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Capítulo 3
Separación

Lógicamente, a medida que íbamos creciendo, nuestra madre fue perdiendo la batalla por nuestro control y, al mismo tiempo, Ramón se cansó de pisar nuestras cacas esparcidas por todo el patio y de tener que estar cada vez más a menudo pendiente de nosotros. Fue entonces cuando, desesperado, decidió empezar a disgregar a nuestra pequeña familia.

El primero en desaparecer de nuestro lado fue mi hermano menor —será porque seguía siendo el más espabilado—. Recuerdo la tarde en que, a pesar de que no estábamos alborotando —pues estábamos tranquilamente sesteando encima de una vieja colchoneta—, Ramón apareció en el patio extrañamente feliz. A nosotros seguía sin mostrarnos excesivo afecto; aun así, nos alegramos una vez más de verle, nos espabilamos y empezamos a rodearle los pies moviendo a la vez el culo y nuestro pequeño rabo. Intentábamos llamar su atención al mismo tiempo que teníamos cuidado para que no nos diera una patada. Al contrario que otras veces —normalmente nos evitaba—, en esa ocasión Ramón fue directo hacia nosotros. Me cogió primero a mí; lo cual me hizo sentirme orgullosa, era un honor que me dedicara ese privilegio por delante de mis hermanos.

—Tú eres perra. Serás la siguiente, que hoy no te toca.

Y me tiró a la colchoneta. Me hice algo de daño al caer pero, como mis hermanos seguían llamando la atención de Ramón, volví corriendo hacía él. Entonces prendió a mi hermano menor, sonrió al verle la tripa y, sin soltarlo, se dio la vuelta para salir del patio dispuesto a entrar de nuevo en su casa. Mi madre se colocó hábilmente delante de él, estorbándole el paso. Ramón la miró un momento, se volvió a fijar en mi hermano —que intentaba zafarse de su manaza— y dijo:

—Quita de en medio, ¿qué pensabas, que ibas a vivir siempre con ellos? Voy a ver si gano al menos lo que comes, cosa que veo difícil.

Mi madre, veterana en aquellas lides, esquivó con audacia la patada que lanzó Ramón, y no tuvo más remedio que dejarle ir. Recuerdo que nosotros nos quedamos al pie de la puerta por donde había desaparecido Ramón, intentando llamar su atención con nuestros débiles ladridos. Él ya no volvió con nosotros. Lo que más nos extrañó fue que mi madre no nos reprendiera por el escándalo; muy al contrario: se metió sin decir nada en la caseta y no salió en toda la tarde. Cuando me cansé de corretear por allí, esperando a que volviera mi hermano y deseando que me contara la aventura que había vivido, entré en la caseta para arrimarme un rato al calor materno. Mi madre no me esquivó, tampoco me hizo mucho caso. Me tumbé a su lado y —lo creáis o no— la sentí llorar. Era un lloro silencioso, interno, que intentó disimular para no preocuparme, pero a mí no me engañó: estaba triste, muy triste. Y, sin saber muy bien por qué, empecé yo también a llorar. Gimoteé todo lo alto que pude. Eso llamó la atención del resto de mis hermanos y les hizo venir veloces a ver qué pasaba e, inconscientemente, se fueron contagiando del sentimiento de tristeza. En poco rato estábamos los tres agotados y acurrucados al lado de mi madre, ya medio dormidos, mientras ella continuaba con su particular duelo.

Mi hermano nunca volvió y, aunque yo notaba que mi madre no abandonó del todo su tristeza, al cabo de los días volvió a actuar con Ramón como si nada hubiera pasado. Volvía a seguirlo fielmente cada vez que la llamaba y le mostraba la fidelidad acostumbrada. También continuaba con su empeño en controlarnos para evitar que nos metiéramos en problemas, siempre con el objetivo de que Ramón se fijara lo menos posible en nosotros. Mis hermanos y yo no entendíamos lo que había pasado y, a pesar de echar de menos a nuestro hermano menor —que había sido nuestro principal inductor a la juerga y a la exploración de nuevas experiencias—, volvimos rápidamente a escabullirnos de aquel control y a trastear por todo el patio… y enfadando con ello todavía más a Ramón.

Hasta que me tocó irme a mí.

Fue otra tarde, en la que relucía un sol espléndido que, sin embargo, no llegaba a calentar. Aquella vez estábamos escarbando cerca de unas plantas a las que Ramón solía llamar «mis lechugas» cuando, al no darme cuenta de su llegada, fui consciente de su presencia demasiado tarde. Nada más sentirlo detrás nuestro intentamos salir todos corriendo —sin olvidar el modo en que había desaparecido nuestro hermano—, pero fue inútil, al menos para mí. Me cogió con su manaza y me levantó del suelo sin darme opción a protestar.

—Ya te dije que tú serías la siguiente. Esta vez quieren una perrita.

Se dio la vuelta y, esquivando a mi madre —que, por supuesto, intentó cerrarle el paso—, me sacó del patio.

Aquella fue la última vez que vi a mi madre. De esa manera tan simple tuve que separarme de ella, de quien había sido mi referencia en la vida hasta ese momento. Ni con el paso de los años he conseguido olvidar la última mirada que me dirigió: anhelante, triste, extrañamente húmeda y, a pesar de ello, transmitiéndome una vez más fuerza y serenidad. No puedo dejar pasar esta oportunidad de decirte que te quiero, madre, allí donde estés —si es que sigues en el patio o en cualquier otro lugar— quiero que sepas que te he recordado constantemente, y que espero que el poco tiempo que pudimos compartir me haya sido suficiente para aprender lo mejor de ti y para que tú hayas podido sentirte siempre orgullosa de tu hija mayor.

Aquella tarde, por primera y última vez en mi corta vida, atravesé la puerta que abandonaba el patio y daba acceso a la casa de Ramón. Intenté mirarlo todo con atención, sin perder la esperanza de encontrarme con mi hermano menor; me fue imposible, ya que Ramón me impedía cualquier movimiento y, inmediatamente, me introdujo en una caja de cartón, cerró la tapa y me dejó a oscuras. No entendí nada. Allí metida me asusté y chillé todo lo que pude llamando a mi madre, pero no sirvió de nada. Recuerdo el miedo que sentí en aquella oscuridad y cómo se acrecentó cuando noté que la caja que me contenía empezaba a moverse. Chillé más fuerte y, cuando me cansé de chillar, intenté escuchar algo que me tranquilizara, algún sonido conocido, pero lo único que conseguí oír fue a Ramón protestando por mi escándalo.

El trayecto hasta donde me llevaba se me hizo eterno. La caja no dejaba de moverse, y empecé a experimentar una sensación nueva: la cabeza me daba vueltas y más vueltas, me estaba mareando. Pensé que iba a morirme allí mismo. Vomité y —reconozco que me da vergüenza decirlo— me hice de todo encima: pis y caca. No pude evitarlo. El suelo de la caja no estaba protegido y lo empapé. Me atemoricé más al pensar en la reacción que tendría Ramón cuando descubriera mi pequeño desastre. En nuestro patio, cada vez que pisaba una de nuestras cacas, chillaba muy enfadado y nos buscaba para regañarnos, pero allí ya estábamos preparados y nos escondíamos en los sitios más inaccesibles para que no pudiera cogernos. Sin embargo, dentro de aquella caja, no tenía escapatoria. Con mucho asco lamí todo lo que pude el suelo para que quedara lo más limpio posible; lógicamente, eso me provocó más náuseas y acabé vomitando todavía más, por lo que finalmente opté por tumbarme en la esquina menos sucia y dejarlo estar. Ya afrontaría la regañina como pudiera.

Pasado un buen rato la caja dejó de moverse, y noté que Ramón la cogía de nuevo. Me espabilé todo lo que pude y puse mi mejor cara. Quería estar preparada para su reacción. Al fin, la tapa se abrió y asomó la cabeza de Ramón. En su gesto pude apreciar claramente asco y enfado, aunque sorprendentemente no lo manifestó, sino todo lo contrario. De su boca salió una voz agradable que yo nunca le había escuchado:

—¡Pobrecita!, si te has hecho cacota. ¿Te has mareado bonita?

Yo no daba crédito a lo que estaba escuchando y —recordando cómo solía actuar mi madre con él— me animé y empecé a moverle el rabito en señal de buena voluntad. Él volvió a hablar, esta vez dirigiéndose a alguien que debía de estar detrás:

—Si es que nunca ha montado en coche, la traigo directamente de su madre. Nos vais a perdonar que esté un poco sucia. En casa está siempre perfecta, se conoce que la pobre se ha manchado al venir en la caja.

Mientras yo procesaba tal falta a la realidad, Ramón metió su manaza en la caja y me levantó, con tan mala suerte que justo su dedo más pequeño me apretó un poco el culete y expulsé la poca caca que me debía de quedar en el cuerpo. Me encogí y cerré los ojos esperando un golpe que nunca llegó. Por contra, me presentó a alguien:

—Esta es Duquesa. Todo un ejemplar. Ya os digo: no quería deshacerme de ella, pero como me has insistido tanto, me has convencido.

¿A quién se dirigía? Me empezó a corroer la curiosidad y, a riesgo de molestar a Ramón y llevarme la bronca, decidí abrir los ojos. Entonces lo vi por primera vez. Unos ojos verdes me miraban fijamente, me transmitieron tranquilidad y cariño; algo que jamás me faltó junto a él. Me quedé prendada de su mirada, y no reaccioné hasta que noté cómo Ramón aflojaba sus manos y me entregaba a otras desconocidas. No sé por qué no lo evité. Y enseguida me vi asida por unas manos mucho más suaves que las de Ramón, y no solo en el tacto, sino también en la manera de sujetarme. Me quedé quieta, como hipnotizada por el cambio, y tuve claro que ya no quería volver con Ramón, solo me apetecía sentir aquel calor nuevo y volver a mirar aquellos ojos verdes.

—Qué chiquitina. ¿Te gusta? —dijo el humano de ojos verdes.

Me pregunté si habría alguien más allí y, efectivamente, el humano de ojos verdes me mostró a otro humano que tenía unos ojos marrones mucho más vivos y tiernos que los suyos. Me pasó a sus manos: más pequeñas, aunque igual de suaves y acogedoras.

—Es preciosa —contestó el humano de ojos marrones.

Por el tono y la melodía de su voz deduje que era una humana, que la de ojos marrones tenía que ser una humana. Nunca había visto a ninguna. Además, al escucharla, me inundó una sensación de bienestar que me recordó a mi madre, y eso solo podía conseguirlo otra hembra.

—Nos la quedamos —dijo Ojos Verdes dirigiéndose a Ramón—. ¿Diecisiete mil pesetas, entonces?

—Eso es —contestó Ramón.

—No es de raza, ¿no? —preguntó Ojos Verdes—. Usted decía que era un schnauzer.

—Y lo es —contestó Ramón—. Ahora es que, al ser pequeña, no se le nota, pero es de pura raza. La madre fue campeona de España.

—Ya…

Creo que hasta yo noté que Ojos Verdes no se estaba creyendo nada. Me miró nuevamente y me acarició, cruzó luego una mirada con Ojos Marrones y suspiró.

—Venga, no le demos más vueltas. Tenga su dinero, y nos la quedamos.

Y así es cómo cambié de familia. En un mismo día me despedí para siempre de toda mi vida anterior; primero de mi madre, y en aquel momento de Ramón. Sin dirigirse a mí, él cogió algo que le daba Ojos Verdes, simplemente se dio la vuelta y ya nunca más volví a verlo. Es verdad que, a diferencia de a mi madre, a él no he vuelto a echarlo demasiado de menos.

Capítulo 4
Nombres

Agotada de tanto cambio —y a gusto como estaba en las manos de Ojos Marrones— me dispuse a descansar un poco cuando oí una tercera voz que exclamó:

—¿Esta es la perrita?… Pero así no te la puedes llevar a tu casa.

Era otra humana, parecida a Ojos Marrones, aunque más mayor. Se acercó a mí, me miró con curiosidad y, cuando estuvo a una distancia prudencial, retrocedió un poco arrugando la nariz.

—¡Cómo huele!, pobrecita —inmediatamente se dio la vuelta muy resuelta a cumplir su siguiente intención—. Hay que echarle un agua.

—¿Bañarla? —preguntó Ojos Verdes—. Si todavía es un cachorro, y no sabemos si está vacunada… que, por otra parte, no tiene ninguna pinta.

—¿Y qué? —intervino Ojos Marrones—. Si la secamos bien, no pasa nada. Y es verdad que así no la puedes llevar a casa de tus padres. Venga, Dani, vamos a lavarla un poco antes de que te vayas.

«Dani», así se llamaba Ojos Verdes, mi nuevo humano, y mi primer padre a falta de haber conocido al biológico. Escuché su nombre por primera vez en aquel momento en el que estaban decidiendo darme la primera sesión de higiene de mi vida. Dani era alto, delgado, de gesto serio, pelo rizado, claro, incluso tirando a blanco y cuidadosamente despeinado. Su voz grave, lejos de asustarme, era serena y tranquilizadora.

Entre él y la mujer más mayor prepararon un barreño de plástico azul, lo llenaron de agua y, sin darme opción a evitarlo, Ojos Marrones inició el movimiento para introducirme en él. Cuando fui consciente de que todo aquello era para mí y me vi a punto de entrar en el agua, intenté escabullirme y salir corriendo para esconderme en cualquier rincón. Una vez más resultó ser una misión imposible: volví a sentir la firmeza de las manos humanas; a pesar del pequeño tamaño de las de Ojos Marrones, me tenían atrapado. Lloré y pataleé al mismo tiempo que la mujer seguía acercándome a la improvisada bañera. Cuando consiguió sumergirme, me preparé para un choque térmico que no llegó. Las únicas veces que había tenido —hasta ese momento— contacto con el agua habían sido en el patio de Ramón, y siempre estaba helada, era agua de charcos del suelo, agua que él echaba en lo que él llamaba «mi huerto» o agua que se empeñaba en echarnos por encima proveniente de un fino tubo que sostenía entre sus manos. El agua donde me había introducido Ojos Marrones estaba calentita, y hasta tuve una sensación de bienestar. Poco a poco me fui relajando y pude disfrutar del momento. Ojos Marrones dejó que me sujetara Dani, y ella empezó a frotarme suavemente con algo que olía muy bien. ¡Qué gusto me dio aquel masaje! No dejó recodo de mi cuerpo sin acariciar, nunca me habían tocado así. Comprobé además cómo se me desprendía la suciedad acumulada en el pelo y quedaba mucho más suave.

Por desgracia, llegó el momento de terminar el baño y salir del agua. Lógicamente, entonces decidí yo que no quería hacerlo. Tenía muy claro que —cuando estaba en el patio de Ramón— después de mojarme me tocaba permanecer empapada un buen rato, tiritando y helada de frío, hasta que me conseguía secar frotándome contra las viejas y raídas mantas de la caseta. En ese baño que me habían obligado a tomar mis nuevos humanos, estaba tan a gusto que no quería terminarlo y pasar aquel frío, ni por supuesto que Ojos Marrones dejara de frotarme, aunque no tuve mucha opción de rebeldía. Fue ella misma quien me sacó del agua y, en vez de dejarme por el suelo para que me preocupara yo sola de entrar en calor, me puso encima de una mesa, cogió unas mantas de mucho mejor aspecto que las de Ramón y nuevamente empezó a frotarme con ellas por todo el cuerpo, despacio, sin hacerme daño. Aquellas mantas que había traído la humana más mayor eran muy suaves, y además absorbían el agua de mi pelo. Nunca me había restregado contra una manta de ese tipo, y lo agradecí casi más que el baño. Aprendí —escuchando a los humanos— que aquellas mantas se llamaban toallas; no me imaginaba que pudieran ser tan suaves, ni que olieran tan bien, ¡y además eran mullidas! Por supuesto, una vez verificado lo bueno del momento, me volví a dejar hacer sin protestar, disfrutando; pero, una vez más, el placer se interrumpió cuando apareció la humana más mayor con un artilugio en las manos que entregó a Ojos Marrones.

—Toma, hija, no vaya a coger frío.

Ojos Marrones entonces apuntó hacia mí con aquel aparato que empezó a hacer un ruido terrible. Me asusté mucho. Había disfrutado tanto del baño y de las mantas nuevas que no entendí la finalidad de aquella acción. El ruido me aturdía y me provocaba dolor de oídos; parecía que aquel aparato iba a acabar conmigo. Pensé que no podía ser todo tan bueno con los nuevos humanos y que había llegado el momento de escabullirme. Aproveché un despiste de Ojos Marrones para dar un salto y escapar de aquel ruido antes de que me pasara algo.

—¡Cuidado! —chilló Dani.

Después de saltar me di cuenta de que no había suelo cerca para caer, que me habían colocado a una altura considerable. Por suerte, antes de llegar a darme el golpe, agradecí que me apresaran las grandes manos de Dani y me colocara una vez más en la mesa.

—Puf… casi se cae —suspiró—. Venga, Bea, termina que te ayudo a sujetarla.

Aquella fue la primera vez que escuché el nombre propio de Ojos Marrones: Bea. Ella se convirtió en mi nueva madre, la que me daba tanto gusto cuando me sujetaba, me frotaba o acariciaba; más viva que Dani, más decidida en sus movimientos, con un gesto feliz y una sonrisa contagiosa que alegraba su rostro. Bea destiló toda la vida un cariño hacia mí que se me hizo evidente desde el principio, incluso sin que me dijera nada.

Bea me devolvió a la realidad cuando de nuevo puso en marcha aquel ruido infernal, y con mucha paciencia —para que me acostumbrara a ello mientras Dani me sujetaba con cuidado— terminó de secarme por completo. Aprendí así otra cosa más: aguantando aquel estruendo podía disfrutar del aire calentito que expelía tan extraño aparato.

Cuando finalizó todo ese proceso, reconozco que me quedé como nueva, tuve una sensación de limpieza muy agradable que jamás había sentido antes, y dudo mucho que mi madre la conociera. Pobrecita. Ahora, desde mis recuerdos, soy consciente de que aquel baño fue uno de los primeros lujos de los que posteriormente he disfrutado en mi vida y a los que ella nunca tuvo acceso.

Mientras acababan la tarea y recogían el barreño, las mantas y el aparato del ruido infernal, escuché hablar a mis nuevos humanos.

—¿Nos ha dicho su nombre? —preguntó Bea.

—Duquesa —respondió Dani—. Al menos, es lo que ponía en el anuncio. ¿Te gusta?

—¿Duquesa?… No mucho, la verdad. Mejor que elijamos otro nosotros… —Y, tras un momento de reflexión, en el que aprovechó para secarme un poco más el interior del muslo, prosiguió—: ¿Qué te parece Lola?

—¡Qué chulo! ¡Me gusta!… Lola. Así te llamarás —me dijo Dani mirándome a los ojos.

Aquel fue el tercer nombre que escuché por primera vez ese día: Lola, mi propio nombre. Unos padres no pueden ofrecer un bautizo más bonito y original que el que me dieron a mí los míos.

Finalizada la tarea de la higiene me sentí tan cansada y relajada que ya solo me quedaron fuerzas para buscar un sitio tranquilo y dormirme por fin un rato. Limpia, calentita, masajeada, mimada… ¿Qué más podía pedir?

Tampoco fue posible. Dani se despidió de Bea y de la otra humana; que, por cierto, había dejado de arrugar la nariz. Aquella mujer se acercó para plantarme un par de sonoros besos y dijo:

—¡Qué cosita, por Dios! Ahora sí que da gusto tocarla.

Entonces, Dani me cogió en brazos y me metió en una extraña caseta, muy diferente y bastante más grande de la que teníamos en el patio de Ramón. Me depositó en el suelo, encima de una alfombra suave, seca y algo vieja, me acarició y cerró la puerta por la que me había introducido. No me dio tiempo a pensar dónde estaba cuando le vi aparecer por otra pared de la caseta, en la que había otra puerta. Entró y se sentó a mi lado, en un sitio más alto, no en el suelo. Ya me iba a levantar para intentar subirme encima de él cuando escuché un ruido extraño y, de repente, aquella caseta empezó a moverse. ¡Qué susto! No entendía qué estaba pasando. El instinto me hizo aplacarme contra el suelo para no caerme, no quise ni mirar a mi alrededor. Por segunda vez durante ese día, empecé a sentir un horrible de mareo; prácticamente igual al que había tenido cuando Ramón movió tanto la caja de cartón en la que me había metido al salir de su patio y me trajo a casa de Bea. Me daba pánico vomitar y mancharme otra vez; sobre todo, estando tan limpia como me habían dejado. Menos mal que, con mucho esfuerzo, conseguí controlarme y evitar el desastre. Al no estar a oscuras como dentro de la caja, pude fijar la vista en uno de los cristales de la extraña y móvil caseta y concentrarme en observar cómo pasaban por allí los árboles y las nubes del cielo. Eso debió de ser lo que me dio algo de tranquilidad, y por eso no me descompuse. Aun así, no me moví en todo el rato en el que la caseta lo hacía por mí. Llegué a pensar que era el propio Dani quien la movía, porque vi que él se agarraba a una cosa redonda y movía los brazos a un ritmo parecido al bamboleo del habitáculo. De vez en cuando, Dani me miraba y me hablaba, o me acariciaba rápidamente; lo cual me tranquilizaba un poco. Además, el hecho de que él estuviera allí dentro conmigo me hacía pensar que no nos podía pasar nada malo: él, al contrario que yo, se había metido dentro de aquella caseta voluntariamente.

Seguramente aquel sufrimiento no duró mucho, aunque a mí se me hiciera una eternidad. La caseta se movía y se paraba constantemente. Cada vez que se detenía, yo pensaba que ya iba a ser la definitiva; pero, cuando me quería despegar de la alfombra para levantarme, reanudaba el movimiento y me veía obligada a retornar a mi efectiva posición para evitar el mareo. Por eso, cuando por fin se paró por última vez, no me fie del todo y me mantuve muy quieta. Dani me miró y sonrió. Soltó la cosa redonda a la que se agarraba tanto y me acarició una vez más.

—Pobrecita, ¿te has mareado? Ya te acostumbrarás, no te preocupes.

Salió de la caseta por su puerta y reapareció por la puerta de mi lado. Yo seguía tumbada. Me cogió en brazos y, silbando tranquilamente, echó a andar como si no hubiera pasado nada.

—Ahora vas a conocer a todos… pórtate bien —me dijo—, que nunca hemos tenido perro en casa.

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9788412122220
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