Читать книгу: «Manifiesto para la sociedad futura», страница 7

Шрифт:

Por ello, la ecología nos conduce a la democracia (capítulo siguiente) y a la invención de nuevas formas de deliberación, de decisión y nuevas prácticas sociales. Por otra parte, el sentido político y social de muchas decisiones respecto a la energía, al medio ecológico y al clima es evidente. Los primeros perjudicados por el cambio climático, originado principalmente por el industrialismo de los países ricos, son los países más pobres y en ellos, las poblaciones más desfavorecidas, que habitan zonas vulnerables. Basura química y atómica ha sido enviada al tercer mundo, al mismo tiempo que formas de agricultura tradicionales eran erradicadas por la presión de la competencia mundial y los bancos. Algunos no han dudado en afirmar que no es la especie humana que destruye el planeta, sino el capitalismo. Esto es falso históricamente, ya que las catástrofes ecológicas del “socialismo real” y su dogma industrialista son conocidas, pero este sistema prácticamente ha desaparecido, por lo cual se puede decir que la afirmación anterior actualmente es cercana a la realidad.

Nombrar bien las cosas. La gaya ecología

Hemos presentado aquí un cierto número de ideas, algunas de ellas heterogéneas, que constituyen el fondo del pensamiento ecológico. Pero a cada cual le corresponde profundizarlas, elegir aquellas que más le hablen y, por supuesto, continuarlas. Mi manera de ver es que todos los enfoques tienen su lugar, todos los aportes tienen su utilidad y su rol. Lo peor que se puede hacer en estas materias es desarrollar dogmatismos, intolerancias y fundamentalismos. La ecología del futuro será pluralista y multidimensional; para algunos constituirá el centro de su compromiso social, para otros un marco de vida, una sabiduría. Pero para todos será central.

Hay que decirlo: algunas maneras de abordar la ecología actualmente fallan en plantearse principalmente como alarmas frente a la crisis, con anuncios desastrosos destinados a suscitar miedo, proposiciones de paliativos ante la destrucción, algo así como frenos ante un precipicio, tal como la “heurística del miedo” de Hans Jonas, antes mencionada. Otros hablan de “catastrofismo ilustrado”, es decir, el hecho de considerar que la única manera de evitar la catástrofe venidera y remover suficientemente las conciencias es dar esta catástrofe por segura150 . Aunque en muchos aspectos la situación es crítica y no hay que desconocerlo, no estoy seguro de que esta estrategia del miedo, que podría llamarse ecología de Casandra, produzca los resultados esperados. Por cierto, hace mucho tiempo que ella viene practicándose, y de manera no siempre “ilustrada”, por los diversos movimientos y partidos verdes, pero la toma de conciencia de la crisis ecológica por parte de grandes electorados, de responsables y dirigentes del planeta continúa haciéndose esperar.

Creo más bien que necesitamos una ecología de afirmación, de conquista de nuevos territorios de la existencia, y que solo ella puede tener la fuerza necesaria para cambiar los modos de vida y organizar las sociedades de manera diferente. La ecología que podrá imponerse debe hacerlo por la vía del deseo, el placer, el gusto, la alegría, el goce de una nueva forma de habitar el mundo y no solo ni principalmente motivadas por el miedo, que origina privaciones, prohibiciones, control e impuestos, aunque en muchos casos estas restricciones son necesarias en una fase de transformación y también tienen cierta utilidad las medidas paliativas. Esta gaya ecología, o ecología gozosa, la nombro así aludiendo al sentido en que Nietzsche hablaba, y que constituye el título de uno de sus libros más luminosos, de “gaya ciencia” o “gay saber”151. Ella debe, por supuesto, asumir los conocimientos, la lucidez y el rigor de los diagnósticos científicos, incluyendo los más severos en cuanto a la crisis ecológica y los daños hechos, tal vez ya irreparables, pero sin olvidar que solo por deseo de otra cosa, por la voluntad, por el placer del cambio y de la experiencia de lo nuevo pueden las mentalidades y las prácticas encaminarse hacia otros rumbos. La denominación de gaya ecología proporciona, por simple coincidencia, una bella homofonía con la hipótesis Gaia, de James Lovelock, antes mencionada152. La gaya ecología sería, así, el conocimiento gozoso, la alegre y jovial puesta en práctica de nuevas formas de habitar el sistema Gaia. Aunque en tanto hipótesis científica esta no se verifique, nombrarla así marca simbólicamente un cambio de mentalidades y constituye un contexto ideológico inspirador de nuevas actitudes.

El placer del cambio es evidente en las iniciativas que proliferan por todas partes, en torno a la protección de especies vivas, de lugares hermosos, de modos de producción —por ejemplo, en la agricultura orgánica, la permacultura—, de modos de vida, como el movimiento cero desechos153, y comunidades de nuevas formas de producción. Es la vuelta a (o la invención de) estilos de vida más simples, como la “pobreza voluntaria”, aunque mejor nombrarla, como lo hace un pionero de la agricultura orgánica en Francia, como “sobriedad feliz”154. Incluso ideas políticas inspiradas directamente en la ecología, como el “biorregionalismo”, que propone que las dimensiones de la comunidad política deberían ser proporcionales a un ecosistema, el anarco-primitivismo y la práctica de cultivos orgánicos comunitarios… Volveremos sobre estas ideas en el capítulo III, sobre la democracia, y IV, sobre la economía; estas dimensiones están íntimamente ligadas.

Y también por cierto el placer de la investigación, el descubrimiento, la audacia y la invención, para científicos e ingenieros, agricultores, artesanos, industriales, emprendedores y simples ciudadanos. Porque ocurre que los desafíos energéticos, urbanísticos, agrícolas e industriales que se presentarán serán inmensos. No hay que imaginar que la gran industria desaparecerá y que la construcción de grandes obras se detendrá. El tamaño de las poblaciones humanas actuales hace imposible soñar con una wilderness generalizada, un “preservacionismo” integral; la naturaleza actual está en gran parte humanizada. Ello es irreversible y por cierto no es lo contrario de la ecología: se ha comprobado que en muchos ecosistemas la presencia de humanos y sus prácticas ha sido y es fuente de biodiversidad155. No basta con dejar a la naturaleza actuar para preservar la vida. Somos parte de ella, hay que asumirlo, retirarnos no es siempre la solución. Por ello no caben aquí dogmatismos ni fundamentalismos.

La gaya ecología o el gay saber ecológico es una ecología de la felicidad y de la realización humana; es gozar de un medio vital (y no “medio ambiente”) rico en diversidad. Que las implantaciones humanas no sean incompatibles con el hecho de disponer de aire y aguas puras, tierras fértiles y montañas inmaculadas, con bosques milenarios y selvas proliferantes de especies, renovando nuestro gusto por la belleza de los paisajes, el acontecer de la vida y el milagro de la evolución. Todo eso debería formar parte de los derechos fundamentales y, por supuesto, espero que ya se comprenda que ello no podrá seguirse llamando simplemente “derechos humanos”. Alimentarse con productos de calidad, cuyo cultivo no contamina ni empobrece la tierra, ni procede de sufrimiento o violencia, convivir amistosamente (a veces amorosamente) con los animales, a los cuales se les respeta, conlleva un tipo de conciencia de sí mismo y de experiencia del ser diferente. Quien se interesa y se acerca a estas temáticas y sobre todo se aboca a las prácticas que de ellas se inspiran experimenta de manera clarísima que ello contribuye a la felicidad y a la realización de sí, ampliando la experiencia de vida. La riqueza de la vida terrestre preservada no solo es promesa de felicidad futura o tranquilidad por las catástrofes evitadas, sino un goce en el aquí y ahora de nuestras existencias, por el ensanchamiento de la sensibilidad y la conciencia, por los conocimientos que ello requiere y los sentimientos que ello despierta.

Así, podemos decir finalmente de esta nueva ética y manera de vivir entendida como una gaya ecología, de esta nueva y apasionante dimensión de la existencia y desafío a la libertad, que se trata también de una ecología del amor. En efecto, amar, cuidar y cultivar el maravilloso mundo viviente que es nuestra morada constituye una nueva forma de felicidad y de realización humana. ¡Tantos territorios nuevos de la vida nos quedan por inventar! ¿Cómo podríamos, si no, tener la fuerza de encaminarnos hacia una sociedad futura en esta vasta re·evolución a la cual la ecología nos invita?

III La democracia, el autogobierno de la sociedad

Algún lector apresurado podrá pensar que aquí se aborda (¡por fin!) directamente la cuestión política. Sin embargo, desde mi perspectiva, la democracia es simplemente la traducción de la libertad —tal como la hemos abordado en el primer capítulo— en la práctica misma de la organización de la sociedad. Por otra parte, en el capítulo II mencionamos la idea de Hans Jonas según la cual los desafíos de la crisis ecológica serán tan difíciles que solo una forma autoritaria de gobierno mundial de élites ilustradas podrá hacerles frente. En otras palabras, la democracia, que favorece la persecución de fines individuales, incluso egoístas, preocupándose principalmente de su bienestar material, según el diagnóstico de Tocqueville156, no haría el peso. No es simple decir que se equivocaba, porque nadie puede conocer el futuro, pero hay muchas razones para rechazar la posibilidad de esa especie de “dictadura ilustrada” mundial que puede convertirse fácilmente en pesadilla. Por cierto, quienes hemos conocido dictaduras —para el caso, bien poco ilustradas—, o con mayor razón aún quienes han conocido sistemas totalitarios, tenemos impreso en lo profundo de nuestro ser el rechazo total a lo arbitrario, al autoritarismo y a la tiranía. Y a ese rechazo lo llamamos democracia, y es el sentido más básico que se le puede dar a esa palabra.

De la democracia “se ha podido decir que es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los otros que se han ensayado en el tiempo”157. Se han podido decir, en efecto, muchas cosas, tantas que la palabra se ha ido cubriendo del halo de lo sagrado, sirviendo a la encantación más que a la definición de realidades, cuando no a discriminar entre los regímenes frecuentables y los que no lo son, según el criterio de amigo/enemigo que establece una parte de las potencias del mundo, por no decir una sola, seguida servilmente por las otras158 y potenciada por el poderío de los medios de comunicación de masas, en manos de unos pocos grupos. Las palabras utilizadas como mantras no sirven para la reflexión. En el tiempo en que se sacraliza la palabra democracia, lo que se supone que ella nombra hace agua por todas partes: abstención masiva y creciente en elecciones, desafección de la política en general, desconfianza en las élites, indiferencia, incivilidad, pérdida de valores comunes, reducción de los discursos a consignas —el tiempo televisivo impone sus ritmos—, marketing político, corrupción generalizada e hipocresía, manipulación de masas con divertimientos producidos por la industria (sub)cultural.

La palabra democracia. Una historia de significaciones complejas

La democracia se define a veces, a partir de una frase de Lincoln, como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. La sucesión de las preposiciones en lo que puede parecer redundante en realidad abre una parte del misterio de la palabra. Porque si es “del” pueblo (quién sea el pueblo es otro problema), y si el “de” es una preposición de pertenencia, el poder o la fuerza del gobierno (kratos) le pertenece al pueblo, el significado parece claro; si en cambio el “de” es un simple complemento de objeto, como cuando se habla de un vaso “de” agua, o del director “de” la orquesta, un tirano puede ser perfectamente el gobernador “del” pueblo159. Por ello la necesidad de la segunda preposición “por”, que agrega la vía o el medio “por” el cual se ejerce ese poder, lo que implica que no debe ser por otro sujeto que el pueblo mismo (y que plantea el gran problema de la representación). La tercera preposición, “para”, viene a agregar la finalidad: se gobierna “para” o en pos de los objetivos propios del pueblo, para el bien del pueblo y por supuesto no de una parte de él y menos aún del jefe o de la élite, y añade la dimensión social como finalidad de la democracia. Esta breve incursión en la gramática, que puede parecer un tanto bizantina, permite ver más claro cuando ocurre que, justamente, estas expresiones vienen a significar algo bastante distinto o todo lo contrario, lo que se demuestra con una ligera transformación de la escritura. Así, la primera de ellas, “el gobierno del pueblo”, se convierte, ya lo sugerimos, en “gobernar al pueblo”160; la segunda deviene “por [los representantes d]el pueblo”; y la tercera se convierte ya sea en “para [la entretención d]el pueblo” o “para [los privilegiados, que por cierto son admirados por] el pueblo”, o una combinación astuta de todas estas fórmulas.

Como se ve, la palabra mágica, como todas las cosas mágicas, puede transformarse fácilmente; solo falta una varita ideológica.

Por cierto, ornada hoy con todos los méritos, esa palabra no fue siempre positiva, y a lo largo del tiempo no todos los grandes pensadores o dirigentes han sido demócratas. El mayor misterio no está en estas preposiciones, sino en los términos mismos. Tradicionalmente, los tratados antiguos de la política —comenzando por La república de Platón— comenzaban por distinguir los diferentes sistemas de gobierno, y es lo que forma el prefijo de estas expresiones. Así, la monarquía, el gobierno de uno solo (monos); la aristocracia, el gobierno de los mejores (aristoi), la nobleza; la oligarquía, el de unos pocos (oligos); y por supuesto democracia, el gobierno del pueblo (demos)161.

Si los términos monos, aristos, demos, etc., son bastante claros, pocos se detienen a reflexionar sobre la segunda parte, las dos palabras griegas que componen estos términos: kratos y arkos, dando por entendido que kratos significa ‘el gobierno’ o ‘el poder’ —lo que ciertamente ya no es lo mismo—. Arkos (ἄρχω), que viene de arké, significa literalmente ‘el comienzo’, ‘el origen’; es normal así componer la expresión arqueología: el conocimiento de los comienzos; pero se utiliza también en la filosofía griega como ‘principio’, o causa primera. Por ello resulta de alguna manera coherente con la fórmula “monarquía”: el uno solo (monos) es el origen, el primero, la fuente, por así decirlo, de la sociedad, y su principio de legitimidad viene de esa anterioridad y es naturalmente hereditario; es el que viene de los comienzos162. La palabra príncipe es así la mejor traducción latina del monarkos griego, el que se encuentra en el principio, y por ello vino a significar también ‘jefe’, ‘el primero’, ‘la cabeza’, dando también origen a la palabra genérica arconte (ἄρχοντες), algo así como ‘mandatario’ o ‘dirigente’ en el lenguaje de hoy.

Y ¿qué hay con el kratos? Algo bien diferente. Si se examina la literatura antigua y la manera en que se utiliza, significa más bien la fuerza, la potencia física, la dominación. Por cierto, kratos es el nombre de un dios: el dios de la fuerza163; cuando se utilizaba para nombrar el poder, se trata más bien de la fuerza bruta, o por lo menos la potencia corporal. Por ello, resulta normal que la aristocracia se nombre utilizando el posfijo kratos, puesto que las aristocracias son antes que nada castas guerreras, caballeros armados, tanto en la Antigüedad como en la Edad Media. Otros historiadores reportan que kratos era la palabra utilizada para la fuerza victoriosa en una batalla, y que por extensión pudo significar la victoria de una opinión en una asamblea. ¿Por qué entonces el término democracia fue formado utilizando el sufijo kratos y no arkos? Probablemente porque fue inventado por quienes no apreciaban en absoluto la democracia —y no faltaban en Grecia, como el propio Platón y, por cierto, los aristócratas—. Así, la palabra democracia, como lo explica brillantemente David Graeber, “en la mayor parte de su historia, remita a al desorden político, a revueltas, linchamientos, violencia de facciones (de hecho, este término tenía entonces las mismas connotaciones que el de la anarquía hoy)”164. De la misma manera, en Roma, donde por cierto la constitución contenía elementos de democracia, la palabra era reservada para aquellos momentos de decisión popular de masas —ciertamente, organizados por el Estado o por ricos miembros de la élite romana—, como la vida o la muerte de los gladiadores que se afrontaban en el circo (que por cierto viene a remplazar, como una imagen degradada, el ágora de Atenas), que dependía evidentemente de los caprichos pasionales de clanes adversos y muchas veces terminaba en batalla campal (un poco como las barras de equipos de futbol hoy en día, pasando fácilmente de hinchas a hooligans), y que en todo caso demostraban fácilmente la inestabilidad y peligrosidad de las decisiones de las masas165.

Solo tardíamente los grandes teóricos del liberalismo se convirtieron a la idea de la democracia, reelaborada como un sistema en el cual los ciudadanos eligen representantes para ejercer el poder en su nombre166. Pero, antes de eso, la historia de la democracia pasa por diversos estadios y larguísimos períodos de eclipse. Cuando ella existió, rara vez consistió el ejercicio de algo tan simple como el derecho a voto y la organización de elecciones para nombrar gobernantes. Se trataba más bien de la manera en que una comunidad se disponía a tomar las decisiones en conjunto, lo cual difiere en su definición misma de elegir representantes para que tomen las decisiones en vez del pueblo. El origen de la palabra ilustra justamente la larga desconfianza hacia la democracia entendida como gobierno del vulgo, de una muchedumbre sin pies ni cabeza (sobre todo sin cabeza). De hecho, entre todos los filósofos griegos, es imposible encontrar uno solo que estuviera claramente por la democracia, y en los siglos posteriores hay que esperar mucho para encontrarlos167. Lo mismo ocurre con los grandes líderes políticos, que desconfiaron de la democracia incluso en los momentos revolucionarios; el modelo de gobierno, por ejemplo, para los fundadores de la independencia de los EE. UU. era la República romana, con su supuesta mezcla aristotélica de monarquía, aristocracia y democracia. Es lo que afirma John Adams en Defense of constitution (1797). Solo en 1820, en la medida que el voto se iba extendiendo a nuevas categorías de población, un candidato, Andrew Jackson, osa presentarse como “demócrata”. En Francia fueron los socialistas, hacia los años 1830168.

Esta tardía conversión a la democracia ha dado lugar a una muy interesante teoría sobre el origen de las ideas demócratas en Norteamérica, llamada a veces la “teoría de la influencia” (influence theory). Se trata de la posible influencia que hubieran tenido las naciones iroquesas, concretamente la Liga de las Seis Naciones, en la introducción de las ideas de igualdad y de autogobierno (democracia), que no figuran más que escasamente en las fuentes librescas de los fundadores de los EE. UU. y mucho menos en las costumbres aristocráticas y jerárquicas de los colonos ingleses. La organización de esas naciones era federal y la toma de decisiones era horizontal y todos participaban169. La idea misma de la organización federal de las colonias (en el comienzo cada una de ellas era totalmente independiente) habría sido sugerida por Canasatego, un embajador de una de las naciones iroquesas, los Ondondaga, que encontraba difícil tener que negociar cada vez con una colonia distinta. Benjamin Franklin fue testigo de ese hecho y gracias a su influencia (y a su imprenta) la idea de federación se fue abriendo camino. Todavía se encuentra uno de los primeros símbolos de la Federación de las Trece Colonias, que fue un ramo de trece flechas, algo bastante insólito para ingleses, cuyas armas eran el mosquete o la espada. Se sabe que estas seis naciones funcionaban de manera perfectamente democrática, con una estructura tripartita, de gens (clanes), fratrías (pueblos) y tribus (naciones, formadas por varias fratrías), y que nombraban representantes (sachens) de clanes, fratrías y tribus, funcionando de manera colegiada, y con participación igualitaria de las mujeres170. Descripciones de tales costumbres políticas se encuentran en textos de John Adams, que los compara a los germanos, afirmando que en ellos “el principio democrático estaba en particular tan afirmado que la soberanía efectiva residía en el cuerpo del pueblo”171, pero es para rechazar tal situación como vector de inestabilidad, como en Madison y Jefferson, que recalcan también la inexistencia de la idea de propiedad privada en estas sociedades.

Por supuesto, esta teoría ha suscitado fuertes oposiciones, principalmente de parte del pensamiento conservador, que acusa la teoría de la influencia como una de las peores manifestaciones del politically correct. Es ciertamente imposible evaluar con exactitud cuál sería el rol de esta “influencia” en la formación de las ideas democráticas, pero lo cierto es que ella existió, que estas ideas existieron y que esas comparaciones históricas fueron hechas, y que intercambios habituales, comerciales e incluso alianzas políticas existieron (por ejemplo, los iroqueses combatieron la colonización francesa en Canadá, para lo cual se aliaron con los ingleses). Sin decidir acerca de la historia, cuando en 1980 el tema volvió a ser objeto de discusiones, numerosos representantes amerindios se ampararon del asunto y el Congreso votó una ley reconociendo tal influencia. Es interesante recordar estos hechos también en el ámbito latinoamericano, en el cual se hace presente una fuerte reivindicación de descolonización de las ideas, no solo culturales, sino también políticas, y que la democracia que se conoce como heredada de Europa se hace de manera cada vez más evidente, por lo menos, muy insuficiente172 .

La democracia por sorteo, el método olvidado

Aunque sea bien poco conocido, es un hecho que en la larga historia de la democracia la práctica más común fue el sorteo de las tareas de gobierno. En la antigua Atenas, un sistema bastante complejo de solicitación del azar servía para designar, entre los miembros de la asamblea del pueblo (eclessia), un consejo (la boulé), magistrados y entre ellos, siempre apelando al azar, una serie de arcontes que ejercerán las funciones principales. Solo se “elegía”, es decir, se votaba, por funciones que requerían una especialización evidente, como los encargados de la estrategia militar y los gestores de las finanzas. El principio es que todo ciudadano debe ser a veces gobernado y otras veces gobernante, para lo cual está en principio capacitado, salvo impedimentos específicos (como condenaciones penales). Las funciones, los “puestos”, se diría hoy en día, no eran de gran duración, máximo de un año o dos, a veces algunos meses, y se aplicaba rigurosamente una rotación para que no hubiera repetición. La finalidad de todo esto no era, por supuesto, estar siempre gobernados por principiantes, que es la primera objeción que se le puede hacer a este método, sino su correlato: evitar la formación de castas de dirigentes, lo cual siempre se llamó “oligarquía”. La idea actual de un “político profesional” obviamente era impensable en ese contexto y cuando la democracia fue instalándose lo hizo claramente oponiéndose a la oligarquía de las familias poseedoras de tierras. El nombre mismo del “pueblo”, demos, se origina en esta oposición173. El gobierno del pueblo, en este sentido, significa claramente el gobierno de quienes no poseen particularmente tierras, dominios, servidores y guardias, sino simplemente el título de ciudadano, es decir, hombre libre pudiendo tomar las armas174 .

Ello nos devuelve a la idea de Jacques Rancière: la democracia es “un “gobierno” anárquico, fundado sobre nada más que la ausencia de todo título para gobernar”175; lo contrario da lugar a formas diversas de oligarquía.

En diversas polis, ciudades-Estado de la Antigüedad, tanto en Grecia como en la República de Roma, existió este sistema de sorteo, a veces combinado con ciertos procedimientos de elección. Ello volvió a utilizarse al final de la Edad Media y en el Renacimiento en las ciudades de Toscana y en Venecia, con procedimientos sofisticados de tratta (sorteo). En Venecia la serenissima república designaba al término de un complejo proceso de eliminación, que solicitaba cada vez el azar un consejo de ciudadanos que, a su turno, designaba al dogo, o dux, duque gobernador de la ciudad, también por sorteo. En Florencia, este sistema fue mucho más radical —cuando no fue eclipsado por la dominación de los Medici—, y varias veces ello significó el alejamiento de los nobles; la toma de decisiones por parte de la asamblea de los ciudadanos, la designación de diversas funciones de autoridad por tratta, en la cual frecuentemente se procedía requiriendo la participación de un niño que tomaría de una bolsa de cuero, una por una, diversas bolas con el nombre de los ciudadanos considerados aptos para ocupar puestos, y por lo tanto imborsati (embolsados). Procedimientos equivalentes fueron de uso en las cortes de Castilla, León y Cataluña, lo cual muestra que las monarquías no eran, en principio, incompatibles con una cierta dosis de democracia y no era una fatalidad que evolucionaran luego hacia el absolutismo. Vestigios semejantes se encuentran en la historia de China y de la India. Lo notable es que la historia no se enseña de esta manera, reteniendo solo los nombres de reyes y señores.

Siempre se ha sabido que el procedimiento que consiste en votar para elegir a los gobernantes y representantes da como resultado algo que debe poder llamarse mucho más propiamente oligarquía que democracia. Notables, aristócratas y ricos propietarios tienen siempre recursos superiores para hacer campaña, son conocidos e influyentes y pueden fácilmente hacerse elegir, luego hacer elegir a sus hijos, parientes, amigos, socios y partidarios, reduciendo a “un pequeño número” (oligos) quienes gobiernan, es decir, claramente una casta dirigente que tendrá cada vez más problemas para compartir el poder. Incluso Montesquieu, considerado como el padre del constitucionalismo moderno, y que por cierto no era partidario de la democracia, reconoce que “el sufragio por sorteo es propio de la naturaleza de la democracia; el sufragio por elección, de la aristocracia. La suerte es una manera de elegir que no aflige a nadie, dejando a cada ciudadano una esperanza razonable de servir a su patria”176.

La preocupación en esa época era evitar que un pequeño número de personas influyentes, nobles o ricas acaparara el poder. Actualmente se diría lo mismo, añadiendo la influencia de los medios, que por cierto también han terminado en casi todas las sociedades en las manos de una oligarquía financiera internacional.

Lo que resulta sorprendente es que ningún partido o tendencia política, salvo extremadamente minoritarios, proponga poner en cuestión el sistema de voto mayoritario secreto como fundamental para la democracia. Ciertamente muchas cosas se pueden decir contra el sistema de sorteo y nadie pretende que sea la cura de todos los males de la democracia, pero muchos de los argumentos son inconsistentes, como por ejemplo el de la incompetencia de quienes podrían salir sorteados. Los atenienses ya habían solucionado eso fácilmente atribuyendo un método de elección de los mejores a aquellos cargos que implicaban especialización y reservando el sorteo para todo lo demás. Pero principalmente, si la preocupación por la supuesta incompetencia de los así designados no aparecía, según comenta agudamente Rancière, “es que el sorteo era el remedio a un mal más grave y mucho más probable que el gobierno de los incompetentes: el gobierno de una cierta competencia, aquella de los hombres hábiles en la pelea por el poder”177. Por cierto, decidir qué dominio requiere conocimientos especializados y cuál no los requiere sería muy diferente hoy de lo que entonces se consideraba en la Antigüedad o en el Renacimiento italiano. Pero ¿quién puede pretender que los políticos profesionales de ahora (que han remplazado a los aristócratas de antaño) no se equivocan en sus decisiones? Los especialistas en ciencias políticas, economistas, tecnócratas, ingenieros, juristas, egresados de las grandes universidades del mundo, han decidido el sistema de globalización financiera actual, causante de las grandes crisis, como la de 2008, con su reguero de quiebras, pobreza y deudas para países enteros. Los políticos profesionales han decidido de las guerras desastrosas de las últimas décadas en el Medio Oriente178, y han demorado tal vez fatalmente las medidas que la degradación ecológica exigía.

El pueblo puede equivocarse, evidentemente. Pero ello no debe ser argumento para oponerse a la participación popular en las decisiones. Del concepto de “democracia participativa” —afortunadamente se habla de él cada vez más— hay que decir sin embargo que se trata de un pleonasmo. ¿Qué podría ser una democracia no participativa?, una democracia oligárquica, lo cual es un oxímoron. No obstante, esta contradicción se acepta en vastas regiones del planeta. Se vota por representantes que una vez elegidos hacen lo que quieren con su voz en asambleas compuestas de notables y dirigentes de partidos, en su mayoría varones, de clases acomodadas, que se presentan elección tras elección y a veces se mantienen en cargos de poder por más de 30 años.

Elecciones y democracia “representativa”

El voto mismo es libre, claro, no se puede decir lo contrario: ya nadie puede obligar a alguien a votar por uno o por la otra ni ofrecer dinero por un voto, y, felizmente, debido a la informática y a la inmediatez de las comunicaciones, cada vez más difíciles son los casos de fraude. Por eso, la democracia, aun oligárquica, es preferible a la dictadura. Pero ello es un razonamiento para quienes no quieren seguir razonando. Elegirse un enemigo a la medida, como Stalin, Mussolini, Franco, Pol-Pot o Pinochet es demasiado fácil. Así se llega al uso de la palabra democracia como encantamiento mágico, que cierra toda discusión.

1 627,39 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
650 стр.
ISBN:
9789563247930
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают