Читать книгу: «Política para profanos», страница 2

Шрифт:

La cultura política súbdita es acuñada por el modelo de la hacienda. Esto se puede explicar claramente desde los aportes del mismo Guillén Martínez, quien en su clásico libro El poder político en Colombia sostiene que la hacienda «implica ciertas normas esenciales para el desarrollo de las actitudes y las formas de conducta de los individuos, en orden a la obtención del prestigio, el poder, la riqueza y la seguridad vital» (1996, p. 231), es decir, que genera orientaciones del sujeto dentro del sistema político hacia ciertos «objetos» o «elementos», lo que origina una cultura política que se traduce en prácticas concretas que buscan asegurar su supervivencia, sus beneficios o la «seguridad vital» mencionada. De ahí que las prebendas electorales, la venta del voto, la búsqueda del ascenso social, etc., son «bienes» que se persiguen en la actitud cotidiana del ciudadano y en su relación con el sistema electoral. Y estos imaginarios son los que explota el político profesional, esto es, el que según Weber vive de la política, frente al electorado considerado como subordinado, necesitado e irreflexivo. Es lo que sucede en las regiones, los municipios y en las zonas donde impera una cultura menos letrada políticamente, sin que la sociedad urbana o gran parte de ella deje de ser vista de la misma manera. De ahí se deriva la concepción de lo público considerado como fortín, como botín, para el enriquecimiento particular de una casta, sin atender a la búsqueda del bien común o bien general. Es, pues, la perversión del telos de la política.

Esa cultura súbdita se manifiesta de la siguiente manera: a) la prevalencia de una actitud paternalista del político sobre el ciudadano subordinado, b) el aprovechamiento de la carencia de estatus del ciudadano no empoderado frente al político, c) la persistencia de solidaridades y lealtades históricas de subordinación heredadas y reproducidas, d) la promesa del ascenso y la movilidad social por medio del acceso a la torta burocrática del Estado, y e) la concepción de la actividad representante como un derecho señorial y no como un mandato social para la obtención de servicios sociales, entre otras. Todas esas prácticas se reproducen porque el acceso al poder es un privilegio de unos pocos, quienes ven la política como un club familiar, para usar la expresión de Julio Sánchez Cristo, lo cual reproduce una cultura de «señores y siervos», esto es, una cultura feudal, cerrada, hermética y excluyente (Fajardo, 2017, p. 114).

Lo que queda por aclarar es ¿cómo está emparentada este tipo de cultura política mayoritariamente súbdita con la violencia que ha azotado al país, en campos y ciudades, en las últimas décadas? Lo primero que hay que decir es que esa cultura ha generado un remedo de democracia, esto es, una democracia simulada o rastacuera, que ha pervertido sus objetivos, con lo que se ha convertido esta institución en un simulacro. En segundo lugar, se ha generalizado una cultura de la perversión de los valores, donde la ética por lo público, tanto del político como del ciudadano, ha desaparecido como ideal social. Esta ha sido sustituida por la cultura del «avivato», del aprovechado, que no considera el esfuerzo como un valor a perseguir, sino que, todo lo contrario, produce un ciudadano que considera el «enriquecimiento sin causa», fácil, como un valor civil. Se genera, asimismo, una mentalidad proclive al fraude. En tercer lugar, del modelo de asociación de la encomienda y de la hacienda, que actúan hoy como sedimento o mentalidad en muchas partes de Colombia, tanto rurales como urbanas, «se obtienen las bases sociales, políticas y económicas para establecer una estructura institucional de dominio resistente al cambio y sumamente eficaz, que confirma la estratificación cerrada del tipo de castas» (Fals, 2008, p. 84). Es decir, se origina una cultura política estática, resistente al cambio, impermeable a los valores modernos. En ese sentido, Colombia —con excepción del cada vez más creciente voto de opinión urbano, producto de una orientación evaluativa del ciudadano frente al sistema político— sigue pareciéndose a una gran finca, donde el político es el capataz, el patrón, y los ciudadanos son los aparceros o dependientes, que solo tienen opciones de movilización verticalmente por medio del mimetismo social y el sistema de lealtades preestablecidas o heredadas de los caciques políticos regionales.

En su ensayo «Estratificación social, cultura y violencia en Colombia», Rafael Gutiérrez Girardot ha expresado bien las consecuencias sociales de este tipo de cultura:

Una república democrática como gran mentira, una aristocracia de recién venidos, muchos de los cuales ostentaban como pergaminos el engaño y la pedantería […] una educación para semialfabetizar, una estratificación social degradante para la mayoría de los colombianos, una cultura tímida y producida en la oscuridad de los dogmas reinantes, en suma, un simulacro de realidad que desconoce la realidad inmediata de la población engañada y paciente. (Gutiérrez, 2011, p. 123)

¿Qué produce una sociedad señorial o parroquial como la descrita? Produce inevitablemente exclusión, falta de expectativas y frustración social, caldo de la violencia en Colombia. No hay que olvidar que fue la exclusión política y social provocada por el modelo pactista de privilegios entre liberales y conservadores durante el Frente Nacional el que originó las dos guerrillas más poderosas de Colombia, en la actualidad una desmovilizada, las Farc-EP, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo, y la otra cada vez más empoderada, el ELN, Ejército de Liberación Nacional. Ese «pacto de élites», como lo llama Darío Villamizar en Las guerrillas en Colombia: una historia desde los orígenes hasta los confines, generó que los enunciados «partidistas liberales-conservadores desaparecieran de los programas y plataformas políticas de aquellos grupos guerrilleros que continuarán o que emergerían a partir de 1959, para dar paso a contenidos revolucionarios, reivindicativos, sociales y de liberación nacional» (Villamizar, 2017, 187). Así pues, fue la república señorial, de cuño católico, vertical y excluyente, la que originó esa violencia guerrillera, que incubó en las siguientes décadas otras violencias, entre ellas, la paramilitar. De ahí se alimentaron el narcotráfico, el terrorismo, los desplazamientos, los secuestros y un largo etcétera. Es el «círculo dantesco» de la violencia en Colombia, como lo llamó el pensador colombiano Darío Botero Uribe (2001), y el comportamiento o práctica producto de esa «cultura de la violencia» según el cual como «todo está corrompido», hay «necesidad de amoldarse a la corrupción» (p. 336).

Perspectivas

La cultura política debe entenderse también como una «forma de conciencia social» que «informa la manera de comprender y practicar la vida política de la comunidad» (Palacios, 2004, p. 329). Por eso, el reto en Colombia es, por medio de los procesos educativos, de la enseñanza de la Constitución como manda el artículo 41 de la carta, de una labor pedagógica de los intelectuales orgánicos y de una avanzada desde la universidad y los colectivos sociales, etc., crear una cultura crítica, reflexiva y evaluativa. Esto es, una cultura política que enfatice la ética de lo público, el papel de las instituciones, la labor que cumplen, la labor del político como mediador o representante, el activismo permanente del ciudadano que utilice los canales de la democracia participativa, entre otras medidas. Solo así se derrota y se supera la cultura súbdita y parroquial imperante aún en el escenario político colombiano.

En el anterior sentido, es necesario tener en cuenta, con Robert Dahl (1999), que:

Las perspectivas de una democracia estable en un país se ven potenciadas si sus ciudadanos y líderes defienden con fuerza las ideas, valores y prácticas democráticas. El apoyo más fiable se produce cuando estos valores y predisposiciones están arraigados en la cultura del país y se trasmiten, en gran parte, de una generación a otra. En otras palabras, si el país posee una cultura política democrática. (p. 178, énfasis agregado)

Así, mientras no exista cultura política, la sociedad colombiana seguirá reproduciendo la corrupción, el engaño, la estafa y la simulación políticas; mientras no se luche contra las formas de ignorancia que promueve el sistema político mismo para mantener sus privilegios, se seguirán reproduciendo maneras verticales, miméticas, oportunistas, paternalistas, encomenderas y coloniales de la política como actividad, lo que perpetuará la desigualdad, el oportunismo, la resignación y la indiferencia que caracterizan la sociedad colombiana.

Sería oportuno terminar este artículo diciendo lo siguiente: puede afirmarse, a pesar de las muchas discusiones al respecto, y de la aparente contradicción, la existencia de una cultura de la violencia en Colombia. Eso es patente en la reproducción de los odios, su movilización, el resentimiento arraigado, las prácticas cotidianas, etc., de tal manera que una cultura política participativa y crítica debe acompañarse por un arduo trabajo de cultura de la paz que rearticule el tejido social y fomente el valor constitucional de la convivencia, faro de la filosofía política que alumbra al Estado colombiano. Finalmente, no está de más recordar este sexteto de recomendaciones, hechas en la década de los noventa del siglo pasado, justo cuando se llevaban las negociaciones con las Farc-EP en el Caguán, que sirven de insumo para la superación del conflicto en Colombia:

1. El papel de la sociedad civil debe consistir en primer término en no permitir que cualquier arreglo o pacto redunde en beneficio del sistema gamonal-clientelista-corrupto.

2. Evitar que un presunto acuerdo político signifique la consolidación de la descomposición social y la intolerancia.

3. Que se busque una solución viable a la cuestión social, especialmente reconocer el derecho de los campesinos a la propiedad de la tierra y, en consecuencia, realizar una reforma agraria integral con formas cooperativas, sociales, comunitarias y personales de tenencia de la tierra.

4. Admitir que la paz no es el resultado de ningún acuerdo sino la construcción de un ambiente social de tolerancia, de respeto al distinto y de justicia social.

5. Desvalorizar el lenguaje agresivo de ambas partes y favorecer una cultura crítica que analice los problemas con objetividad.

6. Que se propenda hacia la creación las bases de una sociedad democrática, especialmente, los desarrollos de la cultura que favorezcan la integración social, la superación de la discriminación y la educación para todos con niveles de calidad adecuados. (Botero, 2001, pp. 347-348, énfasis agregados).

Como puede verse, muchos de estos aspectos que están en el acuerdo de La Habana van marchando, pero muchos otros están en construcción, y otros, en claro peligro de perderse. Es deber de la ciudadanía, por medio de la participación, como recomendaba ese genio de las letras que es José Saramago, luchar porque lo pactado se cumpla y se materialice, para así hacer realidad la utopía de la paz en Colombia.

Actividad

Lea el texto y tome notas personales sobre los distintos conceptos.

Investigue qué son las cátedras de paz que se vienen implementando en algunas regiones del país.

Reflexione sobre cómo las cátedras de paz pueden contribuir al incremento de la cultura política en la universidad.

Escriba un ensayo de 1500 palabras sobre la importancia de la cultura política para la democracia.


Tema 2. Contrato social y paz mundial

Objetivos: a) abordar el concepto de contrato social y su relación, desde el punto de vista de Kant, con los tratados entre Estados y b) determinar la importancia de concebir la paz como una idea regulativa para el accionar de los gobiernos y los pueblos.

Texto

Immanuel Kant y el derecho internacional

Presentación

El texto La paz perpetua de Immanuel Kant, de 1795, esto es, más de 200 años atrás, por paradójico que parezca, solo nos muestra la pervivencia del filósofo alemán entre nosotros o, en pocas palabras, su inmortalidad. Decía Miguel de Unamuno, al referirse al hambre de inmortalidad humana:

Si al morírseme el cuerpo que me sustenta, y al que llamo mío para distinguirme de mí mismo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta inconsciencia de que brotara... entonces no es nuestro trabajado linaje humano más que una fatídica procesión de fantasmas. (De Unamuno, 1983, p. 65)

De acuerdo con esto, Kant tiene su inmortalidad asegurada, pues sus aportes a la teoría del conocimiento, a la ciencia, a la ética, a la estética, etc., son ya herencia común para la historia del pensamiento. Mi objetivo en este texto es mostrar el legado que Kant dejó al derecho internacional.

Mostrar hoy la preocupación que tuvo Kant por el derecho internacional, por la convivencia mundial, está a la orden del día, en especial, cuando en estos últimos años —después del ataque de Estados Unidos a Irak, sin el consentimiento del Consejo de Seguridad de la ONU, Organización de las Naciones Unidas, y el intervencionismo en Medio Oriente— se ha venido hablando de la crisis (o la muerte) del derecho internacional. De tal forma que ese anhelo kantiano por un orden mundial en paz es una utopía aún inconclusa. Por eso es que Kant es, sin duda, un precursor de las actuales instituciones internacionales de derecho público.

Kant y el derecho internacional

El asunto de una paz cosmopolita fue tratado en varias obras de Kant, entre ellas Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1784), La paz perpetua (1795), que es donde mejor trata el tema, y, por último, la Metafísica de las costumbres (1797), en una de las partes referidas a la doctrina del derecho, conocida también como «Principios metafísicos de la doctrina del derecho». Kant sabía que esa paz perpetua no se alcanzaría definitivamente, pues tal anhelo era un ideal y, como todo ideal, lo máximo que podemos hacer es acercarnos a él. Por eso al final de los «Principios metafísicos de la doctrina del derecho» sostiene:

No se trata de saber si la paz perpetua es posible en realidad o no lo es, ni si nos engañamos en nuestro juicio práctico cuando opinamos por la afirmativa, sino que debemos proceder como si este supuesto, que tal vez no se realizará, debiera, no obstante, realizarse. (Kant, 1968, p. 196)

Si bien al parecer no hay mucho optimismo sobre la posibilidad de la paz, Kant sostiene en La paz perpetua que la naturaleza dirige al hombre hacia ese fin. Cuando Kant se pronuncia sobre la garantía de la paz perpetua sostiene:

Quien suministra esa garantía es nada menos que la gran artista de la naturaleza […] en cuyo curso mecánico brilla visiblemente una finalidad: producir la armonía a través de la discordia entre los hombres, incluso contra la voluntad de ellos. (Kant, 2016, p. 102)

De tal forma que al ser la paz internacional un fin inmanente de la naturaleza, es decir, un fin al que necesariamente tendería la humanidad, esto solo se puede explicar desde una filosofía de la historia. Toda filosofía de la historia, según Max Horkheimer (1982), filósofo de la Escuela de Fráncfort, tiende a encontrar legalidades que sirvan como instrumento para la realización de ese sentido y de esa razón. Gianbattista Vico fue quien abrió este camino. En Kant se cumplen plenamente estos requisitos que da Horkheimer. Entonces, emprendamos el camino desde la naturaleza hasta esa federación de Estados organizados y hacia esa ciudadanía cosmopolita, en la cual el hombre ya está más cerca de ese ideal, de esa utopía inconclusa denominada paz perpetua.

El hombre «sale» de la naturaleza gracias a la razón. La razón es esa chispa que lo lanza más allá de su hábitat natural. El hombre en este estado puede estar de dos formas: en una violencia incontenible o en una pacífica convivencia. Lo cierto es que en tales estados no se puede permanecer. Si el hombre decidiera vivir, sostiene Kant en Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, en la naturaleza, en un estado natural armónico, esa maravillosa facultad, que es la razón, nunca hubiera aflorado ni hubiéramos cosechado sus frutos:

Los hombres, dulces como las ovejas que ellos pastorean, apenas si le hubieran procurado a la existencia un valor superior al del ganado doméstico, y no habrían llenado el vacío de la creación con respecto del fin que es propio de ellos, entendido como naturaleza racional.

Y respecto al segundo estado, al de guerra, sostiene:

¡Agradezcamos, pues, a la naturaleza por la incompatibilidad, la envidiosa vanagloria de la rivalidad, por el insaciable afán de posesión o poder! Sin eso todas las excelentes disposiciones de la humanidad estarían eternamente dormidas y carentes de desarrollo. (Kant, 1964, p. 44)

Para Kant, a pesar de que el hombre quiera vivir en concordia, en paz, en armonía, dentro de la naturaleza, esta lo empuja desde esa inactividad hacia la actividad. Solo de esta forma es posible que el hombre explote, utilice su racionalidad. El paso de la necesidad natural a la libertad no es un salto tranquilo; la libertad trae miles de problemas al hombre: los egoísmos, las envidias, los intereses personales, las rencillas. Pero el surgimiento de estos problemas es necesario, pues solo de esa forma el hombre empieza a escalar el camino desde la animalidad hasta la moralidad; solo así se empieza a obrar por sí mismo: «La naturaleza no parece haberse ocupado, en absoluto, para que (el hombre) viva bien, sino para que se eleve hasta el grado de hacerse digno, por su conducta, de la vida y del bienestar» (Kant, 1964, p. 43).

El hombre en el estado natural, estado de «libertad salvaje», no tiene seguro absolutamente nada. Su propiedad es provisional, pues cualquier hombre puede arrebatársela en cualquier momento. En el estado natural no se puede garantizar lo «tuyo» y lo «mío». Esa conflictividad es, sin embargo, necesaria para Kant, pues de ahí surge el principio según el cual el antagonismo es el motor de la historia. Son las guerras y las mismas inclinaciones humanas las que jalonan el proceso histórico y lo dirigen hacia la meta. Así reza el cuarto principio de su escrito Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita: «El medio de que se sirve la naturaleza para alcanzar el desarrollo de todas las disposiciones consiste en el antagonismo de estas dentro de la sociedad, por cuanto este llega a ser, finalmente, la causa de su orden regular» (Kant, 1964, p. 43).

Kant (1964) explica por antagonismo la «insociable sociabilidad» de los hombres, es decir, «la inclinación que los llevará a entrar en sociedad, ligada, al mismo tiempo, a una constante resistencia que amenaza de continuo con romperla» (p. 43). De tal forma que ante la penuria que implica vivir en un estado natural, el hombre, empujado por la misma naturaleza (en realidad, la providencia), entre obligadamente al estado civil. Sin esa insociabilidad las facultades humanas hubieran quedado sepultadas eternamente. De tal forma que al estado civil se ingresa por necesidad; solo en sociedad le es posible al hombre desarrollarse íntegramente; esta —dice Kant— «es la mayor de las necesidades».

El individuo ingresa al estado civil «voluntariamente». Es aquí donde es notoria la influencia de Rousseau sobre Kant. En El contrato social Rousseau se propuso explicar el modo por el cual el hombre pasa del estado natural al estado civil. El contrato social solo puede comprenderse como una elección hecha por cada individuo; cuando todos los individuos se reúnen y deciden fundar su pacto de convivencia nace la voluntad general. El hombre, al decidir voluntariamente ingresar a la sociedad, se está dando autónomamente su ley; él ha elegido la ley que se le aplicará. Entonces, en últimas, cada ciudadano se está obedeciendo a sí mismo. Así se expresa Rousseau (1985):

Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes. (p. 165)

Kant (1964) reconoce el mismo principio en los siguientes términos: «No será posible otra voluntad que la del pueblo todo (y puesto que todos deciden sobre todos, cada uno decidirá sobre sí mismo), puesto que nadie estará dispuesto a injuriarse a sí mismo»; en otra parte agrega: «Con respecto a un pueblo, lo que este no puede decidir sobre sí mismo, tampoco puede decidirlo el legislador» (p. 164). Kant siempre admiró la agudeza de Rousseau en cuestiones morales, es más, el imperativo categórico tiene su origen en la noción de ley rousseauniana. Por otro lado, en materia política, Kant toma el republicanismo de Rousseau, el cual ha influido en hombres del siglo XX como Habermas y Rawls.

Para Kant, cuando el hombre ha ingresado al mundo civil (la ciudad), ha dejado su libertad salvaje y se ha sometido a un orden jurídico, y la dependencia a esa legalidad es parte de su propia voluntad legislativa. De tal manera que una vez dentro del Estado, es el derecho el que garantiza a los hombres su libertad exterior. No olvidemos que para Kant el derecho es, por esencia, coactivo. Ahora la propiedad, que en el estado natural era provisional, pasa a ser definitiva. El Estado, por su parte, se encarga del bienestar público. Ahora las acciones de los hombres en conjunto, de los ciudadanos, son vistas como hechos empíricos. Entonces el fin del Estado es dirigir ese mundo sensible hacia el ideal, es decir, hacia la perfección moral humana. De tal manera que el Estado y el derecho tienen la importante función de mediadores: están entre el mundo sensible y el mundo inteligible, entre el fenómeno y el noúmeno. Son el Estado y el derecho los encargados de llevar a sus administrados hacia ese fin por el cual opta necesariamente el hombre. Pero si observamos, es en realidad la historia la que acerca a la humanidad como especie hacia ese fin.

A propósito de este progreso desde la naturaleza hasta la paz cosmopolita hemos dicho, en resumen, lo siguiente: el hombre racional no puede permanecer en el estado natural, que en estricto sentido es un estado de guerra. Entonces para superar ese estado de conflicto permanente debe ingresar a la sociedad, debe someterse al derecho y al Estado, ante el cual no puede rebelarse; esa rebelión sería un crimen. Ese ingreso a la sociedad lo hace cada individuo para formar un ser-común, de tal forma que la sumisión ante el Estado es totalmente voluntaria. En Kant ese ingreso es parte del plan de la naturaleza y, por tanto, ese ingreso debe verse como un mal necesario: el Estado es un mal del cual no se puede prescindir.

Una vez en este punto, veamos cómo debe llegarse hasta la paz cosmopolita.

Para Kant (1964), el camino hacia la paz perpetua implica tres pasos: 1) la organización del hombre dentro de un Estado, 2) la organización de los Estados, a su vez, en una federación de Estados, y 3) la ciudadanía mundial. El primero es un derecho público interno; el segundo, derecho de gentes o jus gentium; el tercero, derecho cosmopolítico o jus cosmopoliticum. Para Kant el derecho público es un sistema de leyes para un Estado, o para un conjunto de Estados, que están constituidos de tal forma que ejercen los unos con respecto a los otros una mutua influencia, y tienen necesidad de un estado jurídico que los reúna bajo una influencia única; esto es, de una constitución a fin de ser partícipes en el derecho (Kant, 1968).

1. Derecho público interno: Del hombre dentro del Estado ya hicimos mención. Sin embargo, debemos decir que la constitución que rige a tal Estado debe ser republicana, representativa (Kant, 2016). Los fundamentos de esa constitución, en la cual hay una separación del ejecutivo con el legislativo, son tres: 1) la libertad del individuo en cuanto hombre, donde, por ejemplo, a nadie se lo obligue a seguir determinado canon de felicidad, 2) el principio según el cual todos los ciudadanos son dependientes de una misma ley, y 3) el principio de la igualdad de todos como ciudadanos. Kant exige que, en caso de que el Estado se vea necesariamente abocado a la guerra, esta debe hacerse con el permiso de los ciudadanos, pues son estos los que sufrirán las consecuencias.

2. Derecho de gentes: Cada Estado es visto a sí mismo como si fuera dos individuos en el estado natural. Es decir, cada Estado está respecto a otro en estado salvaje, en libertad salvaje. De tal forma que entre sí cada uno es un peligro para el otro, lo que carece de cualquier seguridad; es un estado de zozobra y desamparo. De tal manera que tales Estados deben ingresar y someterse, tal como lo hicieron los individuos al pasar del estado natural al estado civil, a una autoridad que los cobije a todos. Esto está expresado en Idea para una historia universal en sentido cosmopolita, La paz perpetua y los «Principios metafísicos de la doctrina del derecho», e, incluso, en otros artículos más. Expongamos in extenso la idea general en palabras del propio Kant:

Los pueblos —como Estados— pueden considerarse como individuos que se hacen daño unos a otros en su estado de naturaleza —es decir, en un estado sin leyes externas— solo por su mera coexistencia, y cada uno de ellos puede y debe exigir al otro, en aras de su seguridad, que entre con él en una constitución similar a la constitución del Estado, en la que se puede garantizar a cada uno su derecho. Esto sería una confederación de Estados… que no tendría que ser, no obstante, un estado federal. (2016, pp. 90-91).

En otro lado Kant (1964) sostuvo:

En lo que se refiere a la autonomía o la propiedad, ningún Estado tiene un instante de seguridad con respecto a otro. […] contra esto no hay otro medio posible que un derecho internacional fundado sobre una ley acompañada del poder público, al que todo Estado se tendría que someter (en analogía con el derecho civil o constitucional que rige a los hombres individuales). (p. 188)

Para Kant, es la razón la que obliga a tal unión. Kant propone, por otro lado, que todos los pueblos se integren en este tipo de federaciones. Esto debe ser así por lo siguiente: puede haber un Estado que tenga su constitución jurídica interna, pero que no esté bajo la federación. Este Estado podría atentar cuando a bien lo tuviera contra un miembro de la federación de paz. El Estado agresor sería para los Estados miembros de la federación un Estado en «estado natural» o en «estado salvaje». En caso de presentarse este caso, la federación tendría derecho a defenderse. Igualmente, sostiene Kant, cada Estado puede retirarse de la federación si así lo quisiese, aunque lo ideal es que esto no suceda y que la unión de Estados logre mantenerse. Kant es claro al sostener que no intenta fundar una sola república mundial, pues esto equivaldría a anular la libertad externa que cada Estado tiene como tal. Por otra parte, Kant rechaza los tratados de paz, porque estos representan en verdad un cese al fuego o un armisticio; en cambio, la federación de Estados asegura una paz definitiva.

En La paz perpetua Kant propuso unos artículos preliminares para lograr la paz entre los Estados. Mencionemos algunos de ellos: hacer tratados de paz con transparencia; no inmiscuirse por la fuerza en la constitución y el gobierno de otro Estado; evitar la guerra sucia al no utilizar asesinos, envenenadores, traidores, cuando los Estados estén en guerra; y la desaparición de los ejércitos permanentes, entre otros. Pero en rigor estos principios no son necesarios una vez establecida la sociedad de naciones. Por ese motivo tales artículos son preliminares.

3. Derecho cosmopolítico: Kant sostiene que, en este caso, se trata no de filantropía sino de derecho. El derecho cosmopolítico aboga por una ciudadanía mundial. Es la libertad de cada ciudadano de estar en cualquier parte del globo, y además nadie tiene ese derecho por encima de otra persona. Esa libre locomoción se justifica porque, en estricto sentido, nadie es dueño de la tierra como tal: «Fúndase este derecho en la común posesión de la superficie de la tierra». El derecho a la ciudadanía está referido también a la hospitalidad que debe recibir un extranjero, el cual no debe recibir mal trato por el solo hecho de llegar a otro Estado. Sin embargo, el ciudadano del mundo no puede quedarse definitivamente en territorio extranjero, pues para ello se requeriría un contrato con ese Estado. Sostiene Kant que la idea de un derecho de ciudadanía mundial no es una fantasía jurídica, sino una condición más que completa el cuadro del derecho público en el interior del Estado y entre los Estados. Es una «condición necesaria para que pueda abrigase la esperanza de una continua aproximación al estado pacífico».

Es loable destacar en Kant su lucha contra la ignorancia (1964), el respeto de la dignidad humana, pues el hombre siempre debe tomarse como fin en sí mismo y nunca como medio (Kant, 2000). Estos son postulados con los que se completa su ideal de la paz perpetua, de paz cosmopolita, y que hoy muestran una vigencia innegable.

Una vez en este punto, podemos decir que la idea de Kant de agrupar los Estados en federaciones de paz se ha materializado en la historia. Un primer antecedente notable es la Santa Alianza, acta firmada en 1815 por los emperadores de Rusia, Austria y Prusia. En ella se invocó el derecho divino y las antiguas tradiciones hereditarias de los reyes, y el fin era restaurar los límites que el imperio napoleónico había instaurado. Era un regreso al Antiguo Régimen. Esta Alianza buscaba detener el ideario de la Revolución francesa; según la Alianza tal revolución había resquebrajado la paz de Europa (Uribe, 1999). Habría que decir, que si bien la Santa Alianza fue una configuración de Estados, tal como lo había soñado Kant, sus objetivos eran algo que el filósofo alemán no hubiera compartido, pues implicaba arrasar con el ideario de la Ilustración manifestado en tal revolución.

719,32 ₽
Жанры и теги
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
294 стр. 8 иллюстраций
ISBN:
9789585392236
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают