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Según la enseñanza de la tradición monástica oriental, tal invocación debe pasar de la cabeza al corazón, entrar en el ritmo de la respiración, invadir y penetrar a toda la persona. Nosotros, los occidentales, sentimos a menudo la tentación de mecanizar tales experiencias, de tomar las cosas de una manera demasiado externa; y es así como caemos en exageraciones o cosas raras. Por ello es preciso subrayar que cada cual tiene que adecuar este tipo de oración a sus propias necesidades.

En todo caso existe un aliento de la oración, un ritmo que, una vez adquirido, nos acompaña y permite que perseveremos en el diálogo con Dios, y ello con alegría y con gusto interior, con una satisfacción que nos llena el corazón y que nos pone en la verdad de nosotros mismos.

La otra técnica es la del rosario. El rosario es la versión occidental, algo más complicada, de la oración repetitiva de Jesús de tipo oriental. Empezó a practicarse en la Edad Media y más tarde se fue difundiendo. Pero no es una oración fácil: yo recuerdo muchos rosarios, de chico, de adolescente, muy aburridos; las distracciones me llenaban la cabeza. Era una oración casi impuesta, no explicada, y resultaba difícil.

Me parece que el rosario requiere de una cierta calma, de la adquisición de un ritmo que nos permita entrar en un verdadero estado de oración; no es algo puramente verbal. A quien encontrara difícil la oración del rosario, o a quien haya dejado de practicarla o tenga sus reservas a la hora de retomarla, querría indicarle un medio que, quizá, pueda parecer muy simple, pero que puede ayudar a hallar el sentido de esta oración. De la oración del rosario es posible extraer las mismas ventajas que ofrece la «oración de Jesús», de las que acabamos de hablar. Cuando tenemos poco tiempo disponible, cabe limitarse a unas pocas palabras, repetidas lentamente, de forma que puedan calar en el interior del corazón. Nos acercaremos de este modo a la oración que los orientales llaman precisamente la «oración de Jesús». Cuando quiero introducirme en esta atmósfera de oración, sencillamente elijo una invocación del rosario y la repito lentamente un cierto número de veces (por ejemplo, en la primera decena puedo decir las palabras: «Ave María, ruega por nosotros»). Estas simples palabras, dichas muy lentamente, repetidas diez veces, son ciertamente más breves que la oración completa, pero pueden penetrar en nosotros e inducirnos gradualmente a una oración más larga y profunda.

Son numerosos los modos en que podemos introducirnos en la oración prolongada. Sobre todo es necesario no preocuparse por la cantidad, sino por un ritmo que alimente de veras nuestro espíritu y que lo penetre.

Obviamente se podrían hacer muchas otras observaciones sobre el ritmo de la oración; en el fondo se trata de ese ritmo que estructura los salmos. Los salmos están compuestos mediante el estilo literario del paralelismo, que puede ser antitético (se afirma una realidad y luego se expresa el lado opuesto) o sintético (se expresa una realidad y, acto seguido, otro aspecto de esa misma realidad). Este «ir y volver» responde al ritmo de la respiración, al ritmo de los coros que se alternan y, finalmente, al ritmo de quien llama y de quien contesta.

Entrar en esta realidad nos hace entender mejor lo mucho que la Escritura nos pone delante; pero solo poco a poco podremos aprender a conocer tales profundidades antropológicas, descubriendo de este modo la autenticidad del hombre que emerge de las diversas formas de oración.

Por último, querría decir una palabra más para aclarar cuanto he expuesto. Podría parecer que la oración se aprende con algunas técnicas, a través de un largo ejercicio que lleve al hombre a adquirir una cierta posesión de sí: cierto dominio, cierta calma, cierta respiración, cierta profundidad. En el fondo, este es el objetivo de las técnicas del yoga: lograr que el hombre se domine plenamente a sí mismo.

Pero, si nos dejamos conducir simplemente por esto, nos equivocaríamos enormemente respecto al objetivo de la oración cristiana. El objetivo de la oración cristiana no es que el hombre se posea, aunque el modo de rogar cristiano propicia, ciertamente, que el individuo adquiera conciencia más auténtica de sí y que se convierta en una persona más equilibrada, ordenada, reflexiva, atenta y previsora. Cierto, todo esto es un fruto de la educación en la oración. Porque la oración comporta una cierta capacidad de aliento, de distancia respecto a las cosas, de juicios no precipitados, sino maduros. Pero este no es el objetivo de la oración, y si lo convirtiéramos en su objetivo nos habríamos desviado completamente del verdadero sentido de la oración.

¿Cuál es entonces el sentido de la oración cristiana? Es lo que Jesús indicó en el momento de la agonía: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya». O bien en la oración en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Esta es la cumbre de la oración.

La educación a la oración que no llegue, o al menos que no aspire, a esta plenitud –que conduce al hombre a entregarse en las manos de Dios con confianza y amor–, corre el riesgo de convertirse en algún momento en una pura ilusión; e incluso de ser fuente de desviación religiosa. No es suficiente con decirle a una persona que debe orar mucho; y ello porque una persona puede orar mucho, pero estar religiosamente desviada; puede incluso estar muy equivocada en su captación de los valores. Como todas las realidades humanas, también la oración está expuesta a desviaciones y distorsiones. No hay realidad humana que el hombre no sepa estropear, que nosotros no sepamos estropear con nuestro egoísmo. También en la oración pueden encontrarse estas ambigüedades.

Debemos tener presente que el punto de llegada de la oración cristiana es que cada uno de nosotros, como Jesús en el huerto de Getsemaní, pueda entregarle a Dios su vida y decir: «Aquí me tienes, mi vida está en tus manos». Solo así la oración ha alcanzado realmente la auto-revelación de lo que el hombre es: ha venido de Dios y está destinado a volver a él, a las manos del Padre. Así es como la oración se convierte en expresión de una fe perfecta, es decir, de una entrega total de la vida. Abrahán es un ejemplo de oración perfecta cuando, al escuchar la voz de Dios, parte de su tierra. Aunque no sepamos qué oración hizo en aquel momento, comprobamos que se ha entregado a la voz de Dios, y que valientemente ha seguido su llamada.

Esta es la cumbre de la oración cristiana, y por eso insisto tanto en la relación entre oración y eucaristía. Es en la eucaristía donde Cristo se entrega a sí mismo al Padre por nosotros, y es en la eucaristía donde estamos llamados a dejarnos atraer por ese torbellino de amor y dedicación, para entrar así en el mismo don de Cristo. Cada oración que hagamos se convierte entonces en preparación, actualización y, en cierto sentido, vivencia de la eucaristía. La oración auténtica es la que nos induce a cada uno a ponernos al servicio de los demás. Entregarle a Dios nuestra vida no significa entregarla «abstractamente», para así hacernos extraños al mundo. Significa, por el contrario, entregársela para que él nos ponga al servicio de los hermanos. Este es el verdadero punto de llegada de la oración cristiana: la educación al servicio, a la total disponibilidad, la educación para ponerse incondicionalmente al servicio de los hermanos. Es incondicional porque Dios mismo, el Absoluto, es quien está sin condiciones, y porque es él quien nos llama al don sin condiciones, pues se ha revelado y ha transformado nuestra vida. Aquí es donde se apoya no solo la relación entre oración y eucaristía, sino también aquella otra entre oración y vida.

La autenticidad de la oración no se cifra ni en el repliegue sobre sí ni en el gusto intimista –que nos empuja a encontrar satisfacciones personales–, sino en la franca y clara puesta en disposición de nuestra vida ante todos aquellos que nos necesitan, para quienes sufren, para los más pobres y necesitados. Se trata de una expropiación de nosotros mismos a favor del servicio a los demás.

Esta es la oración que los cristianos queremos hacer y que quisiera poder hacer yo mismo, poniéndome cada día siempre más en estado de servicio.

ITINERARIO DE ORACIÓN

MARÍA

FRAGMENTO EVANGÉLICO: LUCAS 1,39-56

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel escuchó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito:

–¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.

Entonces María dijo:

–Proclama mi alma la grandeza del Señor,

se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador;

porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,

porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:

su nombre es Santo,

y su misericordia llega a sus fieles

de generación en generación.

Él hace proezas con su brazo,

dispersa a los soberbios de corazón,

derriba del trono a los poderosos

y enaltece a los humildes;

a los hambrientos los colma de bienes

y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,

acordándose de la misericordia

–como lo había prometido a nuestros padres–,

en favor de Abrahán y su descendencia para siempre.

María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

El episodio de la Visitación, seguido del canto del Magnificat, es el primer fragmento de Lucas sobre el que vamos a pararnos para entender cómo rezaba María. Querría empezar esta reflexión con el mismo ánimo con que un poeta contemporáneo ha presentado este episodio:

¡Con qué voz cantaste, María!

Los antiguos salmos

parecían brillar

con luz nueva

y fundir las colinas,

y todos los pobres

aún te oyen.

Y querría rezar: «Señor, que por el don de tu Espíritu has inspirado en María esta oración de alabanza y de agradecimiento, concédenos a nosotros y a todos los pobres del mundo que aún escuchan esta oración y que la hacen resonar dentro de sí, que podamos escucharla de nuevo con aquel cariño, con aquella plenitud de alabanza y con aquella alegría con los que tu Madre la cantó por primera vez».

ALEGRÍA Y PERPLEJIDAD

Lo que pretendemos ante todo es entender el sentido del episodio en el que se inserta la oración del Magnificat. Es un episodio que debe intercalarse entre dos anuncios y dos relatos del nacimiento: el anuncio a Zacarías y al anuncio a María, por un lado (que ocupan gran parte del primer capítulo de Lucas), y el relato del nacimiento de Juan y el de Jesús, por otro (que ocupa la última parte del primer capítulo, así como el segundo capítulo completo).

Entre estos dos anuncios y estos dos relatos está, como un entreacto, la narración de la Visitación y el canto del Magnificat. Se trata de un episodio que nos hace entrar en el misterio de la psicología humana de María, permitiéndonos entender qué ha ocurrido en ella, qué se ha movido dentro de ella después del gran acontecimiento en que, de repente, se ha visto implicada sin ni siquiera presentirlo: entrar en el plan de Dios. ¿Cómo ha vivido María este hecho, qué ha ocurrido exactamente?

Después del anuncio del ángel, María es una persona a la que ha sido entregado un gran secreto que cambia su vida, que la implica intensamente y que la llevará a vivir una experiencia completamente diferente de la que se había imaginado. María lleva en el corazón este secreto y no puede explicárselo a nadie.

Ciertamente se trata de un secreto que muy bien podría llenarla de júbilo, pero también es embarazoso y doloroso. El evangelio de Mateo nos hace entender el peso de este anuncio: ¿cómo explicarle a José, su prometido, lo que ha ocurrido?, ¿como hacerlo creíble?, ¿como hacerle entender el misterio de Dios que se ha manifestado en ella?

María se encuentra en la situación de quien, teniendo algo grande dentro de sí, algo que le da al mismo tiempo alegría y responsabilidad, querría comunicarlo, querría hacerse entender, pero no sabe a quién ni cómo. En esta soledad, penosa y dolorosa, recorre el camino hacia Judea para ir en ayuda de Isabel.

Muchas veces también a nosotros nos sucede lo mismo: tenemos dentro algo y no encontramos a nadie a quien comunicárselo de verdad; no tenemos confianza en que alguien pueda entendernos y escuchar la alegría o el dolor que sentimos.

LA AMISTAD DE ISABEL

María se encamina hacia la montaña de Judea y, entrando en casa de Zacarías, saluda a Isabel. «En cuanto Isabel escuchó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”».

De repente, sin necesidad de palabras, María se siente comprendida, siente que su secreto ha sido captado por quien podía intuirlo en el Espíritu Santo; siente que lo que le ha ocurrido –el misterio de Dios– ya es comprendido por otros, y que es entendido con amor, con benevolencia, con confianza. Se siente acogida y plenamente comprendida, de modo que da cauce a toda la plenitud de los sentimientos que habían quedado comprimidos en su corazón hasta ese instante. Ahora que otra persona ha podido intuir su secreto, María se siente libre interiormente y puede exclamar a grandes voces lo que lleva dentro; puede expresarse a través de una amistad discreta y atenta, y a un corazón capaz de comprenderla. Y he aquí que rompe a cantar y a proclamar lo que había meditado largo tiempo, durante el viaje.

¡Cuán importante es el valor de una amistad que nos entienda y que nos ayude a desbloquearnos, que nos permita sacar fuera lo que llevamos dentro de bueno o quizá de malo! María se expresa cantando y exultando, pues su ánimo está lleno de alegría.

UN CANTO DE ALEGRÍA

Leyendo cuidadosamente su canto vemos que empieza con el sujeto «yo»: mi alma, mi espíritu. Al principio es ella misma el centro de todo: su experiencia, su alegría, su explosión emotiva. Sin embargo, enseguida el sujeto se transforma: «Se alegra mi espíritu en Dios», porque él –y de aquí en adelante el sujeto es Dios– ha mirado la humillación... ha hecho obras grandes... su misericordia llega... Él hace proezas... dispersa a los soberbios... derriba a los poderosos, enaltece a los humildes... ha colmado de bienes... despide vacíos a los ricos... auxilia a Israel.

La estructura del canto parte de la experiencia personal. María grita lo que tiene dentro –glorifico a Dios, exulto–, para enseguida describir lo que Dios hace. Hay una perfecta fusión entre el aspecto subjetivo personal, la experiencia inmediata de la persona que reza, y su trasposición a la contemplación de la obra de Dios, en la que la persona se siente integrada. Está claro que también María habla de sí, pero todo es contemplación de sí misma en el plan de Dios, en el gran Misterio en que ya ha entrado.

CONTEMPLAR A DIOS EN EL MUNDO COMO EXPERIENCIA PERSONAL

Sería interesante preguntarse si seríamos capaces de hacer las afirmaciones de María o, por el contrario, si no estaríamos tentados de hacer las afirmaciones contrarias, de carácter escéptico y desesperado, es decir, afirmar que los soberbios triunfan, que los poderosos dominan desde sus tronos, que los humildes son humillados, que los hambrientos se multiplican y que los ricos siempre se enriquecen más. Aquella que nosotros llamamos «mirada realista sobre las cosas» queda desmontada en la contemplación que María hace de las obras de Dios.

¿Es María quien esboza un cuadro ideal de la realidad o más bien somos nosotros quienes no logramos captar exactamente las dimensiones de lo real? De algún modo, tanto lo uno como lo otro es verdad. En efecto, algunos salmos, contrariamente al Magnificat, dicen que ya no hay verdad entre los hijos del hombre, que todo hombre es mentiroso y que explota a su prójimo. Estos salmos llegan a unas conclusiones sobre las miserias y los sufrimientos del mundo que están en el polo opuesto de la descripción que nos hace María. El hecho es que María habla mirando la historia desde la esperanza; ella se pone de parte del Reino y, ante una humanidad llena de males, de sufrimientos y de injusticias, contempla la llegada de Dios, que está transformando la pobre existencia humana.

Preguntémonos cómo es que María puede cumplir este gesto profético, esta contemplación atrevida de la historia, en la que hace que emerjan los signos del Reino y los signos de la esperanza: signos con los que quedan iluminados todos los sufrimientos de la humanidad, destinados a ser transformados para hacer que avance el Reino. La respuesta es que María puede hacerlo porque ha experimentado la salvación. Ha experimentado a Dios como salvador de su vida; ha experimentado a un Dios que, en un instante, vertiginosamente, la ha transformado, haciéndola existir en un nuevo modo de ser, de querer, de esperar y de relacionarse con él y con los demás.

«Dios, mi salvador». Desde este lugar, desde la experiencia de la plenitud de la salvación, María puede mirar a su alrededor y ver verdaderamente la historia. Desde allí ve toda la historia de Israel, las grandes maravillas cumplidas por Dios para la salvación de su pueblo; desde ahí puede captar aquellos signos que el Concilio Vaticano II llamó los «signos de los tiempos». A partir de su propia vida, María distingue signos de esperanza y de Evangelio, anticipaciones del Reino de Dios en la propia historia.

No se puede conocer al Dios del Evangelio si no se tiene experiencia de la salvación. La Virgen ha tenido esta experiencia, ha conocido al Dios del Evangelio, y por eso puede proclamar a Dios y mirar la historia del mundo poniéndose de parte del mundo.

NUESTRO MAGNIFICAT

El Evangelio nos sugiere, por tanto, esta pregunta: «¿Cómo tú, Dios, puedes ser el Dios de mi salvación? ¿Cómo puedo yo cantar mi propio Magnificat? ¿A partir de qué experiencia de salvación te me estás revelando como el Dios grande, el Dios que cambia mi existencia, dándole una fuerza de esperanza capaz de hacerme mirar mi propia vida y la vida que hay a mi alrededor con ojos diferentes, poniéndome de parte del Reino, de parte de la justicia, de los humildes, de los pobres?».

Debemos preguntarnos si cantando el cántico de María nos ponemos verdaderamente en la situación de aquellos que todavía lo escuchan como una realidad viva, según sugieren los versos poéticos ya señalados:

Los antiguos salmos

parecían brillar

con luz nueva

y fundir las colinas,

y todos los pobres

aún te oyen.

Pongámonos frente a la oración de María y preguntémonos cuál puede ser nuestro Magnificat: con qué palabras y en referencia a qué hechos podemos expresarlo; cuáles son las grandes obras de Dios en nuestra vida, esas que nos hacen alabarle.

Cada uno de nosotros tendría que tener coraje para abrir su propio corazón de cara a investigar los grandes momentos de Dios en su vida personal. Pensemos, por ejemplo, en lo que hemos recibido de bien o de amor por parte de los demás, en los encuentros que nos han llenado de alegría y de fe –desde el bautismo hasta las experiencias más recientes–, en nuestro encuentro con el Dios de la salvación, con el Dios que nos salva, con el Dios que despide a los ricos vacíos y colma de bienes a los hambrientos y los pobres, es decir, a todos los que esperan en él.

Preguntémonos de qué penas o alegrías ocultas nos libera el encuentro con Dios y el encuentro con el otro. Preguntémonos qué realidades grandiosas emergen para cada uno de nosotros si nos ponemos de parte de la esperanza y de parte del Reino.

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