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—Me hicieron renunciar al amor de mis padres, a mis sueños de formar una familia. Mi carne, ahora envejecida, no ha conocido el roce de la carne de un hombre ni los placeres y goces del lecho nupcial. Mis entrañas nunca se abrirán a una descendencia y ninguna voz me llamará madre, porque como máxima sacerdotisa de Vesta, diosa del hogar, diosa de Roma, soy madre del estado, madre del pueblo —declaró con voz fría y amarga—; una árida maternidad que ha secado mis entrañas y mi corazón, y me ha dejado sola.

Aunque quisiera consolarla, Lavinia no podría hacerlo, pues las palabras de Laelia le habían recordado sus propios sueños perdidos. Primero había derramado lágrimas infantiles, nada comparable a las amargas lágrimas que había vertido cuando había despertado a su condición de mujer y se había encontrado sepultada en una fría prisión de normas y privilegios. Había sentido un gran vacío interior, como si algo le desgarrase las entrañas, al darse cuenta de que nunca conocería el placer del amor ni el significado de la pasión, de la que solo había oído hablar en las leyendas de Venus, diosa del amor. Entonces había odiado profundamente su condición de virgen sacerdotisa. Después, con el tiempo, se había resignado a la voluntad de los dioses; pero ahora los antiguos sentimientos habían vuelto a brotar con fuerza sumiéndola en la confusión.

La voz de Laelia era un murmullo de fondo en el caos de sus emociones hasta que escuchó los ecos de un odio antiguo en las palabras que le llegaban.

—… tu padre, el senador; tu madre, una matrona de reconocida belleza. Todo fue fácil para ti, llegaste aquí con tu dulce carita y tu mirada inocente y conquistaste a todas… salvo a mí —admitió girándose bruscamente y acercándose a ella con paso majestuoso. Aunque Lavinia era más alta que ella, el profundo rencor que vio en sus ojos la asustó, aunque no se permitió dar un paso atrás. La mujer continuó—: Te odié desde que te vi porque supe que un día ocuparías mi lugar. Y ahora te odio mucho más porque has logrado lo que yo nunca pude lograr.

La voz fría se le clavaba en las entrañas mientras las palabras seguían cayendo de aquella boca destilando odio.

La puerta se abrió de golpe y Lidia brincó en su asiento. Lavinia entró en la habitación con el rostro tan pálido como su túnica.

—Necesito mi manto y el velo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lidia nerviosa mientras se apresuraba a hacer lo que le habían pedido.

—Me han convocado al palacio del emperador—soltó ella de golpe.

A Lidia se le cayó el manto de las manos cuando se giró rápidamente hacia Lavinia. Su rostro moreno se había puesto blanco.

—El em… emperador —balbuceó—. ¿Habrá descubierto que me salvaste la vida? ¡Ay, mi señor! —exclamó haciendo el signo de la cruz—. Iré contigo.

—¡Por supuesto que no! ¿Te has vuelto loca? —le espetó debatiéndose entre la ira y los nervios—. No puedes entrar en el palacio siendo cristiana, Domiciano te mandaría matar.

—Pero tú no puedes ir sola, lo sabes bien.

—Pues pediré a otra sierva que me acompañe —respondió decidida. Al ver que Lidia se retorcía las manos con nerviosismo, agregó—:No me va a pasar nada, ya lo verás. Volveré enseguida y podrás seguir regañándome todo lo que quieras por mi terquedad.

Esbozó una sonrisa tranquilizadora rogando en su interior por estar en lo cierto. Tomó el manto, que todavía se encontraba tirado en el suelo, y el velo de la mano de Lidia y le dedicó otra sonrisa antes de salir.

Cerró la puerta tras ella y se apoyó sobre la áspera madera dejando escapar un tembloroso suspiro. ¡Todopoderoso Júpiter, en qué lío se había metido esta vez!

III

A pesar de la multitud que se congregaba en el patio abierto, el silencio era sepulcral. Solo se escuchaba el entrechocar del hierro y la respiración agitada de los dos contrincantes. Los dos hombres jóvenes, desnudos de cintura para arriba, parecían igualarse en musculatura y agilidad, si bien el más alto de ellos, de cabello rubio y rostro anguloso que recordaba al de los antiguos dioses celtas, poseía mayor habilidad y experiencia que el otro, algo más bajo y de cabello negro.

El hombre levantó el gladius tensando toda la musculatura de la espalda y asestó un fuerte golpe a su compañero, pero este se encontraba ya prevenido y elevó su escudo aprovechando el impulso de su oponente para empujarlo, lo que desestabilizó al más bajoy le hizo caer por tierra encontrándose de pronto con la afilada punta de la espada del más alto sobre su garganta. Soltó el aire lentamente y esbozó una sonrisa mientras apresaba la mano que el gigante rubio le tendía.

—Ha sido un buen combate, Lucius—le dijo al joven de cabello oscuro.

—Es un placer machacarte de vez en cuando, Marcus —se jactó su compañero esbozando una mueca irónica al limpiarse la tierra que se había adherido a sus calzones de piel al caer al suelo derrotado.

—Al menos lo intentas —le replicó con una media sonrisa antes de girarse hacia los soldados que contemplaban la escena en silencio. Sus ojos, que se veían de un azul más intenso en contraste con su rostro moreno, se clavaron en sus hombres. Entonces levantó la espada y alzó la voz—: Esta, soldados, es vuestra salvación en la batalla y vuestra única esperanza en un combate cuerpo a cuerpo si sabéis utilizarla con inteligencia y destreza. Cuando aprendáis a usarla, seréis dignos de llamaros legionarios.

Su alta estatura, el cabello rubio, su cuerpo formado por poderosos músculos, y el rostro de mandíbula cuadrada y pómulos altos, le conferían el aspecto de un dios nórdico.

Volvió a mirar a sus hombres, muchachos jóvenes que acababan de comenzar su adiestramiento, e hizo un pequeño gesto de asentimiento para que sus oficiales emprendiesen de nuevo los entrenamientos. Observó cómo bajo las órdenes de aquellos, los reclutas se cargaban a la espalda los pesados sacos de arena, a modo de coraza, y tomaban los bastones de madera —el doble de pesados que una espada— preparándose para combatir. Asintió satisfecho, entregó el gladio que había usado para la demostración, sin filo y sin punta, a uno de los oficiales y este le devolvió su propia espada. Luego, echó a andar al lado de su amigo en dirección a los edificios de acuartelamiento.

Lucius contempló el pomo y la empuñadura de marfil de la espada y esbozó una sonrisa.

—Veo que aún conservas la espada de tu padre. ¿Siguen tus padres en Britania?

Marcus asintió.

—Mi madre no quería abandonar su tierra natal y mi padre nunca la abandonaría a ella, así que… —concluyó encogiéndose de hombros.

—Tu madre es una mujer formidable —comentó con tono de admiración.

—Lo es —admitió su amigo.

—Y bien, ¿cuándo te vas a buscar una como ella? —le preguntó Lucius con una sonrisa mientras le palmeaba con fuerza la espalda levantando una nube de polvo.

Marcus negó con la cabeza.

—Mi vida es servir al Imperio, no tengo tiempo para otras responsabilidades.

Responsabilidad. Una carga. Eso suponía para él el matrimonio. Algunos años atrás no pensaba así; creía firmemente que el amor implicaba amistad profunda, confianza, respeto y fidelidad, como en el caso de sus padres, hasta que lo habían traicionado. Siendo aún un muchacho, acababa de hacer su juramento como legionario y se jactaba orgulloso de ello. En aquel entonces, se había enamorado hasta los huesos de una noble patricia que parecía corresponder a sus sentimientos. Sus padres le habían dicho que aún era joven, pero él no los había escuchado y se había comprometido con Julia. Imaginaba su vida junto a ella, formando una familia, riéndose juntos, gozando de los placeres del amor. Hasta que había descubierto que ella ya gozaba de esos mismos placeres con otro. La muchacha había conocido a un joven senador, y abandonó a Marcus para irse con él. La dura realidad le había hecho comprender que sus sueños solo eran estupideces juveniles. El matrimonio no era otra cosa que una responsabilidad, una carga, y solo eso.

—¿Y qué me dices de los placeres, amigo? —le preguntó Lucius interrumpiendo aquellos oscuros recuerdos—. ¿Tampoco tienes tiempo para eso?

Marcus sonrió haciendo que la piel de la cicatriz que le atravesaba la mejilla desde la base de la mandíbula hasta el ojo se frunciese aún más. Conocía el carácter mujeriego de Lucius, que aprovechaba cualquier oportunidad para ocuparse de sí mismo, aunque nunca dejaba insatisfecha a ninguna mujer y por eso lo adoraban, además de por su cuerpo y sus ojos negros que siempre parecían soñolientos y despertaban todo tipo de pensamientos en las féminas. Marcus sabía que esos ojos podían volverse tan fríos como el aire en el norte de Britania cuando empuñaba una espada.

—¿A qué has venido, Lucius? —le preguntó deseando cambiar de tema—. No creo que haya sido únicamente para que te diese una paliza delante de mis hombres.

—Te he dejado ganar. No podía permitirme humillar a un centurión delante de sus tropas —le aseguró con fingida sinceridad—. ¿Qué sería de tu reputación?

Marcus gruñó y le asestó un fuerte codazo en las costillas. Lucius soltó una carcajada que acentuó los hoyuelos de sus mejillas. Se conocían desde que eran niños y jugaban juntos a entablar combates de los que habían salido ganando solo algunas contusiones y heridas sin importancia, pero que los había convertido en verdaderos hermanos.

—Te han convocado al palacio del emperador —le soltó Lucius de pronto, recuperando la seriedad.

—¿Por qué?

Su amigo se encogió de hombros.

—Yo solo soy el mensajero.

Continuaron avanzando en silencio, sumido cada uno en sus propias reflexiones. Marcus frunció el ceño mientras se preguntaba, con preocupación, si no le habría ocurrido algo a su padre. Un legionario lo era para toda la vida y, al fin y al cabo, su padre todavía se mantenía joven y apto para la lucha. Por otro lado, sus padres vivían en una de las provincias romanas que más problemas tenía en sus fronteras, ya que debían defenderlas constantemente de los galeses, los ordovicos y, especialmente, de los bárbaros caledonios que aún no se habían sometido al dominio de Roma. ¿Habrían llamado de nuevo a su padre a la lucha?

Lucius, por su parte, reflexionaba en la llamada que él mismo había recibido. En realidad, no fungía solo como mensajero, también él debía presentarse ante el prefecto de la legión, a pesar de que pertenecía a un cuerpo diferente; desempeñaba el cargo de tribuno en la Guardia Pretoriana. ¿Para qué lo requería entonces el prefecto de la legión? La voz de Marcus interrumpió sus reflexiones.

—¿La llamada es de Domiciano?

—No, tenemos que presentarnos ante el prefecto Marzius.

Marcus se detuvo.

—¿Tenemos? —repitió arqueando las rubias cejas sorprendido.

—Así es.

—Pero tú perteneces a la Guardia Pretoriana; tenéis vuestro propio prefecto.

—¿Acaso crees que no lo sé? —le espetó Lucius. Se notaba la frustración en su voz—. Averiguaremos qué sucede cuando lleguemos al palacio.

Entraron en el campamento por la puerta pretoria sorteando las tiendas hasta alcanzar la de Marcus. En el interior, un esclavo se apresuró a entregarles unas copas con vino agrio mientras otro disponía todo para que se lavaran.

—¿Cuántas unidades se están entrenando? —se interesó Lucius sabiendo que no tocarían de nuevo el asunto de la convocatoria hasta que no se encontrasen a solas.

—Dos centurias, aproximadamente unos trescientos hombres.

Lucius emitió un silbido de admiración. Marcus continuó:

—La mayoría de los reclutas han pasado las pruebas físicas —le explicó—, ahora trabajan con las armas y, dentro de poco, podrán hacer su juramento.

Lucius tomó un trago de su copa y contuvo una mueca de desagrado, nunca le había gustado esa bebida agriada. Observó a Marcus eliminar el polvo de su pecho y brazos con un paño húmedo.

Después de la traición de Julia, su amigo había descargado su furia en el combate, así lo atestiguaban las numerosas cicatrices que surcaban su espalda. Había abandonado Roma uniéndose primero a las legiones que protegían las fronteras del Danubio, siempre en constante guerra con los germanos; después, cuando en el año 69 se habían disputado el Imperio cuatro emperadores, Marcus se había unido a las tropas de Vespasiano, a quien conocía porque había sido comandante general de su padre durante la invasión de Britania. En la segunda batalla de Brediacum las legiones de Vespasiano obtuvieron la victoria y el emperador entró triunfante en Roma a mediados del año 70.

Cuando volvió a encontrarse con su amigo, Marcus había dejado atrás la furia que lo había arrancado de Roma, pero se había transformado en un hombre cínico y serio que vivía solo para el deber. Su rostro parecía mostrar siempre un rictus de amargura.

—¿No te cansas de ser instructor? —le preguntó con curiosidad.

Marcus se encogió de hombros.

—Mientras pueda servir al Imperio y blandir una espada…

—Sabes que eso no es lo único en la vida.

—¿Ah, no? —replicó con ironía—, ¿qué otra cosa puede haber?

—Tener una vida —respondió Lucius con un suspiro de cansancio—, construir un hogar, formar una familia.

Marcus elevó una ceja y le lanzó una mirada cargada de escepticismo. Su amigo, con su metro ochenta de estatura, su cabello ondulado y ojos negros como la pizarra, sus pestañas largas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz rectilínea y un cuerpo endurecido por largos entrenamientos, era un mujeriego consumado.

—¿Y eso me lo dice un hombre que forma parte de la Guardia Pretoriana, la guardia personal del emperador, y que va de mujer en mujer como un insecto libando de flor en flor?

Lucius negó con la cabeza exasperado.

—Esto te lo dice un amigo que se considera tu hermano.

—Pues mi hermano debería vivir lo que predica —le gruñó arrojándole el paño húmedo.

Lucius lo atrapó antes de que le golpease en la cara y fue a lavarse.

—Lo haré en cuanto encuentre a la mujer adecuada —le replicó.

—No hay mujeres adecuadas; todas son iguales, traicioneras, vanidosas e interesadas—declaró con la voz teñida de amargura.

—No todas las mujeres son como Julia, Marcus.

—Déjalo así —le espetó con sequedad—. ¿Tienes las órdenes?

Lucius resopló con frustración.

—Algún día aparecerá la mujer que te hará tragar esas palabras—le aseguró.

Dejó la copa a un lado y se vistió la túnica corta que solía usar con los pantalones. Se dirigió hacia un rincón de la tienda y hurgó en el interior de sus alforjas, extrajo un rollo de pergamino en el que se apreciaba el sello imperial y se lo entregó.

Marcus lo leyó atentamente.

—¿Qué pone en el tuyo? —le preguntó extendiéndole el rollo.

Lucius le echó un vistazo por encima.

—Más o menos lo mismo, que me presente lo antes posible ante Marzius. El por qué queda velado por las frases pomposas que han utilizado.

Marcus asintió mirando el pergamino con el ceño fruncido.

—Apelan mucho al honor y a la defensa de Roma. Como dices, sabremos más en cuanto lleguemos allí. ¿Por qué has venido tú a entregarme el mensaje? —Quiso saber—. Podría haberlo hecho cualquier mensajero.

—Me preguntaron si sabía dónde te encontrabas y me ofrecí voluntario para traértelo.

—¿Haciendo un viaje de más de tres semanas? —le preguntó escéptico.

—Está bien, no tenía ganas de enfrentarme solo a los leones y vine a buscarte —admitió con un gruñido—. ¿Estás contento?

Marcus le dio una palmada tan fuerte en la espalda que lo hizo tambalear. Lucius era alto, pero Marcus debía de sacarle al menos una cabeza.

—Además, no tardé tanto tiempo —agregó Lucius—. Viajé en barco.

—No pretenderás que el viaje de regreso lo hagamos en una nave, ¿no?

Lucius sonrió maliciosamente conociendo la predisposición de Marcus al mal de mar; a pesar de todo, negó con la cabeza.

—No puedo permitir que llegues a Roma en malas condiciones —convino—. Tendremos que viajar a caballo, aunque eso suponga algo más de tiempo.

Marcus tomó uno de los muchos mapas que se apiñaban sobre su mesa de trabajo, empujó a un lado todo lo que había en ella y lo extendió encima.

—Nuestro campamento se encuentra aquí, en Canalicum, al lado del río Var.

Lucius dejó escapar un silbido.

—No sabía que había viajado tan lejos.

—El río es la frontera con la Galia; nos hallamos en los Alpes marítimos —le señaló—. Para viajar a Roma tendremos que seguir la costa. Tomaremos la vía Julia Augusta hasta Genua, luego la Aemilia Scaura hasta Luna, y, desde Pisae, la vía Aurelia hasta llegar a Roma.

—Podremos cambiar de caballos cuando lo necesitemos.

—Sí —convino Marcus.

—Y quizás haya tiempo para otras cosas…—sugirió meneando sus espesas cejas negras.

—No —respondió tajante Marcus sin volverse a mirar a su compañero.

Lucius soltó una carcajada. Su risa grave arrancó una sonrisa a Marcus por primera vez desde que habían iniciado la conversación.

—Muy bien. Esta vez renunciaré a mis placeres por ti, amigo mío, pero quiero que me prometas que en cuanto dejemos a Marzius me acompañarás a alguno de los lupanares de la urbe para buscar a las mejores prostitutas y pasarlo bien antes de enrolarnos en lo que sea que nos vayan a encomendar, ¿de acuerdo?

—Ya veremos —respondió sin comprometerse—. Ahora tengo que ir a hablar con el comandante en jefe para transmitirle mis nuevas órdenes antes de prepararnos para partir.

—¿Saldremos hoy? —Quiso saber Lucius.

Marcus negó con la cabeza.

—Necesito dejar instrucciones a los suboficiales para el adiestramiento de los reclutas. Otro centurión ocupará mi lugar, pero es bueno que sigan una misma línea. Partiremos al amanecer.

—Entonces, quizás pueda ir preparando las cosas para el viaje.

—Harías mejor en acercarte a los baños —le recomendó mientras se dirigía hacia la entrada de la tienda—, ¡apestas como un caballo!

La risa de Lucius le siguió mientras salía y encaminaba sus pasos hacia la tienda del comandante. Se preguntaba qué diría el hombre ante aquel intempestivo cambio de órdenes.

No dijo nada. Leyó pausadamente el pergamino y luego se lo devolvió.

—¿Cuándo partirás?

—Mañana al amanecer. Esta noche me reuniré con los suboficiales para explicarles el plan completo de entrenamiento.

El comandante asintió.

—Que vaya también Cornelius; él será el centurión que te supla. Puedes retirarte.

Marcus se llevó el puño al corazón, golpeando la coraza, y se giró para abandonar la tienda. Mientras salía, le llegó la voz del comandante en un murmullo.

—Espero que de verdad sea para la gloria de Roma.

También lo esperaba él, aunque con Domiciano nunca se sabía. El emperador se había obsesionado con su propio poder y veía traiciones por todas partes. Era un loco, pero representaba a Roma, y Marcus amaba Roma y la grandeza que esta representaba. Acataría las órdenes fueran cuales fueran.

Cuando los primeros rayos de sol aparecieron furtivamente por el horizonte, Marcus y Lucius galopaban velozmente por la vía Julia Augusta. Sin frenar el ritmo, atravesaron las diversas provincias romanas con la costa siempre a su derecha.

Al atardecer del vigesimotercer día de su partida, atravesaron la Puerta Aurelia con aspecto cansado y el cuerpo entumecido, pero felices de encontrarse de nuevo en la gloriosa Roma. Esa noche descansarían; por la mañana, se presentarían ante Marzius.

IV

Marzius se paseaba arriba y abajo por una de las estancias de la villa que poseía a las afueras de Roma mientras fruncía el ceño con preocupación. Su vida había transcurrido en los campos de batalla prácticamente desde que tenía quince años, saltando de una guerra a otra por la gloria de Roma. Ahora que tenía las sienes plateadas y que su cuerpo prefería las comodidades de un hogar a la austeridad de las tiendas de campaña, seguía prefiriendo un buen combate a los juegos políticos.

Conocía muy bien a Gneo Julio Agrícola y aprobaba sus métodos. No en vano estos habían salvado la vida de miles de sus soldados. La campaña de Britania había probado el acierto en su modo de actuar. Como general de las legiones romanas, usaba una férrea disciplina; como gobernador de Britania, la astucia. Después de la conquista del territorio, había dejado a un lado su pericia militar para emplear una hábil política que favoreció que los britanos aceptasen la soberanía romana. Les había enseñado las artes y los placeres de la vida civilizada, como la construcción de viviendas cómodas y templos, y había establecido un sistema educativo para los hijos de los caudillos britanos, que se enorgullecían de llevar la toga como prenda de moda. Sí, lo había hecho bien, a pesar de que aún faltaba por someter el territorio de Caledonia.

Marzius sabía que no era empresa fácil. Los caledonios o pictos, como se les llamaba por las pinturas que usaban sobre sus cuerpos durante las batallas, eran un pueblo bélico por naturaleza. Se les consideraba indomables, y se habían convertido en una espina en el costado de Roma. El pueblo entero se había obsesionado con su conquista; sin embargo, la propuesta de Domiciano rayaba en la locura. Desgraciadamente, él no podía oponerse a los manejos de un loco que se llamaba a sí mismo dios.

—¿Señor?

Marzius se detuvo y se giró hacia la voz del esclavo que aguardaba tras la cortina de damasco que separaba el atrio del tablinium.

—¿Qué sucede?

—Ha llegado el senador Quinto Lavinius.

—Hazlo pasar—ordenó.

Las cortinas se abrieron y entró el senador. Marzius se acercó a recibirlo y ambos hombres se saludaron con un férreo apretón de antebrazos.

—Me ha extrañado que me convocases en tu villa rústica —comentó Quinto con una sonrisa—, ¿acaso te has amansado tanto que no soportas vivir en la gran urbe?

—Aquí no hay sorpresas. Los oídos del emperador no llegan tan lejos —declaró con voz endurecida y rostro grave. Quinto se quedó rígido.

—¿Qué tratas de decirme?

Marzius observó la alta y corpulenta figura de su amigo que permanecía con los músculos tensos, y le indicó que tomase asiento en uno de los triclinios. Dejó escapar un suspiro.

—No es lo que tú piensas —le aseguró.

Los dos sabían lo fácil que resultaba perder el favor del emperador. Unas pocas palabras susurradas en los oídos equivocados o apresadas furtivamente en una conversación ajena, y el desenlace era una condena a muerte.

—¿De qué se trata entonces?

Marzius sabía que, aunque no se tratase de la situación política de Quinto, el golpe sería igual de duro.

—Se trata de tu hija.

—¿Cuál de ellas? —preguntó con voz tensa.

Apretó los dientes repasando mentalmente si alguno de los esposos de sus hijas había dicho o hecho algo recientemente para incurrir en la ira del emperador.

Bastaba poco para encender una chispa, dado el carácter volátil de Domiciano. Algunos años atrás, Nerón, en su locura, había provocado un incendio que había devastado gran parte de la ciudad. Domiciano poseía esa misma veta de locura.

—Lavinia.

Quinto abrió los ojos sorprendido y confuso.

—¿Lavinia? —repitió parpadeando—. Pero ella es una sacerdotisa de Vesta. ¡Por Baco! ¿Qué ha podido hacer ella para atraer así la atención del emperador? —espetó enfurecido mientras se levantaba bruscamente del triclinio y comenzaba a caminar a grandes zancadas por la estancia.

—Tranquilízate, Quinto —le pidió su amigo.

—¿Que me tranquilice? —gritó con el rostro contraído por la rabia—. ¡Dime, maldita sea, cómo voy a tranquilizarme cuando me dices que mi hija puede ser condenada a muerte por culpa de ese loco que tenemos por emperador!

—No se trata de una condena a muerte —le aseguró, y agregó con firmeza—, haz el favor de sentarte y te lo explicaré todo.

Quinto soltó un gruñido de frustración, pero obedeció. Marzius comenzó su explicación:

—Conoces a Cneo Julio Agrícola y su modo de llevar adelante las campañas —dijo. Esperó el asentimiento de Quinto y continuó—: Ha tenido mucho éxito y el pueblo lo aclama como a un héroe, lo que ha despertado la envidia de Domiciano.

—¿Qué tiene que ver eso con mi hija?—gruñó con impaciencia.

—Ten paciencia, a eso voy. Agrícola lleva como gobernador de Britania desde el año 78, y ha culminado con éxito las campañas en el territorio de los ordovicos, al norte de Gales, y contra las tribus que habitan en las costas frente a Hibernia. Sin embargo, no ha tenido éxito contra los caledonios —explicó—. Domiciano, para ganarse el favor del pueblo, quiere imitar los métodos de Agrícola; ha propuesto una medida pacífica para la conquista de Caledonia: hacer un pacto por matrimonio.

Marzius observó la confusión en el rostro de su amigo y dejó escapar un profundo suspiro. Tendría que decírselo directamente.

—Domiciano quiere ofrecer a Lavinia como esposa para el hijo de Calgaco, jefe de los pictos.

—¡Está loco! —gritó poniéndose de nuevo de pie—. ¡No pienso permitirlo!

—No puedes oponerte al emperador —replicó el prefecto con sensatez.

Quinto se dejó caer consternado sobre el triclinio. Sabía que Marzius tenía razón. Si se negaba a cumplir las órdenes, no solo corría peligro su vida, sino la de Flavia, la de sus hijas, sus esposos y sus nietos. La venganza de Domiciano les alcanzaría a todos. Se cubrió el rostro con las manos en un gesto lleno de desesperación.

—Estoy de acuerdo contigo en que la propuesta constituye una locura —señaló Marzius—. Incluso estoy convencido de que Agrícola pensará lo mismo, y por eso creo que podemos confiar en que no hará nada que pueda poner en peligro la vida de tu hija.

—El solo hecho de viajar hasta aquellas tierras ya constituye de por sí un peligro —repuso Quinto con voz ronca por la emoción—. ¡Júpiter todopoderoso, lleva encerrada quince años en un templo!, ¿cómo va a poder sobrevivir entre rudos legionarios o entre bárbaros infieles? ¡Es una maldita virgen! —espetó furioso sin que le importase en ese momento si la diosa Vesta lo fulminaba con un rayo.

—Por eso he reclutado a los dos mejores soldados de toda Roma —declaró en un intento por tranquilizarlo—. Ellos cuidarán de Lavinia y la protegerán.

—¿La protegerán incluso contra las órdenes del emperador? —preguntó con amarga ironía.

—Lo harán —le aseguró con firmeza.

Quinto se dejó caer sobre el asiento.

—No sé cómo se lo diré a Flavia —murmuró derrotado—. ¿Quiénes son esos hombres?

—Uno es Marcus Vinicius, hijo de Séptimo Vinicius, comandante en jefe de la IX Legión. Luché junto a su padre en diferentes batallas y conozco bien a su hijo. Confío en su honor y en su capacidad para proteger a tu hija.

Quinto asintió.

—¿Y el otro?

—El otro es…

La voz de un esclavo los interrumpió.

—Señor, ya han llegado.

—Muy bien, hazlos pasar—le indicó.

Oyeron el ruido metálico de las corazas al aproximarse los dos hombres. Entraron y se detuvieron en medio de la estancia llevándose el puño al pecho.

—Marcus —lo saludó Marzius acercándose al joven y aferrando su antebrazo—, es un placer verte de nuevo.

—Lo mismo digo, señor.

Se giró hacia el otro joven con una sonrisa.

—Lucius.

—Hola, padre.

Marzius inclinó la cabeza en un gesto de reconocimiento antes de envolver a su hijo en un apretado abrazo.

Quinto observó atentamente a los dos jóvenes. A pesar de que él era alto, Marcus le sacaba casi una cabeza, debía de medir alrededor de un metro noventa, y tenía una musculatura poderosa, fruto del constante adiestramiento al que se veían sometidos los legionarios; sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron sus ojos. Nunca había visto tanta dureza y cinismo en alguien tan joven, pues el muchacho rondaría aproximadamente los treinta años.

Lucius, más bajo que el otro, poseía también una buena musculatura, y era de sonrisa fácil.

Marzius hizo las presentaciones. Marcus se tensó. No le agradaban los senadores, aunque Quinto no pareciese uno de ellos. Era casi tan alto como él y de espaldas anchas. El pelo, de un castaño leonado, se le rizaba en la nuca. Tenía los ojos del color de la miel silvestre y revelaban una profunda pena.

Quinto miró los yelmos que los hombres portaban ahora bajo el brazo y se volvió hacia Marzius con curiosidad.

—Tu hijo no es legionario —comentó señalando el casco en el que sobresalía un penacho de color azul.

Marzius gruñó.

—Siempre quiso ser soldado, pero no deseaba servir a las órdenes de su padre —explicó—. Por eso ingresó en la Guardia Pretoriana.

Su rostro esbozó una mueca de disgusto, pero cada una de sus palabras llevaba impresa el orgullo que sentía por su hijo.

—Señor —interrumpió Marcus—, me gustaría saber por qué nos ha hecho llamar.

—Claro, claro —convino el prefecto mirando a Lucius—. Será mejor que os cuente todo antes de que nos alarguemos comentando otras cosas. Tomad asiento.

Mientras efectuaba paseos por la estancia, les contó lo que ya le había dicho a Quinto.

—Vuestra misión consistirá en protegerla en todo momento, no debe sufrir daño alguno.

—¿Cuántos hombres nos acompañarán? —Quiso saber Marcus.

—Ocho, seréis diez en total. Un número mayor significaría mayor visibilidad y mayor posibilidad de ataques, especialmente cuando atraveséis la Galia —le explicó—. Tendrás que escoger a hombres de total confianza.

Marcus asintió.

—¿Y la ruta?

Marzius se acercó a la enorme mesa de piedra labrada sobre la que solía trabajar y que en ese momento se encontraba atestada de documentos y mapas, y les pidió que se aproximasen mientras elegía uno de los mapas y lo exponía sobre la mesa.

—Viajaréis en una nave desde el puerto de Ostia hasta Massilia, en la Galia; eso os evitará tener que cruzar los Alpes. Desde allí atravesaréis la Galia hasta Gesoriacum, uno de los mayores puertos marítimos, y zarparéis en una nave hasta Dubris—expuso—. Desde allí tendréis que subir hacia el noroeste para alcanzar el campamento Deva Victrix.

Marcus miró con fijeza a Marzius y este asintió.

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ISBN:
9788418616082
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