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Primera parte Teoría

Capítulo 1 La idea de sociología filosófica

La crisis de confianza de los últimos años en muchas de nuestras instituciones sociales más importantes plantea preguntas complejas para la sociología. La prensa, la policía, el parlamento, la iglesia católica, los bancos y las agencias calificadores de riesgo son todas instituciones funcionalmente específicas y, debido a ello, se les encomienda tanto la protección como la promoción de valores que son integrales a su contribución social: información independiente y confiable, protección civil, representación y toma de decisiones, orientación moral, salvaguarda de nuestros bienes privados. En la mayoría de los casos, los procedimientos que debieron haber prevenido sus comportamientos institucionales deficientes estaban bien instalados y eran bien conocidos por los individuos en posiciones de responsabilidad. A ciudadanos y científicos sociales nos preocupa por igual comprender por qué los valores que la sociedad esperaba razonablemente que fueran protegidos estaban, por el contrario, siendo conscientemente erosionados por sus propios guardianes.

Para la sociología, es inesperado que no estemos aquí frente a ejemplos de anomia, diferenciación funcional o jaulas de hierro. En mi opinión, nuestro desafío es doble. Primero, un aspecto subyacente pero común a todas estas crisis se refiere a la ubicación problemática de lo normativo en la vida social. Ellas demuestran que, a pesar de su fragilidad, lo normativo no es mera divagación idealista sobre ideas desconectadas de la realidad, puesto que el rendimiento funcional de estas instituciones se vio erosionado por el abandono de sus deberes normativos para con el resto de la sociedad. Lo normativo no es el ámbito central de la vida social –posiblemente nunca lo fue– pero tampoco es posible conceptualizar lo social adecuadamente sin él. De seguro la sociología no es responsable de lo que sucedió en estas crisis, incluso si su moralismo y politización acrítica resultan altamente frustrantes en ocasiones. Con todo, aún necesitamos explorar si la sociología pudo haber contribuido, inconscientemente al menos, en estas crisis a través de sus descripciones del mundo social en que las ideas normativas no juegan rol alguno. Su representación convencional de lo social ha sido vaciada de toda orientación normativa y tanto la atrofia como la hipertrofia de lo normativo son igualmente nocivas. La segunda pregunta también remite a la infraestructura filosófica del pensamiento sociológico; en este caso, cómo pueden nuestras explicaciones conectar defectos institucionales con las acciones y prácticas de individuos particulares: editores de medios, miembros del parlamento, oficiales de la policía, sacerdotes y traders, para quienes las tentaciones simplemente eran demasiado grandes como para ser resistidas. De seguro esto está relacionado con el debate entre estructura y agencia en la sociología. Pero quisiera sostener que nuestra habilidad para explicar las relaciones entre acciones individuales y defectos institucionales aún debe ser rastreada en las concepciones implícitas de naturaleza humana que tienen lugar al interior de las explicaciones sociológicas. Estas dos preguntas, los valores y la naturaleza humana, o más bien, las fuentes de lo normativo en la vida social y un principio de humanidad son, como argumento en lo que sigue, centrales a la idea de sociología filosófica que me propongo desarrollar.

Desde luego, el estatus de nuestra humanidad compartida ha sido un tema central del debate en la tradición occidental de pensamiento social y político. Aun si miramos sólo al siglo veinte, la Segunda Guerra Mundial marca un punto de quiebre convencional: por un lado, la afirmación de que solo hay hipocresía en la invocación de la idea de humanidad como una noción moral más elevada, como resulta evidente en Carl Schmitt (2007), Martin Heidegger (2006) y, a pesar de todas sus diferencias políticas, también en Jean-François Lyotard (1991); por el otro, el reconocimiento que apela a ideas de humanidad –en Karl Jaspers (2000) y Hannah Arendt (1998a)– falló dramáticamente en su intento de prevenir crímenes de guerra. No obstante, ella se mantiene como un recurso fundamental de nuestro imaginario normativo. Debates más recientes al interior de la sociología muestran también un interés en el estatus de la idea de humanidad, cuyo foco ahora está en cómo las (bio)tecnologías están transformando la composición de nuestra especie tanto en teoría como en la práctica (Fuller 2011; Latour 1993; Rose 2013). De hecho, preguntas similares han sido planteadas también en debates motivados metodológicamente (Adkins y Lury 2009; Back 2012; Back y Puwar 2012). Comparto con estas discusiones la preocupación respecto de que necesitamos más y mejor sociología, así como su visión de que esto requiere una discusión explícita de las implicaciones ontológicas y políticas del trabajo científico. Pero me parece más problemático su apoyo algo apresurado a puntos de vista post-sociales e incluso post-humanos. Más bien, quisiera sugerir que no nos encontramos en posición de hacer tales afirmaciones porque, entre otras cosas, no entendemos del todo el papel que las nociones de naturaleza y de naturaleza humana han jugado de hecho en la historia y teorías de la sociología. A su vez, esta exploración puede ayudarnos a dar cuenta de las dificultades de la sociología para entender lo normativo.

La idea de sociología filosófica que este libro despliega busca dilucidar las relaciones entre nociones implícitas de naturaleza humana y conceptualizaciones explícitas de la vida social, a la vez que plantea que emerge una vocación normativa en la sociología a partir de los presupuestos implícitos al interior de la teorización sociológica respecto de nuestra humanidad compartida. La sociología filosófica reflexiona sobre la infatigable centralidad de lo normativo en la vida social y busca observarla, al mismo tiempo, tanto sociológica como filosóficamente: las preguntas que importan a los sociólogos son siempre, en última instancia, también preguntas filosóficas. A continuación, introduzco brevemente los principios centrales de la idea de la sociología filosófica por medio de tres proposiciones interrelacionadas.

1. Las relaciones entre la sociología y la filosofía. La idea de sociología filosófica se ha venido conformando a partir de una serie de intervenciones durante los últimos cien años. Se toma en serio la historia de las ideas y plantea que los intentos de auto-aclaración histórica son esenciales en el trabajo conceptual (Gouldner 1965; McCarthy 2003). En todo caso, este no es solo un ejercicio de precedencia histórica porque, para ser verdaderamente sociológicas, estas reconstrucciones requieren de justificación en relación con problemas contemporáneos. Una consecuencia adicional de este planteamiento es que las demandas por novedad no son ni activamente buscadas ni automáticamente aceptadas como criterio de éxito explicativo; la obsesión actual con la novedad, con la innovación o con cambios épocales radicales, me parece, puede haber erosionado nuestra habilidad efectiva para comprender las transformaciones sociales contemporáneas (Chernilo 2010, 133-153).

2. Un principio de humanidad. En tanto se concentra en explicar la vida social como un dominio autónomo y emergente, las ideas de naturaleza humana han permanecido exploradas insuficientemente en la sociología. La naturaleza humana es tratada como un residuo metafísico que debe definitivamente dejarse de lado. Aún así, estos presupuestos sobre la naturaleza humana se mantienen ampliamente presentes en la sociología contemporánea tanto conceptualmente como, incluso, en sus materiales docentes (Leahy 2012). Pero no todas las concepciones de naturaleza humana son igualmente adecuadas para los propósitos del trabajo sociológico, por lo que mi propuesta es que el principio de humanidad de la sociología debe ser inequívocamente universalista en su orientación. Más abajo contrastaré ideas sustantivas y teleológicas de la naturaleza humana, que tienden a ser reduccionistas, con un principio de humanidad contrafactual más abstracto, que opera como un ideal regulativo central en la sociología.

3. La doble fuente, social y pre-social, de lo normativo en la vida social. Las perennes preocupaciones normativas de la sociología son un resultado directo de su principio de humanidad; volvemos constantemente sobre las consecuencias de la acción en los seres humanos, sobre el impacto de las instituciones sociales en los desarrollos futuros de la vida humana. A fin de comprender lo normativo, necesitamos conceptualizarlo tanto sociológica como filosóficamente: lo normativo está hecho por el hombre y es socio-históricamente cambiable; de allí su cualidad estrictamente inmanente, pero también es pre-social, y por lo tanto cuasi-trascendental, ya que un principio de humanidad que se mantiene en gran medida intocable por las fuerzas sociales es condición de la posibilidad de conceptualización de la vida social.

El resto del capítulo está estructurado de la siguiente forma. Parto con la delimitación histórica de la idea de sociología filosófica (I), para después dilucidar los principales usos y abusos de las ideas universalistas en las ciencias sociales (II) e intentar aplicar la sociología filosófica a algunos debates recientes sobre derechos humanos (III). Cierro con unas breves conclusiones (IV).

I.

La idea de sociología filosófica que se despliega en este trabajo busca delimitar de mejor forma una rica historia de interconexiones entre la sociología y la filosofía durante los últimos 200 años. Como lo hace desde el punto de vista de la sociología, podemos distinguir tres estrategias para observar sus interrelaciones. Primero, una vía positivista entiende la tradición filosófica como la herencia pre-científica de la sociología, mientras que su futuro pertenece al trabajo empírico y estrictamente científico. Dentro del canon clásico, esta actitud es mejor representada por Emile Durkheim, quien dedicó mucho trabajo a la especulación filosófica y planteó que una separación estricta entre sociología y filosofía era en sí misma una proposición filosófica que, en última instancia, resultaba imposible (Durkheim 1960, 1982). Pero el rasgo característico de este punto de vista es que, aunque importante, el trabajo con fuentes filosóficas no es una tarea sociológica en sentido estricto (Luhmann 1994; Merton 1964).

Una segunda corriente queda constituida por intentos explícitos de auto-clarificación epistemológica. Aquí, el foco está en dilucidar la lógica de los argumentos científicos de la sociología en un argumento que podemos retrotraer a los debates metodológicos de Max Weber (1949). Debates como idealismo vs. materialismo, individualismo vs. colectivismo, o realismo vs. constructivismo, todos pertenecen a esta corriente, y también podríamos incluir aquí la meta-teoría sociológica así como descripciones más historicistas de la historia de la sociología, escritas a fin de iluminar sus compromisos cognitivos más amplios (Benton 1977; Levine 1995; Ritzer 1988). La tercera aproximación es cercana a la filosofía social y utiliza la tradición filosófica para clarificar las motivaciones normativas de la sociología (Ginsberg 1968; Hughes 1974). La influencia de Karl Marx (1975) sobre el desarrollo futuro de la sociología es posiblemente paradigmática de este tipo de vinculación, en tanto la teoría crítica posterior entiende que la reconfiguración de las preguntas normativas es la contribución clave de la filosofía a la sociología científica (Adorno 2000; Habermas 1987; Marcuse 1973). Pero este movimiento más normativo no lo encontramos solo en la tradición crítica, sino que está también disponible para posiciones «nostálgicas» o conservadoras (Nisbet 1967; MacIntyre 2007). Es posible que estas tres aproximaciones a las relaciones entre filosofía y sociología no agoten todas las opciones disponibles, pero sí capturan las actitudes más representativas. La sociología filosófica toma elementos de las tres posiciones: contribuye al proyecto científico de la sociología al mantener las demandas normativas y cognitivas separadas pero en constante interacción (versiones 1 y 2), así como contribuye también a la infraestructura filosófica de la sociología porque la propia investigación sociológica es siempre susceptible de un escrutinio normativo posterior (versión 3).

El uso que hago aquí de la idea de sociología filosófica tiene poco que ver con la aplicación del análisis de redes a la historia intelectual, como en la Sociología de las Filosofías de Randall Collins (2002). Más bien, se inspira en la idea general de la antropología filosófica. Ella puede ser definida como una interrogación sistemática sobre conceptos generales de humanidad en su relación con nuestros rasgos antropológicos fundamentales (Hacker 2010)3. Sin embargo, la sociología filosófica es distinta de la antropología filosófica en tanto busca desentrañar las relaciones entre concepciones implícitas de naturaleza humana y concepciones sociológicas explícitas del orden social, para así reflexionar sobre el problema de lo normativo en la vida social. Es un tipo de sociología filosóficamente informada más que una aproximación estrictamente normativa o una reflexión sobre los condicionamientos sociales de la reflexión filosófica4.

La idea de sociología filosófica alcanzó una modesta notoriedad en la sociología alemana a inicios del siglo XX. En el contexto de una disciplina que intelectual e institucionalmente aún estaba en desarrollo, la sociología filosófica no tuvo nunca la intención de reemplazar la investigación social empíricamente orientada. Más bien, estaba pensada para clarificar los supuestos que eran constitutivos, aunque no directamente centrales, al establecimiento científico de la propia sociología. En su exposición durante la Primera Conferencia de Sociología en Alemania en 1910, Ferdinand Tönnies definió la sociología filosófica como una indagación sobre la organización lógica de los conceptos sociológicos, tanto dentro de la propia sociología como en sus relaciones con otros campos científicos. Más aún, dadas sus raíces históricas en la filosofía, la sociología moderna era vista como una respuesta a preocupaciones normativas en la sociedad contemporánea, por lo que debería mantenerse fundamentalmente conectada a preguntas sobre «conducta ética y la vida buena» (Tönnies 2005, 57). Plantea que la sociología debe asirse a la invitación del Oráculo de Delfos, conócete a ti mismo: la sociología debe convertirse en «el intento imparcial por hacer justicia a esta proposición» (Tönnies 2005, 72). En este sentido, la referencia temprana a la sociología filosófica en Tönnies es en parte epistemológica y en parte normativa: se pregunta cómo se usa el conocimiento sociológico a la vez que sostiene que la contribución normativa esencial de la sociología a la sociedad radica en la orientación reflexiva de conocerse a uno mismo5.

También Georg Simmel (1909) tomó la idea de una sociología filosófica como parte de su bien conocida interrogación kantiana sobre los supuestos «trascendentales» que hacen posible la sociedad. Simmel sugirió además que hay una dimensión metafísica en la sociología filosófica: para poder avanzar como ciencia, la sociología debe estar preparada para superar las restricciones que emergen del ritmo más lento con el que de hecho evolucionan todas las ramas de la ciencia. Para que la sociología se pueda hacer verdaderamente significativa en debates públicos de mayor alcance, necesita moverse no sólo más rápido sino que de modo más radical que la ciencia. Es solo gracias a este trabajo de anticipación filosófica, plantea Simmel, que dotamos de significado cultural a los fenómenos sociales que estudia la sociología. Las preguntas sociológicas más apremiantes son precisamente aquellas para las que respuestas exclusivamente científicas resultan a todas luces insuficientes:

¿Es la sociedad el propósito de la existencia humana o es un medio para el individuo? ¿Yace el valor último del desarrollo social en el despliegue de la personalidad o de la asociación? ¿Son el sentido y el propósito inherentes al todo en los fenómenos sociales o exclusivamente en los individuos? (Simmel 1950, 25)6.

Simmel y Tönnies comparten motivos epistemológicos y normativos para el proyecto de una sociología filosófica, pero no buscan ni socavar la sociología científica ni hacer de la sociología una suerte de superación dialéctica de la filosofía.

Es posible argumentar que la intervención de mayor importancia en esta delimitación temprana de la sociología filosófica proviene de la obra de Karl Löwith, sobre todo de su texto Max Weber y Karl Marx (2003). Publicado por primera vez en 1932, el libro plantea que ambos autores lograron reunir con éxito los dos géneros intelectuales en los que él estaba interesado: la filosofía, antigua y venerable, y la radical y novedosa ciencia social. En términos empíricos, Weber y Marx estaban interesados por igual en el capitalismo y ofrecieron interpretaciones radicalmente distintas de su emergencia y funcionamiento. Pero hay otra dimensión en sus escritos, la que para Löwith resulta más significativa y en la que sus elementos comunes se hacen visibles: el corazón «de sus investigaciones es uno y el mismo […] qué hace ‘humano’ al hombre dentro del mundo capitalista» (Löwith 2003, 42-43). De seguro, esta indagación filosófica no era el objetivo explícito de ninguno de los dos autores, pero ahí se encuentra sin duda «su motivo original» (Löwith 2003, 43). Weber y Marx ofrecen un nuevo tipo de trabajo intelectual que está, simultáneamente, informado empíricamente y orientado normativamente, y esto es justamente lo que los hace «sociólogos filosóficos» (Löwith 2003, 48). Es justamente mediante la combinación de enfoques científicos y filosóficos que ellos abordaron preguntas intelectuales fundamentales: la interrelación de factores materiales e ideales en la vida humana, la condición inmanente y trascendental del tiempo histórico, las relaciones entre la acción social y el destino humano, la desconexión entre las preocupaciones existenciales que todos compartimos como seres humanos y nuestros contextos sociohistóricos particulares. De este modo, la sociología se vuelve un programa en el cual su desafío científico fundamental, comprender el capitalismo moderno, solo es posible sobre la base de una búsqueda filosófica de un principio de humanidad que es fundamentalmente normativo7.

II.

El interés de Löwith en este vínculo entre teorías generales de la sociedad moderna e ideas filosóficas de la humanidad y naturaleza humana no es del todo excepcional8. De hecho, uno de los primeros motivos de la sociología fue la crítica del «pensamiento metafísico» anterior, y las referencias a lo humano en singular eran precisamente el tipo de carga metafísica que la sociología estaba destinada a dejar atrás. En esas discusiones tempranas, las ideas de humanidad y de naturaleza humana parecían socavar el argumento fuerte de la sociología sobre la autonomía de las relaciones sociales como un campo legítimo de investigación autónomo y estrictamente científico (Chernilo 2013; Manent 1998). No existe una solución definitiva a estos desafíos porque, a la vez que un principio de humanidad universalista es condición de posibilidad de las explicaciones sociológicas –sólo los seres humanos son capaces de crear y recrear la sociedad en todas las épocas y lugares y todos los seres humanos tienen este potencial–, el estatus de esta humanidad compartida continúa siendo problemático tanto filosófica como normativamente9.

Los ensayos de Ralf Dahrendorf en Homo Sociologicus y La Sociología y la Naturaleza Humana, publicados por primera vez en 1957 y 1962, respectivamente, marcan un punto de inflexión en esta reconstrucción (Dahrendorf 1973). El término sociología filosófica no tiene figuración central en sus textos, pero los trabajos se enfocan explícitamente en el problema de la naturaleza humana en la sociología. Para Dahrendorf, el homo sociologicus es la contribución clave de la sociología americana para el establecimiento de una disciplina verdaderamente científica –similar, de hecho, a lo que el homo oeconomicus ya había logrado en la economía–. El comportamiento de roles, estable y predecible, es la representación de la sociología de aquel aspecto específico de la vida humana que constituye su particular objeto de estudio: «El homo sociologicus se encuentra en el punto donde el individuo y la sociedad se intersectan […] Para el sociólogo, el individuo es sus roles sociales» (Dahrendorf 1973, 6–7, mis cursivas). Plantea que al conceptualizar explícitamente el homo sociologicus, la sociología se aleja de las reflexiones metafísicas y separa totalmente sus preocupaciones descriptivas y normativas: la intención explícita del homo sociologicus es no dar cuenta de ideas definitivas o sustantivas de naturaleza humana.

Por el contrario, al concentrarse solo en el comportamiento que resulta empíricamente observable, la sociología renueva su vocación científica en términos de «poderosas teorías explicativas de la acción social». A su vez, esto le permite a la sociología dejar atrás el proyecto utópico de «describir con precisión y de modo realista la naturaleza del hombre» (Dahrendorf 1973, 76). Pero aquello que se gana en precisión científica y poder predictivo, Dahrendorf cree que la sociología lo pierde en términos de su capacidad de observación normativa. La descripción de la sociedad moderna de su tiempo debía incluir la exploración de problemas tales como el conformismo, la adaptación pasiva a la producción de masas y el riesgo del totalitarismo, todos los cuales apuntan al problema normativo de la alienación, de manera que el homo sociologicus simplemente no puede comprender: «la sociología ha pagado la exactitud de sus proposiciones con la humanidad de sus intenciones y se ha convertido en una ciencia totalmente inhumana, amoral» (Dahrendorf 1973, 59). La dificultad que Dahrendorf reconoce, pero que en última instancia no es capaz de resolver, es que el homo sociologicus nos permite explorar el conformismo como un aspecto clave de la vida social solo si, simultáneamente, impedimos a la sociología explorar la habilidad de esos mismos seres humanos para resistir y superar el conformismo: el éxito explicativo se paga al precio de la impotencia normativa.

En vez de derrotismo o pesimismo, la consecuencia que me gustaría extraer de esto es que no todas las concepciones de humanidad o de naturaleza humana son igualmente adecuadas para el propósito de un programa sociológico fuerte. De hecho, observamos al menos tres modos generales en que las concepciones de lo humano han operado en la sociología durante su historia. Las llamo el modo sustantivo, el teleológico y el contrafactual.

Modo sustantivo. Un primer grupo de ideas de naturaleza humana que se encuentra en la sociología se deriva de forma más bien directa de la filosofía. Estas son concepciones que primero se desarrollaron en la filosofía occidental y luego permearon en las ciencias sociales modernas de forma más o menos explícita (Trigg 1999). No puedo analizar aquí en detalle combinaciones precisas entre ideas de la naturaleza humana y conceptulizaciones de las relaciones sociales, pero algunas conexiones son fácilmente rastreables y son ilustrativas de mi argumento:

 En el marxismo, la idea de reproducción material de la vida humana, así como los cambios respecto de cómo el trabajo humano se actualiza históricamente, conducen a la emergencia de distintos modos de producción y a cambios en las condiciones de explotación del hombre por el hombre.

 En el psicoanálisis, los impulsos sexuales que conforman nuestras estructuras profundas de personalidad dan cuenta del establecimiento de tabús morales y regulaciones institucionales que constituyen los cimientos del orden social.

 En el utilitarismo, se toma como base nuestra disposición orgánica a buscar placer y evitar el displacer, lo que conlleva cálculos de maximización para el establecimiento de todo tipo de instituciones sociales.

 En las teorías del poder, nuestra subjetividad es el resultado de disputas y formas de dominación a un grado tal que todas las formas de interacción social son axiomáticamente definidas como conflictivas.

 En las teorías del lenguaje, la comunicación humana es el atributo fundamental de nuestra especie, de modo que las instituciones sociales deben ser comprendidas y han de ser evaluadas sobre la base de cómo ellas impiden o promueven formas más libres de comunicación humana.

Todas estas concepciones de naturaleza humana ofrecen un cierto tipo de orientación universalista: los seres humanos están igualmente dotados de ese atributo clave a través del cual la vida social se crea y recrea. Sin embargo, más problemática resulta su conflación entre lo social y lo humano: el poder, el trabajo o el lenguaje se vuelven tanto la dimensión clave de nuestra humanidad común como el principio general de la propia vida social. También está el riesgo de que ideas sustantivas sobre la naturaleza humana se vuelvan descripciones reduccionistas de la vida social de modo tal que, más que con un principio de humanidad abstracto, terminemos con una descripción monista y autoritaria de una única forma aparentemente adecuada de actualizar la naturaleza humana.

Modo teleológico. La historia del pensamiento sociológico muestra la recurrencia de aproximaciones evolucionistas, modernizantes, historicistas y dialécticas en las que la teleología juega un rol central (Nisbet 2009). Aquí, las ideas de naturaleza humana son definidas menos en términos de un rasgo universal único y más en relación con el despliegue histórico de ciertas tendencias que conducirán al desarrollo total de nuestras propiedades humanas, así como al establecimiento de un orden social inequívocamente progresista. Los argumento teleológicos pueden haber perdido gran parte de su viejo atractivo, pero una de sus contribuciones centrales, que aún se mantiene, es el hecho de que permiten destacar la tensión entre el aspecto «trascendental» de todas las ideas de historia –es decir, se presupone que la historia tiene un cierto orden– y la «inmanencia», o contingencia, que es propia de toda trayectoria socio-histórica: todas las concepciones sociológicas del cambio histórico tienen que ser capaces de acomodar ambos planos (Blumenberg 1983; Koselleck 2007; Löwith 1964). El universalismo reduccionista que estaba aún disponible para las ideas sustantivas de la naturaleza humana queda ahora erosionado, debido a que categorías completas de seres humanos –judíos, esclavos, negros, mujeres, niños– han sido puestos fuera de la familia humana porque fueron considerados «incapaces» de florecer o «de mantenerse» al día con la velocidad de los desarrollos históricos (Edelstein 2009; Fine and Spencer 2017).

Modo contrafactual. Una tercera posibilidad, y aquella que la sociología filosófica prefiere, es concebir la idea de humanidad como el contrafactual más importante de la sociología. En tanto ideas regulativas, los contrafactuales suponen cierta referencia sustantiva, pero un rasgo central es que en vez de ser «meros constructos», las ideas contrafactuales son «operativamente efectivas» (Habermas 2003c, 107–8)10. Me permito a continuación discutir brevemente dos casos en los que se encuentra en acción un principio sociológico de humanidad de este tipo.

En su tardío Teoría de la Acción y la Condición Humana, Talcott Parsons reflexiona explícitamente sobre el problema de nuestra humanidad compartida. Parsons aplica ahí su bien conocido paradigma de las cuatro funciones –el AGIL– que ya había probado para la conceptualización de los otros niveles de la realidad (natural, personal, social y cultural). Su objetivo es ahora utilizarlo para la comprensión de nuestros atributos humanos fundamentales, los rasgos distintivos que nos hacen la especie que somos. En otras palabras, el AGIL debe ahora operar también desde un «punto de vista antropocéntrico» que sea capaz de incluir el punto de vista genérico de la especie humana como un todo, así como también «la perspectiva del individuo humano concreto» (Parsons 1978, 361, 391). Este principio de humanidad diferencia explícitamente entre aspectos sociales y humanos en la medida que se enfoca en aquellos «presupuestos del orden social al nivel humano» (Parsons 1978, 371). Más significativo aun es que, además de conceptualizar las conexiones entre las relaciones sociales y los atributos humanos, la definición de Parsons evita el reduccionismo gracias a la naturaleza multi-nivel del esquema AGIL. El lenguaje resulta central para la función integrativa (I), y un sentido de «trascendencia», una preocupación por el sentido de la vida, es clave para la función de latencia (L). Pero, por supuesto, los humanos no somos seres puramente ideales, de modo que su conceptualización de la condición humana posee también un locus externo: el sistema orgánico de nuestra personalidad, que es central para la función del logro de objetivos (G), y la constitución físico-química con la que los humanos se adaptan al entorno natural (A). Esta aproximación multidimensional al principio de humanidad es una observación que debemos retener, porque, por un lado, despliega los supuestos universalistas sobre nuestra humanidad común como seres tanto materiales como ideales y, por el otro lado, conecta nuestras comprensiones de lo humano y lo social sin elidirlas. De hecho, la dimensión télica (L) explica la habilidad humana fundamental de pensarnos y representarnos a nosotros mismos al imaginar un estado de cosas distinto; es capaz de capturar la capacidad específicamente humana de suspender temporalmente el punto de vista auto-centrado que caracteriza todas las formas de vida y con cuya ayuda recurrimos también a aquellas justificaciones que no descansan en el punto de vista egocéntrico.

1 250,47 ₽
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9789560014825
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