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Читать книгу: «La Biblia en España, Tomo I (de 3)», страница 14

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CAPÍTULO XIV

Estado de España. – Istúriz. – Revolución de La Granja. – La revuelta. – Síntomas alarmantes. – Los corresponsales de periódicos. – Arrojo de Quesada. – La escena final. – Fuga de los moderados. – El café.

Entretanto, las cosas no iban bien para los moderados; impopulares en Madrid, lo eran aún más en las otras ciudades importantes de España; en la mayor parte de ellas se constituyeron juntas administrativas locales que se declararon independientes de la reina y de sus ministros y rehusaron pagar las contribuciones, no tardando en verse el Gobierno muy apurado de dinero. No se pagaba al ejército y la guerra languidecía, quiero decir por parte de los cristinos; porque los carlistas la proseguían con mucho vigor; sus guerrillas, en partidas, recorrían el país en todas direcciones, mientras una fuerza importante, al mando del famoso Gómez, daba la vuelta a España entera. Para remate de todo, se esperaba una insurrección en Madrid de un día para otro, y, por precaución, fueron desarmados los nacionales, medida que aumentó enormemente su odio al Gobierno moderado, y, sobre todo, a Quesada, a quien se atribuyó esa iniciativa.

Con respecto a mis asuntos, no desperdiciaba yo ocasión de adelantar mis pretensiones; pero el secretario aragonés seguía machacando en el Concilio de Trento, y consiguió frustrar todos mis esfuerzos. Por las muestras, había contagiado a su jefe sus ideas personales sobre el asunto, porque el duque, al verme en sus audiencias, no me hacía más caso que dedicarme una mirada desdeñosa; y en cierta ocasión, como me adelantase hacia él para hablarle, se escapó por la puerta más próxima. No le volví a ver desde entonces; me disgustó su modo de tratarme, y me abstuve de hacer nuevas visitas a la Casa de la Inquisición. El pobre Galiano continuaba dándome pruebas de su inquebrantable amistad; pero me confesó francamente que no había ya esperanza de conseguir nada en las altas esferas. «El duque – me dijo – opina que no puede accederse a su petición; el otro día suscité el asunto en Consejo, y sacó a relucir los decretos de Trento, y habló de usted como de un individuo enfadoso e importuno; le respondí yo con cierta acritud y hubo entre nosotros su poquito de función, de lo que se rió mucho Istúriz. Y entre paréntesis – continuó – , ¿qué necesidad tiene usted de un permiso en regla que, al parecer, nadie puede otorgar? Lo mejor que puede usted hacer, dadas las circunstancias, es imprimir la obra, en la inteligencia de que nadie le molestará a usted cuando intente repartirla. Le aconsejo a usted encarecidamente que hable con Istúriz acerca del asunto. Yo le prepararé, y respondo de que le recibirá cortésmente.»

Pocos días después, en efecto, tuve una entrevista con Istúriz en su despacho de Palacio; para ser breve, sólo diré que le hallé muy bien dispuesto en favor de mis planes. «He vivido mucho tiempo en Inglaterra – dijo – ; la Biblia es allí libre, y no veo razón para que no lo sea en España. No quiero aventurarme a decir que Inglaterra debe su prosperidad al conocimiento que, más o menos, todos sus hijos tienen de la Sagrada Escritura; pero estoy cierto de una cosa, y es que la Biblia no ha causado daño en aquel país, ni creo que pueda producirlo en España. No deje usted, pues, de imprimirla, y difúndala por España todo lo posible.» Me retiré muy satisfecho de la entrevista; si no un permiso escrito de imprimir el libro sagrado, había obtenido algo que, en cualesquiera circunstancias, consideraba yo casi equivalente: el tácito convenio de que mis empeños bíblicos serían tolerados en España; abrigaba la firme esperanza de que, cualquiera que fuese la suerte del Ministerio, ningún otro, y menos uno liberal, se atrevería a ponerme obstáculos, sobre todo porque el embajador inglés era amigo mío y conocía todos los pasos dados por mí en el asunto.

Dos o tres cosas relacionadas con mi entrevista con Istúriz me impresionaron como muy dignas de nota. Primero, la extremada facilidad con que obtuve audiencia del primer ministro de España. El portero me hizo pasar de buenas a primeras, sin necesidad de anunciarme y sin hacerme esperar. Segundo, la soledad reinante en aquel lugar, tan distinta del bullicio, ruido y actividad observados por mí mientras aguardaba a ser recibido por Mendizábal. Ya no había allí afanosos pretendientes en espera de una entrevista con el grande hombre; si se exceptúa a Istúriz y al empleado, a nadie vi. Pero lo que me produjo impresión más profunda fué la actitud del ministro, quien, cuando yo entré, estaba sentado en un sofá con los brazos cruzados y los ojos clavados en el suelo. Era extremada la depresión del tono de su voz, melancólico el aire de sus morenas facciones, y, en general, tenía todo el aspecto de una persona que, para librarse de las miserias de esta vida, medita el acto de suma desesperanza: el suicidio.

Pocos días bastaron para demostrar que, en efecto, a Istúriz le sobraban motivos para entristecerse: menos de una semana después estalló la llamada revolución de La Granja. La Granja es un sitio real enclavado en pinares de la vertiente Norte del Guadarrama, a unas doce leguas de Madrid. La reina gobernadora Cristina se había ido a La Granja, por apartarse del descontento de la capital y gozar del aire campestre y de las delicias de aquel famoso retiro, monumento del gusto y de la magnificencia del primer Borbón que ocupó el trono de España. Pero no la dejaron tranquila mucho tiempo; sus mismos guardias estaban descontentos, inclinándose a los principios de la Constitución de 1823 (sic), y no a los del gobierno monárquico absoluto, que los moderados intentaban resucitar en España. Una madrugada, un grupo de soldados de la guardia, capitaneados por cierto sargento García, entraron en las habitaciones de la reina y le pidieron que suscribiese aquella Constitución y jurase solemnemente mantenerla. Cristina, mujer de mucho temple, rehusó complacerlos y los mandó marcharse. Siguió una escena violenta y tumultuosa; pero como la reina se mantenía firme, lleváronla los soldados a uno de los patios del palacio, donde estaba Muñoz, su amante, atado y con los ojos vendados. «Jura la Constitución, bribona», vociferaba el atezado sargento. «Jamás», exclamó la animosa hija de los Borbones de Nápoles. «Entonces morirá tu cortejo», replicó el sargento. «Adelante, muchachos; preparad las armas, y metedle cuatro balas en la cabeza a ese individuo.» Sin tardanza pusieron a Muñoz junto al muro, le obligaron a arrodillarse, alzaron los soldados los fusiles, y un momento después hubieran enviado al infeliz a la eternidad, si la reina, olvidándose de todo, menos de los sentimientos de su corazón de mujer, no se hubiera adelantado dando un chillido y gritando: «¡Alto, alto! Firmaré…»

Al día siguiente de este suceso entraba yo en la Puerta del Sol a eso del mediodía. Siempre hay allí a tales horas gran gentío, pacífico e inmóvil de ordinario, compuesto de desocupados que fuman tranquilamente, o escuchan o comentan las noticias – casi siempre insípidas – de la capital; pero el día de que hablo la multitud no estaba tranquila. La gente vociferaba y gesticulaba, y muchos corrían gritando: ¡Viva la Constitución!; grito que se hubiera pagado con la vida algunos días antes, porque la ciudad había estado unas cuantas semanas sometida a los rigores de la ley marcial. A veces oíanse estas palabras: «¡La Granja! ¡La Granja!», seguidas siempre del grito de: «¡Viva la Constitución!» Frente a la Casa de Postas estaban formados en línea hasta doce dragones a caballo, algunos de los cuales arrojaban continuamente sus gorras al aire, sumándose a las aclamaciones generales, animados por el ejemplo de su comandante, oficial joven y guapo, que blandía la espada y gritaba con júbilo: «¡Viva la reina constitucional! ¡Viva la Constitución!»

La multitud engrosaba por momentos; varios nacionales, de uniforme, pero sin armas, porque, como ya he dicho, se las habían quitado, aparecieron. De pronto, descubrí entre los grupos a Baltasar, vestido como la primera vez que le vi: con un gran capote de regimiento, ya viejo, y la gorra de cuartel. «¿Qué ha sido del Gobierno moderado? – le pregunté – . ¿Han destituído y reemplazado ya a los ministros?» «Aún no, don Jorge– dijo el soldadito y sastre – , aun no; esos pícaros se sostienen todavía apoyados en Quesada, que es un toro bravo, y en un poco de infantería que les sigue fiel. Pero no hay que temer, don Jorge; la reina es nuestra, gracias al valor de mi amigo García; y si el toro bravo se presenta aquí, ¡oh!, don Jorge, verá usted entonces lo que es bueno; vengo prevenido…» Al decir esto entreabrió el capote y me dejó ver un retaco que llevaba oculto, pendiente de una correa; y, haciendo un guiño con los ojos, y con la cabeza un movimiento significativo, se perdió entre la multitud.

Un instante después vi avanzar un pequeño pelotón de soldados por la calle Mayor, o calle principal que corre desde la Puerta del Sol en dirección a Palacio; podían ser unos veinte hombres, y a su cabeza marchaba un oficial con la espada desnuda. Debían de haberlos reunido con gran precipitación, porque muchos de ellos llevaban traje de faena y gorra de cuartel. Conforme avanzaban, marchando lentamente, ni el oficial ni los soldados hacían el menor caso de los gritos de la multitud, que, agolpándose en torno suyo, no cesaba de vociferar: «¡Viva la Constitución!»; todo lo más respondían con alguna ojeada hostil; y marcharon, fruncidas las cejas y apretados los dientes, hasta llegar frente al pelotón de caballería, donde hicieron alto y formaron las filas.

– Estos hombres no traen buenas intenciones – dije a mi amigo D… del Morning Chronicle, que acababa de reunirse conmigo – . Y tenga usted por seguro que si se lo mandan, empezarán a hacer fuego sin mirar dónde dan. Pero ¿en qué están pensando esos dragones, que evidentemente son del bando contrario, a juzgar por sus gritos? ¿Por qué, estando detrás de los infantes, no les dan una carga y los desbaratan? En seguida la gente les quitaría los fusiles. Yo no soy liberal, pero ya que usted lo es, ¿cómo no se acerca al inexperto joven que manda los caballos, y le da usted a tiempo un buen consejo?

D… volvió hacia mí su ancho semblante, coloradote y placentero como de buen inglés, y dirigiéndome una mirada maliciosa, que parecía significar… (lo que el amable lector crea más del caso), me agarró del brazo y dijo: «Salgamos de esta barahunda, y a ver si se encuentra una ventana donde instalarnos, y desde donde yo pueda describir lo que suceda en la plaza, porque creo como usted que va a pasar algo grave.» En el último piso de una casa bastante grande, frente por frente a la de Correos, había papeles en señal de que se alquilaban habitaciones; subimos al instante, y contratamos con la inquilina del étage el uso de la habitación de la calle por aquel día; atrancamos la puerta, y el reporter requirió cuaderno y lápiz, dispuesto a tomar notas de los sucesos que ya se cernían sobre la plaza.

¡Qué hombres tan extraordinarios son por lo general los corresponsales de los periódicos ingleses! De seguro que si hay alguna clase de hombres que merezca llamarse cosmopolita, es ésta, formada por gente que ejerce su profesión en cualquier país indistintamente, y se acomoda a voluntad a los usos de todas las clases sociales; a cuya fluidez de estilo como escritores sólo supera su facilidad de palabra en la conversación, y a su conocimiento de las letras clásicas, su experiencia del mundo, adquirida por una temprana iniciación en el bullicioso teatro de la vida. La actividad, energía y valor que a veces han de desplegar en sus tareas informativas, son en verdad notables. En París, durante los tres días134, los vi mezclados con la canaille y los gamins detrás de las barricadas, mientras la metralla llovía por todas partes y los desesperados coraceros estrellaban sus fogosos caballos contra unos parapetos tan débiles en apariencia. Allí permanecían, tomando notas en un cuaderno con tanta tranquilidad como si estuvieran haciendo información en un mitin de Covent Garden o de Finsbury Square. En España, varios de ellos acompañan a las guerrillas de los cristinos o de los carlistas en algunas de sus expediciones más arriesgadas, exponiéndose al peligro de las balas enemigas, a las inclemencias del invierno y a los rigores del sol estival.

Apenas llevábamos cinco minutos en la ventana, cuando oímos de pronto el ruido de los cascos de unos caballos que bajaban corriendo por la calle de Carretas. La casa en que estábamos se hallaba, como ya he dicho, enfrente de la de Correos, por cuya izquierda, mirando desde el Norte, desemboca aquella vía en la Puerta del Sol; a medida que el ruido se acercaba, apagábase el griterío de la multitud, como si un temor pánico se apoderase de ella; una o dos veces, sin embargo, percibí estas palabras «¡Quesada! ¡Quesada!» Los soldados de Infantería permanecieron en calma e inmóviles, pero los de caballería, y el joven oficial que mandaba, mostraron confusión y miedo a la vez, cambiando unos con otros palabras precipitadas.

De pronto, la gente que estaba hacia la desembocadura de la calle de Carretas, retrocedió en desorden, dejando un vasto espacio libre, en el que al instante se precipitó Quesada a galope tendido, espada en mano y con uniforme de general, montado en un pura sangre inglés, bayo claro, con tal ímpetu, que recordaba a un toro manchego lanzándose al redondel al ver de súbito abierta la puerta del toril.

Seguíanle muy de cerca dos oficiales a caballo, y, a corta distancia, otros tantos dragones. Casi en menos tiempo que se emplea en contarlo, unos cuantos alborotadores rodaron por el suelo a los pies de los caballos de Quesada y de sus dos amigos, porque los dragones hicieron alto en cuanto entraron en la Puerta del Sol. Era un hermoso espectáculo ver a tres hombres, a fuerza de valor y de maestría en la equitación, sembrar el terror en otros tantos miles, cuando menos. Vi a Quesada meterse a caballo por entre la densa multitud y luego desembarazarse de ella por modo magistral; el populacho estaba completamente atemorizado, y retrocedía, retirándose por la calle del Comercio y la calle de Alcalá. Le vi también lanzarse de golpe contra dos nacionales que intentaban escaparse, separarlos de la multitud, envolverlos, y empujarlos en otra dirección, golpeándolos despreciativamente con el sable de plano. El general gritaba ¡Viva la reina absoluta! cuando, precisamente debajo de mí, en medio de unos grupos que aún no habían cedido el campo, acaso porque no tenían por dónde escapar, vi brillar por un instante el cañón de un trabuco, sonó luego una detonación aguda, y una bala estuvo a punto de enviar a Quesada al otro mundo: tan cerca le pasó que le rozó el sombrero. Percibí fugazmente, hacia el sitio de donde partió el tiro, una gorra de cuartel muy conocida, luego la gente echó a correr, y el tirador, quienquiera que fuese, desapareció favorecido por la confusión que se movió.

Quesada mostró inmenso desprecio ante el peligro que acababa de correr. Echó en torno suyo una mirada fiera y rápida, y dejando a los dos nacionales, que se fueron cabizbajos, como perros azotados por su amo, se dirigió al joven oficial que mandaba la caballería y que tan activo se había mostrado dando gritos en favor de la Constitución; díjole unas pocas palabras con gesto amenazador, y el oficial evidentemente se sometió, pues, obedeciendo tal vez sus órdenes, resignó el mando del pelotón y se fué muy abatido; hecho esto, Quesada se apeó, y estuvo paseandose arriba y abajo delante de la Casa de Postas, con un aire que parecía retar a toda la humanidad.

Aquél fué el día glorioso de la vida de Quesada, y también su día postrero. Digo ésto, porque nunca se había producido en forma tan brillante, y porque ya no debía ver el ocaso de otro sol. No se recuerda acción de conquistador o de héroe alguno que pueda compararse con esta escena final de la vida de Quesada. ¿Quién, por sólo su impetuosidad y su desesperado valor ha detenido una revolución en plena marcha? Quesada lo hizo; contuvo la revolución en Madrid un día entero, y restituyó las turbas hostiles y alborotadas de una gran ciudad al orden y a la quietud perfectos. Su irrupción en la Puerta del Sol fué de un arrojo tan tremendo y oportuno que no tiene par. Tanta admiración me produjo el valor del «toro bravo», que durante su acometida grité muchas veces: «¡Viva Quesada!», y le deseé buena fortuna. Esto no quiere decir que yo pertenezca a ningún partido o sistema político. ¡No! ¡No! He vivido tanto tiempo con Romany Chals135 y Petulengres136 que no puedo tener más política que la política de los gitanos, y bien sabido es que al llegar las elecciones, los hijos de Roma se declaran por los dos bandos opuestos, mientras el resultado es dudoso, augurando el triunfo a los dos; y cuando la pelea concluye y la batalla está ganada, se alistan sin falta en las filas del vencedor. Pero, lo repito, mi interés por Quesada nació al contemplar la firmeza de su corazón y su maestría de jinete. La tranquilidad quedó restablecida en Madrid para el resto del día; el pelotón de infantes vivaqueó en la Puerta del Sol. No se oyeron más gritos de viva la Constitución; la revuelta parecía efectivamente dominada en la capital. Es lo más probable que si los jefes del partido moderado llegan a tener confianza en sí mismos por cuarenta y ocho horas más, su causa hubiera triunfado y los soldados revolucionarios de La Granja se hubieran dado por contentos devolviendo a la reina su libertad y aceptando una avenencia, porque se sabía que varios regimientos leales se acercaban a Madrid.

Pero los moderados no tuvieron confianza; aquella misma noche sus corazones desfallecieron y huyeron en varias direcciones: Istúriz y Galiano, a Francia; el duque de Rivas, a Gibraltar. El pánico de los colegas contagió al mismo Quesada, que huyó vestido de paisano. Pero no tuvo tanta suerte como los otros: reconocido en una aldea, a tres leguas de Madrid, fué preso por unos amigos de la Constitución. En el acto se envió a la capital noticia de la captura, y una copiosa turba de nacionales, los unos a pie, los otros a caballo, algunos en carruajes, se puso en marcha al instante. «Vienen los nacionales» – dijo un paisano a Quesada. «Entonces – respondió – estoy perdido»; y luego se preparó para la muerte.

Hay en la calle de Alcalá, de Madrid, un café famoso137 capaz para varios cientos de personas. En la tarde de aquel mismo día estaba yo sentado en el café consumiendo una taza del oscuro brebaje, cuando sonaron en la calle ruidos y clamores estruendosos; causábanlos los nacionales, que volvían de su expedición. A los pocos minutos entró en el café un grupo de ellos; iban de dos en dos, cogidos del brazo, y pisaban recio a compás. Dieron la vuelta al espacioso local, cantando a coro con fuertes voces la siguiente bárbara copla:

 
¿Qué es lo que abaja
por aquel cerro?
Ta ra ra ra ra.
Son los huesos de Quesada,
que los trae un perro.
Ta ra ra ra ra.
 

Pidieron después un gran cuenco de café, y, colocándolo sobre una mesa, los nacionales se sentaron en torno. Hubo un momento de silencio, interrumpido por una voz tonante: «¡El pañuelo!» Sacaron un pañuelo azul, en el que llevaban algo envuelto; lo desataron, y aparecieron una mano ensangrentada y tres o cuatro dedos seccionados, con los que revolvían el contenido del cuenco. «¡Tazas, tazas!» – gritaron los nacionales…

– ¡Eh! Don Jorge– gritó Baltasarito, viniendo hacia mí con una taza de café – , hágame usted el obsequio de beber por este suceso glorioso. Hoy es un día afortunado para España y para los valientes nacionales de Madrid. He visto más de una función de toros, pero ninguna me ha causado tanto placer como ésta. Ayer el toro hizo de las suyas, pero hoy los toreros han podido más, como usted ve, don Jorge. Hágame el favor de beber; ahora voy a ir en una carrera a mi casa a buscar mi pajandi para divertir a compañeros tocando y cantar una copla. ¿Qué copla? ¿Una copla en gitano?

 
Una noche sinava en tucue138.
 

¿Mueve usted la cabeza, don Jorge? ¡Ja, ja, ja! Soy joven, y la juventud es la edad de las diversiones. Bueno, bueno; en obsequio a usted, que es inglés y monró139, no cantaré eso, sino una canción liberal patriótica: el himno de Riego. ¡Hasta después, don Jorge!

134.Los de la Revolución de julio de 1830.
135.Romano Chal, gitano.
136.Palabra compuesta del griego moderno πέταλον y del sánscrito kara; significa literalmente «Señor de la herradura», o sea el hacedor de ellas; es una de las denominaciones secretas de «Los forjadores», tribu de los gitanos ingleses. (Nota de Borrow). Petulengro y Petalengro (en gitano inglés) forjador de herraduras. (Glosario de Burke).
137.Era el Café Nuevo (Knapp).
138.Una noche, estando contigo.
139.Amigo.
Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
05 июля 2017
Объем:
281 стр. 2 иллюстрации
Правообладатель:
Public Domain

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