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Doyle, Arthur Conan, 1859-1930

Sherlock Holmes : novelas / Arthur Conan Doyle ; traducción

Juan Fernando Hincapié ; prólogo Diego Antonio Pineda R. -- Edición Miguel Ángel Nova. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2020.

816 páginas : ilustraciones ; 23 cm.

ISBN 978-958-30-6081-6

1. Novela inglesa 2. Novela policíaca inglesa 3. Detectives - Novela I. Hincapié, Juan Fernando, 1978- , traductor II. Pineda, Diego Antonio, prologuista III. Nova, Miguel Ángel, editor. IV. Tít.

823.91 cd 21 ed.

A1660529

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,

julio de 2020

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Miguel Ángel Nova

Traducción del inglés

Juan Fernando Hincapié

Corrección de estilo

Gustavo Patiño Díaz

Ilustración de carátula

Andrés Rodríguez

Diagramación

Martha Cadena

ISBN 978-958-30-6081-6 (impreso)

ISBN 978-958-30-6287-2 (epub)

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia


Contenido

~

El detective y su cronista: antecedentes históricos de las novelas sherlockianas

Estudio en escarlata

El signo de los cuatro

El sabueso de los Baskerville

El valle del terror

EL DETECTIVE Y SU CRONISTA:

antecedentes históricos de las novelas sherlockianas

~

Un personaje bien concebido y construido es siempre más grande que su autor, pues toma vida propia y empieza a desplegarse en múltiples direcciones. Don Quijote será siempre más grande que Cervantes; Robinson Crusoe, más conocido que Daniel Defoe… y Sherlock Holmes, más fundamental que su gran creador: Sir Arthur Conan Doyle.

De Holmes se han hecho muchas películas y series de televisión; existe, además, una muy amplia literatura sherlockiana, es decir, múlti­ples relatos que lo toman como su personaje principal, escritos a lo largo de los últimos cien años por diversos autores y en distintos contextos. No debería sorprendernos: el personaje es tan versátil que continuamente se reinventa a sí mismo, al tiempo que rediseña sus métodos e instrumentos. De los folletos callejeros en que empezaron a contarse las historias sherlockianas hace un poco más de ciento treinta años, a las obras de teatro y películas protagonizadas por William Gillette o Basil Rathbone, a las múltiples series policiacas que inspira aquí y allá, e incluso al reciente Sherlock, de la bbc, maravillosamente representado por Benedict Cumberbatch, Sherlock Holmes se recompone y transfigura una y otra vez. El personaje está vivo y goza de buena salud. No solo se siguen imprimiendo sus aventuras, sino que él mismo crece con el tiempo. Ya no es solo el fantástico detective de violín y pipa que, con una lupa y un lazo, resuelve los misterios más impresionantes, sino que ahora es el excéntrico personaje de una serie de televisión que envía mensajes de texto, hace una consulta en internet o revisa unas pruebas de adn.

El mérito, por supuesto, es también del creador. Conan Doyle creó un personaje tan inmortal que cada generación tiene que crear su propio Sherlock Holmes. Es como si, a través de él, realizáramos uno de nuestros deseos más íntimos: el de ahondar en esas profundidades del alma humana que se nos revelan de forma peculiar en el misterio del crimen. Todos nos sentimos Sherlock Holmes… y la fascinación que nos procuran las series de detectives obedece a que participamos de sus descubrimientos.

Pero ¿quién fue el creador de este singular personaje? Arthur Conan Doyle, que nació en Edimburgo (Escocia) en 1859 y murió en 1930, era médico de profesión. Sin embargo, en una época en que resultaba tan difícil ejercer la medicina a un recién graduado, para mejorar sus ingresos y por puro gusto, empezó a escribir historias de todo tipo. Un día descubrió que podría inventar un personaje semejante a uno de sus favoritos, el detective A. Dupin, protagonista de algunos cuentos de Edgar Allan Poe. Pronto se dio cuenta, además, de que podría crear incluso un mejor detective que Dupin si, para ello, se inspiraba en alguien cercano, el doctor Joseph Bell, su profesor en la Universidad de Edimburgo.

El doctor Bell se caracterizaba por sus grandes poderes de observación y deducción. Se cuenta que, mirando pequeños detalles, diagnosticaba a sus pacientes con suma certeza. Su detective debía tener esos mismos poderes y, además, una serie de conocimientos particulares sobre asuntos esenciales para la resolución de los crímenes: una capacidad para leer las huellas, para seguir rastros y ciertos conocimientos de antropología forense que le permitieran hacer perfiles muy definidos de un crimi­nal, y muchas cosas más. De esa manera, Doyle fue prefigurando un personaje que se caracterizaba por su maestría en tres asuntos básicos: la observación detallada, la deducción rigurosa y el conocimiento preciso de un campo de investigación, que en este caso particular era el mundo del crimen.

Bosquejada la idea del personaje, era preciso darle materialidad, infundirle vida. Ello implicaba, entre otras cosas, darle una identidad definida, un nombre propio. No fue tarea fácil, pues debía ser a la vez sonoro y original; y, sobre todo, debía reflejar una personalidad particular y, en cierto sentido, dual: se trataba de un individuo que, por una parte, fuese inquisitivo, sagaz, ingenioso, inteligente y metódico, pero, por la otra, soñador, bohemio, intuitivo y reflexivo. Seguramente hubo intentos previos, pero la prueba definitiva llegó en 1886 cuando escribió el primero de sus relatos: Estudio en escarlata. Allí aparece por primera vez Sherlock Holmes, acompañado del doctor Watson, un joven médico del ejército británico que había llegado a Londres tras la guerra de Afganistán. Con él compartirá sus habitaciones y poco a poco se formará entre ellos una profunda amistad. Watson lo acompañará en sus aventuras como una especie de coinvestigador que, a la vez que le ayuda a elaborar sus hipótesis y a ponerlas a prueba, le sirve de biógrafo y cronista.

Conan Doyle escribió cuatro novelas —precisamente las que están en el libro que ahora tiene en sus manos—, además de 56 cuentos, con Holmes como protagonista y Watson como narrador en casi todos. Estas historias primero se contaron por episodios en los periódicos de la época y solo más adelante tomaron la forma de libro, a raíz de su inmenso éxito entre los lectores. Puesto que aquí solo se publican las novelas (los 56 cuentos puede leerlos por su cuenta en excelentes versiones en inglés y español de fácil consecución), me referiré a continuación solamente a ellas.

Tal vez lo más necesario sea advertir al lector que se trata de novelas que tienen un trasfondo histórico que no debemos perder de vista. Conan Doyle fue un gran escritor de novelas históricas, entre las que se destacan La compañía blanca y Sir Nigel. Se cuenta incluso que desarrolló un cierto desapego hacia su personaje, pues Holmes tuvo tanto éxito que lo desvió de su interés literario fundamental, la novela histórica, convirtiéndose en un impedimento para su desarrollo literario, dado el tiempo que le tomaba escribir las historias sherlockianas, que el público pedía una y otra vez.

La lectura de estas novelas resulta valiosa tanto por el placer que nos procura una aventura interesante y bien contada como porque, a través de ellas, recibimos enseñanzas adicionales de historia y geografía y, so­bre todo, de técnica narrativa y lógica de la investigación. Ellas nos ofrecen lecciones permanentes de historia, pues nos llevan desde lo que ocurría en el siglo xix, en la Inglaterra victoriana, la época del predominio del Imperio británico en diversas partes del mundo, a lugares muy diferentes, como los Estados Unidos, donde ocurre la historia de los mormones (en Estudio en escarlata) o de ciertos acontecimientos ocurridos en las minas de carbón de Pensilvania (en El valle del terror); o incluso nos trasladan imaginariamente a la India, para revelarnos los secretos del tesoro de Agra (en El signo de los cuatro). Y nos ofrecen también interesantes lecciones de geografía, pues Watson tiene el poder de describir con suma belleza los lugares que recorren, como el páramo de Dartmoor, en El sabueso de los Baskerville, o de relatarnos con cuidado cómo eran las llanuras de álcali a través de las cuales se dio la gran travesía de los mormones en su viaje hacia Salt Lake City. Y nos ofrecen también una lección de literatura, bajo la forma de una narración que mantiene todo el tiempo vivo el misterio y la tensión y que, cuando lo resuelve, lo hace de un modo siempre sorprendente y reflexivo, pues Watson no solo nos cuenta una historia, sino que, además, nos describe el proceso mental por medio del cual Holmes pudo resolver el misterio que tenía entre manos.

Pero, por supuesto, la lección fundamental de estos relatos es una lección de lógica de la investigación: lo más sorprendente en ellos es el modo como razona Holmes, la forma en que recoge cada uno de los datos que luego va relacionando, la manera de organizar su información según una cierta estructura y, sobre todo, el modo como va argumentando paso a paso hasta descubrir los motivos, causas y razones que explican o justifican la comisión de un crimen. Todas estas historias ocurren en un momento y lugar histórico determinados y recrean, al estilo de Conan Doyle, dichas situaciones. Retratan, por lo tanto, la percepción y comprensión que tiene un hombre como él de ciertos sucesos de la época que le sirven de contexto a la historia sherlockiana.

Para entender mejor estas novelas, será preciso, entonces, decir algunas cosas sobre el contexto en que se cuentan. Antes de ello es preciso, sin embargo, hacer notar un elemento narrativo que es importante para su comprensión: el uso de la técnica del flashback, es decir del “volverse atrás” cuando va concluyendo la narración básica para introducir en el desarrollo de la acción una secuencia de acontecimientos provenientes del pasado. En varias novelas —y específicamente en Estudio en escarlata y El valle del terror—, después de que se ha contado la historia y se ha resuelto el crimen (allí termina la primera parte de la novela), su segunda parte nos conduce hacia un lugar y momento diferentes al de la narración original. Así, por ejemplo, la historia de Estudio en escarlata trata de un asesinato que sucede en Londres, pero solo se explica por lo sucedido durante la travesía de los mormones a lo largo de los Estados Unidos, que es lo que se narra en la segunda parte de la novela. Algo semejante ocurre en El valle del terror, en la cual, tras resolverse el misterio inicial, el novelista retrocede en el tiempo para contarnos lo ocurrido en las minas de carbón de Pensilvania. El trasfondo histórico que da sentido a la narración solo nos será revelado a medida que esta se desenvuelve.

La primera gran historia es, sin duda, Estudio en escarlata, no solo porque allí se crean el personaje principal (Holmes) y su narrador (Watson), y este es el primer caso que resuelven juntos, sino porque en esta historia, en que se resuelve el misterio del asesinato ocurrido en los jardines de Lauriston, se van constituyendo todos los elementos claves de la narración sherlockiana: se hace explícito el modo como razona Holmes, se ve con claridad cómo es capaz de leer de forma original la escena del crimen, se manifiesta su conflicto con los detectives de Scotland Yard y se sientan las bases esenciales sobre las cuales se construye una historia policiaca. Y, por supuesto, está su mirada histórica: de pronto nos vemos transportados a lo que ocurrió en la travesía de los mormones hasta el valle de Utah, uno de los acontecimientos históri­cos más polémicos del siglo xix. La lectura de esta y otras novelas nos permite apreciar también de forma fascinante el Londres victoriano, con sus calles, sus casas de gran factura arquitectónica, sus carruajes de caballos o sus lugares de diversión, como aquellos en que se presenciaban espectáculos tan distintos como los conciertos de música clásica o los combates de boxeo.

No menos interesante es la segunda novela: El signo de los cuatro. En ella se revelan las claves de un buen investigador y se cuenta una de las historias más interesantes: la del tesoro de Agra, un tesoro que cuatro hombres ocultaron en esa ciudad mientras fueron arrestados y enviados a una colonia penal en las islas Andamán durante el motín de la India. Dicho motín comenzó en 1857, cuando un grupo de soldados indios (los cipayos) disparó contra soldados británicos y condujo con el tiempo a importantes rebeliones en el centro y norte de la India. Como sabemos, la India era una colonia británica, la más apreciada de todas, a lo largo del siglo xix; y Conan Doyle, que estudió con cierto detalle dicho motín, logra recrearlo mediante un relato que es una mezcla sin igual de intriga, misterio y tragedia; y que, además, nos ofrece una serie de perspectivas sobre otros aspectos propios de la época: la presencia del “salvaje” (Tonga) y la impresión que causaba en la Inglaterra de su tiempo; una descripción fabulosa del río Támesis, en Londres, donde se da la gran persecución para recuperar el tesoro; y lo que ocurría en las colonias penales de entonces, como la de las islas Andamán.

El sabueso de los Baskerville es, así lo creen algunos, la mejor historia de aventuras de Conan Doyle; lo cierto es que tal vez sea la más famosa aventura sherlockiana. Es una historia totalmente inglesa, que recoge una antigua leyenda según la cual hay un perro infernal dispuesto a devorar a quien se le acerque. Cuenta lo que le ocurre a esta noble familia a raíz de una maldición que los persigue por un pacto demoniaco que hizo hace muchos años uno de sus miembros, Hugo de Baskerville, y que afecta a las generaciones posteriores, pues se advierte que sus posibles descendientes tendrán un destino similar si visitan el páramo donde se halla su elegante mansión en medio de la noche. Con estos elementos a mano, primero Watson y luego Holmes, se trasladan a los sombríos páramos de Dartmoor para relatarnos lo que allí acontece hasta que logran desenredar la maraña de acontecimientos oscuros que se ciernen sobre el linaje de los Baskerville. El escenario de la narración está finamente construido, y se ve enriquecido con la bella descripción que de los páramos ingleses nos hace Watson, que en esta ocasión hace el “trabajo de campo” investigativo mediante cartas que envía a Holmes.

El valle del terror conecta el asesinato, en el poblado inglés de Sussex, hasta donde se han extendido las redes criminales de Moriarty, de un norteamericano de ascendencia irlandesa, John Douglas, en 1887, con lo ocurrido doce años antes, en 1875, en el valle de Vermissa, en Pensilvania, “el más desolado rincón de los Estados Unidos de América”, donde una sociedad secreta, Los Vengadores, siembra la muerte por todas partes. Como en Estudio en escarlata, se nos cuentan aquí ciertos aspectos oscuros de la historia norteamericana, como las duras condiciones de explo­tación en que vivían los mineros del carbón y las terribles sociedades criminales que se formaron en dicho país en el siglo xix. La historia nos ofrece, además, uno de los mejores casos de desciframiento de un mensaje encripta­do, cuando Holmes razona con todo cuidado para lle­gar a concluir el asesinato de Douglas mucho antes de que la policía hubiese tenido noticia de él, uno de los finales más inesperados y sorprendentes de un caso criminal y, sobre todo, una de las mejores caracterizaciones del más poderoso e inteligente enemigo de Holmes: el “Napoleón del crimen”, el profesor Moriarty.

No puedo concluir esta introducción sin agradecer y celebrar el esfuerzo de Panamericana Editorial por rescatar los tesoros literarios del pasado: esas obras que se han vuelto clásicas e inmortales porque, más allá de las circunstancias particulares en que fueron escritas o las historias que cuenten, son capaces de retratar aquellos aspectos del alma humana que siguen constituyendo misterios insondables. Saludo, entonces, con beneplácito que, a las de Drácula y Frankenstein, se una ahora la publicación de las cuatro novelas sobre Sherlock Holmes escritas por Arthur Conan Doyle en las excelentes traducciones de Juan Fernando Hincapié.

Nos queda a continuación nuestra tarea de lectores: seguir paso a paso —y de la mano de un excelso narrador, Watson— a Sherlock Holmes en cada una de sus observaciones y razonamientos, hasta lograr resolver los misterios más profundos. Se nos viene a continuación una aventura que pone en tensión nervios y músculos, y que abre nuestras mentes hacia la investigación de lo cognoscible y la imaginación de lo que resulta imposible de saber. ¡Bienvenidos!

Diego Antonio Pineda R.

Profesor titular de la Facultad de Filosofía

Pontificia Universidad Javeriana

Bogotá, febrero de 2020

ESTUDIO EN ESCARLATA


Primera parte

(Reimpreso de las memorias del doctor John H. Watson, quien perteneció al servicio médico del Ejército)


CAPÍTULO I

El señor Sherlock Holmes

~

En 1878 me gradué como doctor en Medicina de la Universidad de Londres, tras lo cual fui a Netley con el fin de tomar el curso obligatorio para los cirujanos del ejército. Luego de completar mis estudios en esa localidad, fui debidamente incorporado como cirujano asistente al quinto regimiento de los Fusileros de Northumberland, el cual se encontraba en la India, y antes de que pudiera unírmeles estalló la guerra afgana. A mi llegada a Bombay descubrí que mi unidad había traspuesto la frontera y ya se encontraba internada en territorio enemigo. Los seguí, no obstante, junto a otros militares que se encontraban en la misma situación, y llegamos sin contratiempo a Kandahar, donde por fin encontré mi regimiento y pude incorporarme en el acto a mis funciones.

La campaña militar en aquel país cubrió de honores y de ascensos a mu­chos hombres, pero a mí solo me trajo desdichas y calamidades. Me separaron de mi brigada y me incorporaron a los Berkshires, con quienes serví en la batalla fatal de Maiwand. Allí recibí en el hombro un impacto de bala explosiva que me destrozó el hueso y rozó la arteria subclavia. De no ser por el valor y la entrega mostradas por Murray, mi ordenanza, habría caído en las manos asesinas de los guerreros de la fe. Murray me cargó en un caballo de carga que me llevó hasta la seguridad de las líneas británicas.

Agotado por el dolor y totalmente debilitado por las miserias padecidas, me llevaron en medio de grandes sufrimientos al hospital de Peshawar. Allí mejoré un poco, hasta el punto de que ya podía caminar sin ayuda por los pabellones e, incluso, disfrutar con moderación del sol en la terraza, pero entonces caí víctima del más terrible enemigo de nuestra presencia en la India: la fiebre tifoidea. Durante meses mi vida pendió de un hilo, y cuando por fin pude volver en mí mismo y lograr un estado de convalecencia, estaba tan débil y demacrado que una junta médica determinó que no se debería perder un solo día en mi retorno a Inglaterra. En consecuencia, ocupé una plaza en el buque de transporte de tropas Orontes, y luego de un mes desembarcamos en el muelle de Portsmouth. Mi salud estaba irrevocablemente malograda, pero tenía permiso de mi paternal gobierno de pasar los siguientes nueve meses tratando de recuperarme.

No tenía parientes ni allegados en Inglaterra y, por lo tanto, estaba tan libre como el viento —o tan libre como unos ingresos de once chelines y seis peniques al día se lo permiten a un hombre—. Bajo tales circunstancias me sentí atraído de manera natural hacia Londres, aquel inmenso pozo séptico que fascina a todos los holgazanes y zánganos del Imperio. Allí me hospedé por algún tiempo en un buen hotel en el Strand, donde llevé una vida sombría y carente de significado y gasté todo el dinero del que disponía, de manera considerablemente más libre de lo que la prudencia aconsejaba. Tan alarmante se tornó el estado de mis finanzas que pronto supe que debía dejar la metrópoli y llevar una vida rústica en algún lugar del campo, o emprender una reforma absoluta de mi estilo de vida. Al optar por esta última alternativa, comencé a deci­dirme a dejar el hotel y tomar una habitación en un domicilio menos pretencioso y más barato.

El mismo día en que llegué a esta conclusión me encontraba en el bar Criterion, y de pronto alguien me dio unos golpecitos en el hombro. Al darme vuelta reconocí al joven Stamford, quien había trabajado bajo mis órdenes en Barts. Para un hombre solitario no hay nada más grato que encontrar una cara amable en medio de un lugar tan inmenso y salvaje como Londres. La verdad es que Stamford y yo no habíamos sido grandes amigos, pero en el bar lo saludé con entusiasmo, y él, a su turno, parecía encantado de verme. En medio de la exuberancia de mi gran alegría, lo invité a almorzar en el Holborn, y hacia allá nos dirigimos en un coche de los de un caballo.

—¿Y qué ha estado haciendo, Watson? —me preguntó sin disimular su asombro mientras el coche traqueteaba por las calles atestadas de Londres—. Está tan flaco como un listón y bronceado como una nuez.

Le brindé un pequeño bosquejo de mis andanzas, y no bien llegué a la conclusión, arribamos a nuestro destino.

—¡Pobre diablo! —dijo con conmiseración luego de que hubo escuchado mis desdichas—. ¿Y a qué se dedica ahora?

—Busco alojamiento —respondí—. Estoy tratando de resolver el problema de si es posible o no obtener alguna habitación cómoda a un precio razonable.

—Es extraño… —comentó mi compañero—. Es usted la segunda persona a quien le escucho lo mismo hoy.

—¿Y quién fue el primero?

—Un sujeto que trabaja en el laboratorio químico del hospital. Se estaba lamentando esta mañana de que no podía conseguir a alguien para compartir el alquiler de un lindo apartamento que había encontrado y que resultaba demasiado oneroso para su bolsillo.

—¡Por Júpiter! —grité—. Si de verdad está buscando a alguien para compartir el sitio y los gastos, yo soy la persona que busca. Preferiría vivir con alguien a estar solo.

El joven Stamford me miró de un modo muy extraño, por sobre su copa de vino.

—Aún no conoce a Sherlock Holmes —dijo—. Quizá al hacerlo no desee tenerlo cerca todo el tiempo.

—¿Por qué? ¿Qué pasa con él?

—Oh, nada malo. No he dicho eso. Sus ideas son un poco extrañas… Es un entusiasta de ciertas ramas de la ciencia. Pero es un tipo decente hasta donde me consta.

—Supongo que será estudiante de Medicina… —dije.

—No… no sé exactamente cuáles son sus intereses. Entiendo que sabe mucho de anatomía, y es un químico de primer nivel, pero hasta donde sé nunca ha tomado clases de Medicina de manera sistemática. Sus estudios son inconexos y excéntricos; sin embargo, ha logrado amasar una gran cantidad de conocimientos poco corrientes, que llenarían de asombro a un profesor.

—¿Nunca le ha preguntado qué pretende? —pregunté.

—No. No es el tipo de hombre al que sea fácil sacarle cosas, aunque puede ser bastante comunicativo cuando quiere.

—Me gustaría conocerlo —dije—. Si voy a vivir con alguien, prefiero una persona estudiosa, de hábitos silenciosos. Aún no estoy lo suficientemente recuperado como para soportar mucho ruido o emociones. Las grandes raciones que tuve de ambos en Afganistán me bastan para lo que me resta de vida. ¿Qué puedo hacer para conocerlo?

—Lo más seguro es que esté en el laboratorio —respondió mi compañero—. A veces evita el lugar durante semanas, pero suele trabajar allí desde que amanece hasta entrada la noche. Si le parece, podemos ir allá luego del almuerzo.

—Desde luego —dije, y la conversación tomó otros rumbos.

Camino al hospital, luego de dejar Holborn, Stamford proveyó nuevos detalles sobre el caballero que yo pretendía tomar por compañero de alojamiento.

—No debe culparme si no se llevan bien —dijo—. No sé nada más de él aparte de lo que he podido observar las veces que hemos coincidido en el laboratorio. Finalmente ha sido su idea, y no es mi responsabilidad.

—Si no nos llevamos bien, será fácil separarnos —respondí—. Me parece, Stamford —agregué mirándolo con dureza—, que tiene usted algún motivo para lavarse las manos en este asunto. ¿Acaso el temperamento de este tipo llega a tales extremos? ¿O qué sucede? Le pido que no se ande con rodeos.

—No es fácil expresar lo inexpresable —respondió riendo—. Para mi gusto, Holmes es quizá demasiado científico, puede que hasta el extremo de la sangre fría. Puedo imaginar perfectamente que Holmes haría que un amigo suyo recibiera un pequeño pellizco del último alcaloide vegetal, y no lo haría por malevolencia, sino por el simple espíritu de la investigación, para hacerse una idea sobre sus efectos. Para ser justos, creo que se lo practicaría a sí mismo con igual disposición. Es un apasionado del conocimiento exacto y definitivo.

—Es algo positivo, a mi modo de ver.

—Desde luego que lo es, aunque puede resultar excesivo. Lo he visto apalear cadáveres en las salas de disección. No deja de ser extraño.

—¿Apalea cadáveres?

—Así es, para verificar qué tantos moretones pueden salir después de la muerte. Lo vi con mis propios ojos.

—¿Y sin embargo dice que no es un estudiante de Medicina?

—No lo es. Sabrá Dios cuál es el objeto de sus estudios. Pero hemos llegado, y ya se podrá usted formar sus propias impresiones.

Sin que Stamford dejara de hablar, el coche dobló por una calle estrecha y pasó por una pequeña puerta lateral que desembocaba en una de las alas del gran hospital. Era un lugar familiar para mí, y no necesité guía mientras subíamos las lúgubres escaleras de piedra hasta el largo corredor de paredes de cal y puertas de colores pardos. El pasillo remataba en un arco que daba inicio a un nuevo pasillo que parecía desprenderse del anterior y llevaba al laboratorio químico.

Se trataba de un recinto elevado, lleno de incontables botellas por todos lados. También se veían mesas anchas de poca altura, erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeños mecheros de Bunsen, de los que asomaban intermitentes llamas azules. Solo había un estudiante en la sala, y este se encontraba inclinado sobre una de las mesas distantes, por completo absorto en su labor. Cuando escuchó el sonido de nuestros pasos, miró alrededor, se incorporó y gritó de alegría:

—¡Lo encontré! ¡Lo encontré!

El grito iba dirigido a mi compañero. El fulano corrió en nuestra dirección con un tubo de ensayo en las manos.

—Encontré un reactivo que se precipita únicamente con la hemoglobina, con nada más.

De haber descubierto una mina de oro, la alegría que mostraba su rostro no habría sido mayor.

—Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —dijo Stamford a modo de presentación.

—Cómo está usted —dijo con cordialidad mientras me estrechaba la mano. La fuerza de su agarre no parecía concordar con su figura—. Veo que ha estado en Afganistán.

—¿Cómo diablos lo sabe? —pregunté lleno de asombro.

—No tiene importancia —dijo ahogando una risa—. Lo que ahora importa es la hemoglobina. Sin duda perciben la importancia de mi descubrimiento…

—Desde el punto de vista químico es interesante, sin duda —respondí—, pero en términos prácticos…

—Pero, hombre, es el descubrimiento más práctico en términos médico-legales que se ha hecho en años. ¿Acaso no ve que nos ofrece un examen infalible de manchas de sangre? ¡Le muestro!

En su ansia, me sujetó con fuerza por la manga y casi me arrastró hacia su lugar de trabajo.

—Necesitamos un poco de sangre fresca. —Tras decir esto se clavó una aguja en uno de sus dedos, y capturó en una pipeta química la gota de sangre resultante—. Y ahora agregamos esta pequeña cantidad de sangre en un litro de agua. Se dará cuenta de que la muestra resultante tiene la apariencia del agua pura. La proporción de sangre no será más de uno en un millón. No tengo ninguna duda, no obstante, de que obtendremos la reacción característica.

Sin dejar de hablar, vertió en un recipiente un puñado de cristales blancos y agregó algunas gotas de un fluido transparente. De inmediato la muestra asumió un color caoba apagado, y un polvo parduzco se precipitó hasta el fondo de la vasija de cristal.

—¡ Ja! —exclamó aplaudiendo; se veía tan feliz como un niño con un nuevo juguete—. ¿Qué le parece?

—Parece una prueba muy sutil —comenté.

—¡Es magnífico! ¡Magnífico! La vieja prueba del guayacol era chapucera y totalmente inexacta. También lo es el examen microscópico de glóbulos rojos. Este último es por completo irrelevante si las muestras tienen más de un par de horas. Ahora, este nuevo método funciona bien si las muestras son recientes o antiguas. Si esta prueba se hubiera descubierto antes, cientos de hombres que ahora caminan la Tierra habrían recibido castigo por sus crímenes.

—¡Ciertamente! —murmuré.

—Los casos criminales se estancan continuamente en ese punto. Se sospecha de un hombre meses después de que el crimen ha sido cometido. Sus sábanas e incluso su ropa se examinan, y se descubren manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre o de barro? ¿De óxido o de fruta? ¿Qué son? Esta pregunta ha desconcertado a muchos expertos, ¿por qué? Porque no había una prueba confiable. Ahora tenemos la prueba Sherlock Holmes, y aquellas dificultades son cosa del pasado.

1 148,15 ₽
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778 стр. 47 иллюстраций
ISBN:
9789583062872
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Правообладатель:
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