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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Trafalgar», страница 3

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Muy enfrascados estaban ellos en su conferencia, cuando sintieron los pasos de Doña Francisca que volvía de la novena.

«¡Qué viene! – exclamó Marcial con terror.

Y al punto guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de mi ama, seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenación con frases como éstas, pronunciadas con el mayor desparpajo: ¡la mura a estribor!… ¡orza!… ¡la andanada de sotavento!… ¡fuego!… ¡bum, bum!… Ella se llegó a mí furiosa, y sin previo aviso me descargó en la popa la andanada de su mano derecha con tan buena puntería, que me hizo ver las estrellas.

«¡También tú! – gritó vapuleándome sin compasión. – Ya ves – añadió mirando a su marido con centelleantes ojos: – tú le enseñas a que pierda el respeto… ¿Te has creído que estás todavía en la Caleta, pedazo de zascandil?

La zurra continuó en la forma siguiente: yo caminando a la cocina, lloroso y avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, y sin pensar en defenderme contra tan superior enemigo; Doña Francisca detrás dándome caza y poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su mano. En la cocina eché el ancla, lloroso, considerando cuán mal había concluido mi combate naval.

V

Para oponerse a la insensata determinación de su marido, Doña Francisca no se fundaba sólo en las razones anteriormente expuestas; tenía, además de aquéllas, otra poderosísima, que no indicó en el diálogo anterior, quizá por demasiado sabida.

Pero el lector no la sabe y voy a decírsela. Creo haber escrito que mis amos tenían una hija. Pues bien: esta hija se llamaba Rosita, de edad poco mayor que la mía, pues apenas pasaba de los quince años, y ya estaba concertado su matrimonio con un joven oficial de Artillería llamado Malespina, de una familia de Medinasidonia, lejanamente emparentada con la de mi ama. Habíase fijado la boda para fin de Octubre, y ya se comprende que la ausencia del padre de la novia habría sido inconveniente en tan solemnes días.

Voy a decir algo de mi señorita, de su novio, de sus amores, de su proyectado enlace y… ¡ay!, aquí mis recuerdos toman un tinte melancólico, evocando en mi fantasía imágenes importunas y exóticas como si vinieran de otro mundo, despertando en mi cansado pecho sensaciones que, a decir verdad, ignoro si traen a mi espíritu alegría o tristeza. Estas ardientes memorias, que parecen agostarse hoy en mi cerebro, como flores tropicales trasplantadas al Norte helado, me hacen a veces reír, y a veces me hacen pensar… Pero contemos, que el lector se cansa de reflexiones enojosas sobre lo que a un solo mortal interesa.

Rosita era lindísima. Recuerdo perfectamente su hermosura, aunque me sería muy difícil describir sus facciones. Parece que la veo sonreír delante de mí. La singular expresión de su rostro, a la de ningún otro parecida, es para mí, por la claridad con que se ofrece a mi entendimiento, como una de esas nociones primitivas, que parece hemos traído de otro mundo, o nos han sido infundidas por misterioso poder desde la cuna. Y sin embargo, no respondo de poderlo pintar, porque lo que fue real ha quedado como una idea indeterminada en mi cabeza, y nada nos fascina tanto, así como nada se escapa tan sutilmente a toda apreciación descriptiva, como un ideal querido.

Al entrar en la casa, creí que Rosita pertenecía a un orden de criaturas superior. Explicaré mis pensamientos para que se admiren ustedes de mi simpleza. Cuando somos niños, y un nuevo ser viene al mundo en nuestra casa, las personas mayores nos dicen que le han traído de Francia, de París o de Inglaterra. Engañado yo como todos acerca de tan singular modo de perpetuar la especie, creía que los niños venían por encargo, empaquetados en un cajoncito, como un fardo de quincalla. Pues bien: contemplando por primera vez a la hija de mis amos, discurrí que tan bella persona no podía haber venido de la fábrica de donde venimos todos, es decir, de París o de Inglaterra, y me persuadí de la existencia de alguna región encantadora, donde artífices divinos sabían labrar tan hermosos ejemplares de la persona humana.

Como niños ambos, aunque de distinta condición, pronto nos tratamos con la confianza propia de la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar con ella, sufriendo todas sus impertinencias, que eran muchas, pues en nuestros juegos nunca se confundían las clases: ella era siempre señorita, y yo siempre criado; así es que yo llevaba la peor parte, y si había golpes, no es preciso indicar aquí quién los recibía.

Ir a buscarla al salir de la escuela para] acompañarla a casa, era mi sueno de oro; y cuando por alguna ocupación imprevista se encargaba a otra persona tan dulce comisión, mi pena era tan profunda, que yo la equiparaba a las mayores penas que pueden pasarse en la vida, siendo hombre, y decía: «Es imposible que cuando yo sea grande experimente desgracia mayor». Subir por orden suya al naranjo del patio para coger los azahares de las más altas ramas, era para mí la mayor de las delicias, posición o preeminencia superior a la del mejor rey de la tierra subido en su trono de oro; y no recuerdo alborozo comparable al que me causaba obligándome a correr tras ella en ese divino e inmortal juego que llaman escondite. Si ella corría como una gacela, yo volaba como un pájaro para cogerla más pronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que encontraba más a mano. Cuando se trocaban los papeles, cuando ella era la perseguidora y a mí me correspondía el ser cogido, se duplicaban las inocentes y puras delicias de aquel juego sublime, y el paraje más obscuro y feo, donde yo, encogido y palpitante, esperaba la impresión de sus brazos ansiosos de estrecharme, era para mí un verdadero paraíso. Añadiré que jamás, durante aquellas escenas, tuve un pensamiento, una sensación, que no emanara del más refinado idealismo.

¿Y qué diré de su canto? Desde muy niña acostumbraba a cantar el olé y las cañas, con la maestría de los ruiseñores, que lo saben todo en materia de música sin haber aprendido nada. Todos le alababan aquella habilidad, y formaban corro para oírla; pero a mí me ofendían los aplausos de sus admiradores, y hubiera deseado que enmudeciera para los demás. Era aquel canto un gorjeo melancólico, aun modulado por su voz infantil. La nota, que repercutía sobre sí misma, enredándose y desenredándose, como un hilo sonoro, se perdía subiendo y se desvanecía alejándose para volver descendiendo con timbre grave. Parecía emitida por un avecilla, que se remontara primero al Cielo, y que después cantara en nuestro propio oído. El alma, si se me permite emplear un símil vulgar, parecía que se alargaba siguiendo el sonido, y se contraía después retrocediendo ante él, pero siempre pendiente de la melodía y asociando la música a la hermosa cantora. Tan singular era el efecto, que para mí el oírla cantar, sobre todo en presencia de otras personas, era casi una mortificación.

Teníamos la misma edad, poco más o menos, como he dicho, pues sólo excedía la suya a la mía en unos ocho o nueve meses. Pero yo era pequeñuelo y raquítico, mientras ella se desarrollaba con mucha lozanía, y así, al cumplirse los tres años de mi residencia en la casa, ella parecía de mucha más edad que yo. Estos tres años se pasaron sin sospechar nosotros que íbamos creciendo, y nuestros juegos no se interrumpían, pues ella era más traviesa que yo, y su madre la reñía, procurando sujetarla y hacerla trabajar.

Al cabo de lo tres años advertí que las formas de mi idolatrada señorita se ensanchaban y redondeaban, completando la hermosura de su cuerpo: su rostro se puso más encendido, más lleno, más tibio; sus grandes ojos más vivos, si bien con la mirada menos errátil y voluble; su andar más reposado; sus movimientos no sé si más o menos ligeros, pero ciertamente distintos, aunque no podía entonces ni puedo ahora apreciar en qué consistía la diferencia. Pero ninguno de estos accidentes me confundió tanto como la transformación de su voz, que adquirió cierta sonora gravedad bien distinta de aquel travieso y alegre chillido con que me llamaba antes, trastornándome el juicio, y obligándome a olvidar mis quehaceres, para acudir al juego. El capullo se convertía en rosa y la crisálida en mariposa.

Un día mil veces funesto, mil veces lúgubre, mi amita se presentó ante mí con traje bajo. Aquella transfiguración produjo en mí tal impresión, que en todo el día no hablé una palabra. Estaba serio como un hombre que ha sido vilmente engañado, y mi enojo contra ella era tan grande, que en mis soliloquios probaba con fuertes razones que el rápido crecimiento de mi amita era una felonía. Se despertó en mí la fiebre del raciocinar, y sobre aquel tema controvertía apasionadamente conmigo mismo en el silencio de mis insomnios. Lo que más me aturdía era ver que con unas cuantas varas de tela había variado por completo su carácter. Aquel día, mil veces desgraciado, me habló en tono ceremonioso, ordenándome con gravedad y hasta con displicencia las faenas que menos me gustaban; y ella, que tantas veces fue cómplice y encubridora de mi holgazanería, me reprendía entonces por perezoso. ¡Y a todas éstas, ni una sonrisa, ni un salto, ni una monada, ni una veloz carrera, ni un poco de olé, ni esconderse de mí para que la buscara, ni fingirse enfadada para reírse después, ni una disputilla, ni siquiera un pescozón con su blanda manecita! ¡Terribles crisis de la existencia! ¡Ella se había convertido en mujer, y yo continuaba siendo niño!

No necesito decir que se acabaron los retozos y los juegos; ya no volví a subir al naranjo, cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mi enamorada rapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujo su provocativa fragancia; ya no corrimos más por el patio, ni hice más viajes a la escuela, para traerla a casa, tan orgulloso de mi comisión que la hubiera defendido contra un ejército, si éste hubiera intentado quitármela. Desde entonces Rosita andaba con la mayor circunspección y gravedad; varias veces noté que al subir una escalera delante de mí, cuidaba de no mostrar ni una línea ni una pulgada más arriba de su hermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una ofensa a la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba. Ahora me río considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas.

Pero aún habían de ocurrir más terribles desventuras. Al año de su transformación, la tía Martina, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes de la servidumbre, se ocupaban un día de cierto grave asunto. Aplicando mi diligente oído, luego me enteré de que corrían rumores alarmantes: la señorita se iba a casar. La cosa era inaudita, porque yo no le conocía ningún novio. Pero entonces lo arreglaban todo los padres, y lo raro es que a veces no salía del todo mal.

Pues un joven de gran familia pidió su mano, y mis amos se la concedieron. Este joven vino a casa acompañado de sus padres, que eran una especie de condes o marqueses, con un título retumbante. El pretendiente traía su uniforme de Marina, en cuyo honroso Cuerpo servía; pero a pesar de tan elegante jaez, su facha era muy poco agradable. Así debió parecerle a mi amita, pues desde un principio mostró repugnancia hacia aquella boda. Su madre trataba de convencerla, pero inútilmente, y le hacía la más acabada pintura de las buenas prendas del novio, de su alto linaje y grandes riquezas. La niña no se convencía, y a estas razones oponía otras muy cuerdas.

Pero la pícara se callaba lo principal, y lo principal era que tenía otro novio, a quien de veras amaba. Este otro era un oficial de Artillería, llamado D. Rafael Malespina, de muy buena presencia y gentil figura. Mi amita le había conocido en la iglesia, y el pérfido amor se apoderó de ella, mientras rezaba; pues siempre fue el templo lugar muy a propósito, por su poético y misterioso recinto, para abrir de par en par al amor las puertas del alma. Malespina rondaba la casa, lo cual observé yo varias veces; y tanto se habló en Vejer de estos amores, que el otro lo supo, y se desafiaron. Mis amos supieron todo cuando llegó a casa la noticia de que Malespina había herido mortalmente a su rival.

El escándalo fue grande. La religiosidad de mis amos se escandalizó tanto con aquel hecho, que no pudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctima principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido curó, y como Malespina fuese también persona bien nacida y rica, se notaron en la atmósfera política de la casa barruntos de que el joven D. Rafael iba a entrar en ella. Renunciaron al enlace los padres del herido, y en cambio el del vencedor se presentó en casa a pedir para su hijo la mano de mi querida amita. Después de algunas dilaciones, se la concedieron.

Me acuerdo de cuando fue allí el viejo Malespina. Era un señor muy seco y estirado, con chupa de treinta colores, muchos colgajos en el reloj, gran coleto, y una nariz muy larga y afilada, con la cual parecía olfatear a las personas que le sostenían la conversación. Hablaba por los codos y no dejaba meter baza a los demás: él se lo decía todo, y no se podía elogiar cosa alguna, porque al punto salía diciendo que tenía otra mejor. Desde entonces le taché por hombre vanidoso y mentirosísimo, como tuve ocasión de ver claramente más tarde. Mis amos le recibieron con agasajo, lo mismo que a su hijo, que con él venía. Desde entonces, el novio siguió yendo a casa todos los días, sólo o en compañía de su padre.

Nueva transformación de mi amita. Su indiferencia hacia mí era tan marcada, que tocaba los límites del menosprecio. Entonces eché de ver claramente por primera vez, maldiciéndola, la humildad de mi condición; trataba de explicarme el derecho que tenían a la superioridad los que realmente eran superiores, y me preguntaba, lleno de angustia, si era justo que otros fueran nobles y ricos y sabios, mientras yo tenía por abolengo la Caleta, por única fortuna mi persona, y apenas sabía leer. Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño, comprendí que a nada podría aspirar en el mundo, y sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizás todo aquello que no poseía.

En vista del despego con que ella me trataba, perdí la confianza; no me atrevía a desplegar los labios en su presencia, y me infundía mucho más respeto que sus padres. Entre tanto, yo observaba con atención los indicios del amor que la dominaba. Cuando él tardaba, yo la veía impaciente y triste; al menor rumor que indicase la aproximación de alguno, se encendía su hermoso semblante, y sus negros ojos brillaban con ansiedad y esperanza. Si él entraba al fin, le era imposible a ella disimular su alegría, y luego se estaban charlando horas y más horas, siempre en presencia de Doña Francisca, pues a mi señorita no se le consentían coloquios a solas ni por las rejas.

También había correspondencia larga, y lo peor del caso es que yo era el correo de los dos amantes. ¡Aquello me daba una rabia…! Según la consigna, yo salía a la plaza, y allí encontraba, más puntual que un reloj, al señorito Malespina, el cual me daba una esquela para entregarla a mi señorita. Cumplía mi encargo, y ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántas veces sentía tentaciones de quemar aquellas cartas, no llevándolas a su destino! Pero por mi suerte, tuve serenidad para dominar tan feo propósito.

No necesito decir que yo odiaba a Malespina. Desde que le veía entrar sentía mi sangre enardecida, y siempre que me ordenaba algo, hacíalo con los peores modos posibles, deseoso de significarle mi alto enojo. Este despego que a ellos les parecía mala crianza y a mí un arranque de entereza, propio de elevados corazones, me proporcionó algunas reprimendas y, sobre todo, dio origen a una frase de mi señorita, que se me clavó en el corazón como una dolorosa espina. En cierta ocasión le oí decir:

«Este chico está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera de casa».

Al fin se fijó el día para la boda, y unos cuantos antes del señalado ocurrió lo que ya conté y el proyecto de mi amo. Por esto se comprenderá que Doña Francisca tenía razones poderosas, además de la poca salud de su marido, para impedirle ir a la escuadra.

VI

Recuerdo muy bien que al día siguiente de los pescozones que me aplicó D. Francisca, movida del espectáculo de mi irreverencia y de su profundo odio a las guerras marítimas, salí acompañando a mi amo en su paseo de mediodía. Él me daba el brazo, y a su lado iba Marcial: los tres caminábamos lentamente, conforme al flojo andar de D. Alonso y a la poca destreza de la pierna postiza del marinero. Parecía aquello una de esas procesiones en que marcha, sobre vacilante palanquín, un grupo de santos viejos y apolillados, que amenazan venirse al suelo en cuanto se acelere un poco el paso de los que les llevan. Los dos viejos no tenían expedito y vividor más que el corazón, que funcionaba como una máquina recién salida del taller. Era una aguja imantada, que a pesar de su fuerte potencia y exacto movimiento, no podía hacer navegar bien el casco viejo y averiado en que iba embarcada.

Durante el paseo, mi amo, después de haber asegurado con su habitual aplomo que si el almirante Córdova, en vez de mandar virar a estribor hubiera mandado virar a babor, la batalla del 14 no se habría perdido, entabló la conversación sobre el famoso proyecto, y aunque no dijeron claramente su propósito, sin duda por estar yo delante, comprendí por algunas palabras sueltas que trataban de ponerlo en ejecución a cencerros tapados, marchándose de la casa lindamente una mañana, sin que mi ama lo advirtiese.

Regresamos a la casa y allí se habló de cosas muy distintas. Mi amo, que siempre era complaciente con su mujer, lo fue aquel día más que nunca. No decía Doña Francisca cosa alguna, aunque fuera insignificante, sin que él lo celebrara con risas inoportunas. Hasta me parece que la regaló algunas fruslerías, demostrando en todos sus actos el deseo de tenerla contenta; sin duda por esta misma complacencia oficiosa mi ama estaba díscola y regañona cual nunca la había yo visto. No era posible transacción honrosa. Por no sé qué fútil motivo, riñó con Marcial, intimándole la inmediata salida de la casa; también dijo terribles cosas a su marido; y durante la comida, aunque éste celebraba todos los platos con desusado calor, la implacable dama no cesaba de gruñir.

Llegada la hora de rezar el rosario, acto solemne que se verificaba en el comedor con asistencia de todos los de la casa, mi amo, que otras veces solía dormirse, murmurando perezosamente los Pater-noster, lo cual le valía algunas reprimendas, estuvo aquella noche muy despabilado y rezó con verdadero empeño, haciendo que su voz se oyera entre todas las demás.

Otra cosa pasó que se me ha quedado muy presente. Las paredes de la casa hallábanse adornadas con dos clases de objetos: estampas de santos y mapas; la Corte celestial por un lado, y todos los derroteros de Europa y América por otro. Después de comer, mi amo estaba en la galería contemplando una carta de navegación, y recorría con su vacilante dedo las líneas, cuando Doña Francisca, que algo sospechaba del proyecto de escapatoria, y además ponía el grito en el Cielo siempre que sorprendía a su marido en flagrante delito de entusiasmo náutico, llegó por detrás, y abriendo los brazos exclamó:

«¡Hombre de Dios! Cuando digo que tú me andas buscando… Pues te juro que si me buscas, me encontrarás.

– Pero, mujer – repuso temblando mi amo, – estaba aquí mirando el derrotero de Alcalá Galiano y de Valdés en las goletas Sutil y Mejicana, cuando fueron a reconocer el estrecho de Fuca. Es un viaje muy bonito: me parece que te lo he contado.

– Cuando digo que voy a quemar todos esos papelotes – añadió Doña Francisca. – Mal hayan los viajes y el perro judío que los inventó. Mejor pensaras en las cosas de Dios, que al fin y al cabo no eres ningún niño. ¡Qué hombre, Santo Dios, qué hombre!»

No pasó de esto. Yo andaba también por allí cerca; pero no recuerdo bien si mi ama desahogó su furor en mi humilde persona, demostrándome una vez más la elasticidad de mis orejas y la ligereza de sus manos. Ello es que estas caricias menudeaban tanto, que no hago memoria de si recibí alguna en aquella ocasión: lo que sí recuerdo es que mi señor, a pesar de haber redoblado sus amabilidades, no consiguió ablandar a su consorte.

No he dicho nada de mi amita. Pues sépase que estaba muy triste, porque el señor de Malespina no había parecido aquel día, ni escrito carta alguna, siendo inútiles todas mis pesquisas para hallarle en la plaza. Llegó la noche, y con ella la tristeza al alma de Rosita, pues ya no había esperanza de verle hasta el día siguiente. Mas de pronto, y cuando se había dado orden para la cena, sonaron fuertes aldabonazos en la puerta; fui a abrir corriendo, y era él. Antes de abrirle, mi odio le había conocido.

Aún me parece que le estoy viendo, cuando se presentó delante de mí, sacudiendo su capa, mojada por la lluvia. Siempre que le traigo a la memoria, se me representa como le vi en aquella ocasión. Hablando con imparcialidad, diré que era un joven realmente hermoso, de presencia noble, modales airosos, mirada afable, algo frío y reservado en apariencia, poco risueño y sumamente cortés, con aquella cortesía grave y un poco finchada de los nobles de antaño. Traía aquella noche la chaqueta faldonada, el calzón corto con botas, el sombrero portugués y riquísima capa de grana con forros de seda, que era la prenda más elegante entre los señoritos de la época.

Desde que entró, conocí que algo grave ocurría. Pasó al comedor, y todos se maravillaron de verle a tal hora, pues jamás había venido de noche. Mi amita no tuvo de alegría más que el tiempo necesario para comprender que el motivo de visita tan inesperada no podía ser lisonjero.

«Vengo a despedirme», dijo Malespina.

Todos se quedaron como lelos, y Rosita más blanca que el papel en que escribo; después encendida como la grana, y luego pálida otra vez como una muerta.

«¿Pues qué pasa? ¿A dónde va usted, señor D. Rafael?», le preguntó mi ama.

Debo de haber dicho que Malespina era oficial de Artillería, pero no que estaba de guarnición en Cádiz y con licencia en Vejer.

«Como la escuadra carece de personal – añadió, – han dado orden para que nos embarquemos con objeto de hacer allí el servicio. Se cree que el combate es inevitable, y la mayor parte de los navíos tienen falta de artilleros.

– ¡Jesús, María y José! – exclamó Doña Francisca más muerta que viva. – ¿También a usted se le llevan? Pues me gusta. Pero usted es de tierra, amiguito. Dígales usted que se entiendan ellos; que si no tienen gente, que la busquen. Pues a fe que es bonita la broma.

– ¿Pero, mujer – dijo tímidamente D. Alonso, – no ves que es preciso?…».

No pudo seguir, porque Doña Francisca, que sentía desbordarse el vaso de su enojo, apostrofó a todas las Potencias terrestres.

«A ti todo te parece bien con tal que sea para los dichosos barcos de guerra. ¿Pero quién, pero quién es el demonio del Infierno que ha mandado vayan a bordo los oficiales de tierra? A mí que no me digan: eso es cosa del señor de Bonaparte. Ninguno de acá puede haber inventado tal diablura. Pero vaya usted y diga que se va a casar. A ver – añadió dirigiéndose a su marido, – escribe a Gravina diciéndole que este joven no puede ir a la escuadra».

Y como viera que su marido se encogía de hombros indicando que la cosa era sumamente grave, exclamó:

«No sirves para nada. ¡Jesús! Si yo gastara calzones, me plantaba en Cádiz y le sacaba a usted del apuro».

Rosita no decía palabra. Yo, que la observaba atentamente, conocí la gran turbación de su espíritu. No quitaba los ojos de su novio, y a no impedírselo la etiqueta y el buen parecer, habría llorado ruidosamente, desahogando la pena de su corazón oprimido.

«Los militares – dijo D. Alonso, – son esclavos de su deber, y la patria exige a este joven que se embarque para defenderla. En el próximo combate alcanzará usted mucha gloria e ilustrará su nombre con alguna hazaña que quede en la historia para ejemplo de las generaciones futuras.

– Sí, eso, eso – dijo Doña Francisca remedando el tono grandilocuente con que mi amo había pronunciado las anteriores palabras. – Sí: ¿y todo por qué? Porque se les antoja a esos zánganos de Madrid. Que vengan ellos a disparar los cañones y a hacer la guerra… ¿Y cuándo marcha usted?

– Mañana mismo. Me han retirado la licencia, ordenándome que me presente al instante en Cádiz».

Imposible pintar con palabras ni por escrito lo que vi en el semblante de mi señorita cuando aquellas frases oyó. Los dos novios se miraron, y un largo y triste silencio siguió al anuncio de la próxima partida.

«Esto no se puede sufrir – dijo Doña Francisca. – Por último, llevarán a los paisanos, y si se les antoja, también a las mujeres… Señor – prosiguió mirando al Cielo con ademán de pitonisa, – no creo ofenderte si digo que maldito sea el que inventó los barcos, maldito el mar en que navegan, y más maldito el que hizo el primer cañón para dar esos estampidos que la vuelven a una loca, y para matar a tantos pobrecitos que no han hecho ningún daño».

D. Alonso miró a Malespina, buscando en su semblante una expresión de protesta contra los insultos dirigidos a la noble artillería. Después dijo:

«Lo malo será que los navíos carezcan también de buen material; y sería lamentable…»

Marcial, que oía la conversación desde la puerta, no pudo contenerse y entró diciendo:

«¿Qué ha de faltar? El Trinidad 140 cañones: 32 de a 36, 34 de a 24, 36 de a 12, 18 de a 30, y 10 obuses de a 24. El Príncipe de Asturias 118, el Santa Ana 120, el Rayo 100, el Nepomuceno, el San…

– ¿Quién le mete a usted aquí, Sr. Marcial – chilló Doña Francisca, – ni qué nos importa si tienen cincuenta u ochenta?»

Marcial continuó, a pesar de esto, su guerrera estadística, pero en voz baja, dirigiéndose sólo a mi amo, el cual no se atrevía a expresar su aprobación.

Ella siguió hablando así:

«Pero, D. Rafael, no vaya usted, por Dios. Diga usted que es de tierra; que se va a casar. Si Napoleón quiere guerra, que la haga él solo; que venga y diga: «Aquí estoy yo: mátenme ustedes, señores ingleses, o déjense matar por mí». ¿Por qué ha de estar España sujeta a los antojos de ese caballero?

– Verdaderamente – dijo Malespina, – nuestra unión con Francia ha sido hasta ahora desastrosa.

– ¿Pues para qué la han hecho? Bien dicen que ese Godoy es hombre sin estudios. ¡Si creerá él que se gobierna una nación tocando la guitarra!

– Después de la paz de Basilea – continuó el joven, – nos vimos obligados a enemistarnos con los ingleses, que batieron nuestra escuadra en el cabo de San Vicente.

– Alto allá – declaró D. Alonso, dando un fuerte puñetazo en la mesa. – Si el almirante Córdova hubiera mandado orzar sobre babor a los navíos de la vanguardia, según lo que pedían las más vulgares leyes de la estrategia, la victoria hubiera sido nuestra. Eso lo tengo probado hasta la saciedad, y en el momento del combate hice constar mi opinión. Quede, pues, cada cual en su lugar.

– Lo cierto es que se perdió la batalla – prosiguió Malespina. – Este desastre no habría sido de grandes consecuencias, si después la Corte de España no hubiera celebrado con la República francesa el tratado de San Ildefonso, que nos puso a merced del Primer Cónsul, obligándonos a prestarle ayuda en guerras que a él solo y a su grande ambición interesaban. La paz de Amiens no fue más que una tregua. Inglaterra y Francia volvieron a declararse la guerra, y entonces Napoleón exigió nuestra ayuda. Quisimos ser neutrales, pues aquel convenio a nada obligaba en la segunda guerra; pero él con tanta energía solicitó nuestra cooperación, que para aplacarle, tuvo el Rey que convenir en dar a Francia un subsidio de cien millones de reales, lo que equivalía a comprar a peso de oro la neutralidad. Pero ni aun así la compramos. A pesar de tan gran sacrificio, fuimos arrastrados a la guerra. Inglaterra nos obligó a ello, apresando inoportunamente cuatro fragatas que venían de América cargadas de caudales. Después de aquel acto de piratería, la Corte de Madrid no tuvo más remedio que echarse en brazos de Napoleón, el cual no deseaba otra cosa. Nuestra marina quedó al arbitrio del Primer Cónsul, ya Emperador, quien, aspirando a vencer por el engaño a los ingleses, dispuso que la escuadra combinada partiese a la Martinica, con objeto de alejar de Europa a los marinos de la Gran Bretaña. Con esta estratagema pensaba realizar su anhelado desembarco en esta isla; mas tan hábil plan no sirvió sino para demostrar la impericia y cobardía del almirante francés, el cual, de regreso a Europa, no quiso compartir con nuestros navíos la gloria del combate de Finisterre. Ahora, según las órdenes del Emperador, la escuadra combinada debía hallarse en Brest. Dícese que Napoleón está furioso con su almirante, y que piensa relevarle inmediatamente.

– Pero, según dicen – indicó Marcial, – Mr. Corneta quiere pintarla y busca una acción de guerra que haga olvidar sus faltas. Yo me alegro, pues de ese modo se verá quién puede y quién no puede.

– Lo indudable – prosiguió Malespina, – es que la escuadra inglesa anda cerca y con intento de bloquear a Cádiz. Los marinos españoles opinan que nuestra escuadra no debe salir de la bahía, donde hay probabilidades de que venza. Mas el francés parece que se obstina en salir.

– Veremos – dijo mi amo. – De todos modos, el combate será glorioso.

– Glorioso, sí – contestó Malespina. – ¿Pero quién asegura que sea afortunado? Los marinos se forjan ilusiones, y quizás por estar demasiado cerca, no conocen la inferioridad de nuestro armamento frente al de los ingleses. Estos, además de una soberbia artillería, tienen todo lo necesario para reponer prontamente sus averías. No digamos nada en cuanto al personal: el de nuestros enemigos es inmejorable, compuesto todo de viejos y muy expertos marinos, mientras que muchos de los navíos españoles están tripulados en gran parte por gente de leva, siempre holgazana y que apenas sabe el oficio; el cuerpo de infantería tampoco es un modelo, pues las plazas vacantes se han llenado con tropa de tierra muy valerosa, sin duda, pero que se marea.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
190 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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