Читать книгу: «Una vida de mentiras», страница 2

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Cuando llegaron al aeropuerto de Milán les esperaban un autobús y un maestro del colegio de allí. Piero, un profesor de Educación Física, iba a ser el guía para los días que estuviesen en la ciudad. Era un joven de veinticinco años, alto, guapo, rubio, con el pelo largo y recogido en una coleta. Era simpático y musculoso. Hablaba un español mezclado con los matices del acento italiano, pero que era entendible perfectamente. Se le notaba que le gustaban los niños y se mostró dispuesto a enseñarles su ciudad con la mejor de sus sonrisas.

Se alojaron en un hotel cerca del colegio. Estaba anocheciendo cuando llegaron. Una vez instalados en las habitaciones, bajaron a cenar. Tras esto dieron un breve paseo con los alumnos para conocer los alrededores. Ya de vuelta, los profesores organizaron junto con Piero las rutas y visitas que harían los días siguientes.

Estuvieron toda la semana visitando el Duomo, el Castello Sforzesco, la Galería Vittorio Emanuelle, el Cementerio Monumentale, la piazza Garibaldi, el parque Sempione y muchas cosas más. Comenzaban las excursiones en el desayuno y no paraban hasta la cena. Carolina parecía una jovencita descubriendo mundo. Estaba fascinada con todo lo que contemplaba y no dejaba de preguntarle a Piero sobre la historia de cada lugar que visitaban. Un día fueron de excursión al lago de Como, donde pasearon en barco y disfrutaron de los Alpes suizos al fondo. Los alumnos se lo estaban pasando bien, aprendiendo un poco de italiano y hartándose de pizza, helados y pasta fresca.

Carolina parecía estar en un sueño. Disfrutó emocionada del cuadrilátero de la moda, de la gran variedad de tranvías que recorrían la ciudad y de todo cuanto iba conociendo. Todo lo que estaban viendo era precioso. Algún día tenía que volver con Emilio y los niños. A ella le fascinaba la historia y aprendió mucho de los lugares más emblemáticos de la ciudad gracias a las explicaciones de Piero. Él pasaba mucho tiempo junto a Carolina, orgulloso y contento del interés que mostraba. Le contó todos los detalles de cada lugar y los secretos más recónditos de Milán.

Un día, antes de volver a Madrid, cuando estaban almorzando en una pizzería famosa de Milán, los alumnos al unísono le cantaron cumpleaños feliz a Carolina y le entregaron un regalo. Era un recuerdo del Duomo y un bolso precioso de la Galería Vittorio. Ella, sonriendo, les dio las gracias emocionada. Piero le comentó:

Signorina Carol, observo felice que le agrada molto mi ciudad —le manifestó Piero, contento y orgulloso de ser su guía particular.

—Sí, Piero, me ha encantado. Es una ciudad muy completa. La parte histórica es preciosa, la moderna es impresionante y el lago de Como, de ensueño. Si Dios quiere, tengo que volver y traer a mis hijos.

—Bueno, mi bella signorina, como hoy es tu cumpleaños he organizado todo para llevarte esta noche a tomar aperitivos a los canales de Navigli y he conseguido dos entradas para el Teatro alla Scala. No puedes irte sin conocer ambas maravillas.

—¡Ay, Piero, me encantaría, mas no puedo! Debo cuidar de los alumnos.

—Carolina, tranquila. De ellos nos encargamos nosotros —le informó Maribel, que estaba sentada a su lado y había escuchado toda la conversación—. Es nuestro regalo de cumpleaños. Pero como a estas fieras no podemos dejarlas solas, Piero se ha ofrecido encantado a acompañarte. Alfredo y yo nos quedamos de niñeros.

—¡Ay, no sé qué decir! ¡Todo esto es un sueño para mí! —Emocionada, miró a su amiga y a Alfredo—. Gracias, os debo una.

—Tú disfruta, cariño, que te lo mereces. No siempre se puede celebrar un cumple en Milán —le dijo Maribel, dándole dos besos—. ¡Venga, a divertirte y vivir la noche milanesa!

—Entonces todo perfecto. A las seis de la tarde tienes que estar preparada, que paso a recogerte. —Ella sonreía nerviosa y Piero la miró a los ojos—. Voy a intentar que sea una velada inolvidable.

A las seis Carolina estaba lista. Se había puesto un vestido fucsia sin mangas, con flores bordadas, y unas sandalias de medio tacón. Estaba guapa, elegante y con un brillo de emoción en la mirada como hacía años no tenía. Recordó que llevaba siglos sin salir de noche.

En esos días apenas había podido hablar con su marido, solo en un par de ocasiones. El resto daba sin línea. Ese día aún no la había llamado para felicitarla. «Deberá de estar en las montañas, como otras veces, y no tiene cobertura. Seguramente, estará sufriendo por no poder llamarme y felicitarme», imaginaba Carolina, disculpándolo.

Piero la recogió puntual. Venía muy guapo, con un traje de chaqueta gris, una camisa blanca un poco abierta y sin corbata. El pelo lo llevaba suelto, con la melena rizada, que le llegaba por los hombros. Estaba muy atractivo. Era un joven fascinante. Se fueron directos al teatro. Pese a que la ópera era en italiano, las voces eran maravillosas y Carolina disfrutó muchísimo del espectáculo. Él le susurraba al oído algunas frases que no entendía de la obra. Al salir cogieron un taxi, que los llevó a los canales Navigli. Allí había cientos de bares donde pagabas un cóctel y comías todo tipo de aperitivos y postres. Piero no la dejó pagar nada; era su invitada. Estuvo encantador. La mimó y la hacía reír con su mezcla de italiano-español y ese acento tan característico. Le propuso un brindis por su cumple y ella aceptó.

—Piero, los cócteles están riquísimos, pero se me están subiendo a la cabeza —confesó Carolina tras haber tomado cuatro y sentirse animada—. Vamos a tener que irnos ya o no voy a encontrar mi habitación.

—Ja, ja, ja. No te preocupes, mi bella Carol. Yo te llevo en brazos si hace falta. —Rompieron en risas. Los dos estaban contentitos por el alcohol. Ella, debido a eso, tenía las mejillas sonrojadas. Estaba radiante. La penetrante mirada de los iris grises la inquietaba, pues Piero no le quitaba ojo—. La noche está preciosa y tienes que vivirla. ¡Disfruta tu última velada en Milán!

—Todo esto es una maravilla. Me siento muy feliz de haber venido. Nunca olvidaré este fantástico viaje. Me lo estoy pasando genial. Gracias, Piero.

—Gracias a ti, Carol. Eres una mujer muy especial. —La agarró de la mano y tiró de ella hacia fuera.

Estuvieron un par de horas paseando por la orilla de los canales. También escucharon música en un pub e incluso bailaron un par de canciones. Carolina se encontraba dichosa. Era de los mejores cumpleaños que había tenido. Pensó en Emilio y sus hijos, en no poder tenerlos a su lado. Se apenó un poco, pero apartó los pensamientos de su cabeza. «Siempre me dedico a ellos. Esta es una oportunidad que me ha dado la vida y la tengo que saborear. Yo no hago nada malo ni le estoy faltando al respeto a nadie, solo divirtiéndome un rato», pensó, y siguió riendo y disfrutando del poco tiempo que le quedaba en la ciudad.

Ya de madrugada, Piero la acompañó hasta su habitación. La llevaba agarrada, pues se tambaleaba un poco. Él también había bebido más de lo que acostumbraba. Ella en el pasillo, frente a su puerta, se tropezó con la alfombra y estuvo a punto de caer. Piero con rapidez la sujetó entre sus brazos, quedando frente a frente, muy cerca el uno del otro. Se quedaron con la mirada prendida unos segundos. Carolina parecía hipnotizada por los ojos grises de Piero. Sin pensarlo dos veces, el italiano hizo lo que llevaba toda la noche ansiando. Se acercó, recorrió la poca distancia que los separaba y la besó en los labios con pasión. Ella se quedó inmóvil; él la abrazó y saboreó sus labios con dulzura y ansia. Hubo un instante en que Carolina, por el efecto del alcohol ingerido o porque el perfume y la compañía de Piero la embargaban, cerró los ojos y se dejó llevar. Bebió de sus jugosos labios, sintió la potente excitación de Piero y correspondió a sus besos. No sabía si habían pasado segundos o minutos cuando con gran esfuerzo se separó de él.

—En estos días he descubierto en ti a una linda mujer. Carol, me gustas mucho. Eres bellísima… —Ella puso un dedo en sus labios, pidiéndole silencio.

—Piero, hemos bebido más de la cuenta. Gracias por esta estupenda e inolvidable noche. Tenemos que descansar, que es tarde. Molte grazie, Piero. Buonanotte. Hasta mañana. —Con rapidez le dio un beso en la mejilla. Se volvió y entró en su dormitorio, dejándolo en el pasillo, contento y excitado. Maribel estaba dormida. En silencio se dirigió al baño y se tocó los labios. ¡Dios mío! ¿Cómo había dejado que la besase? ¿Cómo había consentido y saboreado sus besos?

Durmió poco y mal. Se sentía rara, pues en el fondo le había gustado la forma de besarla y sentirse deseada, aunque no lo quería reconocer. Por otro lado, se sentía mal por Emilio. Ella lo quería, era su hombre y no estaba bien que se besase con otro. Llegó a la conclusión de que todo había sido fruto de los cócteles ingeridos.

Al mediodía Piero vino a almorzar con ellos y a acompañarlos al aeropuerto. Él no dejó de mirarla; los ojos grises tenían un fulgor especial. Buscaba poder hablar con ella a solas, mas siempre había alguien alrededor. Un instante después tuvo la ocasión. No podía dejarla ir sin hablarle.

—Carol, mi bella signorina. He pasado unos días fantásticos contigo. —Carolina lo escuchaba mientras un nerviosismo se adueñaba de su interior y no entendía bien por qué. Su mente la traicionaba y recordaba sus ardientes besos—. Me gustaría seguir con nuestra amistad, poder llamarte y visitarte alguna vez.

—Piero, por favor, olvida lo que ocurrió anoche. Bebimos más de la cuenta y yo no estoy acostumbrada. No fue más que una situación confusa. —Piero la miró no muy conforme con sus palabras. Para él no era nada confusa. Lo tenía claro: ella le gustaba bastante—. Gracias por hacernos sentir tan bien y enseñarnos todos los rincones de tu linda ciudad.

—Carol, como te he confesado, me siento muy atraído por ti.

—Shhhh, Piero. Yo estoy felizmente casada, tengo dos hijos y… ¡Santo cielo, soy muy mayor para ti! Olvida todo, no tiene ninguna importancia. —En ese instante Maribel se acercó a ellos, rompiendo la conversación.

Piero se quedó serio tras la última frase. ¿Mayor? A él no le importaba la edad. ¿Por qué a ella sí? ¿Para Carolina no había sido importante? No había podido dormir recordando sus jugosos labios y haría lo que fuese por volverlos a probar. Estaba claro que ella no pensaba igual y que no quería nada con él. Se despidieron dándose la mano y minutos después embarcaron con rumbo a Madrid. En el avión, ya en el aire, Maribel le manifestó:

—No sé si te has dado cuenta, pero has dejado a Piero triste por tu partida.

—¡Venga ya, no digas tonterías! —contestó malhumorada. Su mente volvió a traicionarla y pensó en lo fogoso y atractivo que era, si bien ella era fiel a su marido. ¿Cómo había podido dejarse llevar de esa manera?

—No hay más ciego que el que no quiere ver y a Piero lo has obnubilado. Solo hay que ver que no te quitaba ojo y te comía con la mirada.

—¡Maribel, por Dios, que es un crío! Ni que fuese yo una asaltacunas. Además, yo tengo a mi Emilio y no necesito a nadie más.

—Joder, Carolina, no es un crío. Es todo un hombre, guapo y bien formado. Si no te apetece hablar del tema vale, lo respeto. Acabas de cumplir treinta y tres años, eres bonita, no eres una vieja y que un atractivo joven se fije en ti es de lo más normal y de agradecer. —Carolina no le contestó, solo desvió la mirada. Abrió una novela e intentó leer, cosa que no consiguió. De esta manera al menos consiguió que Maribel se callase y no siguiese con el tema.

Tres días después de su llegada, Emilio vino un par de días. Le trajo unos zapatos de marca y unos pendientes como regalo de cumpleaños. Ella le contó ilusionada todo lo que había visto, pero obvió decirle cómo y con quién celebró su cumpleaños. Pensó que a lo mejor no le iba a gustar que estuviese a solas con otro hombre, de noche y de fiesta. No quería que se molestase, sino poder disfrutar de él estos pocos días. Esa noche hizo el amor con su marido, sintiéndose deseada. Aunque, contra su pesar, recordó los apasionados besos de Piero. Emilio no la besaba igual. Luego se volvió a marchar y la rutina retornó a su vida una vez más.

Volviendo a la dura realidad

«La existencia nos demuestra que somos los actores de la película de nuestra vida. Los papeles más complicados de ejecutar son los que sacuden nuestros sentimientos».

Habían pasado dos años desde Milán. No había vuelto a salir de vacaciones, salvo los días que iban en verano a Valencia. A veces sentía que la vida se le estaba escapando entre los dedos sin disfrutarla lo suficiente y eso le apenaba. Lo cierto era que se había divertido poco en su juventud, primero con los estudios y después dedicada a sus niños. Se le estaban yendo los años sin disfrutar de la vida. Luego miraba a sus hijos, hablaba con su marido cuando él la llamaba y se conformaba, dando gracias a Dios por la familia que tenía.

Y ahora, de repente, el destino les había abofeteado con un duro golpe. Abrió los ojos; la sala de espera de cuidados intensivos del hospital estaba llena de gente afligida, con situaciones iguales o peores que la de ella. Se enjugó las lágrimas, que le caían de nuevo. Cuántos recuerdos acudían a su mente en estos tristes momentos. Se sentía tan sola…

Carolina pasó la noche y el día siguiente en la misma sala del hospital. Una sala fría, lúgubre e incómoda, llena de gente llorando por todos lados. Solo la abandonaba para ir al baño a asearse o a comer algo al restaurante. Entró dos veces a ver a Emilio a través del cristal y pocas novedades había. Seguía en coma y sin mejoría. Los médicos no le daban ninguna esperanza.

A la mañana siguiente la dejaron entrar a verlo y le dieron unos minutos para estar a solas con él y poder despedirse, pues no le aseguraban si podría sobrevivir en el crítico estado en que se encontraba. La enfermera le aconsejó que le hablase de cosas agradables. No sabían si escuchaba. Ella se sentó a su lado y le cogió la mano con cariño. Comenzó a hablarle en voz baja. En un murmullo le decía:

—Emilio, mi vida, aquí estoy, a tu lado. Verás como te recuperas pronto. Tienes que ponerte bien; los niños te esperan. Iván ya está organizando cómo quiere festejar su cumple, porque dice que ya no es un niño, que ya está en secundaria. ¡Cómo crecen de rápido! Ya va a cumplir doce años. Y Nerea me tiene loca con las Barbies que tú le llevas. Dice que ahora quiere la Barbie pastelera, que no la tiene. —Siguió acariciando la mano de Emilio entre las suyas. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no mostrar tristeza ni ponerse a llorar al verlo tan dañado. Suspiró y continuó hablándole—. ¿Sabes? He estado recordando cómo nos conocimos. ¿Te acuerdas cuando me espantabas a los pretendientes? ¡Cómo pasa el tiempo! Cariño, llevamos ya quince años juntos. Cuando salgas de aquí vamos a irnos un fin de semana los dos solos para celebrarlo. Últimamente no salimos nunca y nos lo merecemos. Sé que cuando estés mejor me explicarás qué hacías aquí. Tienes que ponerte bien, mi vida. No olvides que te quiero y que estoy a tu lado. Tienes que luchar, mi amor. Te necesito.

Carolina lo besó. De repente observó cómo varias lágrimas caían por la mejilla de Emilio. Se las limpió con cariño y otras volvieron a resbalar por su rostro. ¿Estaba llorando? ¿La había escuchado? Seguía inmóvil, pero sus ojos, aunque cerrados, estaban anegados por las lágrimas. Cuando la enfermera le avisó de que tenía que salir se lo comentó y esta le explicó que no podían confirmar si en ese estado escuchaba o no. Carolina salió triste y pensativa: «Pobre Emilio».

A media mañana decidió llamar a la empresa de su marido e informarles del accidente.

—Gracias, señora, por avisarnos. El director se encuentra de viaje. En cuanto vuelva le paso la información. Que haya pronta mejoría.

Las horas se hacían eternas en aquella desapacible sala. Se entretuvo observando la cara de las personas que estaban allí, sentadas como ella. La tristeza se reflejaba en sus semblantes. Anidaba el temor de que la tragedia acechaba tras la puerta de cuidados intensivos y de un momento a otro podría aparecer el temido desenlace.

Al mediodía llegó su hermano. Al ver a Lucas una alegría inundó su alma. Al menos ya no estaría sola en esos duros momentos. Le informó de que Emilio seguía muy grave.

—Lucas, si lo vieras… Da pena. Tiene heridas en la cara y los brazos. Y lo peor es lo que no se ve. Dice el doctor que por dentro está destrozado. No parece mi Emilio. ¿Qué haría aquí, hermano? ¿Por qué me lo ocultaría?

—No lo sé, cariño. Seguro que tiene una explicación taxativa. ¡Pobrecito mi cuñado! Esperemos que se mejore y ya te lo contará todo. Ahora deberías descansar un rato, se te ve agotada. Seguro que no has comido apenas ni descansado nada. Ahora estoy aquí para cuidarte. Por desgracia, con estar aquí día y noche no solucionas nada. No puedes hacer nada por salvarlo. Él está en las mejores manos y tú, a este ritmo, te vas a enfermar.

Lucas tenía razón. Necesitaba ducharse, acostarse y descansar un rato. De manera que cuando anocheció fueron a comer algo a un bar y alquilaron una habitación en un hostal cerca del hospital. Le había dejado su número a la enfermera por si había alguna novedad. Tenía todos los músculos agarrotados por las muchas horas sentada en el sillón y por la tensión acumulada. Se dio una ducha caliente y se acostó. Contra todo pronóstico, se quedó dormida al instante. Estaba agotada física y psicológicamente.

A la mañana siguiente el doctor les informó de que no había variación. Su pronóstico seguía siendo muy grave. Les dejaron verlo a través del cristal. Lucas se sorprendió al observar en el estado en que estaba. De nuevo la amargura que sentía al verlo tan herido e indefenso se adueñó de ella y rompió a llorar desconsolada.

A mediodía llegaron los padres de Emilio. Habían venido en coche y tuvieron que hacer noche por el camino, pues estaba lloviendo mucho y se habían encontrado carreteras cortadas. Los pobres quedaron desolados al constatar con el doctor la gravedad de su hijo. Carolina tenía poca relación con ellos, si bien era cordial. Solo se veían unos días en verano y alguna Nochebuena, pero en estos quince años los encuentros podían contarse con los dedos de una mano. Ellos tenían dos hijas y tres nietos más. Como Emilio hacía años que salió de Valencia, el contacto familiar se había ido enfriando en el tiempo.

Al menos tanto Carolina como sus padres, aunque sumidos en la tristeza, estaban acompañados. Rezaban para que no ocurriese lo peor.

Por la tarde le sonó el teléfono a Carolina. Eran sus hijos y eso la alegró enormemente.

—Hola, mi niño. ¿Qué tal el colegio?

—El colegio bien, mamá. Hoy he tenido un examen sorpresa de inglés y he sacado un ocho —le explicaba Iván orgulloso—. Mamá, ¿cuándo vais a venir?

—Hijo, papá ha tenido un accidente y estamos en el hospital. Los médicos lo están cuidando. Yo estoy aquí con él y el tito Lucas. Cariño, no sé cuándo volveremos.

—Mamá, espera, que Nerea quiere hablar contigo y no me deja tranquilo.

—¡Mamá, mamááá! —gritaba la niña, contenta de escucharla—. Yo también he sido buena en el cole. Quiero que te vengas ya, que me acuerdo mucho de ti.

—Ya pronto, mi niña. Papá está malito y lo están curando los médicos. Yo también tengo muchas ganas de veros. Pórtate bien y no les des mucha lata a los abuelos. Si es así, cuando vuelva te compro la Barbie pastelera, ¿vale? —La cría gritó de alegría—. Te quiero mucho, mi niña. —Le mandó varios besos—. Dile al hermano que se ponga, cariño.

—Vale, mamá, voy a portarme bien. Yo también te quiero. Y tráeme mi Barbie. —Retirándose el teléfono de la oreja, se dirigió a Iván—. Hermano, toma. Mamá quiere hablar contigo.

—Mamá, dale muchos besos a papá para que se mejore de nuestra parte y muchos más para ti —le dijo Iván con la voz tomada por la emoción.

—Sí, mi niño, yo se los daré. Os quiero muchísimo. Cuida de tu hermana y ayuda a la abuela, que tú eres ya mayorcito. —El sonido de muchos besos llegó al oído de Iván, que sonrió y se los devolvió—. Ponme con la abuela, corazón.

Después de hablar un rato con su madre, colgó. ¡Cuánto echaba de menos a sus hijos! Quitando los días de Milán, jamás se había separado de ellos. Cuando los niños llamaron, los padres de Emilio habían ido a tomar café, así que no les comentó nada a los niños de que estaban con ella. No quería que Iván se preocupase más.

Seguían en la sala de espera. Una hora más tarde el móvil de Carolina sonó de nuevo. Era el director de la empresa de Emilio.

—Buenas tardes, señora. Me acaban de comunicar lo del accidente de Emilio. Cuénteme, ¿cómo se encuentra él?

—Buenas tardes. Sigue en la UCI, su estado es crítico. Ha sido un accidente bastante grave. Está muy dañado, sigue en coma. Tiene muchos traumatismos y lesiones internas.

—¡Cuánto lo siento! Confío en que se recupere pronto y le queden pocas secuelas. Mañana si puede nos manda el parte de baja para tramitarla. Emilio no tenía turno hasta el lunes. Esta semana, como sabe, la cogió de vacaciones.

Carolina se movió inquieta en el asiento, aunque lo disimuló como pudo para no preocupar a sus suegros, que estaban sentados a su lado. Se levantó y se alejó un poco para poder hablar con tranquilidad.

—Perdone, ¿dice que esta semana mi marido estaba de vacaciones? —Notó que el director carraspeó nervioso, temiendo haber metido la pata. Carolina creía haber escuchado mal.

—Sí, nos la había pedido libre para unos asuntos personales. Pensé que usted estaba al tanto —le explicó algo confundido. Decidió dar por finalizada la conversación. Temía haber hablado más de la cuenta—. Bueno, señora, espero que tenga pronta mejoría. Ya nos va informando. Un fuerte abrazo.

Carolina tras darle las gracias colgó, pues no le salían las palabras. El nudo que se había formado en su garganta y en el corazón lo impedía. En esos momentos notaba sentimientos enfrentados en su interior. Por una parte, pena y dolor por ver a su marido debatiéndose entre la vida y la muerte; por otro lado, rabia e indignación al descubrir que su Emilio no era el hombre sincero y transparente que ella creía. Llevaba quince años a su lado y la vida se estaba encargando duramente de demostrarle que no lo conocía tanto como pensaba. Se sentó de golpe en el sillón de la sala de espera. Le dolía la cabeza de tanto buscar por qué o qué lo había llevado hasta allí.

En esa tesitura estaba cuando llegó su hermano, que había salido un rato. Solo con mirarla notó que algo no iba bien. Se la llevó fuera. Carolina, alejada de la mirada de sus suegros, le contó enojada lo que había descubierto por la empresa.

—¿¡Te das cuenta!? ¡Estaba de vacaciones y yo sin enterarme! —Se movía, nerviosa.

—No te agobies, hermana. Tiene que haber una justificación para todo esto. Lo mismo quería darte alguna sorpresa. —Lucas admiraba a Emilio—. No podemos empezar a imaginar historias raras como si fuese esto una peli de espías.

—Lucas, no es tan fácil y no te equivocas. Cada noticia que me dan es una sorpresa para mí. Me cuesta asimilar toda esta situación. —Se repetía una y otra vez las mismas preguntas y no encontraba las respuestas—. ¿Qué hacía en Cádiz, con su coche y de vacaciones? ¿Y por qué no me lo dijo y me engañó? Todo esto me está empezando a enojar.

—No lo sé. Estoy seguro de que no es lo que pensamos. Él os adora, es un hombre bueno y trabajador. Es verdad que trabaja mucho y está poco con vosotros, pero su trabajo es así. Seguro que hay una razón coherente para esta situación anómala.

Al anochecer los cuatro se dirigieron al hostal. Los padres de Emilio estaban cansados del viaje. Esa noche apenas cenaron, cada uno por un motivo. Carolina no lograba entender lo que estaba pasando. Tras ducharse, se acostó e intentó dormir, mas no consiguió conciliar el sueño. Su mente saltaba de una reflexión a otra, como si en una montaña rusa se encontrase. Además de agotada y apenada, estaba enfadada y confundida. ¡Todo esto no podía estar pasando!

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, la llamó el teniente Ortiz de la Guardia Civil. Aún estaba en el hostal. Llamaba para interesarse por la salud de su marido y por si había alguna evolución favorable. Ella le informó de que todo seguía igual. Carolina, aprovechando el tenerlo en línea, no pudo resistirse a preguntarle:

—Teniente, ¿han encontrado algo en el coche que me dé alguna pista de qué hacía mi marido aquí?

—No, Carolina. Comprendo su incertidumbre, pero aún no han hecho el informe pericial. Tardará un tiempo; tenga en cuenta que el coche ha quedado destrozado. Habrá que cortar el maletero y el techo para poder acceder al interior del mismo y todo ello lleva mucho papeleo.

—Gracias, inspector. Si hay alguna novedad le ruego, por favor, que me llame. Estoy sumida en un mar de dudas y sin saber qué pensar.

El teniente le dio su palabra. Tras desayunar, los cuatro fueron al hospital. Emilio seguía grave, no había ningún cambio. Pasaron todo el día allí. En un par de ocasiones los dejaron verlo a través del cristal. Carolina lloró en silencio. ¡Qué pena verlo así! Cuando lo tenía delante y lo observaba tan dañado se olvidaba de la batalla que se estaba librando en su interior. Simplemente, recordaba cuánto lo quería y le pedía a Dios que lo salvase.

A media tarde Lucas convenció a su hermana para irse pronto a cenar y descansar. Llevaba todo el día llorando y sin pronunciar apenas palabra. Los suegros ídem de lo mismo: tenían el corazón en vilo sin saber si su hijo iba a conseguir sobrevivir.

Carolina en ningún momento les dijo a sus suegros nada de los engaños de Emilio. No quería que pensasen que tenían problemas en la pareja, cosa que, según pensaba ella, no era cierto.

Lucas se despertó temprano. Carolina aún dormía. Tuvo que darle dos valerianas la noche antes, pues la tristeza y apatía que sentía no la dejaban conciliar el sueño. Se vistió en silencio y salió a correr. Necesitaba relajar los nervios. También lo estaba pasando mal por su cuñado y por su hermana.

Cuando Carolina despertó vio que Lucas no estaba. Se fue al baño y al salir de la ducha sonó su teléfono. Era del hospital. Le informaban de que Emilio, pese a llevar días luchado por sobrevivir, había empeorado. El médico le comunicó que seguramente no viviría más de unas horas. Las hemorragias internas y las infecciones estaban ganando la horrible lucha que se ejecutaba en su interior y no podían hacer nada para detenerlo.

Carolina se fue resbalando sobre la pared hasta quedar sentada en el suelo, sin hablar ni hacer nada. Bloqueada y ausente. Sintió que algo dentro de ella se desgarraba. En un par de días se le estaba desplomando el castillo de naipes de su estable, organizada y feliz vida. Había necesitado quince años para levantarla y se desmoronaba ante sus ojos en un solo instante, sin ella ser muy consciente de ello ni poder remediarlo.

Cuando Lucas volvió se la encontró sentada en el suelo, rota de dolor. Se sentó a su lado e intentó consolarla. Lloraron juntos durante un buen rato. Carolina estaba destrozada. Le dio un relajante, un vaso de tila y la acompañó a la cama. No podía ni tenerse en pie. De pronto su cuerpo percibió el cansancio y el dolor de esos días.

Carolina intentó poner en orden sus pensamientos: «Si mi Emilio muere, me quedo sola y mis hijos se criarán sin su padre. ¡Santo cielo! ¿Por qué, con lo joven que es?». Las lágrimas sigilosas surcaban sus mejillas como un velero en alta mar, silenciosas e incontroladas. «¿Qué voy a hacer sin ti?». Y volvió a cerrar los ojos, inundados en llanto. «¿Qué hacías aquí, Emilio? ¿Por qué me lo has ocultado?». Después de un buen rato, rendida por el abatimiento y el desconsuelo que anidaban en su alma, se quedó dormida sin darse ni cuenta en los brazos de su hermano.

Se despertó sobresaltada. Miró la hora; eran las doce. Había dormido casi una hora. Se levantó con pereza. Parecía un autómata. Era como si algo dentro de su ser se hubiese roto, averiado o quizás muerto para siempre. Sus suegros habían salido temprano hacia el hospital. Cuando llegó se los encontró muy apenados. El médico no les daba ninguna esperanza. Había que asimilar lo peor y prepararse para la triste pérdida de Emilio.

El ánimo de ellos era gris y lluvioso como el clima exterior, que esa mañana había amanecido con el cielo cubierto y tormentoso. El día pasó sin que les avisasen del fatal desenlace. Las horas pasaban lentas y los ojos de los cuatro no se apartaban de la puerta que daba paso a la UCI, temiendo que cada vez que se abría fuese para anunciarles el final de Emilio. Ya de madrugada decidieron ir a ducharse y descansar un rato. Al fin y al cabo, ellos nada podían hacer.

El día siguiente pasó en la misma tesitura. Cada vez que se abría la puerta los músculos de los cuatro se tensaban; no obstante, las noticias no eran para ellos, lo cual les daba un leve respiro. Eso imaginaba Carolina que a lo mejor era buena señal. ¿Se estaría recuperando contra todo pronóstico?

Al tercer día, el doctor los reunió en su despacho:

—Tengo que informarles de que, aunque parece increíble, los niveles se han estabilizado por el momento. Ayer le volvimos a poner una transfusión y parece que se ha normalizado. Sigue en coma, pero la infección ha remitido un poco. Está demostrando ser más fuerte de lo que imaginábamos. Si creéis en los milagros, este parece uno de ellos.

—Entonces, doctor, ¿hay esperanzas de que pueda mejorar y salir del coma? —le cuestionó Carolina con un halo de optimismo.

—No puedo asegurarle ni prometerle nada. Estudiando los daños y lesiones, le puedo asegurar que la mayoría no hubiese sobrevivido más que unas horas, si bien su marido está luchando y dando pequeños pasos. Esperemos que no sea solo una quimera. Les noto cansados; deberían turnarse y descansar. Los días aquí son muy largos y con la incertidumbre mucho más. Mañana hace una semana del accidente. No puedo asegurar que esté fuera de peligro, pero va por buen camino. Si no hay complicaciones puede que salga de esta. —Se miraron esperanzados de que Dios los escuchara y se mejorase.

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