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–Ve a avisar a la patrulla que está más arriba, en la carretera, de que han vuelto. ¿Así que sois vosotros los que venís de allí arriba? Venid, tenemos que hablar.

Algunos de los hombres se meten bajo la cubierta de lona clavada al suelo, y allí, a la luz de una linterna empiezan a tramarse intrigas diabólicas.

La falta de confianza de la formación española se debe a que nosotros íbamos uniformados, con idénticas cartucheras y fusiles. Lo propio de un ejército regular. Los milicianos formaban una pandilla variopinta con armas y uniformes desacordes.

La carretera está silenciosa y desierta. El cielo color de tinta nos envuelve de humedad. Las cunetas rebosan de cabezas oscuras. Los hombres apretujados aprovechan el calor colectivo bajo la techumbre de las mantas cada vez más pesadas debido a la fina lluvia. Unos pasos prudentes y solitarios despiertan a los que duermen. Una sección se despereza y se aleja. Un camión la alcanza. Es el rancho. El rancho es bien recibido, unos minutos más y nos hubiésemos quedado sin nada. Rápido, sacad las escudillas. Una mezcla espesa y humeante se vierte en cada una de ellas y la degustamos en silencio mientras andamos. Qué bien sienta la sopa caliente cuando hace frío.

–Creo que son patatas con ragú y garbanzos, también hay carne y huesos… Está bueno.

–¿Quién conoce el camino?

–El centinela nos lo indicará. Mira, allí está.

El centinela viene a nuestro encuentro sigilosamente, nos explica el camino en voz baja, apuntando con el brazo a la colina. La sección abandona la carretera en dirección de la nada. Qué desagradable resulta andar en la oscuridad, por suerte ha dejado de llover. El penoso camino que sube por la pendiente escarpada, atestada de matorrales invisibles, hace entrar en calor nuestros miembros entumecidos por el frío y la inactividad. La sombra circundante siembra la intranquilidad. A lo lejos, en algún lugar de la noche misteriosa, intuimos la presencia de alguien.

En la llanura se vislumbra el horizonte nítidamente marcado sobre un fondo negro que se extiende como un manto a nuestros pies y se despliega hasta el fin del mundo. Encima, el cielo. Esa bóveda de humo, sobre la cual se perfilan algunas siluetas que parecen cavar en la oscuridad. Distanciados, ocupando la amplitud del lugar, mueven sus abrazos arriba y abajo en el silencio de la noche, como lúgubres enterradores. Trabajadores de la muerte. Al acercarnos a esos fantasmas de mal agüero, un matorral tiembla y nos susurra:

–¿Quiénes sois? Seguidme.

Bordeamos a los excavadores de asfalto y nos tumbamos sobre una pendiente, pocos metros detrás de ellos. Desde allí el espectáculo es aún más dantesco. Estos sepultureros espantosos, alargados desmesuradamente por la luz nocturna, parecen clavar sus picos en las nubes antes de cavar el abismo sobre la corteza terrestre, sin la menor conmoción. El menor ruido es devorado por la noche. Pronto cesan de trabajar y, silenciosamente, se alejan en fila india, con las herramientas al hombro, el fusil empuñado, y sin hacer ruido desaparecen bajo tierra. Avanzamos hasta el lugar donde estaban picando. A duras penas distinguimos en el suelo sombrío un lugar más oscuro aún. Tanteamos el terreno con la culata del fusil, que toca fondo apenas a unos veinte centímetros. De modo que esto era lo que estaban haciendo. Tumbados boca abajo cada uno en su agujero, lo suficientemente grande como para cobijarnos, desaparecemos completamente de la superficie, y más tarde, cuando la luna creciente ilumine el follaje, no se apreciará más que la llanura desierta.

Por el momento la noche es cerrada, las tinieblas nos rodean. Intuimos los pasos del jefe del destacamento recorriendo el sector. Se detiene en cada hoyo para intercambiar algunas palabras a la sordina, para asegurarse de que no estamos dormidos. Tanta precaución no resulta inútil.

Tras la fatiga, el sol de la mañana, el viaje agitado en la noche fría, y tras tantas emociones, dormiríamos como niños. Con frecuencia el mentón se apoya sobre la culata del fusil. El contacto con el acero frío, el peligro amenazante, y una voluntad de hierro consiguen que permanezcamos despiertos. Pero a ratos el cansancio nos puede, todavía no estamos acostumbrados a estar de guardia durante la noche en estas condiciones. El sueño nos arrolla. La inmovilidad hace que perdamos la noción de las cosas, para recobrarla segundos después. A la pesadilla eterna, le sigue un despertar sobresaltado.

Alguien me llama. Alguien pronuncia mi nombre a lo lejos. ¿Es un sueño? Claro, me acabo de despertar. Y sin embargo, unos pasos rozan la hierba cerca de mis talones.

–¿Estás dormido, camarada?

–Claro que no, estaba pensando.

–No hay que dormirse, ya sabes la consigna: abrir fuego sin previo aviso.

Pero hay que estar seguro de disparar contra alguien.

El frufrú de los pasos se aleja como una lagartija. ¡Caramba! Me he quedado dormido. ¿Qué debo hacer para no dormirme? Prohibido fumar, prohibido levantarse, prohibido hablar. Por cierto, ¿dónde está Christov? ¿No vendrá ya el relevo? Tengo que preguntárselo, así nos damos un poco de cháchara. Ni rastro de Christov. También él debe de estar cansado de tanto andar. ¿Estaremos demasiado separados el uno del otro? Podríamos hablar susurrando. Pero a mi izquierda no hay nadie, debo de ser el último de la fila. Y a mi derecha tampoco, no se ven ni los hoyos. Tal vez los han vuelto a tapar. ¿Se habrán ido? Se han olvidado de mí, puede que no me hayan visto. Seguramente estaba un poco alejado del resto, tal vez me hayan llamado mientras dormía como un tronco.

Sí, ahora los veo, tal vez se hayan adelantado para el ataque. Claro, eso es, por allí hay sombras, veo el destello de las bayonetas –las bayonetas que brillan son una imprudencia–. Deben de desfilar uno detrás de otro y cada vez que pasan por un sitio concreto, probablemente una curva, la bayoneta lanza un destello. Deben de estar entrando en un bosque y, al girar por ese mismo sitio, las bayonetas brillan una tras otra y luego se apagan.

No, no son de los nuestros, son los de enfrente, que nos atacan. Se dispersan por la llanura, con la cabeza gacha, encorvados, como ovillos de humo. Siguen marchando. Sus bayonetas brillan a intervalos regulares como los latidos del corazón, y los ovillos de humo ruedan por todos lados como las olas del mar. Algunos, los fusileros, ya están bien avanzados. Ya los distingo reptando como sapos y reteniendo el aliento, que a pesar de todo, me llega al oído. Dios mío, pero si estoy solo. Deben de haberse replegado, no podíamos hacer frente, son demasiados. Está claro, quieren capturarnos vivos. Voy a disparar, así doy la alerta… eso si no estoy solo. En todo caso, el disparo sembrará el caos en el campo enemigo y así podré huir. En el camión habíamos cargado cinco balas en el fusil, pero voy a comprobar que efectivamente el fusil esté bien cargado. Puedo hacer cinco disparos y luego salir corriendo. Pero si manipulo la culata haré ruido. Y ¿luego qué? ¿Disparo aquí cerca?, solo hay uno o dos fusileros.

A lo lejos van en grupos compactos y allí arriba las bayonetas siguen desfilando. Estoy seguro de que al menos hay un fusilero delante de mí, sigue reptando y a veces se para, oigo su respiración. Estira los brazos y luego las rodillas, oigo la hierba aplastada. Dios mío, me ha visto, me acecha, se ha parado como un sapo inmóvil. En un momento me saltará encima y tendré la desventaja de estar debajo de él. Si tuviese la bayoneta calada en el fusil, podría recibirle. Sigue arrastrándose. Pero no, no es él. Ha debido de hacer alguna señal a alguien para que se una a él. Me han rodeado, estoy perdido… Oigo murmurar detrás de mí, hacia la derecha. Han debido de descubrir los otros agujeros.

Toco el gatillo de mi fusil. Está frío pero se adapta bien a la curva de mi dedo. Agarro con fuerza la culata, el gatillo cede y retrocede hasta el primer tope. Lo fuerzo y esta vez llega al segundo tope, se resiste. Si lo forzase un poco más acabaría por disparar. Aprieto, fuerzo un poco más… y no pasa nada. El gatillo ya no retrocede más, ha llegado al final de su recorrido. Claro, había desarmado el percutor en el camión, por seguridad. ¿Qué debo hacer? No tengo tiempo de armar. Oigo el roce de los pasos contra la hierba detrás de mí. Si me doy la vuelta, perderé de vista al de delante que me acecha. ¿Qué debo hacer? De un momento al otro…

–¡Estás dormido, camarada! ¡No hay que dormirse!

La voz es sosegada, el timbre conocido. ¿Es posible? No estoy solo, es Christov, los ha visto y ha venido hasta mí. Me giro lentamente para hacerle una señal. Detrás de mí veo a Christov de pie, impasible sobre sus cortas piernas. La silueta gruesa me mira sin llegar a entenderme.

–¿No lo ves?

–¿El qué? ¿Has visto algo?

–Aquí, delante de mí…

–¿Qué has visto?

–Hay alguien ahí enfrente.

–¿De veras? ¿Dónde?

–Por ahí cerca, y allá a lo lejos, ¿no ves las bayonetas? Voy a disparar para ver.

–¡Ni hablar! Pero ¿qué vas a hacer?

Por primera vez levanta la voz. ¡Está loco! Lo van a oír desde todos lados.

Enseguida se calma.

–Ven, anda, levántate. ¿No tienes ganas de mear? Ven conmigo… Después de tanto tiempo haciéndome el muerto, mis movimientos son pesados. Intento llevar la rodilla hacia el vientre. ¡Qué difícil! Cuando por fin consigo ponerme en pie, sentir la cercanía del jefe me tranquiliza. A la izquierda y la derecha veo manchas oscuras: son los camaradas. Delante nuestro, la nada. El líquido golpea la tierra y se convierte en espuma haciendo un ruido agradable. Me relajo aliviado. La sensación de bienestar me invade…

–Y bien, ¿qué ha pasado entonces?

–Bueno, es verdad que ahí delante no había nadie, pero allí a lo lejos sí, estoy seguro de haber visto el destello de las bayonetas.

–Es la luna, tarugo. Venga, vete a tu sitio y estate atento. Y sobre todo, ni se te ocurra disparar sin estar seguro de haber visto a alguien.

Estar seguro de ver a alguien, pero ¿qué más quiere?

–¿No van a reemplazarnos pronto?

–Sí, eso espero… Ya veremos.

Y seguimos en las mismas. Entonces me relajo, bajo la guardia de nuevo y el sueño vuelve a visitarme. ¡Con lo bien que estábamos en el campamento a orillas del Marne! Por las mañanas, nos despertaba el canto de los pájaros y acto seguido, recién levantados, nos sumergíamos en el agua tibia.5 Al final del verano una bruma blanca flotaba sobre la hierba, pero los primeros rayos de sol la disipaban. Esa niebla, con un aire melancólico, se iba con pesar para volver con más persistencia a la mañana siguiente. Al cerrar los ojos vuelvo a verla vagar perezosamente colándose en cada hueco. Al abrir los ojos sigo viéndola. La veo tan nítidamente que me da escalofríos.

Tengo frío, las cartucheras se me clavan en las costillas. No tenía que haber cargado tanto la cartuchera que llevo a la espalda, ¡cómo me pesa en los riñones! El impermeable que me protege del frío me procura una tibieza húmeda que se me adhiere a la espalda. ¡Qué frío tengo en los pies! Es cierto que hay niebla blanca a ras de suelo. Es como si pudiese cogerla con las manos. Una mata de hierba teñida de blanco, brrrr… Está tan fría como la nieve. Es que es nieve. Se podrían hacer bolas de nieve, y si fuese recogiendo de todos los lados incluso podría hacer un muñeco. Todo está blanco… Pero esto no es nieve, esto es… ¿Cómo se llama? Es rocío helado. Escarcha. Ya es de día. Toda esta capa blanca parece fluir desde el horizonte, como si manase del cielo lejano.

Nace el día. Por fin se ha acabado esta noche de pesadilla. Menos mal. Ahora lo veré todo más claro. Ahí vienen algunos, ya era hora. ¿Es el relevo? Mejor aún, es el tentempié: café caliente, pan y jamón. De pie allí en medio, con nuestro café, somos los más felices del mundo.

Qué placer, el café caliente. Nos calentamos las manos, las mejillas, la nariz. Correr un poco, moverse, evacuar, vivir. Pero persiste la palidez en nuestras caras, solo brillan los ojos, los ojos con los párpados hinchados, los ojos legañosos. El frío intenso nos irrita la nariz pero pronto subirá la temperatura. El astro rey se levanta; percibimos su corona de oro. Viene a sembrar vida, a espantar a los vampiros, las pesadillas y los sapos de la noche.

–Recoged los bártulos y en marcha.

Sí, en marcha. Los camiones nos esperan en la carretera. Venga, todos arriba y en marcha. El aire es puro, la carretera ancha. Por desgracia el cielo está claro; esperemos que la aviación… Qué imprudencia viajar de día, sobre todo en una zona tan desierta. No hay más que piedras, colinas peladas, y ni un árbol.

Anda, una casa. Y otra. Sin duda nos acercamos a un pueblo. Ojalá haya chicas guapas… Los camiones tuercen delante de la iglesia y se detienen. El Ayuntamiento no debe de estar lejos. Los jefes salen a hacer averiguaciones. Los soldados, como todos los soldados del mundo, inspeccionan con la mirada las calles tortuosas y desiertas.


Llegada de las unidades de la XII BI a Chinchón. Noviembre de 1936.

Algunas mujeres van a buscar agua. No están mal, no están nada mal. Jóvenes, bien hechas, más bien delgadas, ágiles. Con un trapo atado a las caderas, la jarra apoyada encima, abrazada con amor por un brazo fino y enérgico. Se marchan, meneando sus faldas al compás. Se marchan en silencio, sin alegría ni tristeza. No están mal estas chicas, nada mal, incluso están de buen ver. ¿Cómo acercarnos a ellas?

–Señorita, eh… Señorita. ¿Está buena el agua de aquí?

Una leve agitación indecisa nos autoriza a esperar algún acercamiento, pero siguen circulando como si nada. Ahora son las madres las que salen de las casas para presenciar el acontecimiento, sin duda único en los anales del país.

Algunas de las chicas que llevaban agua a sus hogares han tenido que correr la voz. Y hacen como si no nos vieran, aunque estemos allí, bien presentes. Dispuestos en racimos en los camiones, implorando una sonrisa, una mirada amiga. Las amas de casa se parecen a todas las amas de casa del mundo, con las manos entrecruzadas sobre el vientre, atareadas en sus quehaceres, pero la casualidad les acaba acercando alrededor de los camiones.

Y la charla continúa. Charlotean entre ellas o para los que las entienden. Deberíamos entenderlas. Es una lengua latina, pero la jactancia de las mujeres españolas no es fácil de entender. Al final, se aborda el tema de la guerra.

–¿Sabéis? Ayer por la noche, allá en el monte, pensábamos que eran moros, pero afortunadamente eran españoles.

–¿Españoles? ¿Cómo que españoles?

–Pues sí, españoles del Frente Popular.

–¿Y qué pasó?

De repente la cháchara se interrumpe, sus ojos quedan suspendidos a nuestros labios, la inquietud endurece sus rostros.

–Pues al final acabamos confraternizando, somos camaradas.

Como en una olla a presión, estalla el júbilo. Un remolino de gente nos envuelve con aspavientos y gritos. La noticia, que se ha extendido como un reguero de pólvora, trae nuevos refuerzos.

–¡Anda! Traed vino para estos hombres.

Esta vez el sexo masculino se halla dignamente representado. Un viejecito venerable con la cara quemada y reseca del sol nos sonríe con su boca flácida y oscura. Subidos en el camión, nos sentimos como en un estrado, aclamados como héroes:

–¿Cómo estáis? Bien, hombre, bien. No pasarán, no podemos dejar que pasen. Anda,6 María, Juanita, traed vino para estos hombres, corriendo.

Cientos de manos tendidas nos ofrecen el preciado elixir. De puntillas, empujándose unas a otras para ver quién va primero. ¡Es como una competición! Una vez calmados los ánimos, las madres observan cómo nos marchamos. Se sostienen la cara con las dos manos y mueven la cabeza de un lado a otro con los ojos bañados en lágrimas.

–Tanta juventud… Yo tengo tres… Se han ido, se han ido todos y no tenemos noticias. Tal vez estén bien, tengan buena salud… Sí, salud, hombre, salud…7

El convoy se detiene definitivamente a la salida del pueblo. Pasaremos allí el día y viajaremos de noche. Mientras esperamos, aprovechamos para hacer ejercicios. ¡Es la guerra, camaradas! La campiña árida e irregular, completamente desierta, nos ofrece un magnífico campo de maniobras. Como no podía ser de otra forma, empezamos por la marcha al paso. Luego, el manejo del arma en dos tiempos y tres movimientos. Entre nosotros hay gente que nunca ha tocado un arma. Por fin llegan las tan esperadas maniobras del servicio de campaña. Lo demás se parece demasiado al tan combatido militarismo, autoritario y brutal.

Afortunadamente no se ha insistido en las muestras de respeto. Mil veces mejor es una formación de guerrillas. Ahí al menos se intuye el tumulto, pero el tumulto inteligente, científico, con una disciplina libremente consentida.

Funciona así, si el enemigo ocupa este alto, un grupo ataca por la izquierda y el otro por la derecha. E incluso eso tiene un tufo a jerarquía y a estiércol de cuartel. Pero bueno, hay que saber salir al paso en esta guerra moderna, ya que somos un ejército moderno.

Está claro que la guerrilla sería más divertida. Nos sentiríamos más camaradas, luchando codo con codo, pero no es posible en un país extranjero… Ayer mismo, como bien se ha visto, no sabíamos siquiera si eran de los nuestros o no. El general lo dijo bien claro en el cuartel de la Guardia Civil de Albacete:

–Contra un ejército moderno, hay que hacer frente con un ejército moderno. Así que nada de guerrilla, nada de centurias, a partir de ahora brigadas, batallones, compañías, etc. Con generales, comandantes, capitanes, etc. Las unidades deben ser formadas y dotadas de mandos y armas. Las municiones las cogeréis en Chinchón, y a por la victoria. ¡Viva la primera Brigada Internacional!

–Así pues, la primera sección ataca desde la izquierda, la segunda combate a la derecha y la tercera en reserva.

Pelosa, el herrero, antiguo suboficial, se deja la piel instruyendo a su primera sección.

–¡Bien! ¿Y qué más? –reclama Christov, a quien le cuesta hacerse a la idea de no dirigir más que una sola sección de la compañía.

–Una vez dentro de las trincheras enemigas, la sección debe ocuparse de la limpieza.

–Eso es –conviene Pelosa impasible–, pero cuidado, primero hay que estudiar el terreno, antes de salir al campo, sobre todo hay que saber ponerse a cubierto. Hay que saber echarse sobre el suelo, así… –dice, mientras se tumba boca abajo, con el fusil en posición apuntando hacia el horizonte a un enemigo imaginario.

Y, como por arte de magia, el enemigo aparece unos pasos por delante de él. Es un hombrecillo achaparrado, harapiento.

–¿Qué haces ahí? ¡No ves que estamos trabajando! Vuelve a tu casa, al pueblo.

Saliendo de su asombro, el hombrecillo nos cuenta que no vive en el pueblo. Allí viven los ricos, los pobres como él viven aquí…

–¿Cómo que por aquí? Aquí no hay casas por ningún lado…

–Sí, hombre, sí, aquí mismo. Esos son mis hijos.

En efecto, casi detrás de nosotros algunos niños se divierten peleando. No muy lejos de allí, una mujer lleva una vasija. El hombrecillo no es rico, se nota, más bien lo contrario; no se ve ni de qué color va vestido. Va cubierto de retales cosidos. Retales que no llegan a un palmo. Los niños, que no pueden aspirar a esa opulencia, van vestidos con su propia piel bronceada y mugrienta. La mujer, menos original, no lleva más que un camisón sucio y rasgado. Los rotos dejan al descubierto los recovecos más sombríos de su pobre cuerpo demacrado. Pero nada de aquello es extraño, es la tónica general. Todo aquel campo se llena de hombres y mujeres semejantes. Los niños juegan por todos lados.

Pero ¿de dónde sale esta cuadrilla famélica? ¿Dónde viven? Sigámosle la pista a la mujer. Se acerca a una especie de termitera completamente blanca. Da unos pasos más y desaparece bajo la tierra. En efecto, esa termitera, como todas las que tapizan este terreno ingrato, es la chimenea del hogar familiar. Unos pasos más allá, hay un rectángulo cavado en la tierra formando peldaños, como una boca de metro. Debajo, una parcelita conforma la entrada; a la izquierda, unas cortinas que hay que apartar con la mano para entrar en un espacio subterráneo oscuro y húmedo, mal ventilado y maloliente; es el dormitorio, el comedor, la cocina, la bodega y el granero. La chimenea sirve también de ventana. Todo encalado. Deben de dormir en esterillas, probablemente.

Aire… Atrás, tristes recuerdos. Atrás quedaron los castillos en el aire, los castillos hechizados; estos pordioseros apocalípticos… Que el sol brille para todos o que se apague; que mañana se haga la luz o el mundo se extinga.

1. En castellano en el original.

2. Nombre que se le dio a la Primera Guerra Mundial.

3. En castellano en el original.

4. El ataque al Cerro de los Ángeles (o Cerro Rojo), se hizo con la XII BI y dos brigadas españolas que atacarían por el sector sur del cerro y hacia Getafe. Miguel Gallo era el comandante de la 6.ª BM, que quizá intervino en esta operación.

5. En 1936, durante el Gobierno del Front Populaire los trabajadores obtienen las primeras vacaciones pagadas en Francia.

6. En castellano en el original.

7. En castellano en el original.

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