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¡Traición!

El filósofo Francesc Torralba definió el fanatismo como una “miopía espiritual”, que confunde la propia percepción de la realidad con una verdad universal que debe ser aceptada por todos. En estos días abundan los miopes. Basta cualquier chispa para desatar la furia de los fanáticos.

Insultos. Hostigamientos. Amenazas de muerte. El blanco: la jueza de garantía Karen Atala. Su pecado: decretar prisión preventiva contra un imputado por lanzar bombas mólotov. En su contra opera una curiosa lógica. Sus acosadores la tratan de traidora por ser ella misma víctima de discriminación. “No puedo creer que una mujer que perdió injustamente a sus hijas por ser lesbiana y fue apoyada por organizaciones civiles para demandar al Estado hoy haya sido tan miserable (…). Traidora”, decía un tuit con más de 1.100 likes, jalonado con comentarios como “cómplice”, “facha encubierta”, “basura”, “malvada”, “mierda de mujer”. Los insultos, amenazas y acusaciones de traición también se extendieron a la Fundación Iguales, de la cual es directora.

Se inventó que Atala se había negado a ver el video de la detención y había prohibido el ingreso de familiares del detenido. Ambas acusaciones eran falsas, pero fueron difundidas sin evidencia alguna por miles de cuentas en redes sociales.

“Una vez que las personas se unen a un equipo político, quedan atrapadas en una matriz moral”, afirma el sicólogo social Jonathan Haidt. “Ven confirmaciones de su narrativa en todas partes”. Como en la célebre frase de la vicepresidenta argentina Cristina Fernández: “No tengo pruebas, pero tampoco dudas”.

Y en momentos de conflicto, cuando dominan emociones como la rabia y el miedo, las alertas se encienden cuando es uno de los supuestamente “nuestros” quien nos traiciona. ¿A qué se parece esto? Al fanatismo religioso. En todas las religiones, los peores traidores son el hereje, que cuestiona los dogmas, y el apóstata, que renuncia a la fe. El destino de ambos es la horca, la hoguera o, en casos más civilizados, la excomunión.

Chile se llena de excomulgados. A Gabriel Boric lo atacan desde la izquierda, lanzándole cerveza al grito de “¡traidor!” por firmar el acuerdo que permitiría derogar la Constitución de Pinochet. A Mario Desbordes lo insultan desde la derecha (“¡traidor!”), por negociar con la oposición.

Nadie está a salvo. La cantante Paloma Mami sufrió una masiva campaña en redes sociales para “cancelarla”. ¿Su pecado? Se demoró cuatro días en reaccionar al estallido social y cuando lo hizo su declaración no fue lo suficientemente enérgica. Arturo Vidal fue “cancelado” por subirse a un helicóptero y compartir con el billonario Andrónico Luksic. Y suma y sigue.

La cancelación es la nueva excomunión, sin espacio para matices ni razones: se es inocente o culpable, se está del lado del bien o del mal. Un fanatismo que se extiende al trabajo del Congreso. Esta semana tuvimos dos ejemplos. Uno fue el fracaso, por falta de cuórum, del proyecto para reponer el voto obligatorio. Un tema debatible (la mayoría de las democracias más consolidadas del mundo tienen voto voluntario), pero que fue tratado como un artículo de fe. Esta vez la diputada Pamela Jiles fue la “traidora” y “cancelada” por votar en contra. Una curiosa reversión de la suerte: en 2011, cuando se estableció el voto voluntario, fue celebrado como un avance democrático desde la UDI al Partido Comunista.

Lo mismo ocurrió con el fracaso de la fórmula de la oposición para asegurar paridad en la Convención Constituyente. Una opinable técnica electoral pasó a ser tratada como un dogma que separa a los justos de los machistas y misóginos.

El problema es que la democracia se sostiene sobre consensos mínimos: reglas de mayoría, igualdad ante la ley, respeto a los derechos humanos, probidad. Todo lo demás debe quedar abierto al debate y la negociación. Porque, como advierte el intelectual colombiano Moisés Wasserman, “en tanto más diversas y complejas sean las sociedades y sus problemas, más insignificante será el mínimo sobre el cual se logre consensuar”. Una democracia moderna no puede funcionar si se repleta de dogmas, cuya violación supone la excomunión.

Esta es, en parte, una reacción a la cultura política de la transición, que, en el otro extremo, entendió que todo era negociable. ¿Sentar a Pinochet en la testera del Senado? Claro. ¿Recibir dinero de los poderes económicos favorecidos por la legislación? Perfecto. Del relativismo amoral pasamos sin escalas al moralismo fanático. Pero aún tenemos patria, ciudadanos. En la última encuesta CEP sube de 58% a 78% la cantidad de personas que pide a los líderes políticos priorizar los acuerdos por sobre sus propias posiciones. O sea, actuar como políticos laicos y no como guardianes de una fe revelada.

Una vez más, el sentido común de los chilenos emerge como antídoto al fanatismo. Y si esos millones de chilenos se pronuncian fuerte y claro en el plebiscito, abriendo la puerta para un nuevo pacto social basado, precisamente, en el diálogo y la negociación, entonces no habrá campaña de matonaje capaz de “cancelarlos”.

Enero de 2020

La mala raza

“La democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud”.

Eso escribía en 1822 Diego Portales, comerciante y futuro dueño del monopolio del tabaco en Chile. Dos siglos después, otro relevante líder patronal marca la diferencia entre el ideal de la democracia y lo que según él es posible en Chile. Juan Sutil dice que, si él viviera en un país anglosajón, “sin duda votaría Apruebo, porque tendría la confianza de que vamos a construir un país mejor”. Pero, como vivimos en Chile no más, votará Rechazo a la posibilidad de construir una Constitución en democracia.

Son dos puntas de un argumento que ha cruzado como una cicatriz toda la historia de Chile. La democracia plena es muy linda, pero acá no se puede. Como proponía Portales, hay que imponer “un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos”.

Dos siglos después, aún esperamos ser moralizados.

En su expresión más burda, está la popular idea de que “es la raza la mala”. Según ella, América Latina tiene la desafortunada mezcla de español e indio, inferior genéticamente a la de los colonos anglosajones del norte. En una derivación más políticamente correcta, que viene de las teorías de Max Weber sobre el protestantismo, se habla de la diferencia cultural con esas sociedades que añora Sutil, donde los ciudadanos sí son capaces de “construir un país mejor”.

Y si los ciudadanos, esos inmorales, no son capaces, ¿entonces quiénes deben tomar las decisiones? Jaime Guzmán lo dejó muy claro al diseñar nuestra actual Constitución: “Es siempre una minoría o élite la que decide el inicio y las reglas del juego cuando una democracia nace”.

El argumento cultural parece persuasivo en principio. Después de todo, es verdad que los países nacidos de las colonias británicas en América del Norte y Oceanía son más democráticos y prósperos que aquellos que derivaron del imperio español. Pero la causalidad no se sostiene. Nigeria, Sudán, Guyana y Bangladesh también fueron parte de la corona británica. En verdad la diferencia no es la raza ni la cultura, sino la estructura de poder. Cuando llegaron a América, los españoles se encontraron con abundantes recursos naturales y población, y pudieron ponerse al tope de una estructura jerárquica a través de la cual extraer rentas. La independencia, siguiendo la ley de hierro de la oligarquía de Robert Michels, solo reemplazó a una oligarquía por otra.

Esa sociedad extractiva, en que unos pocos dominan los recursos, favorece la desigualdad, el autoritarismo y el atraso. Esto fue especialmente brutal en los lugares más ricos en oro, plata y mano de obra indígena, donde además ya existían sociedades extractivas. Así pasó en Perú y México, al que un impresionado Humboldt llamó en 1804 “el país de la desigualdad”.

Los colonizadores británicos de América del Norte no eran más cultos ni altruistas que los españoles. De hecho, intentaron aplicar el mismo modelo de sometimiento y extracción. Pero, para su desgracia, Virginia y Carolina del Norte no tenían ni los recursos naturales ni la población indígena de México o Perú. Los colonos tuvieron que olvidarse de la vida fácil y trabajar ellos mismos la tierra y las minas. Se convirtieron en pequeños propietarios, con riquezas similares entre sí, y lógicamente se dieron estructuras de gobierno igualitarias y democráticas (reducidas al principio solo a los hombres blancos, por cierto).

Mientras, en América Latina, los indígenas y esclavos eran explotados en beneficio de otros, lo que dio lugar a instituciones verticales y excluyentes. Del mismo modo, donde los británicos sí pudieron subyugar a una gran población local para extraer recursos, como en India, Sierra Leona y Nigeria, su abuso fue tanto o más implacable que el español, y su consecuencia, la creación de sociedades pobres y desiguales. El problema no es la raza ni la cultura, sino la estructura de poder. La clave, en palabras de Daron Acemoglu y James Robinson, es que ese poder “esté limitado y suficientemente repartido” para evitar que una élite conquistadora lo capture para proteger sus privilegios.

Afortunadamente, esa estructura no es una condena. Hace un siglo nadie hubiera apostado a que un país corrupto y pobre como Suecia se convertiría en uno de los más prósperos del mundo. Pero una élite amenazada por rebeliones internas y peligros externos cedió poder en beneficio de los ciudadanos. Las guerras mundiales fueron grandes igualadoras en Europa, al destruir riquezas y poner en situación de fuerza a soldados, trabajadores y, por primera vez, mujeres. Entonces avanzaron hacia el sufragio universal y el Estado de bienestar.

En su debida proporción, Chile enfrenta un hito similar hoy. Una oportunidad única para que, por primera vez en nuestra historia, las reglas del juego sean acordadas entre todos y no impuestas, como decía Guzmán, por una minoría. Y esa minoría –vaya sorpresa– intenta derribar el proceso convenciendo a los ciudadanos de que no son capaces de tomar esa responsabilidad en sus manos, por no ser lo suficientemente “virtuosos” (Portales) o “anglosajones” (Sutil).

No es más que una sutil estrategia para mantener la estructura de poder en su sitio.

Febrero de 2020

Capitalismo de herederos

Andrew Carnegie y Bill Gates son los arquetipos del capitalismo. Según la revista Money, están entre los diez hombres más ricos de la historia. Carnegie partió su carrera como telegrafista y formó el imperio económico más grande de la era industrial. Gates fundó Microsoft y fue durante dos décadas el mayor billonario del mundo.

Ambos coincidieron en su rechazo a las herencias. “Preferiría dejarle a mi hijo una maldición antes que el dólar todopoderoso”, escribió Carnegie en 1889. Más de un siglo después, Gates advirtió que “no les hacemos ningún favor a nuestros hijos dándoles una gran riqueza. Eso distorsiona cualquier cosa que podrían hacer al crear su propio camino”.

Furibundo anticomunista, Carnegie creía que eliminar las herencias legitimaba al capitalismo. Las ganancias, según escribió en su Evangelio de la riqueza, no son una fortuna que legar a la familia, sino “fideicomisos, que se deben administrar para producir los mayores beneficios a la comunidad”. Llevando la palabra a la práctica, donó en vida más del 90% de su fortuna (unos 65.000 millones de dólares de hoy) para construir universidades, bibliotecas y museos. Gates siguió sus pasos en la filantropía y creó “El compromiso de dar”, una campaña mundial en que los billonarios se comprometen a entregar al menos la mitad de su fortuna para fines benéficos. Doscientos cuatro magnates de veintidós países ya se han unido, incluyendo a Warren Buffet, Mark Zuckerberg y Elon Musk.

Ningún chileno. En verdad, los superricos criollos (y latinoamericanos, en general) parecen inmunes a esa lógica. Ven la riqueza como un asunto estrictamente familiar. Esta ideología, feudal antes que capitalista, hasta tiene su propia celebración anual, el Encuentro Empresarial Padres e Hijos (de madres e hijas, nada), en que magnates como Carlos Slim, Gustavo Cisneros, Andrónico Luksic y Horst Paulmann se reúnen junto a sus retoños. En 2016 la cumbre fue inaugurada en Santiago por la presidenta Bachelet. Por eso el académico del MITBen Ross Schneider nos define como un caso de “capitalismo familiar”, que “difícilmente puede ser defendido por los partidarios del libre mercado”.

Esta semana, diputadas del Frente Amplio y el Partido Comunista presentaron un proyecto de ley que establece un tope de 4.000 millones de pesos a las herencias para, según el comunicado de Revolución Democrática, “redistribuir la plata que se encuentra estancada en cuentas de privados”. El proyecto tendría sentido si este fuera el mundo de Rico Mc Pato, bañándose en su piscina de monedas de oro. A su muerte, bastaría con llevarse la bóveda para que no la heredara su flojo sobrino Donald. En el mundo real, el asunto es más difícil. ¿A la muerte de Paulmann, el fisco tomaría el control de Cencosud? ¿De fallecer Luksic, Canal 13 pasaría al Estado?

Pero a veces un mal proyecto detona un debate interesante. “Atenta contra la capacidad de ahorro y de inversión de muchos chilenos y chilenas, no necesariamente de los segmentos de altísimo patrimonio”, dijo Jorge Said. “Es una verdadera castración a las legítimas aspiraciones de la mayoría de las familias. Obviamente que solo afectará a la clase media”, agregó Nicolás Ibáñez. ¿Clase media? Los 4.000 millones de pesos desde los cuales regiría el impuesto equivalen a ahorrar, sin gastar un solo peso, 833 años del sueldo mediano en Chile. Para verse afectado, el trabajador medio chileno debería tener la longevidad de Matusalén (que vivió 969 años según la Biblia) y la frugalidad de Diógenes (que vivía en un barril).

Hoy, el impuesto a las herencias en Chile tiene un tope de 25%. En la práctica, un hijo que herede $ 1.000 millones debe tributar 16,2% de impuesto, menos de lo que paga en IVAcualquier trabajador chileno al comprar un kilo de pan o un litro de leche. ¿Qué sentido tiene eso en una sociedad que vende el principio de la meritocracia y la igualdad de oportunidades?

“Esto es el modelo comunista”, dice el empresario Eduardo Errázuriz sobre el proyecto. Pero los altos impuestos a la herencia no tienen nada que ver con el comunismo. En Estados Unidos, entre 1932 y 1980 el impuesto a las herencias más altas promedió un 80%. En el Reino Unido, 72%. Y en Japón, 63%. Hace algunos días, en la muy capitalista Corea el Sur murió el magnate Shin Kyuk-ho y sus hijos deberán pagar al fisco un impuesto del 50% por lo que reciban.

La riqueza heredada concentra el poder en unos pocos, fosiliza la competencia, vuelve una burla la promesa de meritocracia y es ineficiente, al poner los recursos en manos de los hijos de millonarios y no de los más talentosos. ¿Qué hacer? El economista Gonzalo Martner propone que un porcentaje de las empresas y los activos heredados pasen a un fondo público destinado a promover la igualdad de oportunidades y la diversificación económica. La economista Jeannette von Wolfersdorff propone un fondo similar, formado mediante un acuerdo de contribución voluntaria de las grandes fortunas chilenas para legitimar un “capitalismo más equitativo”, que entregue dividendos a los chilenos más vulnerables.

“El hombre que muere rico muere deshonrado”, fue el lema de Andrew Carnegie. ¿Alguno de nuestros capitalistas criollos se anima a ser medido con esa vara?

Febrero de 2020

¿Cinco minutos, dijo?

“Propongo que ningún parlamentario que vote ‘rechazo’ en abril pueda participar de la convención constitucional”, escribió el expresidente del Colegio de Arquitectos Sebastián Gray. “Si gana el apruebo a la constitución no queremos a ningún huelepeos de dictador cerca, ni siquiera queriendo participar. Del momento que rechazas el cambio quedaste fuera”, se sumó la comediante Natalia Valdebenito. Es el peor camino que puede tomar la campaña por una nueva Constitución: el de la superioridad moral y la exclusión del otro.

Así ocurrió en los plebiscitos del acuerdo de paz de Colombia y del Brexit, en que los partidarios de una opción fueron estigmatizados como ignorantes o demagogos: una fórmula perfecta para empujarlos a votar contra ese discurso que los excluye. Mucho más inteligente fue la estrategia del No en 1988. En vez de denunciar a los partidarios de Pinochet, invitó a todos a construir un futuro mejor. Esa campaña no necesitaba crear una mayoría en torno a la oposición a la dictadura: ya existía hacía años. Lo que debía hacer era despejar temores y generar sentimientos positivos para que esa mayoría se expresara en las urnas el 5 de octubre.

Hoy pasa algo similar. Hace largos años que existe una amplia mayoría a favor de una nueva Constitución. El rol, modesto pero crucial, de la campaña del Apruebo es movilizarla desde la esperanza. Y el argumento para ello debería ser político, no moral.

Por el Rechazo surgen dos razones. Una es que la Constitución es tan relevante que tocarla nos expone al caos de un modelo chavista. La otra es que la Constitución es tan irrelevante que todas las reformas importantes pueden hacerse sin cambiarla. Como es evidente, ambas ideas son contradictorias entre sí.

El primer argumento lo expone la Fundación Jaime Guzmán: “El ánimo de refundación de una nación no suele traer buenas consecuencias institucionales ni materiales a las personas”. Deliciosa ironía, viniendo del organismo que defiende el legado del autor de la mayor refundación de la historia de Chile. Pero, afortunadamente, hoy no se propone repetir el experimento de Guzmán y usar la fuerza bruta de una dictadura para refundar un país. Si gana el Apruebo, la nueva Constitución será fruto de consensos en que ni la izquierda ni la derecha podrán imponer sus propios modelos.

El segundo argumento se presenta bajo el eslogan de la UDI “Hagámosla corta: cambiemos las leyes, no la Constitución”, y con un spot que recomienda tomar “el bus de la reforma”, que, a diferencia del largo proceso constitucional, “pasa cada cinco minutos”.

Tal como Fra-Fra prometía eliminar la UF en cinco minutos, ahora con esa misma celeridad se solucionarían los problemas pendientes. Llegar y llevar: las reformas que se han frenado por treinta años se harán mágicamente en cinco minutos. La promesa la levantan los mismos que han usado todo el surtido de candados que dejó Guzmán para obstaculizar los cambios: senadores designados, sistema binominal, altos cuórums en el Congreso y, cuando todos los anteriores fallan, el Tribunal Constitucional (TC).

El Rechazo sería un cheque en blanco a esos políticos confiando en que ahora sí harán esas reformas. ¿Y si no las hacen? Pasó la micro, no más. Quedaría en pie esta Constitución que, como confesó el mismo Jaime Guzmán, hace que “si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría”. ¿Quién es ese “uno mismo”? Fundamentalmente, el poder económico. Sigamos con las confesiones, ahora de la Comisión Ortúzar, cuando comenzó a diseñar la Constitución de 1980: “Será menester fortalecer el derecho de propiedad, base esencial de las libertades, ya que el control económico es el medio de ejercer el control político”.

Esa doctrina de control político por medio del poder económico tiene un ejemplo aún fresco en la ley que daba “dientes” al Sernac para defender a los consumidores, en respuesta al clamor ciudadano tras varios casos de abusos empresariales. Fue parte de un programa de gobierno votado por amplia mayoría, aprobada en la Cámara de Diputados y el Senado y, sin reclamaciones de ningún sector político, quedó lista para promulgarse.

Pero eso nunca ocurrió. Bastó que el grupo de interés afectado (la Cámara Nacional de Comercio) apelara al TC para que este bloqueara los puntos fundamentales de la ley. Todo el proceso democrático –elecciones populares, debate público y aprobación parlamentaria– se fue al tacho de la basura. Entonces, aun si creyéramos que por arte de magia el Congreso despachará todas las reformas bloqueadas por treinta años, no sería suficiente. Bastaría que cualquier grupo de presión (AFP, isapres, dueños de derechos de agua y usted siga contando) se opusiera para que el Tribunal Constitucional pudiera impedir cualquier cambio. Eso es “hacerla corta”.

Si, en cambio, la “hacemos larga”, constituyentes elegidos por la gente (sí, también por los que hayan votado Rechazo) se pondrán de acuerdo en las reglas básicas del pacto social. Y mientras lo hagan, en paralelo podemos ir cumpliendo las promesas y aprobando (en cinco minutos era, ¿no?) todas las reformas que no estén bloqueadas por el cerrojo constitucional.

Ni vetos, ni venganzas, ni altares morales. Lo que debe ofrecer el Apruebo para ganar es el mismo sentido común, constructivo y esperanzador, que movilizó a los chilenos a decirle No a Pinochet ese 5 de octubre de 1988.

Febrero de 2020

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