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La combinación del baile y las letras, además del loop de los beats y la actitud tumbada de los ejecutantes y devotos del reguetón les ha valido ser calificados de “delincuentes, bárbaros, salvajes”. Estos juicios los conocen también los miembros de otras comunidades musicales: el tango, el flamenco, la cumbia, el hip hop, el jazz. Algunas fueron apropiadas, vía la folclorización, y convertidas en danzas de marca nacional, pero en su origen despertaron las mismas suspicacias que el reguetón. Así, cuando los llaman “salvajes”, cuando dicen que su cultura musical es de “primitivos”, yo asiento y sonrío. Pienso en Deleuze y Guattari, en “la máquina salvaje”:

La unidad primitiva, salvaje, del deseo y la producción es la tierra. Pues la tierra no es tan solo el objeto múltiple y dividido del trabajo, también es la entidad única e indivisible, el cuerpo lleno que se vuelca sobre las fuerzas productivas y se las apropia como presupuesto natural o divino. [...] Es la superficie sobre la que se inscribe todo el proceso de la producción, se registran los objetos, los medios y las fuerzas de trabajo, se distribuyen los agentes y los productos. [...] El socius primitivo salvaje era, pues, la única máquina territorial en sentido estricto. Y el funcionamiento de una máquina tal consiste en esto: declinar alianza y filiación, declinar los linajes sobre el cuerpo de la tierra, antes de que haya un Estado.[23]

¿Cuál tierra?, pregunta difícil y peligrosa; no hay Estado que contenga a la máquina salvaje porque esta es anterior al Estado: América Latina, pero el Caribe, pero el barrio, pero África, pero la comunidad digital. No hay respuesta cómoda, plana, lineal. El reguetón ha desplazado al viejo fantasma colonial europeo; ya no lo considera, su disputa identitaria es con Estados Unidos, ya ni siquiera necesita a Europa para triangular con África aunque esta sea una tierra originaria más bien imaginada, idealizada. Es la diáspora dispersa por el continente americano, la diáspora salvaje:

La máquina territorial segmentaria conjura la fusión con la escisión e impide la concentración de poder al mantener los órganos de jefatura en una relación de impotencia con el grupo: como si los propios salvajes presintiesen la ascensión del Bárbaro imperial que, sin embargo, llegará de fuera y sobrecodificará todos sus códigos.[24]

No obstante, el reguetón, como en su momento el hip hop, trascendió su neurosis para elaborar el conflicto identitario urbano del siglo xxi, y esa conquista, esa elaboración de una ancestralidad contemporánea que territorializa en el goce su complejo de ser diaspórico y excluido saca de balance a la clase media —cuando no decididamente la reta—, cuya neurosis de clase e identidad no resuelta regurgita frente al alarde del perreo. Si tuviera que buscar un correlato de una manifestación cultural construida a partir de la superación de la neurosis citadina blanca occidental, y que sea transversal a la periferia (aunque no a la diáspora), sería el punk.

Las culturas musicales nacidas de este vórtice diáspora/periferia han territorializado la herida colonial civilizatoria o genocida “haciendo máquina salvaje” (y a veces transitan a la máquina bárbara): la cumbia, la bachata, la salsa, el blues, el jazz, el gospel, el funk carioca, el flamenco. Elaborando una catexis revolucionaria corporal anclada en el canto y el baile. Así, Becky G y Arcángel, nacidos en California y Nueva York respectivamente, producen reguetón en español para un público por supuesto latino, pero también para uno angloestadounidense: el crossover invierte el orden de los elementos. Esta diáspora salvaje sacude culos en español, con sus ritmos latinos, tramposamente metamorfoseados. Aunque con sus deudas.

Por todo esto, sin importar cuán comercial sea, el reguetón no podrá ser elevado a rango de establishment porque atenta de forma directa contra el privilegio blanco occidental. Lo desafía tanto que, por un momento, corrió a los angloestadunidenses del ojo del huracán para focalizar la disputa racial entre afroestadounidenses y latinos: “[...] las tensiones ‘raciales’ más prominentes que rodean al hip hop en Estados Unidos no son entre afroestadounidenses y blancos (representados por el prominente rapero Slim Shady, alias Eminem), sino entre los afroestadounidenses y los latinos”.[25] Más todavía: el reguetón afirma y descubre sus múltiples raíces, la africana, la caribeña, la latinoamericana y la estadounidense, latinoestadounidense. Son los salvajes, los bárbaros. Participa de un cierto mainstream, de un nicho de hegemonía que ha disputado, pero no renuncia a su cualidad de outsider en tanto polifacéticamente diaspórico. En México, por lo pronto, se dice que el reguetón de verdad no está en la radio, sino en el underground.

El reguetón no se permitió ser el outsider que entró y tras el que se cerró la puerta: “Si abres la puerta a un outsider eso te da permiso para cerrar la puerta a los demás”;[26] los pioneros en el crossover la trancaron con un pie para que entraran los demás (no todas las mujeres que quisiéramos que hubiera, hay que decirlo). Diría más, diría que el mainstream no pudo resistir las magias de la diáspora salvaje, se emocionó, pero la catexis de la máquina salvaje no puede fingirse.

Isaura Leonardo (Ciudad de México, 1984). Estudia la potencia política de la danza y las culturas musicales, su fuerza convocante, sus recovecos sagrados. Además reflexiona sobre crímenes de lesa humanidad, genocidio, persecución, identidades políticas y diáspora desde manifestaciones artísticas y culturales.

1 Wayne Marshall, “From música negra to reggaetón latino. The Cultural Politics of Nation, Migration, and Comercialization”, Reggaeton, Wayne Marshall, Raquel Rivera y Deborah Pacini, EUA: Duke Universty Press, 2009, p. 19. En adelante, la traducción de las citas en otros idiomas diferentes del español es mía.

2 Tomo el concepto “cultura musical” del etnomusicólogo mexicano Gonzalo Camacho, en lugar de “género musical”. Cfr. Fernando Híjar Sánchez, Cunas, ramas y encuentros sonoros. Doce ensayos sobre el patrimonio musical de México, México: Conaculta-Dirección General de Culturas Populares, 2009.

3 Wayne Marshall, Raquel Rivera y Deborah Pacini Hernández, “Los circuitos socio-sónicos del reggaetón”, Trans. Revista Transcultural de Música, núm. 14, 2010, https://www.sibetrans.com/trans/articulo/23/los-circuitos-socio-sonicos-del-reggaeton

4 Eugênio Lima, “Música Negra e Movimento Black Power”, labExperimental, 7 de julio de 2015, https://www.youtube.com/watch?v=ukEAYg_TJBo

5 “Los circuitos socio-sónicos del reggaetón”.

6 Ídem.

7 “Atrévete te-te”, Calle 13, 2006, White Lion Records.

8 Para las intrincadas rutas musicales del reguetón, el reggae, el dancehall y sus vínculos, remito a Wayne Marshall, quien es especialista en la materia.

9 Kim D. Butler, “Defining Diaspora, Refining a Discourse”, Diaspora: A Journal of Transnational Studies, 10:2, 2001, pp. 189-219, p. 198.

10 Ibídem, p. 201.

11 En agosto de 2017 escuché una entrevista en la que Tego Calderón cuenta todo este proceso, sin embargo, ya no está en línea. En esta que dio en Miami hace mención de algunas de estas cuestiones: https://www.youtube.com/watch?v=sq6DjZR-DCA (fecha de consulta: 13/12/2017).

12 Cfr. Marshall, “From música negra to reggaeton latino”.

13 Ibídem, p. 62.

14 En Wikipedia consignan Miami, Florida, como su lugar de nacimiento, aunque por mayoría de aparición en prensa puertorriqueña he decidido tomar Loíza, Puerto Rico. Esta confusión no hace sino sumar al tema en cuestión.

15 “Defining Diaspora…”, p. 190.

16 Ídem.

17 Ibídem, p. 192.

18 “Los circuitos socio-sónicos del reggaetón”.

19 Letras con alto contenido homofóbico pueden rastrearse en el dembow de Jamaica, por decir algo.

20 Para este tema recomiendo buscar a Jenny Granado (Maldita Geni Thalia), performer brasileña que ha dedicado buena parte de su trabajo a desarrollar (teórica y prácticamente) el concepto desculonización, de quien lo tomo yo: https://vimeo.com/desculonizacion

21 Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona: Paidós, 1985, p. 149. Catexis tal como la definen en este libro es “carga del campo social por el deseo”. El vaciamiento en un objeto/sujeto de la energía sexual libidinal.

22 Una simple búsqueda en Youtube sirve para ver cómo hay ligeras diferencias (variaciones) entre perreo y dembow si se buscan con estos términos. El dembow parece implicar más el movimiento de los pies, mientras que el perreo se concentra en la basculación de la pelvis, tal como el dancehall jamaicano, que combina el twerk con movimientos propios del hip hop y otras destrezas, más parecido al funk carioca. Con sus ligeras distinciones, estas danzas comparten rasgos que resultan intercambiables y llegan a confundirse.

23 Deleuze y Guattari, ob. cit., pp. 146 y 152.

24 Ibídem, p. 159.

25 Marshall, Rivera, Pacini Hernández, “Los circuitos socio-sónicos del reggaetón”.

26 “Lady Vanishes”, Revisionist History Podcast, http://revisionisthistory.com/episodes/01-the-lady-vanishes (fecha de consulta: 13/12/2017).


LAS CADERAS
QUE NOS MINTIERON

Jorge Comensal

Seis compases idiotas estuvieron a punto de acabar con Esaú, pianista excelso, Mozart veracruzano. El genio muchas veces pudre a quien lo incuba, pero a los veintiséis años de edad Esaú ya había sobrevivido a la maldita bendición de ser niño prodigio. Si pudo madurar sin arruinarse fue gracias al rigor de sus padres, el pastor evangélico y la tecladista autodidacta del Templo Amigos de Jesús en Coatzacoalcos, el galerón mal ventilado donde Esaú mamó las notas musicales. A los siete años ya había triunfado en la Sala Nezahualcóyotl de la Ciudad de México contra decenas de presuntos Wünderkinder y sus respectivos padres, que acabaron corrompidos por la envidia de saber que sus retoños carecían del talento que animaba las manos de ese minúsculo costeño que tocaba los Nocturnos de Chopin como un poseso.

Luego de estudiar en el Conservatorio Nacional, ganar todos los premios juveniles y mudarse a Hamburgo con una beca, Esaú solo aceptó volver a Coatzacoalcos para tocar un infame teclado Yamaha en el funeral de su padre. Acompañó en el duelo a su madre cinco días y huyó de vuelta a Europa, donde estaba por comenzar una gira de conciertos.

Iba en el avión cuando empezó a oír una molesta trompeta en si bemol y una voz gangosa que bramaba, entre otras cosas, ¡Shakira!, ¡Shakira!, nombre que Esaú había oído mentar en la escuela dominical, donde le enseñaron que las caderas de esa cantante sudamericana eran anzuelos de Satanás. Arrellanado en su cómodo asiento de primera clase, Esaú atribuyó el barullo al mal gusto característico de los que viajaban en clase turista, pero el ruido no mermó ni un decibel cuando activó sus audífonos aislantes. Se paró al baño para rastrear la fuente de la molestia, y encerrado en el cubículo pestilente, a solas con su reflejo encorvado y el lavamanos diminuto tuvo que aceptar que el adefesio manaba de sí mismo, de su propia conciencia infectada por el ritmo tosco y pegajoso de esa canción cuyo nombre desconocía.

I’m on tonight... —al aterrizar en Hamburgo— my hips don’t lie —al tomar un taxi— and I’m starting to feel it’s right —el coro era una lamprea de pop caribeño— All the attraction, the tension —buscó la canción en Google— Don’t you see baby, this is perfection —y además de la letra encontró el blog de una fanática ofendida con esa canción, la cual marcaba el comienzo de la decadencia que condujo a Shakira desde la sabiduría precoz de “Inevitable” y la crítica social de “Octavo día” hasta el vacuo “Chantaje” del reguetón.

Al llegar a casa. Esaú trató de purgarse con música dodecafónica —Schönberg a raudales—, pero fue inútil. Tomó un somnífero potente y despertó nueve horas después con el mismo tormento: She makes a man want to speak Spanish...

Pasaron tres días infernales —ni uno solo sin que llamara por teléfono a su madre, que se pasaba el día cantando himnos cristianos—. Temeroso de que Shakira fuera el primer síntoma de un tumor cerebral, acudió al neurólogo. Después de aplicarle una batería de pruebas denigrantes —apriéteme el dedo, saque la lengua, ¿cómo se llama la canciller de la República?—, el médico lo refirió con un psicólogo que resultó ser demasiado sonriente para el gusto de Esaú.

—Mire —le dijo en su alemán sintácticamente perfecto y fonéticamente desastroso, —en quince días toco en Londres y no puedo ensayar con esto adentro.

Sin dar cuenta de la urgencia de su paciente, el psicólogo comenzó a hacerle preguntas sobre su vida personal. Esaú respondía con monosílabos. Cuando el psicólogo Sonrisas inquirió si tenía pareja, con el cuidado de usar una expresión neutra para no presuponer la orientación sexual del paciente, Esaú se limitó a decir que su apretada agenda le impedía sostener una relación sentimental —por supuesto omitió aclarar que era heterosexual y que solía masturbarse inspirado por videos de pianistas atractivas como Khatia Buniatishvili, Hélène Grimaud o la semidiosa, aunque sexagenaria, Martha Argerich; también omitió que sus manos, habituadas a intimar con Steinways y Bösendorfers, desconocían el cuerpo desnudo de una mujer. Tampoco mencionó que su padre había muerto una semana atrás.

—¿Qué te despierta esa canción que escuchas?

—Weiß nicht... —gruñó Esaú.

—¿Qué estás oyendo en este momento? —preguntó Sonrisas con una jovialidad imbécil.

Esaú prestó atención: Cómo se llama / ¡Sí! / bonita / mi casa, / ¡Shakira! Su casa / ¡Shakira!

—Pura tontería.

El psicólogo le pidió que tratara de evocar recuerdos asociados con esa canción, y que los anotara en un cuaderno para comentarlos en su siguiente encuentro. Pasó una semana de estudio frustrado. ¿Cómo iba a tocar el melancólico adagio de Ravel con ese ritmo frenético en la cabeza? And I’m on tonight you know my hips don’t lie... Más de una vez, golpeándose la cabeza contra las teclas del piano, Esaú pensó en darse un tiro, mas no tenía las agallas ni la pistola para hacerlo.

Tomó el teléfono y le llamó a su representante.

—Estoy muy mal —confesó—. Me dio dengue en Coatzacoalcos —mintió—. Cancela el primer concierto.

Desesperado por la perspectiva de perder el contrato que se estaba gestando con la Deutsche Grammophon, apeló al recurso terminal de la homeopatía: curarse por semejanza. Aunque vivía solo, tuvo el pudor de cerrar la puerta de su cuarto antes de encender la computadora, entrar a Youtube y buscar “My hips don’t lie”, cuyo video oficial ya tenía 539 593 209 visitas. Iban a ser 3.38 minutos de suplicio. I never really knew that she could dance like this... Al terminar la canción, el ritmo y la voz nasal de la colombiana no se disiparon. Al contrario: perseveraban más nítidos que antes, fortalecidos. Esaú quería arrancarse la cabeza. Rabió, golpeó, estrelló el vidrio de las partituras que adornaban las paredes. Su pequeña colección de metrónomos antiguos terminó hecha pedazos. Tras la tormenta sacó del fondo de un anaquel de la cocina una botella de tequila que le habían regalado cuando emigró de México jurando que no volvería. Como no tenía caballitos, sacó una taza de café expreso para servirse. Se forzó a beber con encono, imitando a los héroes trágicos del cine. Abstemio consumado, bastaron cuatro onzas de tequila para embriagarlo. La voz de Shakira, teñida por el alcohol, sonaba triste y resbalosa.

Recordó el consejo de Sonrisas. No había nada en su memoria. ¿Qué edad tenía Esaú cuando salió esta porquería al mercado? Wikipedia le informó que el año de lanzamiento había sido 2005, en el volumen dos del disco Oral Fixation. Hizo cálculos embrollados por el alcohol. Estaba por entrar al Conservatorio. Tenía quince años. Se acordó de la fiesta de quince años de su prima Berenice en Coatzacoalcos: el vestido chabacano, el baile con chambelanes vestidos de cadetes, la hora de los brindis empalagosos, el brindis de su propio padre, que aprovechó la ocasión para predicar la palabra del Buen Jesús ante los invitados. Su padre: celoso protestante entre católicos borrachos. Esaú revivió la vergüenza de aquella noche en que odió por igual a su padre y a la concurrencia beoda que se reía de él sin disimulo. Quiso subirse a la tarima, sentarse al teclado y cerrarles la boca con su talento furioso, inducirles pasmo, miedo, reverencia, como lo hacía Glenn Gould ante los auditorios pretenciosos que despreciaban su banquito de enano y su costumbre de tararear a Bach mientras tocaba. Pero aquella noche de alegría veracruzana Esaú permaneció sentado, y en vez de acudir en defensa de su padre clavó la mirada en el plato de arroz con mole y no la alzó hasta que el maestro de ceremonias le arrebató el micrófono al pastor inoportuno y ordenó que siguiera la fiesta. Ruidosos aplausos recibieron a la trompeta mentirosa: I’m on tonight you know my hips don’t lie... Su padre abandonó el escenario, derrotado al ritmo de Shakira, la cantante favorita de la quinceañera, Don’t you see baby, this is perfection...

A Esaú le quedó el pecho adolorido, y a media botella fue al librero por un disco —las Variaciones Goldberg, en la segunda grabación de Gould— y lo puso a todo volumen. Ebrio y lacrimoso, asqueado de su padre, de su prima, de sí mismo, de Hamburgo y del celibato, de ser chaparro y prodigioso, huérfano, ateo y costeño, Esaú se desveló cantando con Glenn Gould, las fugas y contrapuntos de Bach como si fueran rancheras, bebiendo hasta la náusea, el vómito, la bilis, llorando hasta caer exhausto, aplastado por la grandeza de su talento y soledad. Cuando despertó al día siguiente, las caderas de Shakira habían dejado de mentir.

Jorge Comensal (Ciudad de México, 1987). Narrador, ensayista, editor. Autor de Las mutaciones (2017) y Yonquis de las letras (2018). Textos suyos han aparecido en Arquine, Casa del Tiempo, Este País, Nexos, entre otras publicaciones.


CHUCHUMBÉ, CHAMPETA
Y REGUETÓN

Antonio Nieto

Ese día era especial para ella, logró graduarse de la secundaria y el fin de cursos lo celebrarían con una tardeada en el News Divine, el lugar de moda en el barrio de la Nueva Atzacoalco. A pesar de ser menor de edad, por obtener buenas calificaciones sus padres le dieron permiso para ir a divertirse a la discoteca; podría maquillarse, usar ropa bonita y tal vez bailar con el chico que siempre le había gustado, sería un momento mágico. El 20 de junio del 2008 las cosas no ocurrieron así; su amiga Isis fue asesinada a toletazos y ella obligada a subir a un camión de transporte público bajo la advertencia de un policía de la Secretaría de Seguridad Pública: “súbete o tú vas a ser una de las muertas”. Ese día tan especial se convirtió en una masacre, con niños convulsionándose o agonizando lentamente por los golpes y la asfixia, muriendo en el suelo frente a los paramédicos del Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas (ERUM), quienes fueron captados en un video ordenando “no me suban a nadie a esa ambulancia”, razón por la que los jóvenes trataban burdamente de dar primeros auxilios a sus amigos, familiares y seres queridos. Es desolador ver, en uno de los videos, a un chico que suplica a su amigo que no se duerma.

Negocios como el News Divine o el Abuelo son modelos de entretenimiento para jóvenes pobres y marginales quienes, ante la falta de mejores espacios de convivencia digna, al ser grupos desprovistos de poder económico y político, encuentran en estos salones de baile el lugar para socializar y divertirse a ritmo de reguetón. El académico y fundador de ConectaDH, Luis González Plascencia, describe el hecho de la siguiente manera: “para mí el caso equivale a planear un secuestro de las niñas y niños que estaban ese día en el bar, […] y permitir delitos intencionales como el fichaje y las vejaciones de las víctimas secuestradas”.[1]

El Programa de Mando Único de la Policía (Unipol), la agencia responsable del fallido operativo en el News Divine, fue ejecutado para evitar que se vendieran drogas o alcohol dentro del establecimiento. Tiene su origen en el marco de la política de Cero Tolerancia de Marcelo Ebrard, quien creó un mando único para las policías del Distrito Federal por recomendación de Rudolph Giulianni. Durante el operativo en el News Divine, Marcelo Ebrard era el jefe de Gobierno y anterior secretario de la SSP. Mientras tanto, a nivel nacional, en su afán de legitimar el fraude electoral que lo colocó en el poder, Felipe Calderón iniciaba una guerra contra las drogas, lo que desató una guerra civil que hasta nuestros días lastima al país con altas cifras de muertos, desaparecidos y ejecuciones sumarias.

Según Joseph Branden, los jaloneos políticos en torno al consumo de estupefacientes y en relación con la expresión de la sexualidad “implican una redistribución de libertades e ilegalidades […] sometiendo a la población en un sistema de vigilancia continua, arrestos y comparecencias, convirtiendo la vida cotidiana en una prolongada lucha por no caer en la cárcel”.[2] Para justificar esta guerra contra el crimen los grupos de poder económico y político inventan mediocráticamente al sujeto peligroso, así, en palabras de Pablo Gaytán:

El chavo banda, el punk, el ultra, el cholo, el chaca, el mara, el sicario, el machetero de Atenco, el greñudo con tatuaje, el pandroso, el hip hopero, el grafitero, el desempleado, el “nini”, o el damnificado por los pésimos servicios en el oriente de la metrópoli […] serán temidos por los otros, es decir, por las clases medias metropolitanas […] y significa el declive de toda posible solidaridad entre los mismos habitantes de la ciudad.[3]

De esta manera, como sostiene José Luis Cisneros, los medios de comunicación logran generar ambientes de miedo y terror en la memoria social al enfocarse en las acciones violentas ocurridas en zonas urbanas caracterizadas por la pobreza y el desempleo, lo que “presupone que la delincuencia y la violencia ocurren primordialmente entre los pobres de la ciudad”.[4]

El autómata frente al primitivo

Yo acá voy a demostrar de forma muy simple pero contundente lo que es arte y lo que no lo es […] si un reguetonero que se jacta de ser cantante es aceptado como tal ante la sociedad, ¿entonces qué es Andrea Bocelli, Pavarotti, Freddie Mercury? Es decir, si un reguetonero que anda por ahí balbuceando obscenidades, full de autotune y carente de contenido melódico es tomado como un cantante, entonces ¿qué fue Freddie Mercury o qué es Andrea Bocelli? ¿Entienden?[5]

En agosto del 2012 la página de Facebook Por un México sin chakas, tepiteños y reguetoneros… Mata un chaka y haz patria convocó a linchar reguetoneros. Según Dan Graham: “La industria del rock prefiere dividir a las minorías en mercados independientes, y esta división establece una oposición ideológica entre ellas, oposición que trabaja a favor de la ideología dominante, pues pone a una minoría en contra de la otra”.[6] El rock, el pop, la balada ranchera y los diversos géneros musicales corporativos funcionan como ejercicios disciplinarios que condicionan al escucha para cumplir un papel como consumidor de estilos de vida. Habría que agregar a este modelo pedagógico, ideológico y socializador géneros como el “movimiento alterado”, el narco-rap y el rap militar o “wacho rap” que, rindiendo culto a la forma de vida y la violencia del crimen organizado, normalizan la guerra civil en el país y promueven el paramilitarismo con temas como “Escuadrones de la muerte”, “Gafes”, “Sanguinarios del M1” y “Comandante escorpión 40 C.D.G”. Así se construye mediáticamente una “clientela” o familia de estirpe consumista que es llevada a identificarse, mediante un lenguaje y gestualidad peculiares, en torno a un conjunto de modas y preferencias, y que se reproduce cultivando la afición y empatía con una pintoresca constelación de “mitos”, “estrellas” e “íconos”,[7] del espectáculo, el deporte, la telenovela, las redes sociales, la política o el periodismo.

Diariamente hay un minibombardeo sistemático sobre las mentes del público lector, el auditorio radial, el espectador televisivo y el usuario de la red cibernética, alabando las bondades del modo de vida capitalista y las virtudes de la “blanquitud”; Víctor Muñoz resalta que esto es porque:

El campo de mensajes y significaciones que recibimos en los medios [...] está lleno de imágenes en las que los protagonistas son blanquitos, altos, bien vestidos, guapos y guapas, hablan correctamente, es decir, distintos a la mayoría de nosotros, morenitos, prietos chaparros, gordos o muy flacos, feos o más o menos y que, comparados con ellos, no vestimos bien.[8]

Los inquisidores gustan de la balada rock

Adela Micha: A mí me encantas, eres guapísimo, eres divino, pero eres sobre todo talentoso…

Aleks Syntek: Y no es mala onda, pero a mí, la verdad, el reguetón me tiene hasta la madre… [Aplausos del público] ¿Por qué el mismo ritmito todos, la misma letra, por qué las mismas misoginias y vulgaridades?… Yo creo que es porno… Eso es porno, lo que hacen los reguetoneros… Siento que es una práctica que te enferma mucho [el porno] y hoy en día los chicos están muy expuestos, yo soy embajador de Unicef y sí me preocupa mucho esa parte… Hay que controlar los instintos animales, si no nos volvemos changos, y el reguetón viene de los simios, ojo. [Risa]

[Risas del público]

Adela Micha: Pues namás [sic] basta con verlos bailar.[9]

Desde los tiempos de la Colonia y la esclavitud, los prejuicios contra la cultura negra la redujeron a su relación con lo rítmico y subrayaron hasta la saciedad que su música es ruido. Decir que los reguetoneros son simios forma parte de la línea de argumentación del pensamiento inquisidor que niega al negro como persona, lo cual históricamente “tiene su explicación a través de la sociedad esclavista, enmarcada en la época colonial donde el negro es visto como un animal de trabajo [por lo que] sus manifestaciones culturales fueron negadas y subvaloradas, […] señaladas como expresiones vulgares donde predomina la lascivia”.[10]

Los primeros encuentros de la cultura africana con América dieron vida a ritmos como el merecumbé, la cumbia, el mapalé, el bullerengue y el son. El hecho de que “negros” e “indios” compartan la condición de dominados va a significar una alianza cultural amalgamada en el rito del baile. Sin embargo, ya que la Iglesia, mediante la religión, pone en escena el pensamiento filosófico de Platón al alertar que el sano espíritu del alma se encuentra amenazado por la seducción corruptiva del cuerpo, aquellos bailes y ritmos populares fueron condenados y denunciados sistemáticamente, como es el caso del chuchumbé, baile consignado en los archivos de la Inquisición y denunciado en la ciudad de Veracruz en el año de 1766: los inquisidores dictaminaron que sus coplas eran “[…] en sumo OBSCENAS Y OFENSIVAS, y se han cantado, y cantan acompañándolas con baile no menos escandaloso y obsceno, acompañado con acciones y meneo deshonrosos y provocativos a la lascivia”.[11] Gonzalo Aguirre Beltrán en su ensayo “Bailes de negros” compila algunos documentos de la Inquisición en los que se anota que el chuchumbé: “se baila en casas ordinarias de mulatos y gente de color quebrado, no gente seria, ni entre hombres circunspectos y sí soldados, marineros y brosa”.[12] Del son llamado maturranga, una delación dice que sus movimientos son “muy lascivos, torpes, provocativos […] que dicen lo trajo un negro de la Habana”. Syntek seguramente habría denunciado a cientos ante el Santo Oficio.

Una de las características más criticadas del reguetón es el perreo intenso, que consiste en los roces rápidos o lentos que se dan al bailar, buscando imitar posiciones sexuales. Perreo es una palabra acuñada en los bailes champeteros. Champeta es el término usado para nombrar a ritmos como el juju y highlife de Nigeria, la mbaganga de Sudáfrica y el soukous de Zaire, que se bailaban en los barrios marginales de Cartagena. La música africana llega a Cartagena en la década de 1960 por contrabando y en los barcos de la flota mercante Grancolombiana para satisfacer el gusto personal de los marineros, quienes regresaban con grabaciones de artistas como Fela Kuti de Nigeria, Prince Nico Mbarga y Lousiana Tilda de Camerún, y Ernesto Djédjé de Costa de Marfil. Las canciones eran socializadas por los picós, emisoras musicales ambulantes parecidas a los sonideros mexicanos. Estos ritmos fueron adoptados y mezclados con otros ritmos del Caribe como el reggae, el calipso, la socca y el compás haitiano. Y así como los mexicanos llamamos “cumbia sonidera” a la forma de bailar el huayno, la bomba, el sanjuanito y la chicha, la “champeta” fue el nombre genérico para bailar esta gran diversidad de ritmos africanos y caribeños. Nicolás Ramón Contreras Hernández explica la relación entre la champeta y el perreo como “el momento sublime de la animación de un programador o ayudante de un picó: vamos al perreo es sinónimo de la expresión vamos al vacile”.[13] Los picós se distinguían por la decoración de sus cabinas con dibujos y pinturas coloridas y diseñadas de acuerdo con el nombre y personalidad del dueño del equipo.

El cuerpo es un territorio en resistencia donde se baila

y se hace música

Deja que tus pies se muevan al compás de tu alegre corazón.

Rigo Domínguez y su grupo Audaz

La intención de expropiar, desplazar, vigilar y castigar los diversos testimonios de espontaneidad y anarquía comunitaria olvida que es mediante estas manifestaciones subalternas que se le da oxígeno a la vida social metropolitana y se permite a las comunidades encontrar sus propias reglas de identificación y socialización mediante el slam, la wepa, el perreo, la rueda de la cumbia, el freestyle, el voguing o el guarachero tribal.

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