stuart –dueño de una sobresaliente ética del trabajo y una real voluntad de aprender y mejorar– a un café para charlar. Le expliqué la importancia de pintar imágenes con el lenguaje de manera que los jugadores no tuviesen dudas acerca de lo que se esperaba que hicieran, sin nublar sus mentes con negativas que afectarían su proceso de pensamiento bajo presión.

Stuart hizo un verdadero esfuerzo para poner en práctica mi consejo. Su uso del lenguaje mejoró notablemente en los siguientes partidos, mientras continuamos concentrándonos en este aspecto de su liderazgo. Como resultado de nuestro trabajo, su propio desempeño en el campo de juego mejoró en forma muy visible, ya que dedicaba una parte considerable de su tiempo a pensar con exactitud lo que decía –siempre bajo un formato de “cómo hacer”.

El lenguaje “cómo hacer (how to)” resulta un componente vital cuando examinamos el rendimiento y buscamos oportunidades para mejorar. En vez de depositar la responsabilidad en los jugadores para que estos deduzcan qué deben hacer a partir de lo que se les ha dicho que deben evitar, es más efectivo ir directamente al grano y hacerlos trabajar precisamente en lo que necesitan lograr. El “cómo” de cada situación puede variar –podría ser una leve corrección a la forma en que un jugador impacta sobre la pelota o una manera diferente de presentar un argumento durante una reunión de ventas–, pero lo importante es que le brindará a alguien la oportunidad de hacer algo bien en vez de no hacer algo mal. Un lenguaje “cómo hacer” no significa explicar paso a paso toda la actividad, sino que debería comprender pequeñas señales que ayuden a recordarle al jugador las etapas del proceso, como “ese fue un gran golpe y tu postura se mantuvo erguida y potente durante el impacto”.

Adoptar ese tipo de lenguaje no es fácil, en especial si por mucho tiempo has sido descuidado con las palabras –y los coaches y gerentes son también susceptibles a los efectos de la presión, lo cual puede inhibir su capacidad para usar el lenguaje como les gustaría–. Solemos olvidar que quienes están a cargo están tan expuestos como nosotros a la ansiedad y los problemas provocados por la presión y sus instrucciones a veces inútiles suelen ser resultado de ello.

Consideremos algunas de esas generalidades de uso frecuente y que suelen estar acompañadas de una emotividad tal que suenan impresionantes… hasta que nos detenemos a pensar en lo que realmente significan. Podemos preguntarnos de qué manera estas perlas de sabiduría podrían inspirar a alguien a mejorar su desempeño. Estoy seguro de que cualquiera de nosotros puede encontrar muchos ejemplos similares en su propia experiencia.

¡Metete en el partido! Una de las generalidades más populares en los deportes y en el trabajo, que suele usarse cuando el entrenador o el gerente piensa que falta esfuerzo. La pregunta es, una vez lanzada esta instrucción, ¿qué se supone que debería hacerse exactamente para mejorar el rendimiento? ¿Salir a buscar pelea?

¿Y si en cambio gritamos cuál sería el proceso principal que ayudaría a mejorar? A un defensor en fútbol, podría ser: “quédate del lado interno y fuérzalo hacia la línea”. En rugby podría ser: “extiende las manos, busca la pelota antes de que llegue”. En la oficina: “vamos bien, si nos concentramos en este aspecto podemos terminar el trabajo antes de irnos”.

¡Mantén los ojos en la pelota! Esta frase es clásica. En su libro The Inner Game of Tennis, Timothy Gallwey da un gran ejemplo. Imagina que juegas un partido de tenis y simplemente no es tu día: la red parece mucho más alta que lo normal y la cancha del otro lado parece mucho más chica que de tu lado. Pierdes un par de tiros y luego recibes el inapreciable consejo: mantén tus ojos en la pelota. Entonces, con renovado vigor clavas los ojos en la pelota mientras tu adversario está por sacar. La observas cuando la tira hacia arriba, la observas cuando la raqueta del adversario se dirige a ella, cuando sale disparada desde el encordado como un láser, cuando pica de tu lado y viene hacia ti –y la observas mientras retrocedes tu brazo, lanzas el swing y fallas–. Y la sigues mirando hasta que rebota en el cerco de alambre detrás de ti. ¿Qué cosa falló? Mantuviste los ojos en la pelota. Hiciste exactamente lo que te dijeron, pero no hubo ningún “cómo”. Te podrían haber dicho, en cambio: “mira el logo de la pelota mientras tu raqueta la golpea”, una instrucción mucho más precisa que se concentra en un proceso específico.

¡Vamos a concentrarnos! Un llamado emotivo que reclama más dedicación mental, ¿pero qué significa en realidad? En su lugar podríamos decir: “comenta lo que ves y haces, ¡habla!”. Una vez más, lo que tenemos es un proceso en el cual concentrarse, un cómo hacer para concentrarse. Y este diálogo te ayudará a anticiparte a las jugadas.

Una buena regla para las instrucciones es “si no puedes verlo, no lo digas”. Si la intención es que alguien se concentre y corrija una parte específica de su proceso, entonces dilo de esa manera específica. Un ejemplo puede ser: “dirige los pases hacia las manos”. A medida que el “cómo hacer” se perfecciona mediante las técnicas que describiremos más adelante, el lenguaje de cualquier instrucción puede adaptarse a ese formato. Cuando usamos generalidades vagas, los demás muchas veces se quedan pensando qué es lo que exactamente se supone que deberían hacer.

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