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Nuevos tiempos,
viejos riesgos


29 de junio de 1892. Neochea, Argentina

Cuando el agente de policía entró en casa de Francisca de Rojas y vio los cuerpos ensangrentados de los dos niños, casi se desmayó. Los gritos desesperados de la madre y la sangre derramada por el suelo hicieron que el joven agente entrase en pánico y corriese a la comisaria a buscar ayuda. Dos criaturas de 6 y 4 años habían sido asesinadas y su madre acusaba de ello a un vecino que, al parecer, se habría sentido despechado por el rechazo de ella. Un crimen pasional horrendo que, afortunadamente, llegó a oídos de Juan Vucetich, oficial de policía de Buenos Aires, de origen croata, que llevaba tiempo estudiando fórmulas de identificación de criminales a partir de las pruebas que se encontraban en el lugar de los hechos.

Analizando el lugar del crimen Vucetich halló algo que llamó poderosamente su atención: en el buzón de la entrada había una huella de un pulgar con la sangre de uno de los niños. Preguntada la madre sobre si había tocado en algún momento los cadáveres y, ante su negativa solo había una conclusión: la huella debía ser del asesino. Si esta coincidía con la de Pedro Ramón Velázquez —así se llamaba el desdichado vecino—, no había lugar a dudas: él habría matado a los pequeños.

Para asegurarlo con certeza científica, Vucetich, antropólogo en sus orígenes, se fundamentaba en las investigaciones que venía realizando desde hacía tiempo por encargo del jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires para obtener un método de identificación personal. Se había basado en estudios anteriores del inglés Francis Galton, en los que se demostraba que dos huellas dactilares no podían ser idénticas; ni siquiera en gemelos. Vucetich había conseguido clasificar las huellas mediante 101 rasgos y llevaba meses tratando de hacer un registro dactiloscópico de delincuentes. El momento de aplicar su ciencia a la resolución del crimen había llegado.

Francisca insistía en que ella no había tocado en ningún momento a los niños, por lo que la sangre del buzón debía ser del criminal. Informado el juez, se procedió a tomar las huellas del acusado para contrastarlas con las encontradas en el lugar de los hechos, pero resultó que no coincidían. Vucetich informó al juez del procedimiento de análisis y clasificación que había desarrollado y, convencido este de lo adecuado de la técnica, Pedro Ramón fue puesto en libertad. El hecho de no tener un sospechoso claro obligó a los agentes a ampliar la investigación. ¿Podrían tomar huellas de personas cercanas a la familia para realizar un contraste con la encontrada en el buzón? El juez autorizó el muestreo, que incluía a la propia madre.

Francisca, 21 años, enamorada de un galán bonaerense, había considerado que lo mejor para conquistarlo sería deshacerse de sus hijos y, una aciaga noche de junio decidió asesinar a los dos pequeños asestándoles varias puñaladas. Su plan: suplantar la identidad de su vecino, provocándose a sí misma heridas, acusarlo de asesinato y salir indemne para casarse con el apuesto joven.

Francisca de Rojas es considerada la primera persona condenada en el mundo gracias a pruebas biométricas que demostraron que su identidad digital era única.

Agosto de 2019

La cara de Steve, nombre ficticio del CEO de una empresa de energía afincada en Londres, es todo un poema. Jura y perjura que el que le ordenó la transferencia urgente de 220 000 euros a una entidad húngara era su presidente y que lo hizo siguiendo las órdenes que este le dio por teléfono. La voz era la suya y, además, le había hecho algunos comentarios personales sobre la fiesta de la empresa que habían celebrado en Alemania hacía unas semanas. Era él, seguro.

Steve, que ha querido permanecer en el anonimato, es el primer caso conocido de vishing, una nueva técnica de estafa en la que se usa inteligencia artificial para imitar la voz de otra persona.

La técnica es sencilla, según explica Rüdiger Kirsch, experto en fraudes digitales de la empresa de Euler Hermes: los malhechores buscan en las redes sociales audios de la persona cuya identidad suplantarán y aplican técnicas de inteligencia artificial para crear esos deepfakes de voz. En este caso, se ha imitado perfectamente el acento alemán del presidente de la compañía. La llamada con las órdenes de pago está «adornada» con algunos comentarios personales de actividades que están publicadas en las redes sociales: deporte, fiestas, eventos… ¡Está todo ahí, es público!

Los deepfakes, vídeos en los que se suplanta la identidad de una persona, se han popularizado mucho desde que aplicaciones como Faceapp, que muestran cómo será tu rostro dentro de unos años, u otras que permiten poner tu cara en una secuencia de una película, se han convertido en una de las bromas más aplaudidas del 2020. Según la revista Rolling Stone, se estima que durante 2019 más del 96% de los deepfakes han estado aplicados a la industria del porno. ¡Cómo no!

Ceder nuestra imagen, el rostro, para hacer un vídeo de cachondeo cuando, además, sirve para desbloquear un móvil, no parece muy inteligente y, sin embargo, lo hacemos.

El ciudadano de 2021 tiene claramente una identidad digital por la que preocuparse en dos aspectos: por su imagen pública (por ejemplo, presencia en redes sociales o en webs) y por su capacidad de ejecutar transacciones (por ejemplo, firmar documentos con una clave digital o acceder a sitios de pago con un usuario y una contraseña). Sin embargo, verificar que nuestra identidad digital es real constituye un auténtico reto: ¿somos nosotros los que salimos en un vídeo en YouTube o puede ser un deepfake? ¿Hay una contraseña segura con la que operar con el banco o la puede robar un ciberdelincuente?

En un momento en el que compartir información personal tiene premio mediante likes en las redes sociales o porque se convierte en la única forma de acceder al uso de algunas herramientas —cuando algo es gratis, como Google, no eres el cliente, sino el producto—, la identidad digital única y veraz se transforma en todo un desafío.

En 2021, las nuevas técnicas basadas en biometría y contraseñas se perfilan como la solución a corto plazo: la huella dactilar, el rostro o el iris, junto con una buena password, parecen la solución más adecuada para asegurar que una persona es quien es en el mundo digital.

Eso sí, hasta que despegue la computación cuántica.

Octubre de 2035

Lola sonríe al acordarse de cómo eran las contraseñas cuando era más joven, allá por el 2020. En todos los dispositivos usaba la misma: su año de nacimiento junto al nombre de su perro, Hunter; incluso era la clave del banco. Menudo rollo tener que acordarse de todas si hubiese usado una diferente para cada sitio. Y ahora está hospitalizada porque un alumno de su instituto, de 16 años, le ha hackeado la prótesis de cadera y casi se mata bajando las escaleras. El muy idiota compró en la dark web el código de acceso a Medicatrónica y, fácilmente, accedió al sistema de gestión de la prótesis de Lola con intención de desconectarla en el momento oportuno. Un plan muy sencillo, en teoría. Esas prótesis están monitorizadas por el laboratorio en tiempo real a través de internet para hacer un seguimiento más exhaustivo del progreso del paciente. De lo que no ha sido consciente Dani (así se llama su alumno) es de que, en 0,0015 segundos, KMazon, el ordenador de la Policía Nacional, es capaz de seguir el complicado rastro que había tratado de ocultar el joven ciberdelincuente. Mas de 1 750 000 ordenadores zombi, cuyos propietarios desconocen que son usados para deslocalizar el ciberataque, fueron trazados por el potente ordenador cuántico de la Policía. KMazon, llamado así en honor al criptógrafo español Antonio Camazón, quien ayudó a descifrar la famosa máquina Enigma durante la Segunda Guerra Mundial, es uno de los ordenadores de última generación que las fuerzas de seguridad del Estado utilizan para ciberproteger a los ciudadanos.

Las compañías tecnológicas llevan años monitorizando el uso de sus redes y aplicaciones y avisan al usuario de que puede estar cometiendo un delito o una infracción: vulnerar la privacidad enviando una foto, incumplir el código ético de una red social, etc. También hace tiempo que una imagen, la retina, la voz o una contraseña no son suficientes para verificar que una persona es quien dice ser en el mundo digital. La solución adoptada por los centros de ciberseguridad internacionales y asumida como estándar tecnológico universal pasa —además de recurrir a los sistemas tradicionales— por analizar si la conducta o la operación de una persona se sale de lo normal y, en ese caso, lanzar una alerta. Es decir, si se trata de acceder al banco desde una ciudad no habitual y anteriormente no se ha realizado un desplazamiento, por ejemplo en coche o en avión, el sistema debe alertar de algo extraño.

También desde hace tiempo los humanistas digitales de la Policía desarrollan algoritmos para identificar patrones de conducta en las personas que ayudan a prever delitos y generan alertas preventivas (alertas tempranas) cuando un ciudadano tiene un comportamiento anómalo. La inteligencia artificial analiza nuestro pasado, nuestra huella, para verificar que somos nosotros en el presente.

Dani ya es un viejo conocido de las fuerzas de seguridad por movimientos de compraventa ilegal de cibermonedas en China, por realizar compras con tarjetas clonadas y por pequeños ciberataques a los servidores del instituto para cambiar sus notas. Estas actividades no han sido investigadas por las autoridades, ya que parecían ser delitos menores y el sistema de alerta temprana europeo no llegó a determinar la apertura de un expediente. A diario se realizan cerca de un billón de intentos de ciberdelitos que son automáticamente anulados por los sistemas de seguridad de las empresas o instituciones. Los delitos de Dani nunca han llegado a estudiarse. Una gota en un océano. Sin embargo, el patrón técnico de cómo se cometieron estas infracciones, junto con trillones de ellas, permanece guardado en el sistema, y encontrar la misma lógica en el delito de agresión a su profesora es fácil para KMazon. Su estilo, su forma de actuar, es su signo de identidad único y veraz. Su huella dactilar.

Trabajo
futuro


Ciudad de México, 1680

«Quede claro que soy Architecto y si trazo planos es porque lo aprendí en mis años en España donde el Gremio de Sevilla ya me consideraba alarife. ¡Y, por tanto, tengo derecho a dar traza a las obras que me dé la gana!».

El enfado de Santiago Campano era monumental. Tratar de trabajar por libre en los territorios de Nueva España era igual de difícil que en Sevilla. Los poderosos gremios vigilaban muy de cerca que nadie intentase oficiar por su cuenta en las diferentes obras que se estaban ejecutando en la ciudad. Los maestros y oficiales escaseaban en la Nueva España y no era cuestión de que cualquier advenedizo distorsionase el mercado de trabajo bajando precios y calidades al obrar por su cuenta. El gremio tenía que poner orden y asegurar el cumplimiento de los estatutos.

Santiago tendría que aceptar entrar en el gremio de Ciudad de México, adonde había llegado después de trabajar en diferentes lugares de España, si quería conseguir trabajo. Para ello tendría que adoptar las normas, protocolos y peajes y, lo que más le costaba, aceptar que no se le reconociesen los años de trabajo en los que, actuando como maestro arquitecto, trazaba planos, aunque fuese para pequeños villorrios andaluces. La poca importancia de esas construcciones no justificó, en su momento, disponer de cartas credenciales que demostrasen su valía monteando sobre el terreno los diseños que había pergeñado en un papel. Además, estaba la falta del título oficial como maestro por el Gremio de Sevilla. La Carta de examen que le reconocía como maestro en su oficio. Es cierto que no aprobó dicho examen, pero ese formalismo le parecía otra de las injusticias que acarreaba el sistema de gremios. Aceptar el cargo de oficial y trabajar para el maestro Gala sería la única forma de entrar legalmente en el circuito de trabajo para albañiles, alarifes o arquitectos en México.

Los gremios habían sido potenciados o prohibidos en los diferentes reinos de España desde hacía muchos años —los primeros se conocían desde el siglo XIII en Cataluña— y, en ese momento, en Nueva España eran la mejor plataforma de trabajo posible para muchos oficios. Ser panadero, zapatero o barbero y no pertenecer a un gremio, sin que fuese necesariamente ilegal, era bastante dificultoso por varias razones. En primer lugar, por la falta de reconocimiento por parte de los clientes: salvo para trabajos de poco calado, ni las autoridades de los cabildos ni las propias asociaciones gremiales iban a dejar pasar que se desarrollasen oficios en los que los precios, calidades, normativas e impuestos estuviesen fuera de lo reglado. En segundo lugar, porque los gremios eran realmente útiles: ofrecían formación, protección en caso de enfermedad o muerte, promovían leyes que favorecían a sus integrantes y, en definitiva, facilitaban el acercamiento al cliente —si uno buscaba un zapatero no tenía más que dirigirse al barrio donde se instalaban los miembros de este gremio—. En tercer lugar, porque los profesionales estaban reconocidos por la propia comunidad y eso aseguraba la calidad de los trabajos; llegar a ser maestro implicaba haber pasado por aprendiz, oficial y haber superado unos complicados exámenes con los que el gremio otorgaba esa credencial de experto en una materia.

Ser reconocido por la comunidad, la posibilidad de aprender y obtener un cierto nivel de protección podían ser motivos suficientes para Santiago; solo tenía que resolver un problema: aceptar ser evaluado por los maestros. Esa chusma que no tenía ni idea. La lucha con su ego.

Gran Canaria, enero de 2021

Nomad City es la iniciativa que ha lanzado el gobierno regional para promocionar la isla de Gran Canaria como centro de trabajo de los nómadas digitales que, viniendo de cualquier lugar del mundo, pueden encontrar conectividad, sol y un determinado estilo de vida. Si bien la pandemia de la COVID-19 ha impulsado definitivamente el teletrabajo, esta modalidad ya venía siendo tendencia desde varios años atrás para un determinado tipo de perfiles profesionales; principalmente aquellos empleados de empresas de base digital. Sin embargo, el 2020 es el año en el que, como consecuencia de los sucesivos confinamientos, las empresas han puesto a prueba su capacidad para transformarse digitalmente y adoptar el teletrabajo como una parte fundamental de su esquema productivo. Sectores más tradicionales como el financiero o el de la educación organizan a sus profesionales de manera que lo presencial no sea necesario. Y más o menos ha funcionado.

Algunos trabajadores se han encontrado de la noche a la mañana con varios beneficios: mejores posibilidades para conciliar vida personal y profesional —al verse reducido el tiempo empleado en desplazamientos al lugar de trabajo—, incremento de la productividad —las reuniones se han hecho más operativas— y, para muchos, se abre la puerta a encontrar trabajo en empresas ubicadas a miles de kilómetros de distancia.

La crisis de 2020 ha obligado a las empresas a adaptar también su modelo productivo, no solo en cuanto al teletrabajo, sino haciéndose más digitales. Es decir, desarrollando nuevos productos y servicios de base digital, implantando más tecnología en los procesos o preocupándose por nuevos aspectos como la ciberseguridad. El modelo ha cambiado y los profesionales tienen que cambiar con él. La reconversión digital se acelera y, con aquello del Pisuerga y Valladolid, el momento de sacar gente de las empresas ha llegado: miles de profesionales a la calle. Y ¿sustituirlos por quién? Bueno, es cierto que el objetivo es automatizar y robotizar muchos procesos. La década de las plataformas y la inteligencia artificial es, sin lugar a dudas, esta y, aunque no se puede prescindir del capital humano en muchos casos, sí toca modificar el modelo de relación con los profesionales. Es la era del trabajo por horas o por proyectos. Es la hora de contratar servicios como se ha hecho siempre con las bandas de música, por bolos (gigs en inglés). Estamos en la Economía Gig.

Las relaciones laborales están cambiando: los empleados de plataformas como Uber o Glovo conviven con los llamados i-Pros (profesionales independientes), más especializados en oficios de marketing, consultoría o diseño y que son demandados por las empresas para realizar trabajos concretos y especializados en un periodo de tiempo. Este tipo de trabajadores crece día a día en todos los sectores debido a varios factores: los despidos, que ponen a muchos en la casilla de salida, el deseo de muchos de desempeñar su actividad por libre o porque es la única forma de contratación para los recién llegados al mercado laboral.

El modelo crece, sí, pero sin control. Asegurar la calidad y no entrar en una competencia loca por los precios es algo que preocupa a todos. Y garantizar un mínimo de formación, estabilidad o protección a los profesionales independientes es una patata difícil de digerir según el modelo de gobierno imperante en el lugar de residencia del trabajador. Y este, como hemos visto en muchas profesiones, puede teletrabajar desde donde quiera.

En 2021 contratar a un arquitecto en México DF se puede hacer de diferentes formas: acudiendo a estudios de arquitectura, directamente contactando con uno conocido o buscando en Workana (www.workana.com), una de las plataformas de freelancers más importantes de América Latina, donde podrás ver comentarios, referencias y «medallas» que haya conseguido aquel que pueda encajar por precio y credenciales. El hecho de estar en una de estas plataformas permite al profesional disfrutar de una serie de servicios: es más fácil que te encuentren los clientes, te ayuda a poner honorarios acordes con el resto, el proceso de cobro ofrece garantías al cliente (si no estás satisfecho, se te devuelve el dinero) y crea relaciones entre los propios freelancers. Si proporcionaran además algún tipo de seguridad o protección social y organizasen de acuerdo a criterios imparciales el sistema de calificación de los profesionales —a veces, la forma de conseguir premios y credenciales es muy subjetiva—, se parecería mucho a un modelo que existía antiguamente: los gremios.

Barrio de La Latina, Madrid, año 2035

Toca ponerse a trabajar toda la tarde. Las 4 horas a las que se obliga de lunes a jueves. Después de una reparadora siesta, Sofía, se coloca sus LennsVR y revisa los mensajes pendientes. Frinkee, la empresa en la que trabaja desde hace años, le ha enviado varias solicitudes de proyectos y debe contestarlas cuanto antes o su puntuación (scoring) bajará. Bueno, realmente Sofía no trabaja en Frinkee; esta es la plataforma a la que están adheridos los principales expertos en ciberseguridad del mundo. Tener un buen scoring en Frinkee te asegura unas tarifas más altas y, aunque su comisión es de las más elevadas, es la plataforma más elitista en su sector.

Desde que en 2028 la regulación del empleo independiente se ha convertido en una obsesión por parte de los dirigentes políticos (cada uno en su posición, lógicamente), parece que la única forma de acometer el asunto pasa por obligar a las plataformas que agregan los servicios profesionales a asumir el papel de empleadores que antes recaía en las empresas tradicionales. Sin embargo, la volatilidad de los trabajos y los continuos cambios en las competencias de los profesionales hace muy difícil que alguien, ni siquiera en el ámbito público, pueda dar estabilidad en un entorno tan etéreo como el laboral. Al menos, con los principios de gestión de recursos humanos del siglo XX. En determinados empleos sí era posible en esa época —y lo sigue siendo ahora— porque, aunque la robotización ya ha llegado para eliminar tareas repetitivas en la empresa, hay algunas que requieren intervención humana y tienen cierta continuidad en el tiempo, por lo que es posible ofrecer modelos de relación (contratación) estables. Por ejemplo, el padre de Sofía lleva décadas como camarero en un hotel y su tío Miguel, años como experto en calidad del acero en una acería. Sin embargo, ese tipo de trabajos solo suponen el 50% del empleo en 2035.

Sofía pertenece al otro 50% de profesionales, los guildies, aquellos que trabajan por proyectos para otros pero que están asociados, obligatoriamente en su caso, a una plataforma digital que les aporta una serie de servicios comerciales y sociales, como la formación o los seguros médicos, pero que gestiona, de manera agregada para todos los profesionales, el aspecto fiscal y legal. En su caso, Frinkee controla todo el proceso de facturación, los cursos de formación obligatoria o los seguros de responsabilidad civil profesional (algo que para una experta en ciberseguridad es muy importante). Esta y otras plataformas, las principales, son todas propiedad del grupo europeo Aporta, un conglomerado de empresas de carácter público-privado desarrollado en 2030 para promover la inteligencia artificial en el continente. Trabajar con compañías estadounidenses o europeas al margen de una plataforma como Frinkee es prácticamente imposible por varios motivos: puede ser ilegal —dependiendo del oficio—, no aporta credibilidad y toca lidiar con las molestas acciones de lobby de estas plataformas para asegurar niveles de precio y calidad adecuados. Es mejor no ir por libre.

El único problema de Sofía con Frinkee es el sistema de scoring. Está harta de que la aplicación no reconozca realmente su valía y dedicación a los proyectos. Aunque son los clientes los que otorgan las medallas (badges) por su trabajo, la plataforma, el algoritmo, está evaluando continuamente la dedicación de Sofía: los cursos de formación, el cumplimiento de plazos, el tiempo que tarda en responder…, hasta la actitud con que encara los problemas que surgen en el día a día. Le molesta tener que seguir los estúpidos protocolos de trabajo en equipo cuando hay cosas que puede resolver ella sola en un minuto.

Precisamente el último de los mensajes que lee Sofía tiene que ver con eso. El algoritmo la ha penalizado porque sus últimas publicaciones en la red no han sido suficientemente aplaudidas. ¡Pues claro que no podían ser aplaudidas! Eran una porquería y ella lo sabía. Estaba harta de escribir siempre pensando en lo que quieren leer los maestros de la comunidad —los más antiguos y con mejores valoraciones—. Harta de la tiranía del reconocimiento continuo por parte de un algoritmo. ¡Que les den!…, ella sabe más que un algoritmo.

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9788419018007
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