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Los cuatro demonios del hiperconsumo

Está claramente identificado: una de las razones –causas– de la crisis sistémica (crisis del medioambiente, crisis financiera, crisis social, etc.), es el hiperconsumo. El cual consiste, para decirlo de manera puntual en una dúplice característica. Del lado de los productores, la producción deliberada y estratégica de productos de ciclo corto de duración. Y del lado de los consumidores, en el consumo como forma de vida, estándar de vida y estilo de vida; tres cosas diferentes que, en este caso, coinciden y se refuerzan. Ambas características conforman la esencia del capitalismo; o el sistema de libre mercado. Aunque ellas no agotan, en manera alguna, los fundamentos, alcances y fines del capitalismo.

En una semblanza apocalíptica, debemos identificar a los cuatro demonios (jinetes) del hiperconsumo. Estos son:

 La publicidad. En realidad, la publicidad y la propaganda bombardean permanentemente, notablemente a través de los grandes canales y medios de comunicación y en todas sus formas, la necesidad de consumir –adquirir, poseer, exhibir– los productos anunciados. Productos o servicios; espacios o experiencias. Desde un producto determinado hasta un viaje o sistema de vacaciones y demás. Aun cuando los especialistas lo niegan a puño cerrado, la publicidad y la propaganda consiste en la creación de necesidades. Y estas apuntan hacia y se fundamentan en la idea fundamental del capitalismo: el crecimiento de la economía como el crecimiento mismo del consumo.

 El diseño industrial. El diseño industrial –que nace a mediados del siglo XX, pero precedido desde algunos desarrollos de finales del siglo XIX– constituye uno de los pilares del sistema de libre mercado. El diseño industrial precede y funda, al mismo tiempo, a otros tipos de diseño: gráfico, textil, arquitectónico, de moda, y otros. Dicho de manera franca y directa, el diseño conduce hacia la apariencia, acabado, “bonitura” y atracción formal del producto, el servicio o la experiencia. Son numerosos los productos que son líderes en el mercado simple y llanamente por su diseño. El diseño industrial contribuye activamente a la creación de necesidades a partir de la pura representación externa del producto.

 El mercadeo. Uno de los fundamentos del capitalismo es el mercadeo (o marketing), en todas sus expresiones y variantes. Y este se ha venido desarrollando en términos de segmentación y especialización de sectores de la población. Literalmente crea estilos de vida, estéticas, comportamientos, valores y expectativas orientadas todas hacia el consumo activo y al crecimiento de la economía. No es posible ninguna empresa en el capitalismo que no esté sólidamente fundada en campañas de mercadeo, imagen, fidelización del cliente y demás.

 El sistema de crédito. El sistema de crédito es el resultado del sistema de reproducción ampliada que caracteriza al capitalismo, y cuyo estilo de vida está volcado hacia la producción de deseos y promesas, sostenidos y garantizados por el sistema de crédito. Ya sea en la forma de las tarjetas de crédito o en el sistema del “pague ahora y lleve después”, el sistema de crédito es una de las caras de la moneda cuya contracara es el sistema de riesgo, uno de los pilares del capitalismo financiero. El sistema de crédito es, literalmente y sin exageraciones, venderle su alma al demonio: la cosa comprada se paga varias veces más por encima de su valor real, y los intereses de pago desbordan con mucho el valor efectivo de la cosa adquirida.

Pues bien, estos cuatro demonios conforman un solo cuerpo, una hidra de cuatro cabezas, cuya finalidad consiste en crearle necesidades a los seres humanos; necesidades que, bien pensadas las cosas, ellos no requieren en absoluto. Literalmente: antes que satisfacer necesidades básicas, el capitalismo consiste en una generación de necesidades, artificiosas.

La creación de necesidades falsas, ficticias, no es otra cosa que el encadenamiento y la opresión, la atadura y el esclavismo. Nunca fuimos, en toda la historia de la humanidad, tan serviles y tan esclavizados como bajo la égida de estos cuatro demonios del capitalismo. Desde el punto de vista de la dependencia material (=commodities, mercancías), el capitalismo constituye el epítome del encadenamiento y la cosificación del mundo y de la vida.

En efecto, hay gente que no vive: solo vive para trabajar (y eso no es vida), y trabaja para pagar las deudas, y consumir. Un sistema que reduce a la gente a estas condiciones no merece una segunda oportunidad sobre la tierra. Más allá de ideologías, banderas y filosofías, en esto exactamente consiste un sistema de derechas. En generar necesidades que la gente no necesita.

La verdadera libertad, la verdadera autonomía e independencia es muy fácil. Consiste, simple y llanamente, en saber qué queremos y qué necesitamos. Y la inmensa mayoría de las cosas que el mercadeo, el diseño, la publicidad y los sistemas de crédito ofrecen no son otra cosa que delirios y fantasmas, fantasías y tentaciones, promesas de falsa felicidad. Fausto y Mefisto, Belcebú y Baal Zabun. Luzbel y Damián y Kalifax; y tantos otros nombres. El capitalismo es un sistema demoníaco.

Son muchas y permanentes las tentaciones que el sistema de libre mercado nos ofrece para hacernos creer que somos libres y que la vida consiste en consumir. La traducción filosófica del capitalismo es la de un sistema de representación y el dominio de la apariencia. Apariencia y forma, los lenguajes de los cuatro demonios que encadenan a la existencia. O como lo dice algún filósofo francés, el capitalismo convierte a los seres humanos en máquinas deseantes. Desean las cosas, desean los productos que otros consumen, en últimas, desean los deseos de los otros. Con lo cual el capitalismo se revela como un sistema esquizofrénico, generador de esquizofrenia a escala masiva.

En contraste, la salud comienza por los límites del hiperconsumo y atraviesa, de manera necesaria, por ese terreno. La salud individual como la colectiva, la de la sociedad como la de la propia naturaleza.

Todo lo cual nos conduce, por otro camino, al reconocimiento de base, en buena economía, según el cual, una cosa es el crecimiento económico y otra muy distinta el desarrollo económico. Y que una cosa es el crecimiento del mercado, y otra muy diferente el desarrollo humano. Hasta el punto de que el crecimiento de la economía generalmente va acompañado de una reducción de la calidad y la dignidad de la vida. Y el afán del sistema por hacer que crezca la clase media y se consolide es al mismo tiempo el reconocimiento de que esta clase se endeuda y adquiere ritmos de vida –esto es, ritmos de consumo– que terminan por devorar a los individuos.

Más no es mejor (more is not better). Y el tema de base se convierte entonces en la clase de vida que sabemos que queremos, o que sabemos que podemos llevar. Es cierto que vivir en el capitalismo requiere disciplina y fortaleza. Disciplina económica y financiera, por decir lo menos, y fortaleza mental y carácter. Cosas que, como ha sido dicho con acierto, no existen, pues todo ha terminado por volverse líquido, en pensamiento débil, en la vida medida por el salario para el consumo. Falso bienestar, conciencia enajenada.

Pues bien, aún mayor fortaleza y disciplina se requerirá para superar el capitalismo. O lo que es equivalente, más vitalidad se requerirá y, a la vez, será posible con la eventual superación del sistema de libre mercado.

En fin, el reconocimiento y el rechazo del hiperconsumo. Un tema de la mayor complejidad.

De ciencias políticamente incorrectas

Lo dicho: hay ciencias políticamente incorrectas. Se trata de aquellas que son molestas para las buenas conciencias –conciencias sumisas e institucionalizadas–, y para el buen orden y desarrollos de las cosas sin sobresaltos. Es decir, todo lo contrario a la ciencia en general, strictu sensu.

La ciencia supone e implica a la vez una actitud bien determinada, a saber: la crítica. Crítica a los saberes establecidos, a los saberes circulantes, a los supuestos no explicitados, a los implícitos acomodaticios, en fin, a la autoridad sin más. Desde Sócrates hasta Descartes, desde Husserl hasta la Escuela de Frankfurt, por mencionar tan solo algunos pocos ejemplos conspicuos, al azar. Un científico reconocido –F. Dyson– lo dice de manera franca y directa: “El científico es por antonomasia un rebelde”. Claro, supuesto que se habla de quien se mueve en las fronteras del conocimiento, y hace de la innovación, en el sentido al mismo tiempo más amplio y fuerte de la palabra, un asunto propio, una forma de vida.

Por regla general, las ciencias políticamente incorrectas entran en el conjunto de las ciencias sociales y humanas; no tanto de las ciencias llamadas clásicamente naturales y exactas. Ejemplos diáfanos de estas ciencias molestas para la “conciencia política normal” son: la sociología, la antropología, la historia, la estética. La bibliografía acerca de las razones por las cuales cada una de ellas es molesta para las buenas instituciones es amplia y sugerente.

Detrás de cada sociólogo, se decía y se dice, viene un revolucionario. La antropología fue siempre el estudio de lo extraño, diferente, ajeno y exótico; pero no es ya necesariamente de lo controversial “allá”, sino “aquí mismo”. Dentro de las áreas más escandalosas de la antropología, con seguridad se destaca la antropología política, pues usualmente predomina la imagen de la antropología cultural y la física, principalmente. La historia ha sido objeto de amplios debates, todos centrados en el interés por cooptarla versus la crítica a esa cooptación. Ya la historia monumental ha quedado relegada a lugares muy secundarios, y el eje de todos los debates pivota en torno a la historia contemporánea y a la crítica en torno a los mitos fundacionales. Por su parte la estética, como señala con acierto J. Rancière, produce un profundo malestar; la razón es que ella ya no se ocupa exclusivamente del arte, y ciertamente lo bello es solo uno de sus intereses.

En realidad, sin embargo, estas cuatro ciencias o disciplinas (para el caso su clasificación es irrelevante) constituyen solo la avanzada de ese conjunto molesto de las ciencias sociales y humanas.

Hacer ciencia es, en efecto, una cuestión muy difícil en un medio como el nuestro. La razón principal no estriba en su financiación, en la conformación de redes nacionales e internacionales, en la importancia del bilingüismo, en la publicación de artículos en revistas de alto impacto internacional o en la existencia o no de laboratorios, al lado de bases de datos y demás. Todo aquello es ciertamente importante, no cabe duda. Pero la dificultad de hacer ciencia es porque esta demanda de entrada y permite de salida un espíritu libre, crítico. Algún teórico de la ética y la política podría incluso hablar de “democracia radical” al respecto. En contextos de miedo, de violencia sistemática y sistémica, de ideología y adoctrinamiento, hacer ciencia es un asunto extremadamente complicado. Pues lo de la ciencia no consiste ni se reduce a herramientas y a técnicas, sino a estructuras de pensamiento y a formas de vida que se traducen en acciones y palabra abierta.

La división de las ciencias, la errónea creencia de que existen campos, áreas y tradiciones disciplinarias específicas le hace un flaco favor a la formación ciudadana en ciencia y tecnología. La ciencia de punta hoy en día es de carácter no disciplinar. Es lo que genéricamente se designa como inter, trans y multidisciplinariedad y que corresponde en realidad al trabajo integrado, horizontal y mutuamente participativo entre ciencias y disciplinas diferentes con base en los problemas: problemas identificados, problemas de trabajo. Léase bien: problemas, y no ya hipótesis.

En verdad, las ciencias políticamente incorrectas enseñan a tomar distancias con respecto a las reglas y recetas, las normas y las costumbres, el sentido común, la autoridad, el poder y la fuerza. Que son, todos, o bien acríticos, o confesionales y sumisos a intereses ajenos a la propia ciencia y disciplina. Las querellas más agudas incumben a estos grupos de ciencias y disciplinas, y difícilmente a las ciencias de la computación, la química o la biología, por ejemplo. Querellas teóricas que implican acciones reales en el mundo.

Sin embargo, el tema no se queda únicamente del lado de las ciencias sociales y humanas. Más radicalmente, el pensamiento abstracto constituye un motivo de sospecha y de desprecio por parte de las buenas conciencias. Pues bien, los tres ejemplos destacados de pensamiento abstracto son la lógica, la matemática y la filosofía. El colombiano normal ha sido habituado, por múltiples mecanismos y actores, a creer que todo debe ser concreto, aplicado y servir para algo. No en vano la inmensa mayoría de profesionales en Colombia son: administradores, ingenieros, médicos y abogados. Pues bien, estos son en realidad oficios: un oficio es aquello que la gente hace, y lo hace (muy) bien. Una profesión, por su parte, consiste en saber hacer alguna cosa. Y la ciencia, finalmente, es una reflexión, una crítica, una fundamentación o una transformación tanto de los oficios como de las profesiones. Y todo ello implica un espíritu de radicalidad, en el sentido filosófico de la palabra. Baste recordar, por lo demás, que en toda la historia de la humanidad jamás ha habido ni un solo lógico que haya sido partidario de regímenes verticales, dictatoriales, violentos o excluyentes en toda la línea de la palabra. Por el contrario, los lógicos siempre han sido críticos de la normalidad y la verticalidad en toda su extensión. (Con respecto a la filosofía, recuérdese cómo las AUC, por ejemplo, prohibieron en una importante universidad de un departamento de la costa la enseñanza de la misma. En este caso, el malestar que produce consiste en el ejercicio y el llamado a la reflexión, que es crítica).

¿La ciencia, he dicho? El panorama puede ser más amplio y sin ninguna dificultad compete igualmente a la poesía y, por derivación a la literatura. Los espacios que ha ganado la poesía se han logrado al costo de un distanciamiento con respecto a valores, principios y criterios como eficiencia y eficacia, maximización y optimización, entre muchos otros. Es, por antonomasia, el espacio de la libertad del espíritu.

En los tiempos que corren de las llamadas locomotoras (un símil típicamente decimonónico, por lo demás), la más atrasada es la de ciencia y tecnología, algo que ya ha sido reconocido por Tirios y Troyanos. El énfasis parece ponerse, como es efectivamente el caso, en herramientas e instrumentos antes que en estructuras y procesos. Y es que hablar de ciencia y tecnología implica, de entrada el claro reconocimiento de que no existen jerarquías de ciencias y conocimientos, y que, como todo buen organismo, el desarrollo es global e integrado. ¿Dónde está el espacio para la música, por ejemplo? Lo que quiere priorizarse es aquella “ciencia” de impacto inmediato y directo: efectista, como el mal cine.

La formación de opinión: el ejemplo de J. C. Mariátegui

Los artículos y columnas de opinión cumplen varias funciones. Por ejemplo, sirven como arma de denuncia, y entonces van acompañados de datos y valor sólidos. O bien están orientados a tratar, por razones de espacio, un tema puntual, de manera autocontenida. Dependiendo del origen del medio, se ocupan de asuntos locales, siempre importantes, o bien de temas de envergadura nacional o mundial. Incluso, en ocasiones, sirven para plantear gustos propios, posturas personales, comentarios con carácter líquido.

Pero, de otra parte, los hay que redundan en la opinión y sirven solo para exaltar la doxa, que como decía Descartes, es la cosa mejor repartida en el mundo; a saber, el sentido común. Que es, política y culturalmente hablando, siempre, el fundamento de las derechas y los fundamentalismos. Claro, cuando no se ocupan esos artículos y columnas de posturas pseudo-intelectuales. Que las hay de aquellos opinadores que gustan mirar sus textos como la imagen de sí mismos en un espejo.

Aunque, los más valiosos son siempre aquellos artículos y columnas que, en el sentido primero de la palabra forman opinión. Por consiguiente, están ambientados en posturas críticas, en un sano sentido de autonomía e independencia. Y sin bajar la cabeza ni ante Tirios ni ante Troyanos. Hacen más, mucho más, que simple análisis de la realidad o de un acontecimiento.

Hay una figura que en la historia de América Latina fue esencial y que funge como sedimento de la cultura misma. El intelectual. Algo que ya hoy en día no existe; o en muy poca medida.

Nombres como Mariátegui y Estrada, Reyes y Enríquez Ureña, Ingenieros y Arguedas, D. Sarmiento y Arévalo Martínez, Vasconcelos y G. Belli, para no hacer una lista detallada.

Autores reconocidos más allá de su especialidad, más allá de su patria, y con un fuerte sentido de país. Autores que, por lo demás, al mismo tiempo que pensaron su territorio, tuvieron a América Latina en el foco, y fueron conocedores del mundo. Por vivencia propia.

Quisiera considerar aquí un ejemplo conspicuo: José Carlos Mariátegui, peruano (1894-1930). Y su obra cumbre: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.

Mariátegui escribe el libro a partir de una serie de artículos dispersos y sin gran articulación de partida, que había publicado en las revistas Mundial, Variedades y Amauta (de la que fue su director), y en el diario limeño El Tiempo. Como lo dice el intelectual peruano: “Mi trabajo se desenvuelve según el querer de Nietzsche, que no amaba al autor contraído a la producción intencional, deliberada, de un libro, sino a aquél cuyos pensamientos formaban un libro espontánea e inadvertidamente”.

La formación de opinión consiste en un dúplice movimiento, así: de un lado, se aportan elementos de juicio fundamentados y con alguna referencia a datos, en función del contexto y el tema; y al mismo tiempo, de otra parte, se busca superar los lugares comunes (=sentido común; doxa; opinión) para elevarlos, en la medida de lo posible, supuestas las limitaciones de tiempo y espacio, a un nivel de concepto.

En otras palabras, la formación de opinión es un ejercicio de reflexión, crítica e independencia con respecto a los lugares comunes. Pues, efectivamente, el sentido común, de suyo, es acrítico. Y sirve bastante poco para procesos de crecimiento, desarrollo y liberación, individual, colectivo o social. Por el contrario, estos procesos requieren, absolutamente, superar los lugares comunes de la opinión y el sentido común.

Mariátegui no cree –con razón– en la objetividad. “Otra vez repito que no soy un crítico imparcial y objetivo. Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones”.

Se trata, a todas luces, de un autor comprometido con el país, con la cultura y la historia nacionales del Perú (en su caso). Y por consiguiente, ajeno a la idea (eso: ideológica, deformada) de objetividad, que acaso el positivismo y el neopositivismo trataron de imponer en algún momento. Cercenando, así, justamente, la vinculación entre la vida y la obra, entre los sueños y el mundo. Dice Mariátegui: “Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de –también conforme a un principio de Nietzsche– meter toda mi sangre en mis ideas”.

Quien fuera considerado ya en vida como el más grande ensayista y filósofo latinoamericano. Él, que nunca tuvo ninguna formación académica de fondo. Hecho a pulso y contra viento y marea: un autodidacta. A pesar de –eso sí– haber tomado varios cursos en Lima y en Italia, en Francia, Alemania y Austria y en sus viajes, pero sin haberlos llevado nunca a feliz término. Cosa que, acaso, no lo necesitaba.

Mariátegui es un ensayista socialista, y se reclama del socialismo en sus ideas y pensamiento. “Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano”. Y agrega: “Estoy lo más lejos posible de la técnica profesional y del espíritu universitario”.

Pues bien, los Siete ensayos tienen, manifiestamente, la génesis de artículos de periódico y revistas. Impresas en su momento; hoy podríamos decir, además, digitales. El libro, simplificando un poco las cosas, ha incorporado algunas notas de pie de página (habitualmente imposibles en artículos y columnas), y alguna que otra referencia bibliográfica.

Los Siete ensayos comprenden: el esquema de la evolución económica, el problema del indio, el problema de la tierra, el proceso de la instrucción pública, el factor religioso, el regionalismo y centralismo, y finalmente, el proceso de la literatura. A su vez, cada ensayo tiene un lenguaje sencillo y directo, pero crítico y juicioso. Literalmente, cada parágrafo de cada ensayo es autocontenido, y es en la lectura de unos con otros que se aprecia la unidad de la obra. Y, sin embargo, “Ninguno de estos ensayos está acabado: no lo estarán mientras viva y piense y tenga algo que añadir a lo por mí escrito, vivido y pensado”.

Artículos en proceso; ensayos vivos; pensamiento en desarrollo. Con esa salvedad: la especificidad del género “ensayo”, que fue muy bien apropiado, y hecho suyo en cada caso, por parte de los intelectuales latinoamericanos.

Con una idea clara en mente: formar opinión implica para todos ellos algo más, mucho más, que destacar asuntos locales, centrarse en facetas de su ego, o en análisis minimalistas de diverso cuño. Una labor difícil, en verdad.

Cuando existían, en el sentido prístino de la palabra, intelectuales en América Latina. Pues con el tiempo, todos terminaron convirtiéndose en empleados: públicos unos, privados otros: profesores universitarios, consultores, asesores, y demás.

Formar opinión: una expresión que se dice fácil, pero es extremadamente difícil de llevar a cabo. Debido a que la urgencia de los análisis y reflexiones de coyuntura –necesarios siempre–, no permiten una obra, pues al cabo del tiempo se vuelven textos vetustos. Mariátegui es, entre otros, un buen ejemplo de cómo lograr a la vez dos propósitos: artículos pertinentes y una obra inteligente.

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