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I. El Estado y el orden social

En el alba de los tiempos modernos, la política y el Estado fueron explícitamente conceptualizados como una manera de regular la violencia congénita presente en toda sociedad. Cierto, en la realización de esta función lo político fue muchas veces concebido en continuidad con lo religioso, como ello es patente, por ejemplo, en dos autores que trabajaron esta cuestión con varios siglos de intervalo: Thomas Hobbes, en el siglo XVII, y René Girard (1972), tres siglos después. En ambos, la política es inseparable de la religión. En ambos, si la religión es en última instancia la máxima garantía de la producción y estabilización del orden, lo es en mucho gracias al papel que le otorga al Estado en la organización de la sociedad.

Esta dimensión fue particularmente destacada en el Leviatán (1651) de Hobbes, en donde la articulación entre lo religioso y lo político es central. En Hobbes, en efecto, las milenarias preocupaciones de la religión, la relación con los orígenes y con la vida futura, la distinción entre el bien y el mal, se articulan con la necesidad funcional de las sociedades a la hora de garantizar la obediencia de los individuos a la ley. Aunque no fue el primero en comprender explícitamente la conexión del miedo con la política, Hobbes entiende mejor que nadie toda la importancia del miedo en la constitución del Estado moderno. Es el primero que comprende plenamente tanto su dimensión imaginaria como su papel regulador. Es en nombre del peligro de la guerra de todos contra todos, del hombre lobo para el hombre, y especialmente del temor a una muerte violenta de la mano de otros hombres que Hobbes justifica el Estado. La operación tuvo un éxito más allá de lo razonable. Hobbes transforma durablemente la violencia social y política efectiva de las guerras civiles inglesas en el siglo XVII, en el imaginario del peligro permanente de la disolución de la sociedad, convirtiendo y colocando, así, al miedo en el corazón atemporal y estructural del pacto político. Contra esta disolución, contra esta generalización ilimitada de la violencia de todos contra todos en la vida social, se erige el baluarte del Estado Leviatán. A diferencia de Maquiavelo, para quien era necesario asustar a la gente para que sean gobernados, por lo que el Príncipe tenía más interés en ser temido que en ser amado, en Hobbes el temor es de otra índole, infinitamente más estructural: un recordatorio imaginario constante de la violencia original de la vida social que exige un Estado capaz de lidiar con ella.

El miedo en Hobbes ya no es simplemente un recurso para que el Príncipe imponga el orden, es la fuente principal del pacto político. Los hombres naturalmente en guerra unos contra otros dada su igualdad física y, por lo tanto, su incapacidad en poder garantizar por sí mismos su propia protección, instituyen al Soberano político para ser protegidos. Para Maquiavelo, es el temor difundido por el Príncipe, gracias a sus habilidades y técnicas, lo que es la clave de la política; en Hobbes, y en su estela la mayor parte de las filosofías políticas de los siglos XVII y XVIII, es el imaginario del miedo a una muerte violenta en el estado de naturaleza (el hombre lobo para el hombre) lo que fundamenta la necesidad del Estado.

La operación es compleja, ya que será necesario dominar el miedo, este poder de anticipación imaginario, dándole una doble función política. Por un lado, si el Estado Leviatán es una necesidad de orden contra el miedo, produce a su vez otro temor, el de los posibles excesos y abusos de un poder incontrolado. No es sorprendente por ello que, desde su primera formulación en Hobbes, el Estado deba estar claramente sometido a un límite: garantizar el carácter inalienable de ciertos derechos individuales comenzando por la vida. Por otro lado, y esta vez más insidiosamente, esta concepción del Estado introduce la idea, en gran parte imaginaria, de la posibilidad de eliminar, a través de la política, el temor al caos social gracias a la fuerza de los controles. Paradoja del genio político moderno: apacigua un miedo imaginario en nombre de un poder igualmente imaginario. Un miedo imaginario: si la guerra civil (pero no la guerra de todos contra todos) ha sido por momentos una realidad histórica, son más bien los excesos y abusos del poder de Leviatán (y no los de la multitud) los que más durablemente han herido las libertades. Un poder imaginario: la filosofía de Hobbes reposa en la idea de la posibilidad de llegar a una regulación práctica más o menos completa del temor original gracias al papel de un Estado omnímodo. Dos factores que conforman lo que se ha caracterizado con razón como el liberalismo del miedo (Shklar, 1989).

Acabamos de mencionar el miedo –y la violencia– en la versión hobbesiana, pero el pensamiento político moderno está lleno de ficciones de este tipo, como aquellas que ubican el origen del Estado y la sociedad, por ejemplo, en la usurpación del poder por un grupo, en la privatización de las tierras comunales y en la construcción de cercos que dan inicio a la propiedad privada, en la acumulación primitiva del capital o, incluso, en la envidia del poder y del goce del Padre en la horda primitiva. De Rousseau a Marx, de Engels a Freud, en todas estas visiones, incluso en filigrana, la cuestión de la fuerza y de la violencia son constantes. A veces, el Estado libera a los individuos de una violencia original irreprimible e introduce una violencia reguladora en la vida social; otras veces el Estado cristaliza una usurpación inicial perennizando una modalidad de orden social. En todos los casos, la fuerza es la pieza maestra de este componente mayor del gobierno de los individuos. En breve, si el lenguaje no es el mismo, de lo que se trata en el fondo es de yugular las acciones heterogéneas (con respecto al orden hegemónico) y el temor que ellas inspiran.

II. El Estado: jerarquías, creencias y controles

Si la concepción del Estado, incluso en la justificación ideológica que se dio de su formación desde el individualismo moderno, subrayó con fuerza el uso de la violencia del cual éste podía y debía hacer gala, su legitimidad fue empero rápidamente dual. En efecto, en la base de la formación del Estado existe primero una fuerte imbricación, luego una progresiva transferencia de elementos originalmente de índole religiosa hacia lo político, el llamado proceso de secularización. Pocas teorizaciones encarnaron mejor esta articulación que la tesis de los dos cuerpos del rey. El Rey se convierte en una realidad condensada del poder por la doble encarnación de la que es portador: de su propia persona (mortal) y del Reino (eterno). Ernst Kantorowicz (1989) ha demostrado mejor que nadie, a partir de la concepción del cuerpo místico del rey, la formación moderna del mito del Estado y las transferencias entre representaciones religiosas y políticas.

Una versión de la tesis de la secularización subraya justamente la centralidad de este proceso de transferencia de la noción de soberanía de la esfera religiosa a la esfera política. Esta versión de la secularización es muy diferente de la versión dada por Weber (1963). Si este último tiende a interpretar la secularización como una consecuencia del proceso de desencantamiento (el fin de la acción ordinaria de las entidades invisibles en la explicación del curso ordinario de los eventos en los tiempos modernos), Carl Schmit, por el contrario, incluso sin cuestionar lo anterior, enfatiza el papel de la teología en la modernidad. Para Schmitt (1988: 46) «todos los conceptos más destacados de la teoría del Estado moderno son conceptos teológicos secularizados», e incluso afirma, como ilustración de ello y de manera provocativa, que «el Estado de excepción tiene para la ciencia legal un significado análogo al del milagro para la teología». Hans Blumemberg (1999), entre otros, ha criticado esta idea: sería erróneo afirmar que la legitimidad de los tiempos modernos es solo el resultado de la transferencia al mundo terrestre de un sistema de significados e instituciones tomadas de la teología y de la Iglesia. Pero para lo que aquí nos interesa, si las interpretaciones difieren enormemente según el papel específico que se le asigna a la Iglesia y más ampliamente al cristianismo en este proceso (Gauchet, 1985), lo importante es subrayar el hecho de que de una u otra manera se reconoce la consolidación en los tiempos modernos de una «mundanización» de la realidad (Monod, 2002). En la estela del proceso de secularización, entre los siglos XVI y XVII, desde Maquiavelo a Locke, pasando por Hobbes, por nombrar solo algunos, se da el doble proceso de afirmación de la supremacía de la autoridad del Rey y del Estado por sobre la autoridad religiosa, tanto desde un punto de vista histórico y objetivo como desde una mirada legal e institucional.

La historia de la teoría de las dos espadas es una buena ilustración de lo anterior. La pregunta, una vez analizadas las controversias, no es tanto por saber si la primera espada, el poder espiritual, es superior a la segunda espada, el poder político (después de todo, en este universo de representación, el alma es superior al cuerpo). Lo importante es entender la razón de ser de las dos espadas, cuya doble existencia está validada en la Biblia misma. Giorgio Agamben (2007a: capítulo 4) propuso, sobre la base de una minuciosa revisión y relectura de textos, una nueva interpretación de la genealogía teológica de la economía y del gobierno: si seguimos su lectura, lo que falta al poder espiritual, a pesar de su perfección, es la efectividad de su ejecución. O sea, el verdadero debate habría girado entre, por un lado, los partidarios de una doble concepción del poder (podestat y ejecución, reinado y gobierno) y, por otro lado, los partidarios de una concepción monolítica del poder y de la acción. El interés de esta lectura es que llama la atención sobre el hecho de que, bien analizadas las cosas, tanto el Papa como el Emperador se conciben como vicarios de Dios. Esta lectura permite incluso entender, varios siglos después, ciertas especificidades de la política contemporánea: la imagen del Rey (o en ciertos regímenes del Presidente) que preside pero que no gobierna, y en parte incluso la división entre el poder legislativo y el poder ejecutivo todavía llevan la huella de esta doble dimensión de gobierno. Si traemos a colación esta interpretación por sobre tantas otras, es porque separa claramente, ya en el medioevo europeo, los elementos propiamente fácticos de la política de sus elementos específicamente simbólicos. Aún más, reconoce, apoyándose en discusiones de la época, algo que muchos filósofos políticos modernos minimizaron; a saber, que el gobierno tiene que ver no solo ni principalmente con la legitimidad sino con la eficiencia y la potencia.

Radicalicemos esta diferencia. Más allá de la permanencia o de la transferencia de insumos religiosos hacia el régimen político, éste se valida, tarde o temprano, desde su eficiencia y potencia, por su capacidad efectiva para imponer lo que se denomina el orden social.Un término hoy en día obsoleto pero cuya importancia y significación fue amplia desde el siglo XVII y, especialmente en el siglo XVIII, designa mejor que muchos otros esta dimensión de la política y del Estado: la policía.

No hay que oponer las creencias o las jerarquías a los controles, pero es importante reconocer la diferencia entre estas modalidades de regulación de la acción. Las primeras regulan las acciones mundanas, invocando un plan divino y una obligación moral, y se instituyen legitimando jerarquías y creencias entre los individuos. Los controles, más allá de sus vínculos con lo anterior, regulan las acciones desde capacidades eficientes de encuadre y represión. Más allá de sus evidentes relaciones, se trata de órdenes distintos. El primero se apoya sobre una legitimación representativa y simbólica, el segundo desde un accionar de policía y práctico. Si desde un punto de vista analítico, es el entrelazamiento constante de estos principios lo que define la política (la articulación-regulación de lo social y su representación) en su desarrollo histórico, es posible empero detectar dentro de su avatar moderno dos grandes momentos en los que se acentúa diferencialmente cada una de estas dimensiones. En un primer momento, la regulación reposa principalmente, pero jamás exclusivamente, sobre un ingente trabajo de representación, cuyo objetivo central es legitimar el Estado y sus instituciones, las jerarquías y las creencias. En términos simples: el campo de batalla se libra a nivel de las cogniciones y los consentimientos de los individuos. En un segundo momento, la regulación reposa principalmente, aunque jamás exclusivamente, sobre un ingente trabajo ordinario de tecnologías de gobierno y policía cuyo objetivo central es imponer y asegurar la eficacia práctica de los controles. La batalla, aquí, se libra esencialmente a nivel de las conductas. Insistamos, no hay nunca un tránsito radical, sino un diferencial de acentuación entre estas dimensiones. Sin embargo, se trata de visiones distintas del poder estatal.

Repitámoslo: la articulación-regulación de lo social y su representación no puede ser completamente ajena a la cuestión de su efectividad. Al mismo tiempo, el ejercicio efectivo del poder no puede ser totalmente independiente de su efectividad simbólica, y por lo tanto de su legitimidad. Pero dentro de esta dinámica, es posible distinguir entre un periodo de claro predominio de la política-representación (jerarquías y creencias) y otro de primado de la política-policía (controles).

1. La política-representación

La primera dimensión de todo régimen político, el trabajo sobre las creencias y de éstas sobre las jerarquías tuvo un claro predominio durante varios siglos. El Estado reguló las acciones anclando el orden social en torno a una representación, en el sentido más polisémico de la palabra, el que se presentó y defendió como estando en consonancia con la naturaleza jerárquica del mundo. Este proyecto de regulación ha tenido diferentes lecturas, nunca lineales, que van, entre tantas otras, de los dos cuerpos del Rey hasta la ley natural. En cada una de ellas, de varias maneras, se trató de basar la regulación política de las acciones en un orden de naturaleza, por lo general él mismo reclamándose de un orden divino. El gobierno reposa sobre un misterio en el cual encuentra la base de su ejercicio y de su ministerio, como dice Kantorowicz (1984).

En este marco, la transgresión de las jerarquías sociales vulnera no solamente el orden político, sino la naturaleza misma de las cosas. Nada de sorprendente, por ende, si en el marco de la política-representación nada fuera más aterrador que los regicidios. ¿Cómo descuidar el profundo miedo que suscitan estos eventos antinaturales, tan bien descritos por el incomparable genio literario de Shakespeare? El Rey y sus dos cuerpos tiene un aura, una munificencia y es el símbolo efectivo del orden de las cosas; es a veces el garante de los ciclos de la vida; es siempre el garante de la continuidad de la vida social. El regicidio dramatiza al extremo lo que, de por sí, es siempre ansiógeno, el período abierto por la muerte de un rey y la coronación de otro. Representa el regreso del caos y la inversión de lo reprimido: el Rey-Estado que debe regular el peligro de la muerte violenta es víctima de una muerte violenta.

De ahí la necesidad permanente de trabajar a nivel de las creencias, de las cogniciones y de los consentimientos con el fin de inculcar el miedo, sobre todo un tipo de miedo, aquel que asocia las transgresiones, más allá del mero quebrantamiento del orden social, a un cuestionamiento de las bases mismas de la naturaleza, de las jerarquías y de la ley divina23. Por supuesto, la fuerza de la regulación de las acciones desde la normatividad de la ley jamás eliminó la cuestión de la efectividad del poder, pero en última instancia se le otorgó una función reguladora central al consentimiento y al miedo simbólico. Si la política-representación como estrategia central de regulación de las acciones conoció múltiples versiones, en lo que aquí nos interesa, en última instancia, todas ellas reposaron y se organizaron en torno a la visión de un todo ordenado, dictado por una ley divina, natural y jerárquica.

Nada de sorprendente por ello la importancia que dentro de la política-representación tuvo la articulación entre lo político-teológico y lo político-jurídico. Para garantizar la regulación de las acciones desde lo simbólico, fue indispensable fundir lo indicativo y lo imperativo. Lo que es con lo que debe ser. El orden legal fue inseparable de un orden jerárquico naturalizado, en el que se basaba y al que instituía. Incluso cuando el mundo se alejaba de este orden, cuando se hacía evidente la existencia de hetero-acciones irreprimibles e inextirpables, fue imperativo mantener la confianza y la creencia en los grandes principios ya sean divinos, ancestrales, naturales o racionales. El ejercicio ordinario de la jerarquía dependía de ello. En los hechos, en este trabajo de inculcación propiamente ideológico, la expansión real y la aceptación (o el mero conocimiento) de los grandes preceptos fundadores del Orden en la población (un trabajo muchas veces asegurado tanto por hombres de Iglesia como por filósofos o juristas) fue solo muy parcial y siempre cohabitó con la vigencia de muchas otras fuentes y visiones heterogéneas (Abercrombie, Hill y Turner, 1987; Ginzburg, 2014; Febvre, 2003). Sin embargo, durante siglos, la Iglesia católica, en mucho a través de la Inquisición, tuvo en Occidente la capacidad institucional para sofocar y perseguir los ataques abiertos, demasiado abiertos, al orden divino, natural y jerarquizado del mundo para imponer globalmente la idea de que todo se inclinaba y operaba de acuerdo con la intención divina. La teocracia jerárquica reposó sobre una jerarquía naturalizada. Se basó en la profunda colusión a nivel de las creencias entre orden, jerarquía, naturaleza y ley.

Sin embargo, las hetero-acciones no fueron menos activas en todos estos siglos que en cualquier otro. Como lo veremos en el parágrafo siguiente, hay buenos indicios para pensar que esto fue incluso más importante y frecuente. Pero cognitivamente a nivel de los individuos y simbólicamente a nivel de los colectivos, todas estas transgresiones o no fueron percibidas en su singularidad o fueron fagocitadas dentro de una representación dominante del orden: divino, natural y jerárquico.

Se acepte o no lo bien fundado de la versión de Schmitt sobre la secularización (la transferencia del aura de la Iglesia al Estado), no es exagerado decir que casi todas las grandes teorías del Estado se inscriben en el marco de la política-representación. El Estado gobierna a los individuos porque domina sus creencias, inculca ideologías o hegemonías, impone el respeto de las jerarquías merced a munificencias y oropeles, sacraliza la nación, cultiva símbolos colectivos, inhibe desde la violencia simbólica, legitima cíclicamente a las instituciones. En breve, el Estado gobierna desde el consentimiento (conciliado o coaccionado) a su autoridad.

2. La política-policía

Pero ¿es realmente así? O mejor dicho, ¿es tan solo así? Cualquiera que sea la fuerza de esta primera espada, ¿no es necesario, como ya lo entrevieron los autores medievales, el recurso de la segunda espada, la de la eficiencia práctica? Como lo veremos, independientemente de sus lazos permanentes con la otra espada, esta segunda gran dimensión del régimen político y del Estado, la que se apoya explícitamente sobre la efectividad de la política como poder (el trabajo de policía), invita a una conceptualización diferente. El orden social se convierte, ante todo, en una cuestión de policía, de eficacia diferencial y práctica de poder, control y represión e incluso de uso de la violencia. Notémoslo: en el marco de la política-representación el recurso a la violencia aparece si no como innecesario, al menos como excepcional (el orden y las jerarquías se apoyan en principio en la vigencia de las creencias); en el marco de la política-policía el recurso ordinario y publicitado a la violencia, y a su permanente posibilidad, son constitutivos del gobierno de los individuos.

La noción de razón de Estado encarna a cabalidad esta posibilidad de arbitrariedad en el mundo moderno, o sea, la capacidad para decidir, en nombre de un principio de interés superior y gracias a capacidades prácticas reales, el establecimiento de un estado de excepción que, en caso de necesidad, permite un extraordinario ejercicio de fuerza. Esta facultad es extraordinaria en el estado de excepción (como la que temporalmente se acordaba a los dictadores en Roma), pero no por ello está menos en la fuente del poder político, una dimensión bien destacada, incluso si de manera distinta, como lo hemos visto, por Carl Schmitt, pero también por Michel Foucault (1976 y 2004a) quien describe el poder político como una cuestión de vida o muerte, o por Giorgio Agamben (2003) quien, volviendo a la figura del Homo sacer, actualiza la importancia de esta tradición para las sociedades contemporáneas. Lo importante es comprender el continuum en acción. Ya sea a través de la valorización de la fuerza y de la violencia real de la que el Estado es capaz o por la suspensión del estado ordinario de la ley y el establecimiento de un estado de excepción, la política se asocia en estas interpretaciones con la eficacia del trabajo de policía. En otras palabras, son las capacidades de hecho del Estado para controlar las conductas lo que es lo esencial.

Durante mucho tiempo subordinada a la dimensión precedente, progresivamente, incluso si no siempre se lo reconoció plenamente desde la teoría social, se asistió en la historia a una creciente autonomización de la dimensión de la política-policía. Esta dimensión no ha cesado de acentuarse desde la Edad Media a medida que, por un lado, se consolidaron Estados-monarquías y, luego, Estados-nación, y que, por otro lado, la división y las facciones, siempre presentes en toda sociedad, comenzaron a tener expresiones ordinarias en la vida social, aumentando los conflictos entre el soberano y sus súbditos, pero, también, entre facciones de nobles, entre nobles y campesinos, más tarde entre el capital y el trabajo o tantos otros conflictos. La política moderna, tal como hoy se la concibe, o sea como una manera de engendrar el orden asumiendo el carácter irreductible de la conflictividad social, es una consecuencia de esto (Lefort, 1981). En este proceso, más allá de la cuestión de la representación de los intereses y de los grupos sociales, subrepticiamente la fuerza de legitimación de la que gozaron durablemente las jerarquías sociales gracias a la validez de la creencia en el discurso religioso y natural que la soportaba, se debilitó, imponiendo la necesidad creciente de los controles de la política-policía. Al recrear la distinción de Aristóteles entre praxis y poiesis, Jürgen Habermas (1975) ha llamado a su manera la atención sobre este punto: en los albores de los tiempos modernos, la política deja de ser una reflexión sobre las relaciones morales de la vida buena y se convierte en una cuestión técnica sobre las condiciones de supervivencia.

Pero es Foucault quien ha particularmente enfatizado esta dimensión. En sus cursos del Collège de France, Seguridad, territorio, población, diferencia tres modalidades de poder: el sistema legal del Estado territorial; los mecanismos disciplinarios de las sociedades modernas que, junto con la ley, son ejercidos por técnicas policiales, médicas y penitenciarias cuyo propósito es controlar los cuerpos; y, por último, la gestión de la población (la demografía, la economía –el biopoder). Estas modalidades no se siguen cronológicamente, pero en cada período, si seguimos a Foucault (2004b: 240), una de ellas se convierte en la tecnología política dominante. El primer mecanismo otorga una primacía a lo legal y al tema de la soberanía, o sea, fundamentalmente, para retomar la expresión que estamos usando, es una cuestión de creencias, jerarquías y de política-representación, Las otras dos, las disciplinas y el biopoder, más allá de lo justo o no de esta distinción, dan primacía a la efectividad de los controles, o sea a la política-policía. En este punto, el gran interés del trabajo de Foucault es haber enfatizado la importancia creciente de las disciplinas, mecanismos y dispositivos administrativos del Estado moderno. A través de la expansión de diferentes técnicas como la contabilidad y las estadísticas (las «matemáticas del Estado»), diversos micropoderes y disciplinas, múltiples dispositivos de biopoder que operan controlando poblaciones y territorios, el poder estatal se vuelve más un asunto de tecnología (control) que de fundamentación (creencias y jerarquías). Por lo demás, muchos de estos controles, como tantas etnografías sobre las relaciones entre ciudadanos y Estado lo muestran, pasan por un conjunto de procedimientos que los individuos deben respetar y al cual tienen que someterse pacientemente (filas de espera, producción de documentos, etc. –cf. Auyero, 2013).

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