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CAPÍTULO CUATRO

A Mackenzie le resultó un tanto desasosegante revisitar las mansiones. Mientras se aproximaban a la casa de los vecinos, rodeados de ese clima delicioso, el hecho de saber que en la mansión de al lado había una cama cubierta de sangre le parecía surrealista. Mackenzie reprimió un escalofrío y desvió la mirada de la mansión de los Kurtz.

Cuando Harrison y ella iban subiendo las escaleras a la puerta principal de los vecinos, sonó el teléfono de Mackenzie, informándola de que había recibido un mensaje de texto. Sacó su teléfono y vio que era un mensaje de Ellington. Entornó la mirada al leerlo.

¿Cómo te está resultando el novato? ¿Ya me echas de menos?

Casi le responde, pero no quería animarle. Y tampoco quería parecer reservada o distraída delante de Harrison. Sabía que era un tanto pretencioso por su parte, pero estaba bastante segura de que él la consideraba como un ejemplo a emular. Teniendo esto en consideración, se metió el teléfono al bolsillo y caminó hasta la entrada principal. Dejó que Harrison llamara a la puerta y él lo hizo con mucha atención y delicadeza.

Varios segundos después, una mujer de aspecto aturdido abrió la puerta. Parecía tener unos cuarenta y tantos años de edad. Llevaba puesta una camiseta sin mangas bastante amplia y un par de pantalones cortos que podían no ser más que un par de braguitas. Parecía ser una visitante habitual de la playa, y era obvio que había pasado por las manos de un cirujano plástico para hacerse la nariz y seguramente los senos.

“¿Puedo ayudarles?” les preguntó.

“¿Es usted Demi Stiller?”

“Lo soy. ¿Por qué?”

Mackenzie sacó su placa con la velocidad experta que cada vez le salía mejor. “Somos los agentes Harrison y White del FBI. Esperábamos poder hablar con usted sobre sus vecinos.”

“Está bien, supongo,” dijo Demi. “Aunque ya hablamos con la policía.”

“Lo sé,” dijo Mackenzie. “Esperaba poder profundizar un poco. Por lo que tengo entendido, hubo cierta frustración debido al perro de la casa de al lado cuando hablaron con usted.”

“Sí, así es,” dijo Demi, invitándoles a pasar al interior de la casa y cerrando la puerta cuando lo hicieron. “Por supuesto, no tenía ni idea de que les habían asesinado cuando hice esa llamada.”

“Desde luego,” dijo Mackenzie. “De todos modos, no estamos aquí por eso. Esperábamos que pudiera darnos alguna idea sobre sus vidas privadas. ¿Les conocía bien?”

Demi les había llevado a la cocina, donde Mackenzie y Harrison tomaron asiento junto al mostrador. El lugar tenía la misma distribución que la residencia de los Kurtz. Mackenzie vio cómo Harrison miraba con escepticismo hacia las escaleras que ascendían desde la sala de estar adyacente.

“No éramos amigos, si eso es lo que quiere saber,” dijo Demi. “Nos decíamos hola si nos veíamos, ¿sabe? Hicimos una barbacoa en el patio de atrás unas cuantas veces, pero eso fue todo.”

“¿Cuánto tiempo hacía que eran sus vecinos?” preguntó Harrison.

“Algo más de cuatro años, creo.”

“¿Y les consideraba buenos vecinos?” continuó Mackenzie.

Demi se encogió de hombros. “En general, sí. Tenían algunas reuniones ruidosas de vez en cuando durante la temporada de fútbol, pero no era para tanto. Francamente, casi no llamo a comisaría por lo del estúpido perro. La única razón por la que lo hice fue porque nadie respondió a la puerta cuando fui a llamar.”

“Supongo que no sabe si tenían algunos invitados habituales, ¿verdad?”

“Creo que no,” dijo Demi. “Los policías me hicieron la misma pregunta. Mi marido y yo lo estuvimos pensando y no recuerdo haber visto nunca ningún coche aparcado allí habitualmente excepto el suyo.”

“En fin, ¿sabe si formaban parte de algo que pueda darnos alguna gente con la que hablar? ¿Algún tipo de club o de intereses peculiares?”

“Que yo sepa, no,” dijo Demi. Al hablar, miraba hacia la pared, como si estuviera tratando de ver a través de ella la mansión de los Kurtz. Parecía un tanto triste, ya fuera por la pérdida de los Kurtz o simplemente por haber sido arrastrada hasta el medio de todo este asunto.

“¿Está segura?” presionó Mackenzie.

“Bastante segura, sí. Creo que el marido jugaba a racquetball. Le vi de camino unas cuantas veces, volviendo del gimnasio. Por lo que respecta a Julie, no lo sé. Sé que le gustaba dibujar, pero eso se debe a que me enseñó algo de lo que hacía una vez. Por lo demás… no. La verdad es que eran bastante reservados.”

“¿Hay alguna otra cosa sobre ellos—cualquier cosa en absoluto—que le llamara la atención?”

“Bueno,” dijo Demi, todavía mirando a la pared, “sé que es un tanto guarro, pero era obvio para mi marido y para mí que los Kurtz tenían una vida sexual activa. Por lo visto, las paredes son bastante delgadas por aquí—o los Kurtz eran muy ruidosos. Ni siquiera puedo decirles cuántas veces les escuchamos. A veces ni siquiera se trataba de sonidos amortiguados; no se cortaban ni un pelo, ¿me entiende?”

“¿Algo violento?” preguntó Mackenzie.

“No, nunca sonó como algo así,” dijo Demi, ahora con aspecto un tanto avergonzado. “Solo eran muy apasionados. Era algo de lo que siempre nos quisimos quejar, pero nunca lo hicimos. Resulta un tanto embarazoso sacarlo a colación, ¿sabe?”

“Claro,” dijo Mackenzie. “Ha mencionado a su marido unas cuantas veces. ¿Dónde está?”

“En el trabajo. Trabaja de nueve a cinco. Yo me quedo aquí y dirijo un servicio editorial a tiempo parcial, uno de esos trabajos desde casa.”

“¿Haría el favor de hacerle las mismas preguntas que le acabamos de hacer para asegurarnos de que tenemos toda la información posible?” preguntó Mackenzie.

“Sí, desde luego.”

“Muchísimas gracias por su tiempo, señora Stiller. Puede que le llame un poco más tarde si surgen más preguntas.”

“Está bien,” dijo Demi mientras les guiaba de vuelta a la puerta principal.

Cuando ya estaban afuera y Demi Stiller había cerrado la puerta, Harrison miró de nuevo a la mansión que Josh y Julie Kurtz habían considerado en su día su hogar.

“Así que ¿lo único que sacamos de esto fue que tenían una vida sexual estupenda?” preguntó él.

“Eso parece,” dijo ella. “Pero eso nos indica que tenían un matrimonio fuerte, quizás. Añade eso a las declaraciones de la familia sobre su matrimonio aparentemente ideal y resulta todavía más difícil encontrar una razón para sus asesinatos. O, por otro lado, ahora podría resultar más fácil. Si tenían un buen matrimonio y no se metían en problemas, encontrar a alguien que tuviera algo en contra de ellos podría resultar más fácil. Ahora… echa un vistazo a tus notas. ¿Dónde elegirías ir a continuación?”

Harrison pareció algo sorprendido de que le hubiera hecho esa pregunta, pero miró seriamente la libreta en la que apuntaba sus notas y guardaba sus documentos. “Tenemos que examinar la primera escena del crimen—la residencia de los Sterling. Los padres del marido viven a seis millas de la casa, con lo que puede que merezca la pena hacerles una visita.”

“Eso suena bien,” dijo ella. “¿Tienes las direcciones?”

Ella le lanzó las llaves del coche y se dirigió hacia la puerta del copiloto. Entonces se tomó un instante para admirar la mirada de sorpresa y de orgullo en la cara de Harrison ante el sencillo gesto mientras él atrapaba las llaves.

“Entonces marca el camino,” dijo Mackenzie.

CHAPTER FIVE

La residencia de los Sterling estaba a once millas de distancia de la mansión de los Kurtz. Mackenzie no pudo evitar admirar el lugar mientras Harrison aparcaba en la alargada entrada al garaje de hormigón. La casa se asentaba a unos cincuenta metros de la carretera principal, bordeada por unas macetas preciosas y unos árboles altos y esbeltos. La casa propiamente dicha era muy moderna, principalmente compuesta de ventanales y de unas vigas envejecidas de madera. Parecía una casa idílica pero cara para una pareja acomodada. Lo único que acababa con esa ilusión era la cinta amarilla que se emplea en escenas del crimen y que atravesaba la puerta principal.

Cuando comenzaron a caminar hacia la entrada, Mackenzie se dio cuenta de lo tranquilo que era el lugar. Estaba bloqueado de las otras mansiones vecinas por un bosquecillo, un exuberante vergel que parecía igual de bien mantenido y de caro que las casas que había en este sector de la ciudad. Aunque la propiedad no estaba en la playa, podía oír el murmullo del mar en algún punto en la distancia.

Mackenzie pasó por debajo de la cinta amarilla y escarbó la llave de repuesto que le había dado Dagney, proveniente de la investigación original del departamento de policía de Miami. Entraron a un amplio recibidor y Mackenzie se sorprendió una vez más del silencio absoluto que le rodeaba. Echó un vistazo a la distribución de la casa. Había un pasillo que se extendía a su izquierda y acababa en una cocina. El resto de la casa era bastante abierto; una sala de estar y una zona con varios sofás conectados entre ellos, que llevaban hacia un área que quedaba fuera de la vista a un porche trasero separado por un ventanal.

“¿Qué sabemos sobre lo que sucedió aquí?” preguntó Mackenzie a Harrison. Ella, claro está, ya lo sabía, pero quería dejarle exhibir su propia pericia y devoción, con la esperanza de que se sintiera cómodo enseguida, antes de que el caso cobrara vida.

“Deb y Gerald Sterling,” dijo Harrison. “Él tenía treinta y seis años y ella, treinta y ocho. Asesinados en su dormitorio del mismo modo que los Kurtz, aunque estos asesinatos tuvieron lugar al menos tres días antes que el de los Kurtz. Sus cadáveres fueron hallados por el ama de llaves, poco después de las ocho de la mañana. Los informes del forense indican que les habían asesinado la noche anterior. Las investigaciones iniciales no consiguieron ninguna prueba de ningún tipo, aunque, en este momento, los forenses están analizando unas fibras de cabello que se encontraron colgando del marco de la puerta.”

Mackenzie asintió mientras él recitaba los hechos. Estaba estudiando el piso de abajo, tratando de hacerse una idea sobre la clase de gente que eran los Sterling antes de subir a la habitación donde les habían asesinado. Pasó junto a una enorme librería empotrada entre la sala de estar y la zona de los sofás. La mayoría de los libros eran de ficción, mayormente de King, Grisham, Child, y Patterson. También había unos cuantos libros sobre arte. En otras palabras, libros básicos de relleno que no daban ninguna información sobre las vidas personales de los Sterling.

Había un secreter decorativo apoyado contra la pared en la zona de los sofás. Mackenzie levantó la tapa y miró dentro pero no encontró nada de interés—solamente unos bolígrafos, papel, unas cuantas fotografías, y otros desechos domésticos.

“Subamos arriba,” dijo Mackenzie.

Harrison asintió y tomó una profunda, temblorosa respiración.

“Está bien,” dijo Mackenzie. “La casa de los Kurtz también pudo conmigo, pero confía en mí… este tipo de situaciones se acaban por hacer más fáciles.”

Sabes que eso no es necesariamente algo bueno, ¿no es cierto? pensó para sí misma. ¿A cuántas visiones espeluznantes te has desensibilizado desde que te encontraras con esa primera mujer en un poste en los maizales de Nebraska?

Se deshizo de esa idea al instante mientras Harrison y ella llegaban al final de las escaleras. El piso de arriba consistía en un largo pasillo que contenía solamente las puertas de tres habitaciones. Había una oficina grande a la izquierda. Estaba ordenada hasta el punto de estar casi vacía, con vistas al bosquecillo que bordeaba la parte de atrás de la casa. El gigantesco cuarto de aseo constaba de lavabos para él y para ella, una ducha enorme, una bañera, y un armario para las sábanas que era tan grande como la cocina de Mackenzie.

Igual que en el piso de abajo, no había nada que le ayudara a definir el carácter de los Sterling o por qué alguien querría matarles. Sin perder más tiempo, Mackenzie caminó hacia el final del pasillo donde la puerta del dormitorio estaba abierta. La iluminación del sol entraba a través de un enorme ventanal a la izquierda de la habitación. La luz cubría el extremo de la cama, transformando el anaranjado que había allí en un tono alarmante de rojo.

De alguna manera, era perturbador entrar al dormitorio de una casa impecable para ver toda esa sangre en la cama. El suelo era de madera firme, pero Mackenzie podía ver salpicaduras de sangre por aquí y por allá. No había tanta sangre en las paredes como la que habían visto en la residencia de los Kurtz, pero había algunas gotas sueltas que daban la impresión de una morbosa pintura abstracta.

Había un leve olor a cobre en el aire, el aroma de la sangre derramada que se había resecado. Era leve, pero parecía llenar la habitación. Mackenzie caminó alrededor del borde de la cama, observando las sábanas de color gris claro, profundamente manchadas de rojo. Vio una sola marca en la sábana superior que podía ser un corte que se había realizado con un cuchillo. Lo miró más de cerca y descubrió que eso era exactamente lo que estaba mirando.

Con una sola vuelta alrededor de la cama, Mackenzie supo con certeza que no había nada aquí que sirviera para avanzar el caso. Miró por todos lados alrededor de la habitación—las mesitas de noche, los cajones del vestidor, y el pequeño centro de entretenimiento—buscando hasta los detalles más pequeños.

Vio una ligera hendidura en la pared, que no sería más grande que una moneda de veinticinco centavos, pero que tenía salpicaduras de sangre a su alrededor. Había más sangre debajo de ella, un leve garabato que se había resecado en la pared y la más mínima mota de ella en la moqueta que había debajo de la hendidura.

Se acercó a la hendidura en la pared y la miró de cerca. Era de una forma peculiar, y el hecho de que hubiera sangre centrada alrededor de ella le hizo pensar que una era el resultado de la otra. Se puso de pie y examinó la alineación del pequeño agujero con su cuerpo. Elevó ligeramente su brazo y lo flexionó. Al hacerlo, su codo se alineó con el agujero casi a la perfección.

“¿Qué has encontrado?” preguntó Harrison.

“Signos de pelea, creo” respondió ella.

Se unió a ella y tomó nota de la hendidura. “No es gran cosa con la que seguir adelante, ¿no es cierto?”

“No, la verdad es que no, pero la presencia de sangre hace que sea notable. Eso y el hecho de que la casa esté en una condición impecable me hacen pensar que el asesino hizo todo lo que pudo para ocultar cualquier signo de lucha. Casi preparó la escena en la casa, en cierto modo, pero no fue capaz de ocultar este signo de pelea.”

Examinó la pequeña mancha de sangre en la moqueta. Estaba descolorida y hasta había unos restos muy leves de rojo a su alrededor.

“Ves,” dijo ella, señalando. “Justamente aquí, parece como si alguien hubiera intentando limpiarlo, pero o andaba con prisa o esta pequeña mancha no salía de ninguna manera.”

“Entonces quizá debiéramos comprobar de nuevo la casa de los Kurtz.”

“Quizá,” asintió Mackenzie, aunque tenía la seguridad de que había examinado por completo el lugar.

Se alejó de la pared y se dirigió a la enorme habitación que hacía las veces de armario. Miró a su interior y vio más orden.

Vio la única cosa de toda la casa que hubiera podido considerarse como desorden. Había una camisa y unos pantalones arrugados, casi estrujados contra la pared de atrás del armario. Separó la camisa de los pantalones y se dio cuenta de que se trataba de ropa de hombre—quizá el último atuendo que había utilizado Gerald Sterling.

Probando su suerte, metió la mano en los dos bolsillos delanteros. En uno de ellos, se encontró con diecisiete centavos en monedas. En el otro, halló un recibo arrugado. Lo abrió para leerlo y vio que era de un supermercado hacia cinco días… el último día de su vida. Miró al recibo y empezó a pensar.

¿De qué otro modo podemos averiguar lo que hicieron en sus últimos días de vida? ¿O la semana pasada, o el mes pasado?

“Harrison, en esos informes, no declaraba la policía de Miami haber revisado los teléfonos de los fallecidos en busca de señales de alarma?”

“Eso es correcto,” dijo Harrison al tiempo que circunvalaba cuidadosamente la cama ensangrentada. “Contactos, llamadas recibidas y realizadas, emails, descargas, todo.”

“¿Y no había nada sobre el historial de búsqueda en Internet o algo así?

“No, que yo recuerde, no.”

Colocando el recibo de nuevo dentro de los pantalones vaqueros, Mackenzie salió del armario y después del dormitorio. Se dirigió de vuelta al piso de abajo, consciente de que Harrison le seguía por detrás.

“¿Qué pasa?” preguntó Harrison.

“Una corazonada,” dijo ella. “A lo mejor, una esperanza.”

Regresó al lugar donde descansaba el secreter en la sala de estar y lo abrió de nuevo. En la parte de atrás, había una cestita. Sobresalían unos cuantos bolígrafos, así como un bloc de notas personal. Si mantienen su casa tan ordenada, supongo que su cuenta corriente estará en las mismas condiciones.

Sacó la libreta del banco y comprobó que tenía razón. Se habían realizado las anotaciones con cautela meticulosa. Cada transacción estaba anotada de manera legible y con todo el detalle posible. Hasta anotaban las veces que sacaban dinero del cajero automático. Tardó unos veinte segundos en darse cuenta de que esta libreta era la de una cuenta secundaria que no formaba parte de las finanzas primordiales de los Sterling. En el momento de su muerte, la cuenta guardaba algo más de siete mil dólares.

Repasó el historial de transacciones en busca de cualquier cosa que le pudiera dar una pista, pero no halló nada que le llamara la atención. Sin embargo, vio unas cuantas abreviaturas que no reconoció. La mayoría de las transacciones para estas entradas eran por cantidades de entre sesenta y doscientos dólares. Una de las entradas que no reconoció era una anotación por dos mil dólares.

Aunque nada en el historial resultaba peculiar a primera vista, se quedó pensando en las abreviaturas y las iniciales que no le sonaban de nada. Capturó unas cuantas fotografías de esas entradas con el teléfono y después regresó a la libreta de la cuenta.

“¿Tienes una idea o algo así?” preguntó Harrison.

“Quizá,” dijo ella. “¿Podrías llamar por teléfono a Dagney y pedirle que encargue a alguien la tarea de investigar los historiales financieros de los Sterling del año pasado? Cuentas corrientes, tarjetas de crédito, hasta PayPal, si lo utilizaban.”

“Por supuesto,” dijo Harrison. Al momento, sacó su teléfono para completar la tarea.

Puede que no me importe tanto trabajar con él después de todo, pensó Mackenzie.

Escuchó cómo Harrison hablaba con Dagney mientras ella cerraba el secreter y volvía la vista hacia las escaleras.

Alguien subió esas escaleras hace cuatro noches y asesinó a un matrimonio, pensó, intentando visualizarlo. ¿Pero por qué? Y de nuevo, ¿por qué no había señales de entrada forzada?” La respuesta era sencilla: igual que en el caso de los Kurtz, habían invitado a entrar al asesino. Y eso quería decir que o conocían al asesino y le invitaron a pasar o que el asesino estaba representando algún rol… actuando como alguien que ellos conocían o alguien en apuros.

Aunque la teoría parecía endeble, sabía que había algo que sacar de ella. Por lo menos, creaba un vínculo frágil entre las dos parejas.

Y por el momento, era una conexión lo bastante importante como para investigarla a continuación.

CAPÍTULO SEIS

A pesar de que estaba deseando evitar tener que hablar con los familiares de los recién fallecidos, Mackenzie se percató de que estaba terminando con su lista de tareas más rápido de lo que se había esperado. Cuando dejaron atrás el domicilio de los Sterling, el siguiente paso natural donde ir en busca de más respuestas era con los familiares más íntimos de los matrimonios. En el caso de los Sterling, su familia más cercana era una hermana que vivía a menos de diez millas de la mansión de los Kurtz. El resto de la familia vivía en Alabama.

Por otra parte, los Kurtz tenían bastante familia en sus cercanías. Josh Kurtz no se había mudado muy lejos de su primer domicilio, y vivía a veinte millas no solo de sus padres, sino también de su hermana. Y ya que el departamento de policía de Miami ya había hablado en profundidad con los Kurtz por la mañana, Mackenzie optó por visitar a la hermana de Julie Kurtz.

Sara Lewis no tuvo ningún reparo en quedar con ellos, y a pesar de que las noticias de la muerte de su hermana tuvieran menos de dos días, parecía haberlas aceptado todo lo bien que cabía esperar de una chica de veintidós años.

Sara les invitó a que pasaran por su casa en Overtown, una casa de planta baja bastante pintoresca que era algo más grande que un apartamento pequeño. Estaba escasamente decorada y albergaba ese tipo de silencio tenso que Mackenzie había sentido en tantas otras casas en las que se estaba lidiando con una pérdida cercana. Sara estaba sentada al extremo del sofá, acariciando una taza de té con ambas manos. Era obvio que había estado llorando lo suyo últimamente; también tenía aspecto de no haber dormido demasiado.

“Supongo que, si han implicado al FBI,” dijo, “¿eso significa que ha habido más asesinatos?”

“Sí, los ha habido,” dijo Harrison por detrás de Mackenzie. Ella frunció brevemente el ceño, deseando que él no hubiera divulgado esa información con tantas ganas.

“No obstante,” dijo Mackenzie, interponiéndose antes de que Harrison pudiera continuar, “sin duda alguna, somos incapaces de afirmar nada sólido sobre un vínculo sin que primero haya una investigación exhaustiva. Y esa es la razón por la que nos han llamado.”

“Ayudaré en lo que pueda,” dijo Sara Lewis. “Pero ya respondí a las preguntas de la policía.”

“Sí, entiendo, y se lo agradezco,” dijo Mackenzie. “Solo quiero repasar unas cuantas cosas que se les pueden haber pasado por alto. Por ejemplo, ¿tiene alguna idea de cuál era la situación financiera de su hermana y su cuñado?”

Era obvio que Sara pensaba que era una pregunta extraña, pero a pesar de ello, hizo todo lo que pudo por responderla. “Era buena, supongo. Josh tenía un buen trabajo y la verdad es que no gastaban mucho dinero. En ocasiones, Julie hasta me regañaba por gastar con demasiada frivolidad. En fin, ciertamente no estaban forrados… no por lo que yo sé, pero les iba bastante bien.”

“Y bien, la vecina nos dijo que a Julie le gustaba dibujar. ¿Solamente se trataba de un hobby o estaba ganando dinero con ello?”

“Más bien era un hobby,” dijo Julie. “Lo hacía bastante bien, pero ella ya sabía que no era nada del otro mundo, ¿entiende?”

“¿Qué hay de ex novios? ¿O quizá ex novias que pudiera tener Josh?”

“Julie tiene unos cuantos, pero ninguno de ellos se lo tomó muy a mal. Además, todos vivían en la otra punta del país. Eran una pareja realmente buena. Eran tan lindos juntos—hasta asquerosamente dulces en público. Ese tipo de pareja.”

La visita había resultado demasiado breve como para concluir, pero a Mackenzie solo le quedaba otra ruta que seguir y no estaba del todo segura de cómo referirse a ella sin repetirse. Pensó de nuevo en esas anotaciones extrañas en la libreta del banco de los Sterling, y seguía sin entender lo que significaban.

Seguramente no sea nada, pensó. La gente anota sus libretas de maneras distintas, nada más. Aun así, merece la pena investigarlo.

Pensando en las abreviaturas que había visto en la libreta de los Sterling, Mackenzie continuó. En el instante que abrió los labios para hablar, escuchó cómo le sonaba el teléfono en el bolsillo a Harrison. Él lo miró brevemente y después ignoró la llamada. “Lo siento,” dijo.

Ignorando la interrupción, Mackenzie preguntó: “¿Sabría por casualidad si Julie o Josh eran miembros de alguna organización o incluso de algún club o gimnasio? ¿El tipo de sitio al que se paga una tarifa de manera rutinaria?”

Sara pensó en ello durante un momento, pero sacudió la cabeza. “Que yo sepa, no. Como ya les he dicho… la verdad es que no gastaban mucho dinero. El único pago mensual del que puedo hablar que Julie tuviera además de sus recibos habituales era a su cuenta de Spotify, y solo son diez dólares.”

“¿Y ya se ha puesto alguien en contacto con usted, como un abogado, para hablar de lo que va a pasar con sus finanzas?” preguntó Mackenzie. “Lamento muchísimo tener que preguntarlo, pero podría ser urgente.”

“No, todavía no,” dijo ella. “Eran tan jóvenes, que ni siquiera creo que tuvieran un testamento redactado. Mierda… supongo que ahora tengo todo eso por delante, ¿no es cierto?”

Mackenzie se puso de pie, incapaz de responder a la pregunta. “Una vez más, gracias por hablar con nosotros. Por favor, si piensa en cualquier otra cosa en relación con las preguntas que le he hecho, le agradecería que me llamara.”

Dicho eso, entregó a Sara su tarjeta de visita. Sara la aceptó y se la metió al bolsillo mientras les guiaba hacia la entrada. No estaba siendo grosera, pero era obvio que quería que le dejaran en paz lo más rápido que fuera posible.

Con la puerta ya cerrada detrás de ellos, Mackenzie se quedó parada en el porche de Sara con Harrison. Pensó en corregirle por decirle tan deprisa a Sara que había habido más asesinatos que podían estar relacionados con el de su hermana. Pero había sido un error honesto, uno que ella también había cometido en sus comienzos. Así que lo dejó pasar.

“¿Puedo preguntarte algo?” preguntó Harrison.

“Claro,” dijo Mackenzie,

“¿Por qué estabas tan enfocada en las finanzas? ¿Tenía algo que ver con lo que viste en la casa de los Sterling?”

“Sí. Por ahora no es más que una corazonada, pero algunas de las transacciones eran—”

El teléfono de Harrison comenzó a vibrar de nuevo. Lo rebuscó en su bolsillo con una mirada de vergüenza en su rostro. Miró la pantalla, casi la ignora, pero decidió dejarlo fuera mientras regresaban al coche.

“Lo siento, pero tengo que atender esto,” dijo. “Es mi hermana. También llamó cuando estábamos dentro. Y es de lo más raro.”

Mackenzie no le presto mucha atención mientras se montaban en el coche. Apenas escuchaba el lado de Harrison de la conversación cuando él empezó a hablar. Sin embargo, para el momento en que había sacado el coche de vuelta a la calle, podía percibir en su tono de voz que algo andaba muy mal.

Cuando concluyó la llamada, había una expresión de sorpresa en su cara. Su labio superior tenía una especia de bucle, entre la sonrisa forzada y el ceño fruncido.

“¿Harrison?”

“Mi madre murió por la mañana,” dijo él.

“Oh Dios mío,” dijo Mackenzie.

“Ataque al corazón… así, sin más. Está—”

Mackenzie podía ver que estaba reprimiéndose para no romper a llorar. Volvió la cabeza hacia el otro lado, mirando por la ventana del copiloto, y comenzó a soltarlo.

“Lo siento mucho, Harrison,” dijo Mackenzie. “Vamos a enviarte a casa. Organizaré el vuelo enseguida. ¿Hay algo más que necesites?”

Él no hizo más que sacudir la cabeza brevemente, todavía mirando a la distancia mientras lloraba un poco más obviamente.

En primer lugar, Mackenzie llamó a Quantico. No pudo conseguir a McGrath así que dejó un mensaje con su recepcionista, diciéndole lo que había sucedido y que Harrison volaría de vuelta a DC tan pronto como fuera posible. Entonces llamó a la aerolínea y reservó el primer vuelo disponible, que despegaba en tres horas y media.

En el momento que el vuelo estuvo reservado y concluyó la llamada, sonó su teléfono. Mirando a Harrison con compasión, lo respondió. Le parecía terrible regresar a la mentalidad del trabajo después de las noticias que había recibido Harrison, pero tenía un trabajo que hacer—y seguían sin tener pistas sólidas.

“Al habla la Agente White,” dijo.

“Agente White, soy la agente Dagney. Pensé que querrías saber que tenemos una pista potencial.”

“¿Potencial?” dijo ella.

“En fin, sin duda encaja con el perfil. Es un tipo que detuvimos en varias invasiones domiciliarias, y en dos de los casos hubo violencia y agresión sexual.”

“¿En la misma zona que los Kurtz y los Sterling?”

“Ahí es donde se pone prometedor,” dijo Dagney. “Una de las ocasiones en que hubo agresión sexual sucedió en el mismo conjunto de mansiones en que vivían los Kurtz.”

“¿Tenemos una dirección para encontrar a este tipo?”

“Sí. Trabaja en un taller de reparación de coches. Uno pequeño. Y tenemos la confirmación de que está allí en este momento. Se llama Mike Nell.”

“Envíame la dirección y pasaré para charlar con él. ¿Y sabes algo sobre los historiales financieros que solicitó Harrison?” preguntó Mackenzie.

“Todavía no, aunque tenemos a algunos agentes investigándolo. No debería llevar mucho más tiempo.”

Mackenzie terminó la llamada e hizo lo que pudo para conceder a Harrison un tiempo para sus penas. Ya no estaba llorando, pero estaba claro que estaba esforzándose para mantenerse bajo control.

“Gracias,” dijo Harrison, secándose una lágrima furtiva de la cara.

“¿Por qué?” preguntó Mackenzie.

Él solo se encogió de hombros. “Por llamar a McGrath y al aeropuerto. Lamento que esto sea un fastidio en medio del caso.”

“No lo es,” dijo ella. “Harrison, lamento mucho tu pérdida.”

Después de eso, el coche cayó en el silencio y, le gustara o no, la mente de Mackenzie regresó de nuevo a su trabajo. Había un asesino suelto en alguna parte, por lo visto con la necesidad de representar algún tipo de venganza extraña con parejas felices. Y puede que le estuviera esperando a ella en este preciso instante.

Mackenzie apenas podía contener las ganas de conocerle.

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399 ₽
Возрастное ограничение:
16+
Дата выхода на Литрес:
10 октября 2019
Объем:
222 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9781640299979
Правообладатель:
Lukeman Literary Management Ltd
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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