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REFERENCIAS

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1- También el dispositivo puede ser la institución con sus ideales de formación, prestigio y reglamentaciones. Dado que solo se analiza aquí el texto freudiano, el dispositivo institucional como variable del impacto ético no se toma en cuenta. Los interesados en este tema, pueden recurrir a investigaciones específicas que se han realizado sobre los ideales de los analistas en su relación con la institución o los ideales de los analistas en su práctica (Lapassade, 1979; Sánchez, 2015b).

2- Aquí se puede leer entre líneas uno de los principios psicoéticos desarrollados en el prefacio del presente libro: obrar de manera justa. Entendiendo por ello que en los intercambios profesionales se establece un acuerdo en donde el servicio otorgado es remunerado sin quedar sometido ninguna de las partes a intereses de otra índole. Es admisible suponer que es principio de extravío profesional que puede llevar a corrupción, si se genera una deuda material y no se busca su equivalencia mediante una representación simbólica, que en este caso es el dinero, se cobrará el servicio con desdeños afectivos o con intercambios carnales.

3- En textos posteriores enfatiza contundentemente no aceptar el supuesto papel otorgado por el analizado de profeta, salvador, redentor maestro, véase: Freud (1989m, p.51; 1989p, p.176).

4- El valor de la autonomía es una herencia de los filósofos de occidente como se ha desarrollado en otro escrito Sánchez (2016). Por ello no es de extrañar que Freud resuena con ese principio mismo que se encuentra nombrado en primer orden en el código ético del psicólogo. Este principio quedará como una aspiración inicial de la propuesta freudiana dado que en los textos posteriores evidenciará que la fuerza pulsional es más determinante, por lo que la autonomía del yo, la mayoría de las veces, queda acotada (Freud, 1989m; 1989o).

5- Se hace notar que en los escritos técnicos usa el término paciente y tratamiento, mientras que en este texto de 1937 (Freud, 1989o) usará las palabras proceso de análisis y de las intervenciones del analista.

6- Esta afirmación correspondería al principio de beneficencia expresado en la introducción de este libro.

7- Aquí podemos advertir su negativa a un análisis preventivo porque buscando lo mejor se puede atentar contra lo bueno. También está en desacuerdo de obrar pretendiendo resolver los posibles conflictos futuros o inventar cosas para que se trabajen los celos o los desengaños amorosos ya que además de artificial es innecesario, pues naturalmente sobreviene en los procesos de análisis. Infiero que estas advertencias apuntan a no obrar bajo presupuestos teóricos o de análisis ideales que atenten contra el principio de beneficencia.

II. Moralización del sujeto y la autodevelación como dilemas éticos en psicoterapia

JUAN DIEGO CASTILLO RAMÍREZ

Señores colegas, los remitiré a una experiencia

conocida de antiguo:ciertos trastornos,

y muy en particular las psiconeurosis,

son mucho más accesibles a influencias anímicas

que a cualquier otra medicación.

No es un dicho moderno, sino una vieja sentencia

de los médicos, el de que a estas enfermedades

no las cura el medicamento, sino el médico;

vale decir: la personalidad del médico,

en la medida en que ejerce una influencia psíquica

a través de ella. Sé bien, señores colegas,

que gustan ustedes mucho de aquella opinión

a que el esteta Vischer dio expresión clásica

en su parodia del Fausto:

«Yo sé que lo físico suele influir sobre lo moral».

Pero, ¿no sería más adecuado, y más acertado

en la mayoría de los casos, decir que puede influirse

sobre lo moral de un hombre con recursos morales,

vale decir, psíquicos?

FREUD (1989b, p.249)

PSICOTERAPIA Y ÉTICA

En la experiencia psicoterapéutica existen varias dimensiones en las que la ética está presente. Por tal motivo hay que pensar su ejercicio considerando la complejidad. El presente capítulo se inscribe en una perspectiva antropológica psicoanalítica. Tiene como antecedente el trabajo profesional de un psicoanalista que ha llevado a cabo su práctica clínica desde hace más de cuarenta años y participado como formador de psicoterapeutas en distintas instituciones.

En primer lugar, para pensar la práctica psicoterapéutica desde la óptica apuntada, hay que traer a cuento los asuntos morales y éticos del consultante. Todo lo que plantea en una perspectiva moral o ética es un material para trabajar, como cualquier otro que traiga a la consulta. Es que todo asunto que el consultante plantee en el trabajo se soporta en una moral y se inscribe en una dimensión ética. Es decir, no hay asunto en el que no entren en juego las consideraciones buenas y malas; lo aceptado y lo rechazado; lo estimado y lo desestimado o aborrecido, lo amado u odiado. En segundo lugar: los principios éticos del psicoterapeuta, que apuntan a su proyecto de vida, a definir la forma como quiere vivir, y, finalmente, los específicos de su ejercicio profesional. Una primera evidencia es que los principios éticos del consultante difieren indefectiblemente de los del psicoterapeuta, por el simple hecho de no tener la misma historia de vida.

Los principios morales del consultante han sido creados a partir de las vivencias que ha tenido en el contexto familiar en el que nació y se desarrolló. Es evidente que por contexto familiar no se puede pensar solo en la familia biológica. Por contexto familiar hay que pensar en la familia original, en el medio socioeconómico, religioso, escolar, etcétera. Lo vivido por el sujeto, lo que ha visto y oído, constituye un campo de simbolización. Todo ello ha dejado una impronta de sanción que, si fue de desaprobación, dolorosa o ambigua respecto a la satisfacción buscada y el placer concomitante, determinarán que se experimente un conflicto; el que puede o no ser sintomático. El consultante con su historia llega a un campo relacional extrafamiliar, a un dispositivo que se rige por principios éticos tales como los de beneficencia, confidencialidad y respeto, así como el de justicia.

El funcionamiento de estos principios en la escucha psicoterapéutica dependerá del saber teórico y la experiencia del profesional, pero sobre todo penderá de la claridad que tenga respecto a que no ejerce como otro yo del sujeto sino como alguien que ofrece una escucha atípica. No es una persona como cualquier otra, es un profesional en ejercicio, cuya mirada y escucha están para asistir y dar cabida al otro. Bajo el principio de beneficencia el profesional escuchará la moral vivida del consultante, por la que padece con todo lo sintomático que tenga. El profesional reconoce desde la ética profesional, que su moral propia no cuenta ni se cuenta. Reconoce los juicios o relatos que puedan derivarse de su propia historia para que no estorben la escucha de los relatos del otro.

Mucho del padecer del consultante tiene que ver con las voces de los otros, a quienes atribuye juicios de estimación y desestimación sobre su persona. Gracias a su saber, teórico y vivencial, el profesional suspende sus juicios morales, no condena ni se une al coro de voces al que el consultante atribuye hostilidad o inexplicable benevolencia. El psicoterapeuta colabora con la persona en la identificación de pistas para que pueda diferenciar en sus vivencias su objeto de deseo, sus anhelos, y pueda distinguirlos de los de los otros. Cuando el terapeuta hace juicios sobre el actuar o sobre las mociones del otro, desde sus propios principios morales deja de ejercer como profesional. Ahí está el primer atentado a los principios de beneficencia y justicia.

El profesional sabe que representa un rol, sabe que el consultante organiza una representación de él que tiene que ver no solo con lo que es y hace (porque también es un cuerpo, de carne y hueso, es un individuo, un sujeto y una persona) sino además, y, sobre todo, es alguien que en su propia experiencia puede encontrar las claves propias del consultante. El terapeuta pasa de ser una persona a ser una imagen que se revela paulatinamente. En el proceso, el consultante se encuentra a sí mismo proyectado en el extranjero de lo familiar. Gracias al encuadre, con la promesa que conlleva de resguardar lo expresado ahí, el sujeto puede tener un “espacio virtual” en el que puede jugar con escenarios posibles de acción o recrear dramáticamente el pasado, sin sufrir los estragos de los actos pasionales. Recrear el pasado no para volver a vivirlo sino para ver lo vivido y comprender sus efectos. No sobra esta aclaración dadas las críticas ingenuas e ignorantes de lo que hay en la base del concepto de regresión en Sigmund Freud. (1)

En el dispositivo psicoterapéutico, el principio de justicia implica admitir que los seres humanos, aun teniendo el mismo valor como persona, en sus funciones sociales se rigen por el principio de diferencia y asimetría. Todo consultante recurre y paga por un servicio que atiende su demanda. El supuesto saber atribuido al terapeuta es condición de la trasnferencia. Emplear eso en beneficio del saber del consultante es saber hacer; no tener en cuenta tal diferencia o desmentirla conlleva, sufrimiento, frustración, malogro, en el extremo, estragos o juego perverso. La diferencia que conlleva el papel de profesional y el valor de la reciprocidad (uno paga y el otro cobra por un servicio) protege a ambos actores.

Lo planteado hasta el momento constituye una conjunto de buenas razones para dar todo su peso a los principios planteados por Freud, el de abstinencia y el de neutralidad. Por otra parte, para la reflexionar sobre un tercer elemento: el análisis de la contratransferencia. En realidad, las tres cosas constituyen un conjunto indisoluble.

EL ASUNTO ESTÁ DESDE UN PRINCIPIO

Conviene tomar conocimiento de una dificultad inicial. La que coloca al psicoanálisis en una posición que incomoda a no pocos. La crítica en contra del psicoanálisis, no

[...] se afianza solo en la razonable dificultad de lo inconsciente o en la relativa inaccesibilidad de las experiencias que lo demuestran [...], viene de algo más hondo. [...] La humanidad ha debido soportar de parte de la ciencia dos graves afrentas a su ingenuo amor propio. La primera, cuando se enteró de que nuestra Tierra no era el centro del universo. La segunda, cuando la investigación biológica redujo a la nada el supuesto privilegio que se había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza animal. [...] Una tercera y más sensible afrenta, empero, está destinada a experimentar hoy la manía humana de grandeza por obra de la investigación psicológica; esta pretende demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma (Freud, 1978, p.260).

Esas tres afrentas obligan a redefinir, entre otras cosas, el significado de moral y ética. Ya no se trata de obediencia o desobediencia a “un Padre [Dios] que nos había hecho a su imagen y semejanza, dotándonos de una luz intelectual cuyo fulgor nada tenía que ver con las tinieblas espesas de la materia” (Savater, 1997, p.297). En estas nuevas condiciones, “adquirimos la perspectiva ética cuando sabemos que para orientar la valoración de nuestras acciones no basta con obedecer o desobedecer” (Savater, 1997, p.297).

Para algunos, los principios éticos del profesional se inscriben en una deontología que se ocuparía de “lo obligatorio, lo justo, lo adecuado”. “En Bentham la deontología estudia los deberes que deben cumplirse para alcanzar el ideal utilitario del mayor placer posible para el mayor número posible de individuos”. Pero de forma más específica, “desde Bentham ha sido corriente —considerar la deontología— como una disciplina [...] cuyo fin es la determinación de los deberes que han de cumplirse en determinadas circunstancias sociales, y muy especialmente dentro de una profesión determinada”. Un problema fundamental estriba en determinar si “una acción es moralmente buena por sí misma o bien a causa de sus consecuencias”. Desde una visión deontológica “las consecuencias no son decisivas para la bondad o maldad de la acción, sino que esta depende de criterios absolutos”; pero si se considera más relevante el punto de vista teleológico, entonces “las consecuencias son decisivas para la valoración moral de un acto” (Ferrater Mora & Mora, 2001, p.816). En principio, para la deontología, el fin no justifica los medios; para el punto de vista teleológico, sí. ¿El fin psicoterapéutico justifica los medios para su logro cualesquiera que sean?

En 1647, el jesuita Baltasar Gracián publicó El arte de la prudencia. De acuerdo con José Ignacio Díez Fernández, la obra “influyó” en François La Rochefoucauld, Madeleine de Sablé, Jean de La Bruyèr y en otros escritores franceses, aunque los dos lectores de Gracián más conocidos son, sin duda, Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche (Gracián, 2007, p.17). Respecto a la posición de algunos en el sentido de que el fin justifica los medios vale la pena leer el aforismo 66 del jesuita:

Cuidado para que salgan bien las cosas. Algunos ponen el objetivo más en una dirección rigurosa que en alcanzar el éxito, pero siempre pesa más el descrédito del fracaso que el uso adecuado de los medios. El que vence no necesita dar explicaciones. La mayoría no percibe los detalles del procedimiento, sino los buenos o los malos resultados; por eso nunca se pierde reputación cuando se consigue lo deseado. Todo lo dora un buen final, aunque lo contradigan los medios desacertados. La regla es ir contra las reglas cuando no se puede conseguir de otro modo un resultado feliz (Gracián, 2007, p.66).

Sin embargo, en la realidad de la vida, parece existir una tensión problemática en las sucesivas elecciones que definen la forma como queremos vivir el ser psicoterapeutas. ¿Se justifica mentir al consultante?, ¿es un recurso adecuado el imponer al consultante aquello de lo que debe hablar?, ¿el fin de la cura es suficiente para indicar a un consultante la forma como ha de conducirse en cierto conflicto familiar?, ¿es “ajustable” la finalidad de que el consultante se haga, cada vez más, responsable de su vida, con vistas al “éxito” de la terapia?

Respecto de la ética profesional es necesario considerar problemas presentes en todo diálogo psicoterapéutico para los que no se encuentra una solución, pero que conviene tener presentes en la atención de los consultantes. En unos casos con una significatividad mayor y en otros, menor. Me refiero a la institución; a la forma como la dinámica institucional imprime su carácter en el trabajo de psicoterapia: la universidad, la asociación profesional, la legislación correspondiente, la institución pública de salud, los colegios profesionales, etcétera.

Por ejemplo, en algunas universidades, como parte de los programas formativos para psicoterapeutas, suele haber proyectos que ofrecen a la comunidad servicios de psicoterapia proporcionados por estudiantes. En esos casos el servicio de consultoría psicológica (psicoterapia) recibe a consultantes de las mismas instituciones, así como a personas que no pertenecen a ellas, pero cuya situación de vida les hace difícil el acceso a una psicoterapia en la consulta privada. Hay una serie de cuestiones que se plantean y que conviene mantener abiertas en las clases teóricas, en las supervisiones, como elementos de los trabajos de investigación. No se pretende que exista una respuesta definitiva para cada uno de estos asuntos. Una primera “respuesta” es mantener las preguntas siempre abiertas. A fin de cuentas, solo las preguntas tienen valor de productividad. ¿Por qué se excluye de esos proyectos a ciertos grupos como, por ejemplo, la población de la propia institución?, ¿qué implicaciones tiene para el proceso que el trabajo se realice con un psicoterapeuta en formación y que así se le informe al consultante?, ¿que el consultante deba aceptar que las sesiones puedan ser comentadas con un profesor y compañeros, en clases de supervisión?, ¿que las sesiones se graben o videograben para el trabajo en el aula o para fines de investigación? ¿la opción de si el rostro de la persona consultante aparecerá de forma distinguible o no en la videograbación? Desde luego, en muchos casos la autorización para que la sesión se audio o video grabe no es un requisito indispensable para que la persona pueda ser atendida. Con esto se abre otra opción, la de trabajar con el consultante las posibilidades de manejo de la información antes de pedirle los consentimientos firmados que algunas instituciones piden.

Lo mismo sucede con las preguntas que suelen hacerse en los formularios de inscripción o de salida de los proyectos. ¿Cuáles son las variables que intervienen cuando se usa la cámara de Gesell?, ¿el terapeuta y el consultante se comportan igual cuando trabajan en la cámara de Gesell que cuando lo hacen en un consultorio sin el “espejo”? Estos recursos están sancionados por algunas instituciones, de manera que se impone una constante reflexión acerca de la forma como tal prescripción incide en el discurso de los consultantes, así como en la formación de los estudiantes. En una supervisión de psicoterapeutas se planteó el caso de un consultante que evitaba abordar ciertos elementos de su historia por el temor de que la grabación fuera escuchada por otras personas distintas al psicoterapeuta. En otras palabras, ¿es probable que el empleo de dichos recursos técnicos y académicos despierte en los consultantes fantasías persecutorias?

¿Dónde inicia la inextricable relación entre ética y psicoterapia? Somos seres vivos como las plantas y los animales. Somos individuos de una especie animal; en tanto tales, objeto de estudio de la biología. Pero somos algo más que nos distingue de cualquier otra especie animal, tenemos historia, es decir, nos construimos con otros.

Al momento de nacer, para todo ser humano, resultan una verdad estas palabras de Clarice Lispector: “Estoy entrando calladamente en contacto con una realidad nueva para mí que todavía no tiene pensamientos que le correspondan y menos aún una palabra que la signifique: es una sensación más allá del pensamiento” (2003, p.51); o más acá, diría algún estudioso de Freud, al referirse a Más allá del principio del placer.

Por la prematuración de la cría humana, o neotenia en el lenguaje de los antropólogos, la memoria se organiza como un recurso que complementa al “ineficiente” instinto y constituye una alternativa frente al sufrimiento que experimenta el infante humano al verse aquejado por los estímulos internos y externos sin tener la posibilidad de responder a ellos con acciones específicas acordes a fines. “El dolor es la vida exacerbada. El proceso duele. Llegar a ser es un lento y lento dolor bueno” (Lispector, 2003, p.68) “Ineficiente” instinto, no desde el punto de vista de su exigencia de trabajo sino debido a las condiciones de posibilidad del niño pequeño para realizar las acciones apropiadas para alcanzar la satisfacción. La memoria se inaugura como el precipitado de las experiencias vividas por el infante, placenteras y displacenteras, organizadas como representaciones: registros mnémicos de lo que sucedió, de todo lo que intervino en el suceso, y que derivó en la experiencia de satisfacción, es decir, de cese del estímulo que reclamaba trabajo.

El sufrimiento será creciente en tanto se prolongue en el tiempo la ausencia de satisfacción; se incrementará hasta un cierto límite después del cual la respuesta inespecífica termina por agotamiento: mediante alucinación de la satisfacción o por la muerte. Esa prematuración del sujeto determina la necesaria intervención “del otro, que, con su acción, con la ‘respuesta al estímulo’ que solicita del infante un trabajo, le acerca [...] los objetos que necesita y, después, al ofrendarle las herramientas para la realización del resto de las tareas: [principalmente] el lenguaje. La palabra de la que cada sujeto se apropia y con la que opera” (Castillo, 2006, p.165), “como si pintase, más que un objeto, su sombra” (Lispector, 2003, p.16).

“Palabra: señal, camino, andadura, hacia lo deseado subrogado por la serie inacabable de los objetos vicariantes, es decir, por el insondable volumen de sombras encadenadas. El conjunto terminará por participar a tal grado en la constitución del sujeto que se convertirá” (Castillo, 2006, p.166), “en esta densa selva de palabras que ha envuelto frondosamente lo que siento y pienso y vivo y que transforma todo lo que soy en algo mío que sin embargo está completamente fuera de mí” (Lispector, 2003, p.72). Y esas muchas palabras no son las mismas para dos seres humanos. Aunque todos nos apropiemos del nombre de una cosa, ninguno lo hacemos en el mismo contexto. Todos sabemos lo que es un automóvil, pero, para unos, refiere a una cosa que tienen otros y a la que no se puede acceder; para otros, es algo de uso corriente en su vida; para otros más, es la cosa que los colocó en un conflicto social después de un accidente.

“Palabra: señal, camino, andadura, hacia lo deseado subrogado por la serie inacabable de los objetos vicariantes, es decir, por el insondable volumen de sombras encadenadas. El conjunto terminará por participar a tal grado en la constitución del sujeto que se convertirá” (Castillo, 2006, p.166), “en esta densa selva de palabras que ha envuelto frondosamente lo que siento y pienso y vivo y que transforma todo lo que soy en algo mío que sin embargo está completamente fuera de mí” (Lispector, 2003, p.72).

Ahora bien, la acción en la que el otro nos da objetos y palabras nos da algo más, “esta vía de descarga cobra así la función secundaria, importante en extremo, del entendimiento (Verständigung; o ‘comunicación’), y el inicial desvalimiento del ser humano es la fuente primordial de todos los motivos morales” (Freud, 1989a, p.362). Con cada intervención del otro para el logro de la satisfacción advendrán las improntas filiales, los deberes a los que habrá de sujetarse el infante y con los que entrará en conflicto no bien aparezcan las diferencias, es decir, los conflictos.

En el año 398 de nuestra era, San Agustín expone todo este proceso de moralización a partir de la recuperación de su propia experiencia. No pretendo que el pensador cristiano y Freud se hayan planteado las mismas cuestiones. Pero la confluencia en lo que destaco resulta llamativa. (2) Escribe San Agustín:

Porque, entonces, yo no sabía más que mamar y deleitarme y llorar las molestias que mi carne padecía. Nada más [...]. Quería manifestar mis deseos a aquellos que los podían cumplir, y no podía. Porque los deseos estaban dentro de mí, y ellos fuera, y por ninguna vía podían entrar en mi alma. Agitaba mis miembros y daba gritos, acompasando los signos a mis deseos, los pocos que podía y como podía, sin que verdaderamente se les asemejaran. Y cuando no se hacía lo que yo quería o porque no me entendían o para que no me hiciera daño, me enfadaba con mis mayores, porque no se me sometían [...] y me vengaba de ellos llorando. Así entendí cómo son los niños y que yo fui uno de ellos, habiéndolo aprendido más de ellos, que no lo saben, que de los que me criaron sabiéndolo (San Agustín, 1990, p.32).

Ahora viene la forma propia de San Agustín de exponer el mismo pensamiento que Freud enuncia al referirse a la fuente primordial de todos los motivos morales. “Pero diste al hombre poder adivinar sobre sí mismo por medio de otros” (San Agustín, , 1990, p.33). ¿No es esa una tarea fundamental de la psicoterapia? Que el sujeto con el acompañamiento de otro pueda nombrar y elaborar el conflicto que es siempre conflicto con los otros, es decir, algo que pone en movimiento los motivos morales. San Agustín pregunta, “¿Acaso era pecado llorar cuando deseaba el pecho?” (San Agustín, 1990, p.34). Y habría que contestarle que, para ciertas personas en determinadas circunstancias, sí era pecado hacerlo. Porque, lo que deseaba estaba en conflicto con la moral que mamó, la culpa fue el precio que tuvo que pagar al recibir algunos de los objetos que ponían término al dolor. Y lo que el niño no comprendió el adulto sí lo hizo.

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