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Mientras que en la superficie —por ejemplo en los principales titulares de los grandes medios de comunicación alrededor del mundo— el tono es de desasosiego, crisis y un profundo malestar en la cultura e incluso de colapso civilizatorio, en las aguas más profundas, por así decirlo, asistimos a una efervescencia de optimismo y vitalidad que se expresa y se traduce al mismo tiempo en una ampliación y profundización del conocimiento como jamás había sucedido en la historia del planeta. Un fenómeno a gran escala y del más alto calibre. Asistimos, por decir lo menos, a un más que idóneo caldo de cultivo para pensar, no ya simplemente para conocer.
No obstante, gracias a la historia y a la filosofía de la ciencia hemos aprendido que existen dos formas generales de ciencia: la ciencia normal y la ciencia revolucionaria; digamos, paradigmas vigentes, paradigmas hegemónicos, y la presencia de anomalías y emergencia de nuevos paradigmas. La ciencia normal se caracteriza por un hecho singular: funciona. Esto es, con ella se pueden, literalmente, hacer cosas, pero ya no se le puede pedir una mayor o mejor explicación o comprensión de las cosas que las que ya hizo. La capacidad comprensiva y explicativa de esa ciencia ya se agotó, aun cuando todavía sea posible hacer cosas con ella.
Peor aún, la ciencia normal normaliza a la gente, y la gente normal es, por ejemplo, el conjunto de, como lo decía en su momento Napoleón, “idiotas útiles”; es decir, gente que hace las cosas, incluso las hace muy bien, que hasta es feliz con lo que hace, pero que no entiende ni qué es lo que hace ni hacia dónde va con lo que hace. La gente normal es sencillamente todo ese marasmo de gente funcional. Ellos conservan el mundo, lo mantienen, pero no lo hacen ni lo cambian4.
Más adecuadamente, la ciencia normal comprende a la sociedad y al mundo, a la realidad y al universo, en términos de distribuciones normales, ley de grandes números, estándares, medias, medianas, promedios, matrices, vectores, y generalizaciones. Las herramientas e instrumentos, las técnicas y las aproximaciones mediante las que lleva a cabo dichas generalizaciones son variadas. Lo dicho, esta ciencia funciona, literalmente, y con ella se pueden hacer cosas en el mundo. Pero poco y nada nos ayuda para comprender, para explicar, para pensar la naturaleza, el universo y la vida misma. Sus criterios son efectividad, eficiencia, productividad, competitividad, crecimiento, desarrollo, entre otros.
Con respecto al pensar hay dos vías, perfectamente distintas, de acceso a este. La modernidad comienza con el descubrimiento de la capacidad de pensar como fundamento de cualquier otra posibilidad subsiguiente. Es lo que acontece con Descartes. Posteriormente, de un lado, el pensar se desplaza —fundadamente, en su momento—hacia el cálculo, que es lo que sucede con Newton-Leibniz. En el marco de la emergencia del cálculo (Dowek, 2011), el razonamiento —el pensar, justamente— fue gradualmente desplazado por el cálculo; esto es, ulteriormente, por la importancia de los algoritmos. Así, la modernidad deja de pensar y se vuelca a calcular. Esta es la historia dominante hasta la fecha. De hecho, lo que la gente normalmente llama como inteligencia es tan solo inteligencia algorítmica. Durante buena parte de la modernidad imperó el cálculo sobre el raciocinio. Y como resultado imperó la estrategia en cuanto determinación de las relaciones entre los seres humanos, y entre estos y la naturaleza; estrategia y cálculo configuran el ápice de la modernidad hasta su extensión y conversión como “ciencia normal” o hegemónica.
Precisemos mejor: el proceso de raciocinio es desplazado por la importancia del cálculo, y este, a su vez, posteriormente se transmuta por/en la programación. Al cabo del tiempo, pensar se deforma como cálculo, y este a su vez se convierte en programación. Serias consecuencias se derivan de estos procesos.
De otra parte, al mismo tiempo, particularmente en la segunda mitad del siglo XX hasta la fecha, emergen las lógicas no clásicas (LNC), igualmente conocidas como lógicas filosóficas. De modo general, estas lógicas pueden ser vistas como complementarias a —o extensiones de— o bien como alternativas de la LFC. En este texto quiero mostrar que, en realidad, las LNC son alternativas a la LFC, pero la forma en que lo mostraré será indirecta, como por efecto Doppler, si cabe la expresión. Más exactamente, en la medida en que nos alejemos de la LFC y de la ciencia normal —o bien, dicho inversamente—, en la medida en que nos acerquemos al pensar como tal, se hará claro que las LNC son alternativas y no simplemente complementos a la lógica simbólica. Lo que sí es posible decir directa e inmediatamente, de entrada, es que las LNC constituyen una de las ciencias de la complejidad; esto es, una de las herramientas, por así decirlo, para comprender y explicar los fenómenos, sistemas y comportamientos de complejidad creciente, en el mundo y en la naturaleza.
Mi estrategia para abrir ambas compuertas hacia las LNC consiste en llamar la atención acerca de la importancia de los eventos raros, algo sobre lo cual ni la ciencia normal ni, a fortiori, la LFC saben nada.
De un modo general los eventos raros son cisnes negros, comportamientos irrepetibles, sistemas irreversibles, fenómenos impredecibles, acontecimientos únicos o singulares, inflexiones o situaciones límites, entre otras caracterizaciones y ejemplos. Propiamente hablando, los eventos raros son los que dan qué pensar. El conocimiento de estos es una condición necesaria, pero no suficiente, para comprenderlos y explicarlos.
A título introductorio digamos aquí que podemos trabajar con o sobre los eventos raros en términos de analogías, isomorfismos, homeomorfismos, redes, lógicas no clásicas o patrones.
Estos son los motivos que guían y abren al mismo tiempo esta presentación de y hacia la lógica en general. Digámoslo aquí de forma franca: se trata de allanar el camino hacia una comprensión de las LNC o, lo que es equivalente, del pensar mismo.
En apariencia, siguiendo las líneas del pensamiento clásico, es posible reducir —o mejor digamos traducir ulteriormente— la ciencia a las matemáticas, y las matemáticas a la lógica. Pero la lógica misma no podría ser reducida o traducida ulteriormente a ninguna otra instancia. Si ello es así, la lógica establece la última palabra de lo que sea el pensamiento humano. Sin embargo, gracias a las lógicas no clásicas el panorama se amplía magníficamente.
La obra principal de Aristóteles, por lo menos si se considera la extensión, no es la Metafísica, la Política o la Ética a Nicómaco, sino ese estudio de lógica que son los Analíticos anteriores y los Analíticos Posteriores (como también han sido traducidos en ocasiones). Es en ese libro, Aristóteles sostiene —y la tradición le cree— que pensar consiste en analizar, y ambos terminan asimilándose como idénticos o por lo menos, como equivalentes. Este es el más craso error de la tradición occidental en cuanto a la comprensión de en qué consiste pensar, puesto que, literalmente, analizar significa fragmentar, segmentar, dividir, desagregar.
Este párrafo es en respuesta a las observaciones de un evaluador anónimo. Me he beneficiado de sus observaciones, y le estoy agradecido.
De acuerdo con la revista Scientometrics, una de las dos revistas más prestigiosas en ciencia (Nature) publica en sus diversas ediciones (Nature, Nature Physics, Nature Biology, etc.) alrededor de 20.000 artículos al año. Ciertamente, la mayoría de los mismos altamente técnicos y, por tanto, minimalistas. Como es sabido, Nature se publica semanalmente. Las mismas características y periodicidad sucede con la otra revista: Science. Si hemos de ser crédulos, la innovación en el conocimiento, en general, tiene lugar semanalmente. A estas revistas es preciso agregar todo el entramado de revistas, de diverso calibre, alrededor del mundo; además, claro, de una verdadera romelía de conferencias, seminarios, simposios, libros colectivos, series editoriales y libros de autor. Mantenerse al día en materia de ciencia en general se torna en un desafío crecientemente complicado. Pues bien, este panorama se torna más difícil cuando se atienden a varios campos o áreas del conocimiento a la vez. La verdadera interdisciplinariedad es uno de los más importantes retos y desafíos a los que puede aspirar quien, sencillamente, piensa.
De acuerdo con un importante historiador (Morris, 2016), y contra todas las apariencias y atavismos heredados de distintas fuentes, la historia no la hacen los inteligentes, los valientes, los sabios o los descubridores. Por el contrario, el cambio en la historia se debe a gente perezosa, cobarde y codiciosa. La razón es que la gente actúa buscando las cosas más fáciles, rentables y seguras. Y raramente la gente sabe lo que hace. La reflexión o la conciencia viene después, y no es seguro que así suceda. Ahora bien, si ello es así, pensar no es, en absoluto, la regla en la sociedad, sino la excepción. La regla es el menor esfuerzo, el miedo, la búsqueda de alguna ganancia en lo que se hace. Un muy fuerte principio de economía tiene lugar, como se aprecia.
Parte I
Pensar y conocimiento de la lógica en general
Hay una confluencia entre biología y cultura importante en el caso de los seres humanos. Se trata del hecho de que las ventajas evolutivas de los humanos se sitúan, físicamente, en el cerebro, y, por tanto, en las capacidades de conocimiento y pensamiento. De un lado, esta creencia ha conducido al encefalocentrismo; esto es, a la idea de que el cerebro es el más complejo de todos los órganos, en todo el universo. De otra parte, se trata de la creencia en el logocentrismo. Desde el origen de los homínidos hasta la fecha ambas creencias parecen sostenerse firmemente. Se trata, en realidad, de una predicción retrospectiva. Sin embargo, de cara hacia el futuro, las cosas merecen atenuarse y matizarse enormemente.
Los seres humanos, individual o colectivamente, parecen haber llegado a ser lo que son gracias al pensar. O al conocer; aquí, por lo pronto, introductoriamente, lo mismo da. Ello ha situado a la cultura como un gran dínamo de la evolución humana, con ella, por tanto, a la filosofía, a la religión, a la teología, a las artes, a la física, a las matemáticas y siempre ulteriormente a la educación, en el centro. Esta es una cara de la moneda.
La otra cara es que la sobrevaloración de la cultura en toda la acepción de la palabra se tradujo necesariamente en un desplazamiento a lugares secundarios y una instrumentalización de la naturaleza. Dicho de forma breve y rápida: pensar consistió siempre en pensar contra la naturaleza.
Las LNC constituyen una de las ciencias de la complejidad. Pues bien, las ciencias de la complejidad constituyen un tipo de ciencia necesaria para un momento determinado. Siempre ha habido complejidad avant la lettre; un enunciado trivial, aquí como en cualquier otro ámbito del conocimiento. Lo cierto es que cada época desarrolla la ciencia que puede, cada época desarrolla la ciencia que necesita.
Así, las LNC y una re-consideración acerca del pensar constituyen una inflexión en la historia del pensamiento en general, y del pensamiento abstracto en particular. Dicho en una cápsula, las LNC son el tipo de lógica que permite superar los dualismos, que vuelca la mirada hacia la diversidad y los matices, en fin, que sabe de cuerpos, vacíos, ruidos, tanto como de naturaleza. Esta primera parte expone los temas más generales, pero lo mismo más básicos. Se trata de una sincera invitación a pensar, mucho más que a conocer.
Una observación importante se impone de entrada. En el horizonte del pensar emergen diferentes, numerosas lógicas; dicho técnicamente, diferentes sistemas lógicos. Se trata de las lógicas no clásicas (LNC). Sin embargo, no todas las LNC sirven igualmente para todo. Pretender lo contrario no solamente sería trivial, sino, peor aún, un signo de ignorancia. Dicho de manera simple: no todas las LNC sirven para todo; hay unas idóneas para unos momentos, y existen otras más apropiadas para determinados sistemas. Lo que sí es absolutamente relevante es que el conjunto o el panorama de las LNC sí sirven, grosso modo, para pensar la complejidad de la vida, del mundo o del universo. Podemos pensar de múltiples maneras y no ya de una sola forma; y por tanto podemos vivir de más de una forma, sin que, por primera vez, haya anatematización, exclusión o encerramiento de una forma de pensamiento por parte de otro.
Contra los enfoques sistémicos, que son esencialmente sistemas de control, digamos que las ciencias de la complejidad consisten en libertad; cuya expresión técnica es: grados de libertad —grados crecientes de libertad— tantos como sean posibles, tantos como quepa imaginar. La primera forma de libertad es la libertad de pensamiento, de la cual se derivan, si cabe la expresión, otras no menos fundamentales, tales como la libertad de creencia, la libertad de opinión o de palabra y, muy significativamente, la libertad de acción. La dificultad de la complejidad es la dificultad misma de existencia o la posibilidad de múltiples sistemas de pensamiento.
De manera generalizada, las LNC no son objeto de enseñanza-aprendizaje. Porque, la verdad, ellas implican una verdadera carga de profundidad. Ninguna de las ciencias de la complejidad posee una carga liberadora, crítica o emancipadora tan fuerte como las LNC.
1 | El pensar como problema
El cerebro humano no evolucionó considerando la ciencia, la filosofía o la lógica, sino atendiendo al medio ambiente y desarrollando aquellos atributos que fueran preferibles para la supervivencia. Posteriormente, entre esos atributos aparecen las artes, la filosofía, la ciencia… Dicho en otras palabras, desde el punto de vista evolutivo, lo primero fue el conocimiento, y lo que hacen los seres vivos para vivir es conocer el entorno en el que viven, y explorarlo. El pensar es un resultado posterior de la evolución. Literalmente, una exaptación del cerebro.
Nadie piensa bien si no piensa en todas las posibilidades. Pero pensar en todas las posibilidades incluye pensar en lo imposible mismo. Sin embargo, pensar no es un acto voluntario y deliberado. No se piensa porque se lo desea. Más bien, pensamos porque resulta una imperiosa necesidad, pero también porque se han desarrollado ya, con anterioridad, costumbres o hábitos que permiten anticipar que el pensar es posible y tiene sentido, en un momento determinado. No en última instancia pensamos porque disponemos de libertad y autonomía, y podemos entonces entregarnos a juegos ideatorios.
De manera más precisa, el pensar se hace posible a partir de la identificación de problemas, y son problemas los que sirven como simiento o cuna para que el pensar se haga posible. Sin problemas, en el sentido fuerte y exacto de la palabra, pensar no resulta necesario. Esta idea exige una aclaración indispensable.
Tal y como se dice generalmente en ciencia, en filosofía y en general en el espectro de la academia, la investigación se funda a partir de problemas. Esto es, retos, apuestas, desafíos. Ahora bien, si bien es cierto que la identificación o formulación de problemas requiere como condición necesaria el conocimiento del estado del arte de un tema o materia determinadas —según el caso—, la tarea de formular problemas es esencialmente un ejercicio o un acto de la imaginación. Dicho de manera puntual, un problema se concibe, esto es, se imagina. Y un problema, entonces, se resuelve (esto en contraste con la técnica habitual de la pregunta de investigación: una pregunta se formula y, a su vez, una pregunta se responde).
Un problema no se concibe sin la cabeza, pero, propiamente hablando, un problema es una experiencia. De manera puntual, una experiencia vital. Como el amor, como la angustia, como el encuentro con el rostro del otro, como la muerte. Cuando se tiene un problema no somos nosotros quienes lo tenemos; por el contrario, es el problema el que nos tiene. Como cuando estamos enamorados (enamorados y no simplemente infatuados). Así, por ejemplo, nos despertamos a media noche pensando en la persona amada, nos sorprendemos en la calle o en reuniones totalmente abstraídos, porque la mente y el corazón pivotan alrededor del recuerdo o la imagen de la persona amada. Al fin y al cabo, como es sabido, el amor es una experiencia psicótica: perdemos el sentido de la realidad y estamos totalmente envueltos por la experiencia sin que nada ni nadie más nos importe. Pues bien, literalmente, un problema es como una experiencia de amor. El problema nos tiene, nos sorprendemos en numerosas ocasiones pensando o relacionando o remitiendo todo al problema, y creemos verlo en todas partes.
Ahora bien, los problemas (de investigación; los problemas que dan qué pensar) no existen en el mundo. Es el pensador (el investigador, el experimentador, el descubridor, pensador, el inventor) quien define qué es un problema y por qué lo es; qué implica que algo sea un problema y qué se sigue de esto. En otras palabras, los problemas no los encuentra el investigador en el mundo; por el contrario, los introduce en el mundo, y estos le confieren otro sentido, otro significado, en fin, otro significante al mundo y a la realidad.
Pues bien, pensar es una experiencia distinta al conocimiento. Si, con razón, Maturana y Varela (1984) ponen de manifiesto que las raíces del conocimiento se encuentran en la biología (y no ya en aquellas instancias que los psicólogos, los epistemólogos de vieja data, y los filósofos creían, como el alma, el intelecto, el entendimiento, la razón, la conciencia, y demás), los motivos y el modo mismo del pensar tiene lugar o se gatilla en una experiencia ante-predicativa que es semejante a una experiencia límite. Y esa experiencia encuentra sus raíces en la biología, en efecto.
Pensamos en la forma de la duda, en la forma de tanteos, en la forma misma del bosquejo. Hay quienes piensan con la mano, y entonces elaboran trazos sobre una hoja de papel cualquiera, y hay a quienes se les ve el pensamiento en los movimientos mismos del cuerpo. El pensar tiene un rasgo distintivo que es reconocible a quienes tienen experiencias semejantes o próximas, y se hace evidente en el rostro como un todo; así por ejemplo en la mirada, o en una cierta área no enteramente definible, en fin, también en el hecho de que quienes se dan a la tarea de pensar no siempre emplean las palabras comunes y corrientes que usan todos los seres humanos en el día a día. El pensar como la inteligencia son evidentes ante una mirada sensible, y no pueden ser ocultados de manera fácil.
A los que piensan, como a quienes están enamorados, o a quienes padecen de pobreza, o quienes sufren de una enfermedad, por ejemplo, se los conoce por un ejercicio de entropatía (Einfühlung), esto es, una especie de “ponernos en el zapato de los otros”, un acto de interiorización de un fenómeno externo. Pensar está jalonado por una especie de hybris, una pasión, un gusto, una fruición únicas. Ya la historia de la ciencia tanto como de la filosofía, la psicología del descubrimiento científico al igual que los estudios sociales sobre ciencia y tecnología, así lo han puesto de manifiesto.
Sin embargo, el pensar no es exclusivo de los seres humanos. También los animales y las plantas piensan. Oportunamente volveremos al respecto; por lo pronto, lo verdaderamente importante estriba en el reconocimiento de que pensar no es un atributo exclusivo o distintivamente humano. Un escándalo cuando se lo mira con los ojos del pasado o de la tradición.
Pero no es este el lugar para entrar en este tema, por razones de espacio5.
A pensar nos preparamos a través de mucha lectura, mucho estudio, mucha reflexión. Pero también, a través de mucha experiencia y una larga vida. Pensar, en otras palabras, no es un punto de partida, sino un punto de llegada, el resultado de un trabajo o una forma de vida que permite que, entonces, haya en la sociedad y en la cultura pensadores.
Pensar se convierte en un problema dado que, de suyo, es crítico, reflexivo, no acepta ningún criterio de autoridad de ninguna clase, es siempre cuestionador e implica la autonomía, independencia, libertad y la formación de criterio propio. No en vano la Ilustración, con Kant, eleva el pensar a un acto de soberanía por parte del individuo: “atrévete a pensar” (sapere aude) (literalmente: “atrévete a saber [por ti mismo]”). Como se aprecia, la clave no está en la frase de Kant sobre el pensar, sino en el acto de osadía, de libertad, de independencia por parte de alguien.
En un mundo cargado de intereses de todo tipo, pensar se asimila tanto a un “lujo” y a algo innecesario. Lo importante sería hacer o establecer para qué sirve algo. En este caso, para qué sirve pensar6. Un caso particular ilustra bien esta situación: de acuerdo con Kurt Lewin (1890-1947), “no hay nada más práctico que una buena teoría”. Pensar nos permite elaborar modelos, teorías y comprensiones filosóficas sobre nosotros mismos y sobre el universo. En este sentido, sostenía Einstein que es la teoría la que nos permite ver las cosas.
Los aztecas jamás vieron llegar a Hernán Cortés, y solo se percataron que estaba allí cuando ya estaba matando a los aztecas, asolando los campos, violentando a sus mujeres. Y la razón por la que no vieron a los españoles es porque carecían del concepto de arcabuz, de perro, de caballo, de hombre blanco, y demás. Los conceptos y las teorías nos permiten ver las cosas, y al verlas podemos explicarlas y comprenderlas. Tal es el valor de pensar; esto es, pensar en y con conceptos, pensar y elaborar modelos y teorías, por ejemplo. Pensar y nombrar las cosas; cosas que anteriormente eran innombrables, innominadas. Al cabo, finalmente, toda discusión acerca de conceptos es una discusión filosófica. La inteligencia consiste en crear conceptos, pero, asimismo, al mismo tiempo, en crear metáforas y símiles. La inteligencia consiste en una libertad con respecto al lenguaje mismo; si se quiere, la inteligencia pasa, atraviesa por juegos de lenguaje, juegos de palabras —y, claro, entre ellos, encontramos la ironía y el sarcasmo—, la alegría, esa capacidad de juego que se desborda a sí misma. Sin embargo, es evidente que la inteligencia no únicamente consiste en esto.
En el mundo actual se asimila y se impulsa, se promueve y se hace el llamado constante a comportamientos distintos al pensar. Así, notablemente, se elogia el sentido de pertenencia, la lealtad, la fidelidad, la obediencia incluso, el cumplimiento de las normas y la institucionalidad. Todo ello va en desmedro del pensar en sentido propio. Vivimos una cultura de fobia al pensar, y son las normas, las leyes y la institucionalidad las que pasan a primer plano en la conciencia individual y social, repetidas por medios de comunicación social, ingenierías sociales de todo tipo y, en fin, estructuras organizacionales y cuerpos administrativos de toda índole. Predomina, sin más, una cultura de la obediencia y el acatamiento. De consumo, el olvido acerca del pensar se traduce exactamente en toda una política de control, sumisión, obediencia, claudicación y entrega (giving up). Han estado reduciendo amplias capas de la población a ser simplemente objetos, con comportamientos inerciales, reactivos, propios de la mecánica clásica, en fin, ulteriormente pasivos.
En metodología de la ciencia, se ha convertido ya en una costumbre enseñar a los estudiantes que es importante tener “la pregunta de investigación”. Lo que no se dice expresamente es que los estudiantes deben ser cuestionadores, inquisidores, no aceptar los hechos ni las ideas sin más. In extremis, lo que menos se enseña en estos casos es el desarrollo del gusto por el conocimiento, y la pasión por este; por ejemplo, la eliminación o disminución al máximo del temor a no equivocarse. Recientemente han comenzado a aparecer algunas revistas en las que se pueden publicar resultados negativos. Mientras tanto, lo cierto es que la inmensa mayoría de publicaciones son acerca de aciertos, triunfos, aseveraciones, éxitos, todo lo cual ofrece una visión parcializada, y por tanto equivocada de la ciencia y, entonces, del pensar.
Bien entendida, la pregunta de investigación es bastante más que una técnica; se trata de una actitud radical. Formular preguntas, mucho mejor: cuestionar es, en propiedad, una invitación a pensar las cosas de que se ocupan los seres humanos de otro modo distinto a la costumbre. Costumbre que eufemísticamente es conocida como el “estado del arte”. Esta actitud radical no es, simple y llanamente, otra que la capacidad de cuestionar, formular o concebir problemas; literalmente, problematizar. Digámoslo sin más: pensar e investigar constituyen un auténtico acto de rebeldía, una insumisión.
Ahora bien, bien entendido, pensar consiste en imaginar mundos posibles, escenarios distintos, fenómenos y comportamientos nunca vistos hasta la fecha. Nadie piensa bien si no imagina nuevas realidades, si no se juega con posibilidades. Pensar no es, así, diferente a llevar a cabo experimentos mentales, en fin, jugar con pompas de intuición (intuition bubbles). Sin imaginación, el investigador es un autómata más; esto es, alguien que realiza tareas y las cumple eficientemente.
Pensar es un proceso que, contradictoriamente, implica al mundo y la naturaleza, pero que se lleva a cabo individualmente. Desde luego, existen los think tanks (tanques de pensamiento); además, en nuestra época son fundamentales las redes —nacionales e internacionales— de cooperación. Pero pensar implica soledad y aislamiento, encuentro consigo mismo, desafío y libertad (total, literalmente). Pensar se funda en un ejercicio en el que el alma dialoga consigo misma, si cabe aún la expresión, y el alma cuida de sí misma (epimeleia tes psychés). Quien piensa cuida de sí mismo y de los demás. El ejercicio de soledad del pensar es un ejercicio de fortaleza del alma misma. Consiste en una radical autonomía e independencia. Y esto constituye, manifiestamente, un problema.
En otras palabras, pensar sucede en la interfaz entre el mundo interior, rico, inmensamente rico por parte de quien piensa, y el resto del mundo y la realidad. Esa interfaz es un umbral móvil y difuso que se dirime en el cruce entre biografía y entorno familiar y social, es decir, la cultura misma o el momento histórico en los que emerge y se hace posible, o no, el proceso mismo del pensar.
Una observación final: dado que, presuntamente, el pensar sucede en las universidades, es necesario volver la mirada por un instante en esta dirección. Pues bien, la observación tiene que ver con el reconocimiento explícito de una tendencia peligrosa a hacer carrera en muchas universidades hoy en día, con paso cada vez más apretado y voz cada vez más elevada. Se trata de los intentos por disciplinar la investigación. Esto es, por ejemplo, que los economistas deben publicar en revistas de economía, los administradores en revistas de administración, los politólogos en revistas de su disciplina, y los médicos, por ejemplo, en las revistas de su área.
Se les quieren cortar las alas a los investigadores para que publiquen en revistas diferentes a su propia disciplina, y se tiende cada vez más a valorar poco y nada la publicación de artículos de alta calidad en revistas de otras áreas, incluso aunque esas revistas puedan ser A1.
Esta es una tendencia evidente en Colombia y en otros países. Por tanto, cabe pensar que se trata de una estrategia velada que solo se podría ver como anomalías locales. Falso.
Se trata de un esfuerzo cuyas finalidades son evidentes: adoctrinar a los investigadores y ejercer un control teórico —ideológico, digamos— sobre su producción y su pensamiento. Y claro, de pasada, cerrarles las puertas a enfoques cruzados, a aproximaciones transversales a la interdisciplinariedad.
Esta es una política a todas luces hipócrita: mientras que de un lado cada vez más los gestores del conocimiento hablan de la importancia de la interdisciplinariedad, de otra parte se cierran, tanto los programas de enseñanza, como los procesos mismos de investigación, libertades básicas que corresponden a lo mejor del avance del conocimiento en nuestros días.
Ciertamente, el conocimiento en general puede tener un avance al interior de cada disciplina. Pero ese progreso es limitado, técnico y minimalista. Dicho con palabras grandes: ese avance beneficia a la disciplina, pero deja intacto el mundo. No cambia para nada la realidad, ni la de la naturaleza ni la de la sociedad. Tampoco cambia a los sujetos que llevan a cabo la investigación. Una investigación que no cambia a quien investiga es tarea, rutina, ejercicio de reducción y, en suma, embrutecimiento.
En realidad, disciplinar la investigación corresponde a la emergencia y consolidación del capitalismo académico. Bien vale la pena volver a leer, incluso entre líneas, el libro fundamental de Slaughter y Rhoades: Academic Capitalism and the New Economy. Un texto invaluable sobre el cual los gestores del conocimiento en países como Colombia han arrojado un manto de silencio. Mientras que en los contextos académicos y de investigación de algunos países desarrollados sí es un motivo de reflexión y crítica.
Están pretendiendo controlar el pensamiento mismo de los investigadores. Ya no solamente el de los educadores y profesores. Con ello, de consuno, se trata de controlar a posibles futuros lectores, a los estudiantes y a una parte de la sociedad. Una empresa de control total.
En muchos colegios, los mecanismos de control ya están establecidos, notablemente a partir de las fuentes que trabajan, los libros por ejemplo, muchos de ellos pertenecen a dos o tres fondos editoriales. El control ya viene desde las editoriales elegidas por numerosos colegios para la formación del pensamiento de los niños. Solo que el control de la información y el conocimiento a través de (un cierto número de) las editoriales ya es un control ideológico de la sociedad. Ideológico, es decir, doctrinal.