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Capítulo 7

Sentadas ya en el coche, Leire y Martina se quedan un momento pensativas, sin ser conscientes de que siguen aparcadas delante de un vado permanente y pueden entorpecer el paso de la calle Abtao. De repente, la subinspectora saca un libro del interior de su cazadora y se queda mirándolo. Leire se sorprende y, sospechando de dónde lo ha extraído, se ve obligada a preguntar:

—¿Y ese libro?

Martina, en vez de responder a su jefa, se limita a dárselo para que lo vea. Leire lo coge pero, sin apartar su mirada de su compañera, le sigue preguntando:

—¿Lo has cogido de la vivienda de Gabriel?

Ella asiente en silencio.

—Sabes que ni siquiera deberíamos haber entrado ahí, ¿no?

Por toda respuesta Martina le señala el libro para que centre su atención en él. Leire lo observa entonces: es un libro fino, de unas ciento cincuenta páginas y titulado Por fin una historia. La portada, poco atractiva para conseguir que un lector se fije en ella, es la foto de unas manos escribiendo al ordenador, y nada más, pero lo que por fin llama la atención de Leire es el nombre del autor: Juan Gabicacogeaskoa.

—¿Este no es el nombre del vecino de Gabriel Coscullela?

Martina asiente una vez más.

—¿Y? —pregunta Leire, algo enfadada por la actitud de su subordinada.

La subinspectora la mira abriendo mucho los ojos, como queriendo que su jefa piense lo mismo que le ha llevado a ella a coger el libro y sacarlo de la casa, pero el gesto serio de Leire le demuestra que no están en la misma onda. Por fin, se resigna a darle una explicación.

—Efectivamente, es el vecino de Gabriel a quien ha hecho referencia el portero, pero no es solo eso lo que me ha llevado a cogerlo. ¿No has visto dónde estaba?

Leire niega con la cabeza mientras trata de recordar todo lo que ha revisado en la vivienda.

—En la mesilla de noche —insiste Martina.

La inspectora sabe que su compañera quiere que ella entienda algo, pero por más que se esfuerza no lo consigue.

—Todos los libros de la casa estaban perfectamente colocados en la estantería del salón —explica Martina—, ordenados como pocas veces he visto una librería personal… Todos menos este, que estaba en la mesilla de noche, al lado de la cama.

—¿Y esa es razón para que lo hayas cogido?

—Pero, Leire, ¿quién se deja un libro ahí cuando hemos comprobado que sabía que se iba a ir de viaje?, ¿y, además, uno que se ve tan usado como este? Es llamativo lo manoseado que está, como si se hubiera leído muchas veces; lo cual, por cierto, contrasta también con el estado impoluto de los demás libros que hemos visto. Y el autor es el único vecino, o persona, con quien nos dice el portero que tenía relación el muerto —explica atropelladamente Martina.

Leire vuelve a centrar su atención en el libro que todavía tiene en sus manos. Al hojear las páginas interiores comprueba que están llenas de anotaciones y marcas de lectura.

—Desde luego le gustaba, eso está claro —concede.

—Verás, Leire —se justifica Martina—, tengo una corazonada con este libro, por eso me lo he llevado sabiendo que no lo debía hacer y que quizá no entenderías mi decisión. Espero no haberte molestado demasiado. Estamos empezando a trabajar juntas y no quisiera estropear el equipo antes de que madure. Te prometo que no volveré a hacer algo así sin preguntarte, pero dame un voto de confianza; al inicio de una investigación nunca se sabe lo que va a ser útil.

Leire agradece las palabras de su compañera, y así se lo hace saber con la mirada. Ella misma ha sufrido muchas veces las imposiciones de sus superiores cuando se le hacían injustas y sabe que, aunque la puede obligar a que le rinda cuentas siempre que quiera hacer algo, eso sería coartar su iniciativa y su aportación personal a la resolución del caso. Va a decirle que no se preocupe, cuando las sobresalta un pitido agudo originado al lado de la ventana derecha del BMW: un coche tiene entrar al garaje que ellas bloquean, y su espera está provocando un atasco en el que el resto de los conductores, animados por el primer toque de claxon, empiezan también a protestar.

Martina asoma una mano por la ventanilla para disculparse, arranca el coche y lo saca de su estacionamiento con una sonrisa en la cara. Cuando ya han dejado pasar al vehículo y puede volver a parar un poco más adelante, en otro vado permanente, le pregunta a su jefa:

—¿Y ahora?

Leire duda. Ya es tarde para volver a la comisaría, por lo que decide terminar la jornada y dejar a Martina que descanse.

—Por hoy creo que hemos terminado. Nos vamos a casa. Eso sí, ¡tú tienes que leerte el libro este sin falta esta noche!

Martina vuelve a sonreír. Arranca nuevamente el coche y, sin preguntar nada, dice:

—Que hemos terminado de trabajar por hoy, perfecto, pero… ¿irnos a casa? De eso nada, Leire. Tenemos que conocernos un poco más, tengo que compensarte mi metedura de pata y conseguir que de verdad no me la tengas en cuenta, así que te llevo a tomar algo. ¡Yo invito!… Y no te preocupes —añade señalando el libro que todavía tiene la inspectora en sus manos—, que me lo leo y te digo algo mañana mismo.

Leire no se ve con ganas de contradecir a su compañera. Por un lado, le da cierto reparo alternar con ella, al fin y al cabo es su subordinada pero, por otro lado, es verdad que le va a venir muy bien salir un poco y conocer a gente de la capital. Desde que está en Madrid no ha tenido ocasión de compartir unas copas con nadie y echa de menos cierta vida social, así que no se opone y deja que Martina la lleve donde quiera.

Martina va conduciendo, Leire le pide que baje un poco el volumen de la radio y que no cante a voz en grito las canciones que se sabe —que son prácticamente todas—, para así poder hacer las llamadas correspondientes al resto de miembros de su equipo. Considera muy importante que se vean arropados, y algo controlados, en las tareas encomendadas. De esta manera también se pone al día de los avances que hayan ido consiguiendo, les da las últimas órdenes del día y aprovecha para convocar una reunión en la comisaría a primera hora de la mañana siguiente. Fruto de esas llamadas, recibe con alegría las palabras de Cid, quien le adelanta que ha estado siguiendo un rastro de Gabriel Coscullela gracias a los pagos efectuados con su tarjeta de crédito; también escucha, aunque con menos ilusión por lo escaso de la información, los pocos avances —por otra parte, lógicos— de Eli en Coslada; y, por último, se desespera un poco porque no consigue localizar al Abuelo en su teléfono móvil.

—Ese lo apaga en cuanto puede, ya te lo aviso —le dice Martina, quien, en vez de cantar, tararea las melodías de las canciones que emite la radio mientras sigue con atención las conversaciones de Leire con sus compañeros.

La inspectora termina sus gestiones telefónicas llamando nuevamente a Eli para pedirle que, antes de que se vaya a casa, solicite al juez de guardia una orden para entrar al domicilio que ellas acaban de abandonar y que lo organice todo para que con dicho permiso se desplace hasta allí un equipo de la científica; si es posible, el del inspector Vich. Por supuesto, no dice nada a la agente de lo del libro que sigue llevando en el regazo.

Guarda su teléfono móvil y mira por la ventanilla del coche, se sorprende al verse de nuevo en la Gran Vía, concretamente doblando por una de las bocacalles que desembocan en ella. Se fija más en el entorno y comprueba que están entrando al barrio de Chueca, famoso por ser epicentro del orgullo gay de la ciudad y fácilmente reconocible por la multitud de banderas y carteles arcoíris que adornan las fachadas de las casas y los escaparates de los comercios. Se gira con curiosidad hacia Martina. Esta, habiendo comprobado que su jefa ha terminado de trabajar, vuelve a subir el volumen de la radio y empieza a hacerle la competencia a David Bisbal y su «Ave María». Leire no le dice nada. Chueca es un barrio famoso no solo por su orientación sexual, sino también por su ambiente nocturno; además, hace tiempo que le apetecía conocerlo, pero no se había decidido a visitarlo sola por miedo a lo que pudieran pensar de ella. Martina percibe y parece divertirse con el estado de sorpresa de su jefa; aun así, decide comprobar la idoneidad de su decisión de ir allí.

—Espero que no te importe que vengamos por aquí, ¿no?

—Para nada. De hecho, quería venir hace tiempo, pero no había tenido la oportunidad.

Mientras accede con el BMW a un aparcamiento subterráneo, la subinspectora, animada, sigue hablando.

—¡Perfecto! Pues yo te lo enseño. Vivo aquí al lado. ¡Es un barrio chulísimo!, y tienes de todo: marcha, calma, cultura, progreso… ¡Yo estoy encantada!

Aparca el coche en una plaza de minusválidos de la primera planta del aparcamiento, lo que provoca que el vigilante del lugar se acerque visiblemente enojado a reprenderla; pero Martina, como si la cosa no fuera con ella, le hace un gesto a Leire pidiéndole calma y se baja sonriente del coche. En cuanto la reconoce, el vigilante cambia radicalmente de actitud y la saluda efusivamente:

—¡Policía! —dice con un marcado acento rumano—. No te conocía el coche. ¿Te han ascendido?

Martina responde jovial:

—¡Ojalá, Velkan, ya me gustaría a mí! Pero anda con cuidado con lo que dices, que hoy vengo con mi nueva jefa.

El tal Velkan observa curioso a Leire, que también se baja del coche —ella, no sabe bien por qué, intenta parecer agradable con el empleado del aparcamiento—, la estudia un instante, y acto seguido se da la vuelta y vuelve a su garita de control mientras va diciendo:

—Okey… Okey… Yo te vigilo el coche, como siempre. No te preocupes. ¡Y aviso a los camellos para que no pasen mierda esta noche!… Ja, ja, ja.

La subinspectora, ante la mirada de sorpresa de Leire, se ve obligada a explicarse:

—Un tipo muy majo, Leire, no malinterpretes sus palabras. Lo conozco desde hace tiempo. De hecho, lo detuve varias veces antes de, yo misma, conseguirle este trabajo, para que se alejara de sus problemas. Me está agradecido y por eso me deja aparcar en la plaza de minusválidos siempre que traigo un coche oficial. A veces, incluso me hace de confidente: cuando se entera de algo más serio de lo normal me lo larga enseguida, y yo se lo digo a los compañeros que patrullan la zona.

Leire la escucha y entiende, lo que le hace sentir cierta envidia. Ha escuchado muchas historias como esa, en las que otros policías mantienen cierta relación con pequeños delincuentes a los que acaban ayudando. Le encantaría tener la suya propia, pero sabe que para eso antes tiene que asentarse en la ciudad y darse a conocer.

Martina dirige la ruta, ya andando, hasta la calle de La Libertad, donde se paran delante de un pequeño bar llamado 80’s Music. El acceso no invita precisamente a entrar: es angosto y no tiene escaparate, lo que impide ver su interior. Ante la lógica reticencia de Leire a lo desconocido, Martina abre la puerta y le hace una seña para que acceda al local delante de ella. La inspectora no puede hacer más que obedecer a su subalterna y pasar al garito. Dentro encuentra un ambiente que la tranquiliza un poco respecto a la impresión que le había dado la imagen exterior del bar: es un local relativamente bien iluminado y decorado en su totalidad con imágenes de conjuntos musicales que reconoce como integrantes de bandas españolas de su época joven. En el interior hay pocos clientes, solo tres o cuatro parejas charlando en las mesas, ni se fijan en ellas. Lo único que molesta un poco a la inspectora es la música, quizá demasiado alta, en la que Leire reconoce —y no le extraña, después de pasar todo el día con Martina— a Jaime Urrutia cantando su «Camino a Soria».

—Bienvenida al Eighties —dice Martina a voz en grito.

La dirige hasta la barra, donde se sientan en sendos taburetes y, cuando se acerca el camarero, lo saluda y lo presenta efusivamente.

—Y este es Berto, ¡el mejor barman de Madrid! ¿Qué tal, guapo?

—¡Muy bien, bonita! —responde el aludido mientras les coloca delante dos posavasos con el logo del local—. ¿Con quién vienes hoy?

—Con mi jefa, así que tráenos lo mejor que tengas para cenar, que le debo una.

—Eso está hecho. ¿Cerveza? —pregunta mirando solo a Leire.

Ella asiente, algo cohibida, sintiéndose una intrusa ante tanta complicidad. El camarero las deja a solas, y Martina aprovecha la situación para explicarse ante su jefa.

—Vengo aquí a menudo, quizá demasiado, pero me sirve de desahogo en los días difíciles de trabajo. Berto es un fenómeno, es como mi psicólogo, ¡pero en vez de pagarle las sesiones, le pago las consumiciones! Ya verás cuando acabe sus tareas y se acerque a nosotras. Es muy divertido cuando tiene que serlo y sabe escuchar cuando percibe que lo necesitas. ¿Te gusta?

Leire asiente mientras observa el local con más detenimiento. Poco a poco va relajándose y entablando una conversación superflua con Martina, cosa que el ambiente —totalmente diferente del laboral— le ayuda a hacer y, por qué no, las tres o cuatro cervezas que progresivamente acompañan a las tapas que les va sirviendo Berto para cenar. Como Martina había pronosticado, más avanzada la noche el barman se sienta con ellas y consigue hacerles reír abiertamente con sus historias sobre los diferentes tipos de clientes que recibe en el bar cada jornada. Leire, desde que está en Madrid, es la primera vez que pasa una noche divertida y social, algo que añoraba desde sus veladas en la calle Laurel de Logroño. No puede evitar acordarse con cierta nostalgia de su antiguo novio, Asier, y de la compañía de su grupo de amigos; todo aquello terminó cuando rompió su relación sentimental y ella pidió el destino a la capital. Pero no se deja llevar por los recuerdos y se esfuerza por disfrutar del momento y de la buena compañía.

Ya son las dos y pico de la madrugada cuando Leire, consciente de lo tarde que es, le dice a Martina que se va a casa. La subinspectora paga la cuenta, como había prometido, y la acompaña al exterior del bar.

—Lo he pasado muy bien. Gracias, Martina.

—Ha sido un placer, Leire, pero se nos ha hecho algo tarde… ¡Ya verás mañana! —dice entre risas—. Te acompaño a coger un taxi, que no estoy para llevarte.

Pasean las dos hasta la Gran Vía y allí consiguen el taxi. Se despiden con dos besos y, mientras el coche se aleja, Leire observa como Martina se queda mirando su partida: una vez más, muy sonriente. Durante el trayecto hasta su casa, reflexiona sobre la suerte que parece haber tenido con la compañera que le han asignado, y también se plantea que debe manejar con cuidado esa relación que ha empezado tan bien, pero que tiene que respetar la jerarquía profesional durante el horario de trabajo.

Por fin, Leire llega a su casa donde su gato, Carmelo, la recibe frotándose enérgicamente contra sus pantalones, en vez de regañarla por haber estado tantas horas fuera del hogar. A ella solo le da tiempo a rellenarle el comedero, desvestirse y dejarse caer desnuda encima de la cama para quedarse enseguida profundamente dormida, sin pensar si quiera —como hace habitualmente— en todo lo que tiene que hacer al día siguiente.

Capítulo 8

El despertador vuelve a emitir su llamada a las seis en punto de la mañana. Leire lo apaga, dispuesta a dormir un poco más, pero Carmelo, que parece prever un nuevo día en solitario, se encarga de espabilarla frotándose esta vez contra su cabeza y emitiendo sus sonoros ronroneos. Al final, la inspectora, conocedora de su necesidad de hacer deporte si quiere aguantar con calma la jornada laboral, se levanta, se enfunda las mallas, escoge la camiseta conseguida en la última media maratón en la que participó, se pone las zapatillas menos gastadas de todas las que tiene y sale a correr por la Plaza de Oriente y por el Parque del Oeste. Una hora larga es lo mínimo que necesita a esas horas para arrancar a sudar y volver cansada. El tiempo destinado al ejercicio matinal le sirve para cumplir con lo que no pudo hacer al acostarse: ordenar sus ideas y planear cómo va a organizar el día.

A las ocho, Leire ya está en la comisaría. Cuando entra en la sala donde el día anterior citó a su equipo, mira distraída la solitaria foto de Gabriel Coscullela Ros que colocaron en la pizarra blanca. Lo observa ahí solo, sin nada más a su alrededor, con la esperanza de que en poco tiempo esa escasez de datos se vea transformada en un laberinto de imágenes, notas y documentos que la lleven a resolver con éxito la investigación.

A los pocos minutos entra en la sala Martina, con signos evidentes de sueño pero, igual que cuando se despidieron, muy sonriente. Las dos se saludan con formalidad. Leire no puede evitar sentir algo de timidez; tiene muy claro que en el horario de trabajo debe comportarse como su jefa, pero no quiere parecer maleducada después de las risas y las confidencias compartidas la noche anterior. La total naturalidad de Martina, quien actúa como si no hubieran salido juntas y se limita a saludar con un correcto «buenos días, inspectora», le ayuda a mantener las formas a pesar del acercamiento personal que han tenido. No les da tiempo a comentar nada más ya que, casi detrás de ella, poco a poco van llegando el resto del equipo y se van sentando alrededor de la mesa, cada uno con un café de la máquina del pasillo en la mano, y todos se fijan en el retrato de Gabriel, que allí expuesto parece presidir la reunión.

—Buenos días a todos y gracias por ser tan puntuales —empieza Leire cuando ya están todos ubicados—. Me gustaría que, en primer lugar, pusiéramos en común un resumen de lo que hicimos cada uno ayer por la tarde. Si te parece, empieza tú, Cid, que ya me adelantaste por teléfono que tienes más datos sobre el muerto. ¿Es así?

El aludido se recoloca en la silla y abre la aplicación de notas de su teléfono móvil. Leire no puede evitar pensar que aquello de las libretas de notas tan típicas de las películas y las series policiacas ya es historia; las nuevas generaciones se manejan estupendamente con las aplicaciones informáticas y llevan toda la información en sus dispositivos móviles.

—Efectivamente, inspectora. Encontré movimientos bancarios suyos por internet; no todo lo que me habría gustado, pero sí datos que lo relacionan con Coslada a pesar de no vivir allí. Tengo que seguir investigando hoy, y espero afinar más sobre esto. La información personal de Gabriel en las redes sociales ya comprobó usted que es muy escasa; me cuesta pensar que todavía exista gente así, sin Facebook o Instagram, pero seguiré buscando, no se preocupe.

Leire reflexiona sobre su propia ausencia personal en esas redes sociales a las que tanta importancia da su agente. Espera que a Cid no se le ocurra buscarla a ella —si es que no lo ha hecho ya—, porque se va a llevar la misma sorpresa que con Gabriel Coscullela. Intenta evitar que se le note externamente la comparación que acaba de hacer mentalmente y deja seguir a su compañero.

—A parte del domicilio que figura como habitual, donde fueron ustedes ayer, sus datos de la seguridad social coinciden con esa zona sanitaria, y su registro del censo también corresponde al distrito de Retiro, con lo cual entiendo que, a pesar de que ha estado una temporada fuera, no era una mudanza definitiva.

—¿Y cómo sabes que ha estado un tiempo fuera? —pregunta siempre tan directa Martina—. Nosotras no hemos dicho nada todavía.

—También por sus movimientos bancarios, jefa —le responde Cid, más coloquial con ella que con Leire—. Casi antes de que yo pidiera autorización, me llego permiso del juzgado para hurgar en sus cuentas bancarias. Solo tenía una, en Bankia; y no muy abultada, por cierto. Los últimos movimientos que comprobé en ella reflejaban diversos pagos en una casa de huéspedes de Coslada.

—¿Se había mudado a Coslada? —pregunta extrañada Eli—. Qué raro, ¿no? Viviendo en Madrid… ¿te alquilas una habitación en Coslada?

—Algo importante para él se traería entre manos —justifica la subinspectora—, y seguramente le ocupaba día y noche… Si no, la verdad es que yo tampoco entiendo ese traslado.

—Sigue, Cid, por favor —Leire quiere centrar la conversación en datos reales, y no en conjeturas.

—Pues poco más, inspectora. Era un hombre sin sorpresas. Los gastos abonados con su tarjeta de crédito le hacen un tipo muy normal y rutinario desde hace tiempo; ya sabe: compras en supermercados, comercios cercanos a su domicilio, esporádicamente algún cine o teatro y cosas parecidas… Todo hasta que hace unos meses decidió viajar y salir de Madrid, para acabar finalmente en Coslada.

—¿Viajó a otro sitio, a parte de a Coslada?

—Bueno, viajar como tal no lo sé, pero después de toda esa rutina que le comento, de repente aparecen un pago para comprar un billete de autobús y otro de restauración en un comercio que todavía tengo que localizar de dónde es y, después de eso, es cuando empieza con los abonos quincenales en el hostal, o lo que sea, de Coslada. Algo raro le tuvo que pasar para que rompiera tanta estabilidad de manera tan abrupta, ¿no cree?

—Supongo que sí —se resigna Leire—. La cuestión es saber qué le llevó a Coslada y, por lo que cuentas, dónde estuvo antes, porque imagino que ese billete de autobús no le habrá llevado precisamente a esta ciudad, ¿no?

—Es de Alsa —lee en alto Cid.

—¿Alsa? —pregunta la inspectora, sin saber a qué se refiere su agente con esa palabra.

—Perdón —aclara Cid—, estaba pensando en alto. Son billetes de la línea de autobuses Alsa. Estos van por toda España. Cruzaré datos de fechas y horarios para enterarme de adónde fue antes de acabar en Coslada.

—Perfecto.

La inspectora se fija entonces en Eli y en el Abuelo, a ver quién de los dos se anima a intervenir primero y dar relevo a su compañero. No se sorprende al ver tomar la iniciativa a la joven agente:

—Yo —empieza Eli—, la verdad es que saqué poca información en la zona de la biblioteca. Los comercios de la calle no tienen cámaras de seguridad, solo he encontrado una en la gasolinera más cercana; ya les he pedido copias de la grabación del sábado a sus responsables, pero no creo que nos aporten nada, porque está bastante apartada del acceso a la biblioteca. Respecto a la gente de por allí, creo que al hablar conmigo buscaban más que yo les diera datos del crimen que aportármelos ellos a mí. Nadie sabía nada del muerto. Todos a los que pregunté se habían enterado de que habían matado a alguien, y poco más; en el barrio no se ha echado de menos a ningún vecino, y nadie conoce a nadie que supiera nada…

—Desesperante —la consuela Martina.

—Y, dentro de la biblioteca, creo que nunca han visto a tanta gente interesada en los libros como ayer —termina Eli—. Por supuesto, pocos lectores y mucho cotilla.

—No te preocupes, guapa. Te tocó lo más ingrato —añade la subinspectora, animándola.

Elisenda le agradece el apoyo con una tímida sonrisa.

—¡Pues ya solo faltas tú, Abuelo! —vuelve a intervenir la Martina—. ¿Qué te dijo el Sabueso? ¿Se mató Gabriel solito o se lo han cargado?

El agente Lamata encaja mal la broma y mira con cierto enfado a su superiora directa. Leire se da cuenta e interviene:

—Subinspectora, lo que aportó ayer el agente Lamata era una sugerencia, y como tal siempre es bien recibida. No hagas broma de eso, por favor.

Martina acepta la reprimenda de su jefa encogiéndose de hombros y sin perder su sonrisa. La inspectora da pie entonces al Abuelo para que se explique.

—Dicen los de la científica que la autopsia confirmó que el motivo de la muerte fue una intoxicación. Como siempre se escudan en que necesitan más tiempo, que les falta procesar muestras, recabar datos y todo eso, pero tienen claro, y así nos lo pasarán en el informe, que en el cuerpo había altos niveles de estricnina.

—¿Estricnina? —pregunta Cid—. Eso es un matarratas, ¿no?

—No seas simple, Cid —le recrimina el Abuelo—. Es un veneno de los clásicos: mata ratas y todo lo que se le ponga por delante. En mis tiempos de agente de cercanía lo sufrí en muchas ocasiones, algún cabrón lo echaba de vez en cuando en los parques para cargarse a los perros de los vecinos. Hay gente con muy mala leche.

—Desde luego —asiente Eli—, hace falta ser capullo.

—Pero no os olvidéis de que estamos hablando de una persona, chicos —les corta Martina—, de que, nos guste o no, y aunque a veces no lo parezca, somos más racionales que los perros. Nosotros no vamos comiendo bolas de carne envenenadas por ahí. Si el muerto tenía estricnina en el cuerpo, es porque alguien se la ha dado.

—O se la ha tomado él solo —insiste el Abuelo en su teoría del suicidio.

—¡Joder, Abuelo! —le recrimina la subinspectora—. Mira que eres cabezón. ¿Tú te suicidarías con estricnina?, ¿no habrá formas más dulces de morir?

Se quedan todos un rato pensativos, mirando la foto de Gabriel —que parece que les sigue vigilando desde la pizarra— y seguramente acordándose de la postura tan forzada que tenía su cadáver; la cual, desde luego, no indicaba que hubiera tenido una muerte placentera.

Llegados a este punto de las explicaciones de la acción del día anterior, Leire duda sobre si darles todos los datos de sus indagaciones en el piso de Gabriel, pero finalmente no lo considera necesario y lo que hace es ponerlos nuevamente a trabajar. Además, y para descartar de una vez la posibilidad del suicidio, quiere llamar personalmente al inspector Vich, pero prefiere hacerlo en privado y así evitar más comentarios del equipo hacia el Abuelo.

Manda a los tres agentes a seguir indagando sobre la identidad y el rastro de Gabriel Coscullela y, cuando ya se queda a solas con Martina, le pide que cierre la puerta de la sala mientras marca el número del Sabueso y pone el altavoz de su teléfono móvil.

—¡Inspectora Sáez de Olamendi! —responde de inmediato el Sabueso—. Ya estaba esperando tu llamada. ¿Cómo va todo?

—Bien, Vich, intentando arrancar con buen pie la investigación.

—Ya te habrá dicho tu hombre que al difunto lo han envenenado, ¿no?

—Me lo ha comentado. Estricnina, me ha dicho.

El inspector de la científica afirma con un sonido, seguramente atento a la conversación y a muchas otras cosas más.

—¿Qué grado de seguridad tenemos, Vich?

—¡Pero, qué pregunta! Pues total. Causa de la muerte: estricnina, al cien por cien, y una dosis alta. ¿No viste cómo estaba de retorcido? Si quieres, te cuento cómo se produce la muerte de una persona cuando ingiere este veneno: se produce una asfixia por parálisis de los músculos respiratorios, previa crisis convulsiva y contracturas musculares generalizadas. Vamos, que es como si te quisieras tocar la cabeza con los pies. Además, ¿recuerdas que se había meado?, pues una cosa más de la estricnina: se te va el pis, y es un pis más oscuro de lo normal, como el que manchó los pantalones de ese hombre.

—Entiendo… —Leire no sabe cómo preguntarle por la teoría del suicidio, ya que ni ella misma se la cree, pero sabe que debe descartar todas las hipótesis—. Una cosa más, ¿crees que pudo ingerir él la estricnina?

—¿Y quién si no, Leire? El muerto es él, ja, ja, ja.

—Me refiero a si pudo ser un suicidio, si pudo tomarla por voluntad propia.

—Bueno, ya sé lo que me dices. No… creo que no es posible. Tal y como estaba, y teniendo en cuenta la dosis que tenía en el cuerpo, la muerte se produjo como mucho unos diez o quince minutos después de tomarla, o incluso menos. Te puedo decir que la tomó disuelta en agua, porque no había restos de comida en el estómago, ni de vómito en el exterior. Si la hubiera tomado él por voluntad propia, habríamos encontrado al menos el recipiente donde estaba disuelta con el agua, porque no creo que le diera tiempo a tomarla en la calle, entrar a la biblioteca y morirse allí dentro. Ni tampoco, si la hubiera tomado dentro del edificio, a recoger sus pertenencias antes de palmarla… No parecería demasiado lógico, ¿no?

—Además, la bibliotecaria le habría visto entrar a última hora, y no fue así —le apoya Leire.

—A este tío se lo han cargado, inspectora. Alguien le dio agua con estricnina, se la bebió por voluntad propia, porque tampoco hemos encontrado ningún signo de haber sido forzado, y quien fuera le dejó morir en el baño mientras recogía las pruebas del delito. Así de fácil.

—Ya, así de fácil —le repite Leire.

—Ja, ja, ja… Me caes bien, Leire. ¡Eres muy natural! Así de fácil para nosotros, en el laboratorio, así de difícil para los que estáis en la calle. ¡Suerte!

Con ese ánimo, el Sabueso corta la comunicación, y las dos policías se quedan mirando el teléfono móvil como si todavía fuera a darles algún dato más. Al rato, Leire reacciona:

—¡Pues vamos! Ahora nos toca a nosotras hacer que nuestra parte sea más fácil.

Martina la mira animada. Se nota que le gusta esa actitud proactiva en su jefa. Se levantan las dos y, mientras se dirigen a por el coche, la subinspectora, como si nada, pregunta:

—¿Te lo pasaste bien ayer?

Leire se turba un poco. No esperaba volver a un trato tan personal estando todavía dentro de la comisaría, pero no quiere ser desagradecida, porque la verdad es que le vino muy bien esa salida nocturna.

—Muy bien. Respecto a eso, me gustaría aclarar…

—No te preocupes —interrumpe Martina—. Tengo claro cuándo somos policías y cuándo podemos ser amigas. Pero llevo toda la mañana preguntándome si disfrutaste anoche. Yo me lo pasé genial.

—Yo también, Martina. Estuvo muy bien y me reconfortó mucho. Hacía tiempo que no salía.

—¡Me alegro mucho! Por cierto, no te pienses que no te he hecho caso, que estas ojeras que tengo evidentemente me han salido por dormir poco, pero no porque nos acostáramos tarde, sino porque después me quedé leyendo el libro tal y como me mandaste.

—¿Te lo leíste entero anoche?

—¡Enterito! Está bastante bien, todo sea dicho. Me entretuvo mucho y se lee de un tirón. Es una novela sobre un tío que se aísla en un pueblo para escribir y conoce a una mujer, la cual resulta que vive de la pasta que hereda de sus parejas. Curiosamente, el autor es también el protagonista de la historia, ¡es el propio Juan Gabicacogeaskoa el que se va al pueblo y conoce a esa mujer!

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