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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Bodas reales», страница 2

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III

Algún alivio tuvo en los siguientes días el pesimismo angustioso del manchego, y alguna dedada de miel atenuó su amargura. Mendizábal le había saludado con mucho afecto, y un amigo de entrambos le llevó las albricias de que no sería olvidado el expediente de Pósitos. De jefatura política no le dijeron una palabra; pero en el café corrió la especie de que se harían numerosas vacantes para que las ocupasen hombres nuevos, elementos sanos, de probada honradez y consecuencia. Un redactor de El Heraldo, periódico de batalla dirigido a la sazón por Sartorius, no cesaba de halagar a Carrasco, obstinándose en presentarle a Bravo Murillo, a Pacheco y a Pastor Díez, lo más granadito de la juventud moderada; pero el manchego repugnaba estas aproximaciones, temeroso de que tras ellas viniese algún compromiso que suavemente le apartara del dogma. A las virtudes y méritos más eminentes anteponía en su alma la consecuencia, mirándola como una preciosa virginidad que a todo trance y con las gazmoñerías más extremadas debía ser defendida, no permitiendo que el contacto más ligero la menoscabase, ni que frívolas sospechas empañaran el concepto y la opinión de su integridad. Prefería D. Bruno su ruina, la persecución y el martirio a que se le tuviera por tránsfuga de su iglesia política o por dañado de la herejía retrógrada.

Entrado junio, ya vio más claro el buen señor que su ídolo, Espartero, ponía los pies en la pendiente resbaladiza de la sima, en las propias tragaderas del abismo. A bandadas venían del extranjero los paladines de Cristina, con ínfulas y motes de caballeros de una nueva cruzada, pues habían creado una Orden militar española que a todos les solidarizaba en su empeño de restauración, y era un reclamo irresistible para los militares que del lado acá del Pirineo aguardaban los acontecimientos para decidirse por la bandera que al principiar el juego llevara mayor ventaja. Los emigrados, a quienes el poeta político D. Joaquín M. López, echando por la boca flores de trapo, y enarbolando en la mano derecha su proyecto de amnistía, quería traer a la reconciliación nacional, atacaban a España por los cuatro costados. Tan fieros venían, que causaba pavura el estridor de armas y dientes que hacían entrando aquí por mar o por tierra, ávidos de volver a los comederos y de no dejar rastro de la llamada usurpación. Narváez, como el más crúo de los invasores, embestiría por Andalucía, desembarcando en Gibraltar, que siempre fue playa de todo contrabando; los dos Conchas, que en Florencia lloraban las desdichas de la Patria, caerían sobre las costas valencianas; O’Donnell saltaría por encima del Pirineo para caer sobre Navarra o sobre Cataluña; Orive, Piquero, Pezuela, Jáuregui y otros del orden militar y del civil que suspiraban por que volviese a gobernarnos la hermosa Majestad de María Cristina, y que creían en ella como en una Minerva cristiana y católica, se agregaban a los caudillos para prestar su cooperación en la obra de reconquista.

No pasaron muchos días sin que a la emergencia de tantos paladines salvadores respondieran dentro de la plaza los pronunciamientos de esta y la otra provincia, tronando contra el Regente y pidiendo con desaforado clamor que nos trajesen pronto a la Gobernadora de marras, pues sin ella no podíamos vivir. Más de un general y más de dos, hechura de Espartero, después de hacerse los remilgados y de ponerse la mano en el corazón, toleraron los pronunciamientos o no quisieron oponerse a ellos. Sólo quedaban cuatro que, como el pobre D. Bruno, estimando su virginidad sobre todas las virtudes, no abrieron sus orejas a ninguna voz de seducción: eran Zurbano, Ena, Carondelet y Seoane.

En tanto, ansiosos de poner mano en la salvación de España, corrían a Cataluña Ametller y Bassols, y allí se encontraban con D. Juan Prim, de sangre muy caliente y entendimiento harto vivo, el cual, con su amigo Milans, sublevó a Reus, tratando de extender el incendio a todo el Principado. Don Javier Quinto, Don Jaime Ortega, que años adelante, en plena guerra de África, discurrió salvar a España con la traída de Montemolín, marcharon a Zaragoza, sin acordarse de que esta ciudad es y será siempre la primera de España en no admitir ciertas bromas y en su aversión a dejarse regenerar por el primero que llega. Los tales y otros caballeros que les seguían, ávidos de mangonear obteniendo puestos en las Juntas, fueron recibidos a puntapiés por los milicianos, que adoraban a Espartero casi tanto como a la Virgen del Pilar. Viendo que allí venían mal dadas, llevaron sus enredos a otra parte de Aragón.

Innumerables jefes del ejército y personajes políticos de la coalición se derramaban por el Reino, pronunciando todo lo que encontraban por delante y estableciendo Juntas en todo lugar donde caían. Málaga fue la primera ciudad de importancia en que se vio la insurrección formal y práctica: no pedía por el pronto la vuelta de Cristina, sino que cayera Gómez Becerra y volviese López con su lindo programa y su rosada elocuencia; sonaban las músicas, y en medio del general delirio, entregándose los malagueños al goce de dictar leyes a la autoridad central, quedaban vacíos los depósitos de tabaco y tejidos de Gibraltar, y abastecidos para largo tiempo los almacenes del comercio grande y chico. Granada y Almería se pronunciaban sin comprometerse, no renegando del Regente mientras no viesen que era segura su perdición; otras provincias adoptaban el mismo sistema, de una cuquería y eficacia admirables; en Valencia la coalición y los moderados amotinaron al pueblo y ganaron parte de la tropa, dejando casi inerme al valiente General Zabala. Asesinados el Gobernador Camacho y un agente de policía, quedó la ciudad en poder de los revoltosos. De Cartagena dieron cuenta, no sin dificultad, el Brigadier Requena y el Coronel Ros de Olano; en Cuenca triunfó el arcediano de Huete; Valladolid quedó pronunciada por el General Aspiroz; Galicia por Zambrano, y así fue propagándose la quema, hasta que no quedó parte alguna de la nación que no ardiese en cólera y no pitara muy alto pidiendo renovación de personas, cambio de política, de instituciones, como el sucio que pide mudar de ropa.

Si algunos de los pueblos pronunciados no pedían la caída del Regente, sino la vuelta del florido López, otros proclamaban la inmediata mayoría de la Reina, resultando un barullo tal, que no lo harían semejante todos los locos del mundo metidos en una sola jaula. Sólo diez y seis meses faltaban para que Espartero cumpliera el plazo de su Regencia. Aun admitiendo que su gobierno no fuera el más acertado, y sus errores muchos y garrafales, ¿no valían menos diez y seis meses de mal gobierno que todo aquel delirio, que aquel ejemplo, escuela y norma de otros mil desórdenes, de la desmoralización y podredumbre de la política por más de medio siglo?

Fue muy chusco ver a Serrano y a González Bravo marchar juntos a Barcelona por la vuelta grande del Pirineo, y entrar en la ciudad de los Condes a brazo partido, en carretela descubierta, entre las aclamaciones de un pueblo a quien hay que suponer enteramente ciego para tener la explicación de su entusiasmo. Animados por el éxito, y con el apoyo moral que Prim les daba desde Reus, determinaron los dos audaces jóvenes, el uno militar intrépido, paisano sin ningún escrúpulo el otro, constituir o resucitar el Ministerio de la coalición, y como Serrano había sido Ministro con López, no vaciló en darse título y atribuciones de hombre-gabinete o Ministro universal. Ya tenía el confuso movimiento una figura que lo sintetizase, una voluntad que unificara las varias manifestaciones de los pueblos. Lo primero que pensó el afortunado caudillo fue dirigir su galana voz a la Nación, y entre él y González Bravo enjaretaron un Manifiesto, que leído a estas distancias y a estas luces que ahora nos alumbran, nos maravilla por la desatinada flaqueza de sus razones, mezcla infantil de audacias e inocencias. Todo ello parece cosa imaginada en juegos de chicos. La imparcialidad ordena decir que los argumentos del Regente, en la proclama que enderezó a los pueblos poco antes de empollar la suya el Ministro universal, adolecen también de inconsistencia y puerilidad; pero el defecto no salta tan vivamente a la vista como en las torpes letras de Serrano y González Bravo. Se ve que estos soldados de fortuna a quienes la guerra llevó rápidamente a las cabeceras de la jerarquía militar, y estos políticos criados en los clubs, recriados con presuroso ejercicio literario en las tareas del periodismo; lanzados unos y otros a la lucha política en los torneos parlamentarios y en el trajín de las revoluciones, sin preparación, sin estudio, sin tiempo para nutrir sus inteligencias con buenos hartazgos de Historia, sin más auxilio que la chispa natural y la media docena de ideas cogidas al vuelo en las disputas; se ve, digo, que al llegar a los puestos culminantes y a las situaciones de prueba, no saben salir de los razonamientos huecos, ni adoptar resoluciones que no parezcan obra del amor propio y de la presunción. Por esto da pena leer las reseñas históricas del sin fin de revoluciones, motines, alzamientos que componen los fastos españoles del presente siglo: ellas son como un tejido de vanidades ordinarias que carecerían de todo interés si en ciertos instantes no surgiese la situación patética, o sea el relato de las crueldades, martirios y represalias con que vencedores y vencidos se baten en el páramo de los hechos, después de haber jugado tontamente como chicos en el jardín de las ideas. Causarían risa y desdén estos anales si no se oyera en medio de sus páginas el triste gotear de sangre y lágrimas. Pero existe además en la historia deslavazada de nuestras discordias un interés que iguala, si no supera, al interés patético, y es el de las causas, el estudio de la psicología social que ha sido móvil determinante de la continua brega de tantas nulidades, o lo más medianías, en las justas de la política y de la guerra.

Bueno, bueno, bueno. Ni corto ni perezoso, Prim no quería ser menos en Reus que sus amigos Serrano y González Bravo en Barcelona, y largaba también su Manifiesto, negando a Espartero los diez y seis meses que le faltaban de Regencia, y proclamando la mayoría inmediata de Isabel II. Sin sospechar entonces sus futuros destinos, ni los engrandecimientos de su figura en el porvenir; hallándose, como quien dice, en la edad del pavo, cual niño aplicado y muy inteligente que aún no conoce la discreción, llamó a Espartero soldado de fortuna, aventurero egoísta, y a Mendizábal intrigante, embaucador y dilapidador de los intereses públicos. Andando el tiempo fue de los que creyeron que la memoria de uno y otro debía perpetuarse con estatuas.

IV

Al mismo tiempo que Serrano y González Bravo entraban en Barcelona como chiquillos con zapatos nuevos, desembarcaban en Valencia Narváez, Concha (D. Manuel) y Pezuela, asistidos de varios jefes y oficiales, entre los cuales descollaban Fulgosio, Arizcun y Contreras, y al instante se entendieron con la Junta llamada de Salvación, consagrándose todos con celo entusiasta a llevar adelante la grande aventura del alzamiento. Partió Concha sin perder tiempo hacia las Andalucías, para ponerse al frente de las tropas pronunciadas en Sevilla y Granada, y Narváez recibió de la Junta el mando de las de Valencia. No necesitaba más el guapo de Loja para tener a España por suya: diéranle soldados, una bandera que despertara simpatías circunstanciales en cualquiera región del alborotado país, y ya era el hombre que a todos se les llevaba de calle. No había otro que le igualara en aptitudes para establecer un predominio efectivo, por la sola razón de ser más audaz, más tozudo y más insolente que los demás. Dése a cada cual lo suyo, y resplandezca en la distribución de censuras y elogios la estricta justicia. Narváez supo ser el primer mandón de su época, porque tuvo prendas de carácter de que los otros carecían, porque su tiempo, falto de extraordinarias inteligencias y de firmes voluntades, reclamaba para contener la disolución un hombre de mal genio y de peores pulgas. El cascarrabias que necesitaba el país en momentos de turbación era Narváez, porque no había quien le igualase en las condiciones para cabo de vara o capataz de presidio. El barullo grande. a que nos había traído la coalición; la ceguera de los liberales confabulándose con los moderados para derribar al Regente; la confusión y escándalo inauditos de aquellas Juntas que legislaban en nombre de la Nación y repartían grados, honores y mercedes a paisanos y militares; los actos de imbecilidad o de locura que señalaban el estado epiléptico del país, requerían un baratero que con su cara dura, su genio de mil demonios, sus palabras soeces y su gesto insolente se hiciera dueño de todo el cotarro. El General bonito, como llamaban a Serrano entonces, hombre afectuoso, presumido, de arranques gallardísimos en los campos de batalla, blando en las resoluciones, cuidándose principalmente de ser grato a todo el mundo, mujeres inclusive, no servía para el caso; Prim, nacido del pueblo, tenía gustos y costumbres de aristócrata; aunque adelantado en su carrera militar, no había subido a las más altas jerarquías; si en él descollaba la inteligencia, como en Serrano el don de simpatía, no se encontraba en disposición de levantar el gallo. Concha, con extraordinario talento militar y más sagaces ideas que sus colegas, se reservaba sin duda para mejores días, y en la propia situación expectante se hallaba O’Donnell, cuya mente sajona entreveía sin duda empresas grandes que acometer en días normales. Podían ser estos los hombres del mañana; pero el hombre de aquellos días era Narváez, no embrión, sino personalidad formada, porque el baratero nace, y a poco de nacer, con sólo un par de arranques y el fácil reparto de cuatro bofetadas a tiempo y de otros tantos navajazos oportunos, ya se ha revelado a sí mismo y a los demás, ya es el poeroso ante quien todos tiemblan.

Empezaba D. Ramón revelando su poer con el desapacible y fosco mohín de su cara, de estas caras que no brindan amistad, sino rigor; de estas que sin tener chirlos parece que deben su torcida expresión a un cruce de cicatrices; de estas caras, en fin, que no han sonreído jamás, que fundan su orgullo en ser antipáticas y en hacer temblar a quien las mira. El efecto inicial causado por el rostro lo completaban los hechos, que siempre eran rápidos, ejecutivos, producidos a la menor distancia posible de la voluntad que los determinaba. No daba tiempo al enemigo, o más bien a la víctima, para parar el golpe, y sabía cogerla en el instante peligroso de la sorpresa. Ideas altas de gobierno no las necesitaba en aquella ocasión, porque el mal nacional era tal vez empacho de ideas, manjar y licores exóticos comidos y bebidos antes de tiempo en voraz gula, por lo que no habían sido digeridos. Aunque esto sea violentar el orden histórico, conviene decir ahora que cuando la Nación, gobernada una y otra vez por Narváez, y sintiéndose repuesta de sus indigestiones, le pidió ideas que la llevasen a fines gloriosos y a una existencia fecunda, Narváez no supo dárselas, sencillamente porque no las tenía. Sin poseer nunca la elevación mental que su puesto reclamaba, se murió entrado en años aquel hombre duro, que fue la mitad de un gran dictador, poseyendo en altísimo grado las cualidades del gesto bravucón y de la rapidez del mando, y desconociendo en absoluto la psicología indispensable para guiar a un pueblo. Pero esto no quita que, en ocasiones críticas del desbarajuste hispano, fuera Narváez un brazo eficaz, que supo dar a la sociedad desmandada lo que necesitaba y merecía, por lo cual le corresponde un primer puesto en el panteón de ilustraciones chicas, o de eminencias enanas, como quien dice.

Pues señor, con tantos paladines de empuje, bien armados y ostentando los falsos lemas que al pueblo fascinaban, no tuvo más remedio el Regente que echarse al campo, y así lo hizo después de las indispensables arengas a la Milicia Nacional, en que le cantaba los antiguos y ya sobados himnos militares y liberalescos. Salió el hombre, tomando la vuelta de Albacete, donde se paró en firme, con aquella pachorra fatalista que en otros tiempos había sido la pausa precursora de sus grandes éxitos y ya era como la calma lúgubre que antecede a las tempestades. Poco gratos son para el que los escribe, como para el que los lee, los pormenores de los hechos de armas que precipitaron la caída del Regente, porque ellos ofrecen una triste serie de encuentros deslucidos y de defecciones y actos inspirados por el egoísmo. La militar emulación y las virtudes cívicas estaban dormidas; no velaba más que la conveniencia personal. La oficialidad y jefes de todos los cuerpos llamados leales, a las órdenes de Seoane, Van-Halen, Carratalá y Ena, pesaban en certera balanza las probabilidades de triunfo, y viendo perdida la causa de Espartero, abandonaban las filas. Muchos a quienes repugnara la defección o el pase a las fuerzas pronunciadas, pedían la licencia absoluta, alegando que no combatirían por Espartero ni contra él. Van-Halen, que venía de Cataluña con todas las fuerzas que pudo reunir, se aterró de la merma gradual de su ejército en cada marcha. La opinión se volvía contra el Regente. Se hizo creer al pueblo que venía una época de congratulaciones y de abrazos, de alegría General y de olvido de lo pasado; que daría principio el imperio de la probidad, y que se unirían todos los hombres de corazón recto para labrar la felicidad de España. La prensa coaligada, retrógrados y progresistas, acordes en anunciar la próxima lluvia del maná, el advenimiento de los ángeles y la total regeneración del Reino bajo los auspicios de la inocente Isabel, habían ayudado a la formación de aquel delirio, obra de astutos fariseos ayudados de unos cuantos poetas hueros y de oradores vacíos.

En su parada fatalista de Albacete, Espartero padeció la mayor equivocación de su vida. En vez de empeñarse en una resistencia imposible, debió llamar a los cabezas del pronunciamiento militar y civil, y decirles: «Caballeros, aquí tienen ustedes la Regencia, el Poder y todas las investiduras que, según la opinión flamante, no merezco ya. Dejo el campo libre para que los honrados o los que lo parecen se abracen a su gusto, y para que se efectúe la reconciliación general anunciada por las musas políticas. Nombren nueva Regencia, si así les acomoda, para tirar hasta el 10 de Octubre del año próximo, fecha en que nuestra adorada Reina cumple los catorce años, y si esto no les parece bien y prefieren que la niña gobierne desde ahora, allá se las haya. Cesen ya tanto alboroto y tanta necedad; reciban de mi mano la autoridad suprema y hagan de ella lo que más les agrade, que yo a mi casa me voy, o al extranjero si en mi casa no me dejasen en paz». Esto debió decir, y habría evitado que sus enemigos se dieran luego el falso lustre de ganar batallas que, como la de Torrejón de Ardoz, casi enteramente imaginaria, sólo sirvió para que los prosélitos de Narváez colgaran a este glorias no menos resonantes que las de Aníbal, y para que llovieran las recompensas hasta encharcar todo el suelo de la Patria.

No le faltaron a Su Alteza en Albacete demostraciones de fidelidad desinteresada, y una de las más gratas fue la que hizo el jefe político de Ciudad Real, D. José del Milagro, presentando con sus respetos el homenaje de sus servicios como gobernador y como ciudadano liberal. Con el dicho sujeto venían calificados personajes de la ínsula, de limpia estirpe patriótica, y los jefes de la Milicia de Miguelturra, Daimiel, Tirteafuera y de la propia Granátula, patria del Conde-Duque, a ofrecer incondicionalmente, en defensa del pacificador de España, cuanto poseían, vidas y haciendas. Cariñoso y agradecido acogió D. Baldomero este noble mensaje, y con todos desplegó las galas de su cortesía y miramiento, extremándose en el agasajo del jefe político, a quien, por su consecuencia, colmó de alabanzas. De puro soplado no cabía en su pellejo el bueno de D. José, y se propuso seguir a la Regencia hasta la victoria o la ruina total, que de este modo la rectitud del funcionario había de tener más tarde o más temprano lucida recompensa.

Llegado el día en que Espartero dio por terminado el plantón de Albacete, Milagro le siguió, agarradito a sus faldones y remedando fielmente las diversas caras de alegría o desaliento que iba poniendo el ídolo, según las circunstancias. Tristísima fue la marcha desde Albacete a Sevilla, donde encontraron a Van-Halen asediando la plaza y tratando de obtener la rendición por la buena antes de disparar morteros y obuses. Los sevillanos, viendo ya ganada la partida por la revolución, no querían llegar al fin sin engalanarse con un poquito de heroísmo, ambicionando para su bella ciudad laureles semejantes a los de Zaragoza y Gerona. En dimes y diretes andaban sitiados y sitiadores, cuando llegó al Regente y a su ayacucho General la noticia de la furibunda batalla ganada por Narváez a los ejércitos combinados de Seoane y Zurbano en los campos de Torrejón de Ardoz, victoria que determinaron fácilmente y sin efusión de sangre los resortes estratégicos más elementales y sencillos. Las tropas de Seoane y Zurbano se pasaron al campo de Narváez, dejando a los dos caudillos espantados de su soledad… Empezaban los abrazos.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
270 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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